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Cada cosa a su tiempo
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Libro electrónico237 páginas3 horas

Cada cosa a su tiempo

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Información de este libro electrónico

La vida del doctor inglés Arthur Smith cambia después de un único encuentro. Su nuevo paciente, que sufre una enfermedad incurable, le suplica que le «ayude» a quitarse la vida. ¿Será capaz un médico con el corazón roto de tomar un paso así para librarle de su sufrimiento? Las hijas del paciente, la hermosa Erin y la incansable Rachel, tendrán un pape decisivo en el destino de nuestro protagonista. El libro mantiene en vilo al lector hasta el final, en el que la revelación de viejos secretos familiares llevará a un final intrigante.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento5 may 2022
ISBN9781667432076
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    Жизнь молодого английского доктора Артура Смита изменила всего одна встреча. Новый пациент, страдая неизлечимой болезнью, умоляет его «помочь» уйти из жизни. Решится ли сердобольный врач на такой шаг ради облегчения участи страждущего? Дочери пациента, красавица Эйрин и беспокойная Рэйчил, сыграют решающую роль в поворотах судьбы главного героя. Книга до самого конца держит читателя в напряжении, а внезапно раскрывшиеся семейные тайны приводят к интригующей развязке.

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Cada cosa a su tiempo - Valerian Markarov

CAPÍTULO 1. Erin

—¡Feliz cumpleaños, papá!

Tras entrar con paso ligero en la habitación del hospital, una joven con una bufanda verde ligada al cuello sobre un elegante abrigo de cachemir de color rojo se inclinó hacia el enfermo y, abrazándole el cuello con ternura, le rozó suavemente la mejilla con los labios carnosos.

La habitación en la que él descansaba no era muy grande y la mayor parte del espacio la ocupaba una camilla con un colchón inflable, que se mecía automáticamente con el aire en cuanto el enfermo cambiaba de posición. Los botones a ambos lados de la camilla permitían regular la inclinación y, por lo tanto, elevar o reducir su altura.

Frente a la camilla, en la pared, colgaba un televisor pequeño y plano, flanqueado a ambos lados por diferentes pinturas, y debajo de este había unas sillas acolchadas cuidadosamente colocadas para los visitantes. El baño, que contaba con ducha y todos los accesorios imprescindibles para la higiene, se encontraba en un rincón de la habitación.

Junto a la camilla había un único taburete blanco con un mando que permitía encender o apagar la luz o tan solo atenuarla, regular el volumen y los canales del televisor y, si era necesario, llamar a la enfermera.

En la pared, tras el cabecero, parpadeaban inquietos (perturbando, quizás, el sueño superficial de todos los residentes), con sus indicadores amarillos diferentes aparatos, sensores con monitores, y también algún dispositivo para el suero. Era este último precisamente el que sonaba muy alto bajo cualquier pretexto, advirtiendo a las enfermeras que o bien el tubo estaba torcido o bien que algún fármaco se estaba agotando.

La mujer que acababa de entrar aparentaba unos veinticinco años. Era de estatura media y porte elegante, y en ella se ocultaba algo fascinante, auténticamente celta. Llevaba con orgullo sus hermosos cabellos, de un color dorado cegador, casi increíble, que se acercaba al rojizo; era evidente que lo consideraba una de sus riquezas, que atesoraba y cuidaba sin la menor dificultad.

Poseedora de un rostro amable con una nariz chata, contemplaba abiertamente el mundo con sus ojos de un profundo color verde, bajo los cuales se diseminaba una pequeña cantidad de minúsculas y alegres pecas. En las sienes se podían entrever las venas de color azul claro bajo la fina piel blanca. Probablemente no era el prototipo de belleza evidente del hombre promedio, pero, tras haber hablado con ella tan solo un corto lapso de tiempo, los perspicaces representantes del sexo fuerte inevitablemente notarían su gusto impecable, los buenos modales de una verdadera dama, su elocuencia y su encanto y atracción. ¡Si supieran, además, lo graciosamente que Erin sabía bailar, tocar el pianoforte y la guitarra, su fascinación por la fotografía y la seguridad con la que se asentaba en su silla de montar!

—¿Recuerdas qué día es hoy? —preguntó, sin apartar la mirada de los ojos ensombrecidos del enfermo—. ¡Diecisiete de marzo! ¡Hoy cumples sesenta y cinco, papá!

—Prefiero acordarme de que hoy es el día de San Patricio —respondió él con orgullo—. ¿Qué tal el desfile? ¿Has hecho fotos?

—Sí, por supuesto, papá. Solo por ti me he subido al balcón del Bullring de Digbeth. Desde allí hay unas vistas impresionantes del desfile y de sus participantes.

Empezó a enseñarle las fotografías en su nuevo iPhone 8. Una tras otra.

—Acércate un poco más... Ajá, eso es... Por desgracia, no han teñido de verde el agua del canal —observó él—. Y seguro que en los pubs hoy tampoco ofrecían cerveza verde...

—No, eso ya habría sido demasiado. No estamos en Nueva York o en Boston. Ya es suficiente con que en la ropa y los adornos predominen los colores de nuestra bandera: verde, blanco y naranja. Y la cerveza se vierte al río... ¡Tal y como debe ser!

—Y dime: ¿cómo ha empezado todo?

Como siempre, papá: inauguró el desfile el alcalde de Birmingham, junto con el mismísimo san Patricio, nuestro santo patrón...

—¡Qué importante se cree, nuestro alcalde! —comentó él al ver las fotografías—. ¡No he visto a nadie más pomposo y engreído!

—Luego, apareció el presidente de la administración local. Como una flecha, fue directo a la cabeza del desfile. Lo seguía la banda de flautistas y gaiteros. Luego aparecieron personajes de La guerra de las galaxias, y después... los soldados de la brigada irlandesa. Y estas son unas chicas con mucho talento de la escuela de danza irlandesa.

—Mm... A juzgar por su aspecto, Erin, estas chicas son futuras candidatas al conjunto Lord of the Dance. Mírales los vestidos y el pelo rizado. Además, seguro que esos vestidos no son baratos: ¡al menos quinientas libras cada uno!

—Luego aparecieron unos gnomos risueños, leprechauns, con su chaqueta verde de costumbre, con pelo y barba rojos... Uno de ellos, curiosamente, iba con un tractor de museo... Y aquí hay una mujer pavo real... un hombre jardín...

—Qué espectáculo tan colorido. ¡Si parece el Carnaval de Río! En combinación con melodías indias al tamtam. Y aquí están los chinos: sosteniendo el dragón con fuerza, probablemente para que no se escape... Y otros chinos (casi no se les ve) llevan a su león, afortunadamente, con los colores de la bandera irlandesa. ¿Y esto qué es? —Fijó los ojos en la siguiente fotografía—. ¿La procesión de los niños del continente africano, también con un dragón, pero con ruedines?

—Sí, papá. Y mira, hay más: un verdadero jefe piel roja montado en su corcel de hierro. Y, por fin, aquí están... los colonos irlandeses con sus vagones... ¡Y el desfile ha sido un éxito!

—Ahora se van cada uno por su lado, pero, como de costumbre, la multitud principal se irá a Watering Stations, ¡para brindar por Irlanda!

—¡Por nuestra Irlanda, papá! ¡Por haber llegado a los sesenta y cinco!

—¿Por haber llegado, Erin? —preguntó Kevin con pesar—. ¿No es mejor decir «por haberme arrastrado hasta los sesenta y cinco»?

—¡Tú y tus bromas, papá!

—Es lo único con lo que puedo entretenerme —suspiró pesadamente, aunque esbozando una sonrisa para no preocuparla—. Tengo un aspecto horrible, ¿verdad?

—No, igual que siempre. Voy a peinarte un poco. —Sacó de su bolso de tamaño imponente un peine de plástico y empezó a peinarle con cuidado el espeso cabello bermejo, casi igual que el suyo, alisándolo sobre la nuca, como le gustaba a su padre. Luego pasó a la barba y al bigote:

—¡Pero mira qué guapo! ¡Estás hecho un pincel, papá! —Le besó en la nariz, que de perfil tenía un aspecto muy cómico—. Por cierto, pronto llegará mamá; me ha llamado. Y trae una cazuela de ese ragú de cordero que tanto te gusta. Ha salido de rechupete; yo ya he «hecho la prueba», tal y como me enseñaste...

—Más le valdría traer una pinta de Guiness... —se lamentó Kevin.

—Vamos a abstenernos de la cerveza, papá. ¿No te gusta también el té? A propósito, te he horneado tu barmbrak favorito con crema de ciruelas.

—Con crema de ciruelas... —repitió él, mirando como en un sueño el techo del color de la nieve con una ligera grieta marcada en el centro.

—Sí, y con pasas de uva. ¡Para chuparse los dedos! —Tras decir esto, sintió un escalofrío al darse cuenta que lo que estaba diciendo no era más que una mentira.

Su padre no podía «chuparse los dedos». Ahora ya no podía hacer nada en absoluto. Él, Kevin O’Brian, el hombre más importante de su vida, una persona de complexión robusta atlética, se había convertido ahora en una creación débil y lamentable, que no podía levantar los brazos ni las piernas. No podía levantarse de la camilla por sí mismo. La enfermedad había hecho de él alguien completamente irreconocible, que hacía mucho que había perdido el apetito y que solo después de la persistencia de su hija y su mujer accedía a ingerir una ínfima cantidad de comida, la guardaba mucho tiempo en la boca, hasta que se licuaba y se almacenaba en su estómago encogido por la falta de alimentos. Sí, tenía razón... Lo único que podía hacer, mientras luchaba contra su tormento, era bromear.

—Papá... —dijo después de una pausa—. Papá, quería decirte que... ¡Que te quiero! —En sus ojos de esmeralda asomaban lágrimas, que trataba de ocultar con todas sus fuerzas. Pero estas, tercamente, dibujaron dos senderos distintos, oscuros y sombríos, en su fino maquillaje fino, y dos de ellas cayeron bruscamente sobre sus altos y firmes senos de seda.

—¿De verdad? —La miró y sonrió. Y, al reparar en sus ojos húmedos, decidió animarla diciendo—: ¿Me quieres un poquito más que a la crema de ciruelas, Erin?

—Claro, papá. ¡Mucho más que a la crema de ciruelas! — Le tocó el brazo pálido e inmóvil y movió la pulsera que llevaba en la muñeca y que servía a los profesionales sanitarios para identificar al paciente. Antes de darle la medicina, escaneaban el código de barras de su pulsera. Y casi siempre volvían a preguntarle la fecha de nacimiento y el apellido para evitar cometer un error.

—Y yo... yo te quiero más que a nada en el mundo. No sé si te he dicho alguna vez que casi te nos mueres el día que naciste. Te trajeron y eras un bultito envuelto en una tela. Recuerdo el cuidado con el que te cogí entre mis brazos y cómo lloraba con lágrimas de felicidad. Si, de enorme felicidad, aun a pesar de que había querido a un niño... Mm... —Hizo una pausa, pero enseguida continuó—: Pero, cuando Dios te trajo conmigo, me sentí la persona más feliz del mundo. Después de todo, ¡qué más dará un hijo o una hija!

Ella escuchaba su relato en silencio.

—Yo no entendía nada de la crianza de los hijos, y aún menos de las hijas. Probablemente no fui un padre lo bastante bueno.

—Pero ¿qué dices, papá? ¡Fuiste y sigues siendo el mejor padre del mundo! ¡Eres mi héroe! Y quieres a mi madre. Ojalá mi hombre me tratara tan bien como tú trataste a tu mujer.

—Estás exagerando, Erin.

—¡Para nada! Desde la más tierna infancia me cogías entre tus brazos, me dabas vueltas de tal manera que me dejabas sin aliento, me hacías volar y me atrapabas con facilidad, sin dejarme caer...

—Bueno, sí, eso lo hacía entonces... Cuando eras pequeña y a mí aún no me dolía la espalda...

—Siempre has estado a mi lado, papá. Te interesabas con gusto por mis aficiones y siempre estabas dispuesto a venir en mi ayuda. Incluso le ocultábamos secretos a mamá. ¿Recuerdas cómo me animabas cuado jugábamos a las damas? ¿Cómo me enseñaste a bailar jigas y a diferenciar el reel del hornpipe?

—Recuerdo que te costó mucho que te saliera el claqué —dijo él.

—Sí. Repetías una y otra vez: «Siente el ritmo», «Mantén la espalda recta, la cabeza recta», «No te mires los pies»... ¡Era tan divertido! ¿Y recuerdas cuando en el colegio se metían conmigo llamándome «escoba pelirroja» y tú me tranquilizabas diciéndome que era la más bella del reino... ¡como una princesa!

—Por eso creciste y te convertiste en una mujer segura de sí, capaz de alcanzar el éxito.

—Se notaba que disfrutabas con cada momento que pasábamos juntos. Aunque me da la impresión de que me educaste para ser un niño.

—Pero ¿por qué dices eso? —Kevin giró la cabeza—. ¿No será porque te llevaba a pescar y a correr? ¿O de excursión por el monte, para que aprendieras sobre la naturaleza?

—¡No solo por el monte! ¡Íbamos al circo, al teatro! ¿Y la guitarra y la armónica? ¿Recuerdas que me enseñaste a tocarlas? ¡Y a jugar al hurling! Los palos de madera aún nos esperan, papá.

Él volvió a suspirar, al haberse quedado sin nada que añadir ante su entusiasmo. Pero ella continuó:

—¡Pero todo eso no fue en vano! Gracias a tus lecciones, papá, aprendí a valerme por mí misma. Confiabas en mí, me dabas, a diferencia de mamá, más libertad...

—Pero mamá quería mantenerte al margen de cualquier problema... ¿Te acuerdas?

—Claro. Pero considero que no es una razón para limitar la libertad de acción... Teniendo una buena educación, una hija no hace tonterías, ¿verdad?

—Supongo que no... Erin, ya eres una adulta hecha y derecha, completamente independiente. Y llegará el día en que dejarás la casa de tus padres para siempre. Quiero que sepas que siempre, en cualquier momento, puedes volver a casa, si así lo deseas. No importa a qué edad o en qué circunstancias.

—¡Muchas gracias, papaíto! Ah, por cierto, tengo un regalo para ti —metió el brazo en el bolso y sacó de él una camiseta de tirantes de color verde, doblada—.  Mira lo que lleva escrito. —Le dio la vuelta y Kevin sonrió al leer con orgullo una gran inscripción que rezaba: «Bésame,  soy irlandés!».

—Déjame ponértelo. Hoy es el mejor día para llevar esto. ¡Es tu día! ¡Cumple con la tradición! De lo contrario, te empezarán a incordiar por no llevar verde este día. Fíjate que incluso Su Alteza va vestida de verde hoy... —El bajó los párpados, lo que significaba que estaba de acuerdo y que el procedimiento les llevaría tan solo unos minutos.

—¿Cómo van las cosas en nuestro pub? —se interesó él quedamente.

—Papá, hay que decir «en el pab» —le corrigió ella con dulzura.

—¡De ninguna de las maneras! Los pabs son cervecerías inglesas. ¡El nuestro es un «pub» irlandés! ¿Cómo va el negocio?

—Todo bien, papá. ¡Genial, incluso! Todos te mandan recuerdos y te deseen que te recuperes pronto. Solo que...

—¿Solo que qué? —Kevin empezó a preocuparse.

—Los camareros resienten el hecho de que no les permitamos aceptar propinas. Dicen que hacen lo que pueden, que corren como el diablo... que si trabajaran en otros lugares, podrían ganarse la vida mejor...

—¿Sabes, Erin? —la interrumpió—. A veces la gente piensa que, solo por hacer su trabajo regular, está haciendo una gran acción. Aunque en general, debo decir, estoy satisfecho con su trabajo. Recuérdales una vez más que los irlandeses han estado en contra de las propinas durante siglos. Pero escucha, hija...: súbeles el sueldo un veinte por ciento. Quiero que estén satisfechos... Después de todo, somos como una familia.

—Hay que ser generosos, no tienes ni que decirlo. Vale, papá, que así sea. —Asintió con la cabeza en señal de obediencia.

—¿Has podido contratar a dos camareros más? ¿Recuerdas que me lo dijiste?

—Sí. La semana pasada llegaron ocho candidatos. Rellenaron un formulario. Por la forma en que se describían, todos rozaban la perfección. Pero, en la práctica, resultó que ninguno era capaz de sostener una bandeja.

—Erin, sé realista y no intentes encontrar el candidato perfecto. ¿Dónde vamos a encontrarlo en un país menos que perfecto?

—Pues resulta que al final sí que he encontrado dos camareros, aunque es verdad que no me ha sido fácil. No dejo que se acerquen a las mesas hasta que aprendan. Una de ellos, honestamente, no se afana demasiado, aunque tiene experiencia en cocina. Intentaré hacer el mejor uso de su potencial...

—¡Vas a ser una gran jefa, Erin! Y me alegro de que ya lleves seis meses sustituyéndome, desde que empezó todo este dolor de cabeza indescriptible.

—¡No habría podido ser de otra manera! El trabajo me da placer. Y, al fin y al cabo, no es otra cosa que nuestro negocio, el negocio de la familia. ¡Y estoy orgullosa de él!

—Y yo estoy orgulloso de ti, Erin. —Y de repente cerró los ojos, profundamente abatido—. Qué dolor... Ay, qué dolor tan grande...

Una enfermera llegó corriendo y le puso una inyección en la vena que le quitó de inmediato el dolor de cabeza. ¿Sería por mucho tiempo? Pasados unos cinco minutos, volvió la enfermera y preguntó cómo se encontraba el paciente; este le sonrió como respuesta y preguntó a su vez:

—Me encuentro bien... ¡Muchas gracias! Me preguntaba si tendría alguna mísera posibilidad con usted, señorita salvadora. —De repente, sus ojos se llenaron de vida. Por supuesto que sufría. Pero tenía un aspecto muy varonil, con una sonrisa en el rostro agotado.

Erin se avergonzó de aquellas palabras, temiendo que la enfermera no entendiera que su padre estaba bromeando. Bajó los ojos y su rostro regio se tiñó de escarlata.

—¡Para un hombre tan elegante, por supuesto que hay una posibilidad! —respondió la enfermera sin darle importancia, con una sonrisa. Y cuando sorprendió a Erin mirándola, añadió en voz baja:

—A los pacientes se les pasa, señorita... ¡Mejórese, señor O’Brian! Si me necesita, ya sabes dónde está el botón de llamada. —Y, dejándolo en su habitación blanca como la nieve, equipada electrónicamente y con una discreta grieta en el techo, salió cerrando la puerta sin hacer ruido.

—Por cierto, Erin —llamó la atención de su hija—. En mi funeral, quiero que viertas una botella de whisky irlandés sobre mi tumba.

—¡Papá! ¡¿Otra vez con lo mismo?!

—¿Lo harás? ¡Mírame! —insistió él, tan serio como le fue posible.

—Bueno, si quieres... —respondió ella humildemente, sin esperar ninguna trampa de su parte, y se apresuró a apartar la mirada.

—Gracias. Y a mí, por mi parte, no me importaría si dejaras que ese whisky pase por tus riñones jóvenes primero... —se rió ruidosamente, casi a carcajadas.

—¡Hoy estás bromista otra vez, papá! ¡Y eso es una buena señal! —se alegró Erin.

—Veo que te pone contenta mi ironía. O mi sarcasmo, lo que sea... Y si es algo grave, hija mía, para qué ocultarlo... Ya conoces mi diagnóstico. Me irritan los masajes monótonos de manos y pies para que no se atrofien los músculos antes de tiempo. Es humillante cuando un desconocido me cepilla los dientes por la mañana, me lava la cabeza, me da de comer con cucharilla, me limpia con toallitas húmedas y me cambia los pañales... Y mi estado solo puede ir a peor. Día tras día. Porque todos sabemos que... en cuanto empiezan a aparecer las úlceras...

—Papá, por favor te lo pido... —Le miró implorante.

—El pronóstico es sombrío... Pero ¿no hay nada que se pueda hacer? —suspiró Kevin y miró a su hija con atención—. Siempre has destacado por un carácter valeroso. Has sido fuerte como un roble, aun a pesar de lo que tuviste que sufrir no hace todavía mucho. Ayuda a tu madre. Le costará reconciliarse con esto. Y prométeme, por favor, que no te entristecerás demasiado por mí, paso lo que pase. La vida es tan hermosa... Disfrútala. Te quiero...

—¡Te

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