Los diarios del hijo prodigo
Por Guy Luisier y Diego Tolsada Peris
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Los diarios del hijo prodigo - Guy Luisier
LOS DIARIOS
DEL HIJO PRÓDIGO
Guy Luisier
Lc 15,11-32:
SER QUERIDO
Un hombre tenía dos hijos. El más joven le dijo:
–Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.
Y el padre repartió los bienes entre ellos. Pocos días después, el hijo menor vendió su parte y se marchó lejos, a otro país, donde todo lo derrochó viviendo de manera desenfrenada. Cuando ya no le quedaba nada, vino sobre aquella tierra una época de hambre terrible y él comenzó a pasar necesidad. Fue a pedirle trabajo a uno del lugar, que le mandó a sus campos a cuidar cerdos. Y él deseaba llenar el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Al fin se puso a pensar: «¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras que aquí yo me muero de hambre! Volveré a la casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco llamarme tu hijo: trátame como a uno de tus trabajadores
». Así que se puso en camino y regresó a casa de su padre.
Todavía estaba lejos cuando su padre le vio; y, sintiendo compasión de él, corrió a su encuentro y le recibió con abrazos y besos. El hijo le dijo:
–Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco llamarme tu hijo.
Pero el padre ordenó a sus criados:
–Sacad enseguida las mejores ropas y vestidlo; ponedle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traed el becerro cebado y matadlo. ¡Vamos a comer y a hacer fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y le hemos encontrado!
Y comenzaron, pues, a hacer fiesta.
Entre tanto, el hijo mayor se hallaba en el campo. Al regresar, llegando ya cerca de la casa, oyó la música y el baile. Llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba, y el criado le contestó:
–Tu hermano ha vuelto, y tu padre ha mandado matar el becerro cebado, porque ha venido sano y salvo.
Tanto irritó esto al hermano mayor que no quería entrar; así que su padre tuvo que salir a rogarle que lo hiciese. Él respondió a su padre:
–Tú sabes cuántos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado ni siquiera un cabrito para hacer fiesta con mis amigos. En cambio, llega ahora este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro cebado.
El padre le contestó:
–Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero ahora debemos hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado.
1
SER MIRADO
No he engullido nada. No he podido.
Una horrible impresión de tener el infierno en el sitio del estómago. Todo en mí se agitaba, gemía y pedía a gritos merced. Mis entrañas se alzaban hasta el corazón, y el corazón a la cabeza, que daba vueltas.
Había un exceso de amor en ese padre de brazos famélicos que estaba sentado a mi izquierda. ¡Y sus ojos, que se volvían incesantemente hacia mí, sus ojos que me miraban como queriendo comerme! Demasiado amor para mi corazón aturdido. Un amor que todo lo abrasaba.
Mi padre me comía de amor, ¿y qué podría haber podido comer yo? Los platos desfilaban. El becerro, demasiado graso. El pan que mi padre partía en persona para mí. El vino en esa copa excesivamente llena que yo querría alejar de mí. Esa comida que transcurría demasiado rápida y demasiado lenta a la vez.
Demasiado. Esa es la palabra exacta. Era demasiado para mí.
Y ese anillo demasiado apretado en mi calloso dedo. Ese anillo que no le correspondía a mi dedo y que mi padre seguramente había desenterrado de los cofres de recuerdos de la familia.
Demasiado. Sentir esos ojos enteros de padre puestos en mí.
Acabar pronto con esa comida. Con ese anillo que me hacía daño. Hacerse olvidar un poco.
¿Habrá un rincón –junto al último de los criados– en el que hacerse olvidar? ¿Hay un rincón en el que se pueda estar? ¿Estar simplemente, sin que los ojos nos mimen y nos resguarden ¹, nos petrifiquen y nos modelen continuamente, nos estén siempre esperando?
Él me miraba. Yo veía claramente que lo que él veía era a mí, pero mucho mejor de lo que yo era. Un vivo sufrimiento –en mí y más allá de mí– me quemaba como un metal incandescente.
Era en todo esto en lo que pensaba durante la comida, grabada para siempre en las paredes de mi memoria y de mis tripas. Y esos ojos grabados en mis ojos.
Ahora sé, veinte años después de la famosa comida del retorno, que de una mirada así no se escapa. Que,
