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El precio de la vida
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El precio de la vida
Libro electrónico377 páginas3 horas

El precio de la vida

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Información de este libro electrónico

La única cosa que Luisa Dominguez, de trece años, quería hacer era escaper de las pandillas y la violencia de su ciudad natal en Honduras. Ella rezaba todos los días: Dios, llévame lejos de aquí. Entonces, un día su deseo se hizo realidad. Ella se permitía salir. Su boleto, sin embargo, tenía un precio: la propia madre de Luisa la había vendido como esclava.

'El precio de la vida' es un relato novelado del fenómeno muy real de la esclavitud sexual infantil. A través de dos años, cuatro países, y siete dueños diferentes, Luisa vive en un mundo que pocos conocen y aún menos queremos admitir existe. A lo largo de su viaje, la adolescente tiene que luchar por su dignidad, su vida, y su alma – todo el tiempo sabiendo que sus días y sus noches pertenecen a otras personas.

En medio de un mundo de las pandillas, las drogas, y la violencia, unirse a esta mujer joven y valiente en su lucha por la supervivencia y la respuesta a la pregunta: ¿se puede poner un precio a una vida?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 mar 2016
ISBN9781311326973
El precio de la vida
Autor

Danielle Singleton

Danielle Singleton is a bestselling author of six novels. "A top-notch mystery writer" with "a style like a young, female James Patterson", Danielle's books are guaranteed to keep you on the edge of your seat from cover to cover! Danielle's 7th novel, a romance, is due out September 2021!When not writing, Danielle enjoys spending her time with her husband, daughter, and two dogs. Danielle lives in Georgia.

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    El precio de la vida - Danielle Singleton

    Para Joshie:

    Para el Futuro

    Los niños son los mensajes vivientes que enviamos a un futuro que no vamos a ver.

    ~Neil Postman

    EL PRECIO DE LA VIDA

    *****

    Si la esclavitud no es mala, no existe nada malo.

    Abraham Lincoln

    UNO

    Gritos de dolor resonaron en una pequeña casa de pueblo y la abuela de Aurelia Domínguez le pasó una toalla húmeda por la frente de la adolescente.

    Respira, dijo la mujer mayor, calmando a la nieta que había criado desde su nacimiento. Respira. Ya viene el bebé.

    ¡Sé que viene! Aurelia gritó en respuesta. ¡Sácalo! ¡Sácalo ahora!

    La abuela suspiró e hizo lo posible por no tomar la oportunidad para sermonear a la futura madre. Le había dicho una y otra vez a la niña que se mantuviera alejada de la ciudad – para que se mantuviera alejada de chicos que sólo querían una cosa de ella. Pero Aurelia amaba la atención, amaba a los hombres, y ellos la amaban a ella.

    Y mira las consecuencias de todo ese amor, pensó Abuela. De dieciséis años, soltera, sola, y con un bebé.

    Abuela mojó la toalla de nuevo en el agua y se la apretó sobre la cabeza de Aurelia. El clima de Honduras a finales de julio siempre era sofocante. Temperaturas máximas en los 90 grados y mínimas en los 70, con una humedad tan sofocante que parecía más una sauna que una ciudad. Como si una tubería de vapor siguiera a la gente dondequiera que fueran, rociando miseria con cada paso.

    El aire acondicionado era algo inaudito en los pueblos de las densas selvas del país centroamericano, los ventiladores requerían electricidad y tampoco la había, y lo mejor que muchos podían esperar era un momento de descanso en una tierra o piso de concreto frío.

    Fue en tal piso que Aurelia Domínguez se encontró a sí misma en ese día caliente y pegajoso en 1997.

    La chica de dieciséis años estaba en trabajo de parto, dando a luz a su primer hijo en medio de una choza de dos habitaciones.

    De ascendencia maya y chorotega, ambas tribus nativas de Honduras, la madre de Aurelia la dio a luz a los quince años y rápidamente la abandonó en la puerta de la casa de sus abuelos. Le habían dicho que su padre era un guardia de seguridad de la ciudad capital de Tegucigalpa, cuya única duradera contribución a la vida de la niña fueron sus brillantes ojos verdes.

    Seis horas y mil gritos más tarde, la última de una larga lista de mujeres Domínguez nació. Su madre la nombró Luisa, y se complació al ver que la niña heredó la tez clara de su padre. Eso la ayudará en la vida, pensó, anhelando que la joven Luisa evitará la discriminación que a menudo enfrentaba a causa de su color de piel más oscura e indígena.

    Tú y yo, mijita, dijo la adolescente. Vamos a conquistar el mundo juntas. Sólo espera y verás.

    *****

    A pesar de que comenzó con las mejores intenciones y tenía el apoyo inquebrantable de sus abuelos, la conquista del mundo de Aurelia pasó a segundo plano frente a conquistas totalmente diferentes. Catorce meses más tarde, bebé Luisa ya tenía una hermana pequeña. Sin embargo, el nacimiento de Josefina fue complicado, y Aurelia casi murió desangrada antes de llegar al hospital en la ciudad de San Pedro Sula. Después de eso, no habría más hermanos para Luisa. En un giro del destino, esa experiencia cercana a la muerte fue una de las mejores cosas que le pasó a Aurelia – salvándola de muchas más bocas que no podía alimentar.

    Luisa, la mayor, no sabía nada de las luchas médicas de su madre. Una niña brillante y curiosa con pelo negro y lacio y ojos negros, Luisa gravitó hacia la presencia tranquilizadora de su bisabuela. Abuela tenía cuarenta y nueve años cuando nació su primera bisnieta, y la mujer fielmente católica vio a las dos chicas jóvenes como su oportunidad de hacer que la familia volviera al camino correcto. Aurelia pronto abandonó la aldea para buscar trabajo (y atención masculina) en la ciudad, y Rosaria Domínguez se aferró con más fuerza a las cosas que más amaba: su Dios y sus bisnietas.

    La vida era dura. Rosaria, Luisa, y Josefina sobrevivían por la caridad de la Iglesia y por la poca comida que cultivaban en el pequeño jardín de su casa. Sin embargo, Luisa y su hermana se sentían amadas y apoyadas, y su carencia de bienes materiales no creó ningún sentido de añoranza. No podían extrañar lo que nunca habían tenido. En un país donde dos tercios de la población vivían en pobreza extrema, la pobreza era normal para las niñas. La vida era dura, pero eran felices.

    Esa felicidad llegó a su fin cuando Luisa cumplió doce años.

    DOS

    En una noche fría de febrero, cuando Luisa tenía doce años y Josefina tenía once años, su bisabuela murió mientras dormía. Las pruebas hubieran revelado que la mujer de sesenta y un años de edad tenía insuficiencia cardíaca congestiva, pero todo lo que las chicas supieron fue que la abuela se fue a la cama una noche y no se despertó a la mañana siguiente.

    Está en un lugar mejor ahora, el sacerdote local, Padre Daniel, les dijo después de que enterraran a su abuela detrás de su casa. Se ha ido a vivir con Jesús.

    Lágrimas corrieron por las mejillas de Luisa y ella abrazó a su hermana tan fuerte que la menor hizo una mueca de dolor. ¿Por qué nos dejó? Luisa le preguntó al Padre Daniel.

    No quiso dejarte, cariño. Sé que es duro, y sé que estás triste. No tiene nada de malo estar triste. Sin embargo, tu bisabuela vivió una buena vida, y Dios decidió que ya era hora de que ella volviera al cielo.

    Josefina dejó de abrazar a su hermana. Ella tenía el pelo negro y ondulado como su madre, y sus ojos verdes miraban con un fuego ardiente al hombre religioso sentado a su lado en la única mesa de la casa.

    No estoy triste, declaró Josefina, y Luisa podía ver en la cara de su hermana que estaba diciendo la verdad. "Estoy enojada. ¿Cómo es que la abuela puede vivir con Jesús y nosotros tenemos que irnos a vivir con ella?"

    La cabeza de la niña se movió en la dirección de su madre, Aurelia, que estaba parada en el porche delantero. Luisa siguió su mirada y vio a su madre reclinada contra la puerta abierta.

    Coqueteando con un chico, como de costumbre, pensó.

    Un sorprendido Padre Daniel pausó por un momento, luego suspiró y sacudió la cabeza. No lo sé, cariño. Hay algunas preguntas que no podemos responder al momento.

    El dragón en miniatura de ojos verdes continuó escupiendo fuego en la dirección de la versión en tamaño completa de sí misma. Aunque la bisabuela de las niñas había procurado no hablar mal de su madre, Luisa y Josefina no eran ciegas. Veían cuando Aurelia aparecía borracha o drogada, y sabían que la única vez que las visitaba era después que otro novio le había botado de su casa y necesitaba un lugar donde dormir. Pero ahora, como la única pariente viva de las dos niñas, Aurelia estaría obligada a asumir la custodia de ellas.

    Aurelia estaba exprimiendo hasta el último minuto de libertad en las escaleras de la casa de sus abuelos, sintiendo el fin a su vida despreocupada y llena de drogas y sexo.

    Adentro de la casa, lágrimas siguieron rodando por las mejillas de Luisa. Cuando Abuela murió, la felicidad de Luisa murió con ella.

    Y ahora tenemos que mudarnos a San Pedro Sula, pensó la niña de doce años. A un apartamento en un barrio que incluso el Padre Daniel dijo que era demasiado peligroso para que quisiera visitarlo. Luisa suspiró. Josefina tiene razón. Abuela tiene suerte. Ella puede vivir con Jesús – y nosotras tenemos que vivir con nuestra madre.

    *****

    El Padre Daniel usó la furgoneta que pertenecía a la parroquia para ayudar a transportar a Luisa y a su hermana a su nuevo hogar con su madre en San Pedro Sula. Las dos pre-adolescentes no tenían muchas posesiones para transportar, pero él sentía que era lo menos que podía hacer. La Sra. Domínguez había sido muy amable con él durante su tiempo en su pueblo, y ella amaba a sus bisnietas con todo su corazón.

    El sacerdote no sabía qué hacía Aurelia Domínguez para ganarse la vida, y, si era honesto consigo mismo, no quería saberlo. Tener un trabajo honesto y fijo nunca había sido el estilo de la mujer de veintiocho años de edad. Padre Daniel tenía sus sospechas, y la mayoría de ellas involucraban las drogas y la prostitución. Él odiaba enviar a las dos niñas a vivir con ella, pero no había otro lugar para ellas.

    Años de violencia en Honduras habían creado más huérfanos que los orfanatos que habían para albergarlos, y la gente en la parroquia del pueblo apenas estaban sobreviviendo por su cuenta – ninguno de ellos podía permitirse el lujo de tener dos bocas más que alimentar.

    Conduciendo por la ciudad, con una Aurelia resaca en el asiento del pasajero junto a él y dos niñas en la parte de atrás, el Padre Daniel estudiaba su entorno. Calles coloniales anchas con mercados al aire libre, tiendas, y hoteles independientes decoraban el paisaje de San Pedro Sula, junto con demasiadas funerarias. En todos lados – en las paredes y las ventanas y los lados de los autobuses – habían murales y carteles proclamando el amor de Jesús. Si la gente sólo siguiera su ejemplo, el sacerdote pensó con un suspiro.

    Después de varios minutos, la furgoneta de la iglesia cruzó en la Calle Principal del vecindario Rancho Coco de la ciudad. Ubicado en la esquina noroeste de San Pedro Sula, Rancho Coco era un sitio nada deseable de la ciudad. Un área donde las pandillas a menudo arrojaban los cuerpos de personas asesinadas en otros lugares.

    El Padre Daniel detuvo la furgoneta frente a un complejo de apartamentos en decadencia. ¿Es aquí? preguntó, mirando el edificio que parecía estar derrumbándose.

    Hormigón viejo, barandillas de hierro y pasarelas externas, ventanas con barrotes, y puertas desiguales revelaban un trabajo mal hecho. Pequeños puntos negros salpicaban las paredes de los edificios y eran, realmente, agujeros de bala.

    Es aquí, contestó Aurelia, asintiendo con la cabeza. Vamos, chicas. Despídanse del padre y salgan de la furgoneta.

    Josefina, con su cabello ondulado negro, ojos verdes brillantes, y curvas emergentes que pronto enloquecerían a los hombres, se bajó de la furgoneta y se unió a su madre en la acera. Luisa la flaquita, que era solo brazos, piernas, y pelo largo, negro y recto, se quedó en el vehículo.

    Gracias por traernos, Padre Daniel, dijo ella, su voz sonando como un susurro.

    De nada, Luisa, él respondió con una sonrisa. A Daniel le agradaba a Luisa. Inteligente, dulce, y curiosa, además asistía regularmente a la misa con su abuela.

    Luisa, ¡vamos! Aurelia gritó desde la acera.

    Adiós, la niña añadió antes de bajarse al calor sofocante de la tarde.

    Adiós, repitió el Padre Daniel, pero para ese momento Aurelia ya había metido a sus hijas al interior del edificio de apartamentos. El sacerdote se persignó y dijo una oración por Luisa y Josefina. Dios ayude a estas chicas. Nadie más en su vida lo hará.

    TRES

    Al principio, Luisa se sorprendió por lo bien que su mamá se había recompuesto. Tomó varios trabajos temporales contestando teléfonos, lavando platos, y trabajando en una fábrica de ropa. Luisa y Josefina no asistían a la escuela – después de que a un chico en su edificio le dispararan camino a clase, su mamá dijo que las niñas no necesitaban una educación. Sin embargo, les traería libros a casa para que leyeran y a las chicas no le importaba el hecho de que sólo salían del apartamento un par de veces a la semana. Tenían una buena cantidad de comida para comer, su mamá estaba sobria, y se tenían la una a la otra.

    Podría ser peor, Luisa pensaba a menudo.

    Alfombra raída cubría el piso de la vivienda, y las chicas hurgaban en los contenedores de basura alrededor del edificio para encontrar mantas viejas para usarlas como catres improvisados. Un pequeño colchón en la esquina servía como la cama de su madre, mientras que una gran caja de cartón fue reutilizada como una mesa. La única decoración del apartamento era una cruz . . . dos pequeñas piezas de madera que Luisa encontró, clavó juntas, y colgó en la pared manchada de moho al lado de su catre.

    Tuvieron unos seis meses buenos, Luisa, su hermana y su madre, pero luego las cosas volvieron a ser como antes. La madre de las niñas, Aurelia, había logrado recomponerse por un tiempo, pero luego volvió a las drogas y al alcohol y a los hombres con tantos tatuajes que parecía que cambiaron su raza de mestizo a negro.

    Aurelia nunca traía sus novios al apartamento, sin embargo. No porque ella estaba preocupada por el bienestar de las niñas, sino más porque Aurelia Domínguez sabía que, a los veintiocho y con años de prostitución en su pasado, sería mucho menos deseable para los hombres que sus dos hijas jóvenes y puras. Aurelia no quería compartir la atención, así que las mantuvo ocultas. Uno de esos hombres podría ser el padre de Luisa . . . la niña no estaba segura. Probablemente no, pensó.

    Otros seis meses luego de su llegada a San Pedro Sula, un año después de la muerte de su bisabuela, Luisa se despertó una mañana por el sonido de unas llaves raspando contra la cerradura afuera de su apartamento. Era un sonido común y sucedía cada vez que su madre estaba demasiado borracha o drogada para lograr abrir la puerta. Luisa se levantó de su catre en el suelo y se arrastró hasta la ventana, todavía medio dormida. Después de cerciorarse que efectivamente era Aurelia quien estaba haciendo todo ese ruido, Luisa abrió la cerradura y dejó entrar a su mamá.

    La mujer alta y curvilínea que se parecía a la versión de tamaño natural de Josefina entró al apartamento. Después de varios pasos, se detuvo y se paró erguida. Ojos vidriosos estudiaron la habitación antes de fijarse en su hija más joven, todavía dormida en el suelo.

    Puf, Aurelia gruñó. Me olvidé de ti. Volteando la cabeza hacia un lado, vio a Luisa de pie junto a la puerta. Igualmente. Puf. ¿Por qué sigues aquí? balbuceó, sus ojos luchando por permanecer abiertos y su cuerpo tambaleándose por la influencia de su última noche de aventura.

    Ustedes arruinan todo, añadió Aurelia, moviendo su brazo para señalar a sus dos hijas, resultando en su caída al suelo en el proceso. Luisa corrió a ayudar a su madre, sólo para encontrarse con una fuerte bofetada en la mejilla.

    Aléjate de mí. Arruinas todo, repitió su madre, enroscándose en una bola en el suelo. Años de drogas y alcohol habían hecho que Aurelia pareciera mayor y más fea de lo que realmente era, lo que era malo para su negocio. Particularmente cuando descubrieron que tenía hijas. La noche anterior, el hombre con el que se había estado acostando las últimas tres semanas se enteró de que ella tenía dos hijas en casa. Cuando Aurelia declinó su oferta de ‘compartir diversión’ con las tres mujeres Domínguez, él la echó.

    Estoy cansada de que roben todo mi dinero y arruinen toda mi diversión, mocosas, gruñó la mujer ebria. De alguna manera logró ponerse en pie, se acercó a la esquina de la habitación y arrancó un pedazo de cartón de una caja que había contenido libros anteriormente, en tiempos más felices. Aurelia encontró una pluma en el piso y escribió un mensaje en el cartón, luego se tambaleó hacia la única ventana del apartamento y colocó el letrero allí.

    Después de que su madre se colocara en una posición fetal y se quedara dormida, Luisa abrió la puerta y salió al rellano para leer lo que su madre había escrito. Allí, con letra garabateada, estaba el letrero que cambió la vida de la joven adolescente.

    A la venta: 2 niñas.

    Sólo tomó un par de horas antes de que hombres y mujeres por igual empezaran a llamar a la puerta, cada uno queriendo ver las dos niñas y preguntar cuánto costaban. Por primera vez en seis meses, Luisa vio a su madre sonreír.

    Ella y su hermana se volvieron la propiedad de un delincuente llamado Manuel al final de la tarde. Tenían doce y trece años de edad.

    CUATRO

    El nuevo dueño de las niñas, Manuel, dejó que Luisa y Josefina permanecieran con su madre una última noche, sobre todo porque no tenía ningún sitio donde se pudieran quedar durante la noche.

    Esa última noche en San Pedro Sula fue una de las mejores que tuvieron, ya que Aurelia permaneció sobria y feliz dado su nuevo flujo de dinero. Luisa y su hermana fueron vendidas por $50 US cada una, lo que significaba más dinero del que su madre podría ganarse en seis meses de trabajos esporádicos y prostitución. Por primera vez en su vida, Aurelia deseaba tener más hijos. Más hijas. El dinero más fácil que me he ganado, pensó.

    Aurelia se aseguró de darles consejos a sus hijas sobre cómo mantener a su nuevo dueño feliz y cómo sobrevivir en el mundo en el que estaban entrando. No era porque le importaba lo que le pasara a los dos jóvenes. Más bien era porque no quería que el hombre que las había comprado volviera con remordimiento del comprador. Era imposible saber lo que podía hacerle a Aurelia para obtener el valor de su dinero.

    El único valor que tiene una mujer es lo que ella puede darle a un hombre, dijo la mamá de las niñas esa tarde cuando su comprador salió del apartamento. Recuerda eso, Josefina. Tu cuerpo y lo que puede obtener para ti – eso es lo que vales.

    Mientras que Aurelia Domínguez dejó a su hija menor con esos ‘consejos’, la mujer sabía que su hija mayor era diferente. Que su abuela, la querida bisabuela de las chicas, le había enseñado a Luisa sobre la esperanza, los sueños, la educación, y como vivir una vida de la cual estar orgullosa. Así que después de decirle a su hija menor que nunca sería nada más que una puta, Aurelia se giró hacia Luisa mirándola directamente con sus ojos verdes. En ese momento Luisa notó cómo las arrugas en la cara de su madre revelaban cuántas vidas había vivido realmente en sus veintinueve años.

    No seas estúpida, dijo entre dientes. No seas estúpida. Haz lo que te ordenen, y no causes problemas. Esta es la mejor vida que tendrás jamás. Soñar lo contrario te matará.

    *****

    A la mañana siguiente, un día brillante de febrero caliente y soleado, Manuel volvió a reclamar su propiedad. Era la época de sequía, la cual la mayoría de las personas prefería por las temperaturas más frescas y un clima más bonito. A Luisa le gustaba la temporada de lluvias, sin embargo. La segunda mitad del año, de junio a diciembre, traía más humedad y temperaturas más calientes, pero también traía lluvia. Refrescante lluvia que lavaba las calles. En la temporada de lluvias, las alcantarillas corrían con agua y el aire olía a hierba y a flores y a vida. En la estación seca, las alcantarillas se teñían de rojo por la sangre y el mundo olía a muerte.

    Un tipo diferente de muerte llenaba el aire alrededor de Luisa esa mañana. El hombre que las había comprado se veía sólo un poco mayor que su madre y era un personaje bajito, rechoncho, y zalamero, con una barba irregular y dientes aún más irregulares. Antes de abandonar el apartamento, Luisa vio a su madre firmar varias hojas que Manuel luego colocó en una carpeta, la enrolló, y la metió en su bolsillo trasero.

    Vamos, le gritó, agarrando a cada niña por el brazo y llevándolas a la puerta. Tenemos mucho que hacer hoy.

    *****

    Manuel, el hombre rudo que se comunicaba con gruñidos, sacudidas de cabeza, y moviendo su pistola, primero llevó a las niñas a un pequeño cibercafé donde hizo copias de todo lo que su madre había firmado. La siguiente parada fue en una tienda de licores. No suelo venir aquí, dijo Manuel, pero será un día largo y ya me tienen los nervios de punta, mocosas.

    Un paquete de seis Salva Vida, la cerveza más popular de Honduras, estaban en el asiento al lado de Manuel, mientras que Luisa y Josefina estaban sentadas en el asiento trasero del vehículo. Su raptor lo calificó como un coche, pero no era mucho más que un montón de metal encima de cuatro ruedas. A medida que el grupo de tres se dirigió hacia el norte por la CA-13, cada vez más lejos de San Pedro Sula a la selva densa y montañosa, Luisa oró para que el coche se descompusiera para que ella y su hermana pudieran escapar.

    Por favor, Dios. Por favor haz que el coche se descomponga. Por favor.

    Sesenta minutos después de comenzado el viaje, cuando llegaron a la ciudad costera caribeña de Puerto Cortés, Luisa dejó de orar para que el carro se descompusiera. Botellas de cerveza vacías ahora rodaban por el suelo del pasajero, y mientras la carretera se desviaba hacia el sur por la costa y de nuevo en la selva, Luisa oró para que se estrellaran. Seis cervezas en una hora y media tuvieron que emborrachar al conductor, ¿verdad? Si nos estrellamos, Josefina y yo podemos escapar. Luisa se aseguró de que ambos pasajeros del asiento trasero tuvieran puestos sus cinturones de seguridad en caso de un accidente. Por favor, Dios, pensó, haz que el carro se estrelle. Por favor.

    Sin darse cuenta, las oraciones de Luisa cambiaron de meditaciones silenciosas a súplicas susurradas.

    ¿Qué fue eso? Manuel gritó, volteándose en su asiento para mirarla, mientras seguía conduciendo a una velocidad vertiginosa por un área cerca del Parque Nacional Cusuco de Honduras.

    N-n-nada, ella balbuceó.

    Te escuché, el hombre gruñó, y luego sacó una pistola del tablero de instrumentos y la apuntó hacia atrás a Luisa.

    Deja de orar, ordenó. Dios no está contestando oraciones hoy.

    CINCO

    Tres horas después de salir del apartamento en San Pedro Sula, Luisa, su hermana, y su nuevo dueño llegaron a la ciudad fronteriza de Corinto. Era mucho más concurrida que lo que Luisa esperaba, a pesar de que no tenía muchas expectativas y ni siquiera sabía dónde estaban hasta que vio un letrero demarcando la frontera entre Honduras y Guatemala.

    Manuel estacionó su carro en un gran terreno casi lleno y salió

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