La nuca de Houssay: La ciencia argentina entre Billiken y el exilio
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La nuca de Houssay - Marcelino Cereijido
Oso.
I. DE LOS PERROS QUE SE REMONTAN COMO BARRILETES, AL ESTUDIO DE LA MEDICINA
TENÍA tan pocos años que aún no sabía contarlos ni con los dedos de una mano, pero así y todo advertí que cuando los perros se juntan en la calle se apresuran a olfatearse sus partes posteriores. ¿Por qué? Tío Juan me explicó que en una ocasión memorable, los perros organizaron una fiesta de rigurosa etiqueta, a la que consideraron inadecuado entrar con el culo puesto, de modo que exigieron dejarlo en el guardarropas, pero en eso llegó la perrera y, claro, los animales huyeron despavoridos, y se llevaron el trasero que tenían a su alcance. La estampida dio lugar a que se escaparan con culos equivocados y desde entonces andan por el mundo buscando el propio. Poco después, al descubrir la desproporción entre el pataleo cortito de un entusiasta perro salchicha y su largo y sinuoso cuerpo, yo pregunté otra vez ¿por qué?, y el concepto de perro
que fui gestando se complementó con otro aporte informativo no menos insólito, pues fue entonces tío Carlos quien encontró divertido revelarme que los perros de esta raza son oriundos de Alemania, y tienen las patas cortas porque se les gastan al llevarlos caminado a la Argentina.
Había entrado en esa edad en que los niños descubren que las cosas tienen causas, y que pueden conocerlas con sólo preguntar: ¿Por qué? Los mayores se esmeraban en hacerme accesibles las explicaciones, y el hecho de que acaso no tuvieran a mano respuestas racionales —cosa que a veces también ignoraban— no los enfrentaba a dificultad alguna. Peor aún, no reconocían un límite entre las definiciones formales, las fantasías y la bromas, y hasta tenían la costumbre de inventar descripciones de juguete, es decir, interpretaciones provisionales que, como el caballo de madera, el tren de hojalata o la pistola de cebitas, no eran en realidad falsas, sino que tenían la santa intención de instruirme, pero preservando mi candidez e integridad moral. Cuando se trataba del funcionamiento de una máquina, de la fabricación de embutidos, o de la conveniencia de que me pusiera un abrigo, las respuestas se parecían a lo que hoy clasificaríamos como razonable. Pero cuando el tema trascendía lo cotidiano o caía en la esfera de lo sexual, las respuestas evasivas y las mentiras piadosas rayaban en el disparate.
Mi familia confiaba en que, si bien conviene que los niños aprendan, lo importante es que maduren, pues este proceso seguramente les permite ir descamando conocimientos, como un bicho que al crecer desprende periódicamente sus sucesivas pieles y las va reemplazando por otra nuevas. De acuerdo con la expectativa familiar, a mi debido tiempo yo habría de mudar aquellas capas de información infantil.
Otro pedestal sobre el que tuve que edificar el conocimiento de la naturaleza perruna lo puso el lechero que llegó casa cuando me atareaba en conseguir trapos para hacerle la cola a un barrilete.¹ Yo no remonto barriletes —aseguró sentencioso— remonto a mi perro, pues ya trae la cola puesta.
Acto seguido, mirando desaprobatoriamente a nuestro pichicho,² agregó: Ah, pero veo que el de ustedes no es de raza barriletera... el mío sí
. Divertido porque su broma me había contrariado, el hombre la repetía cada vez que llegaba por casa. El lechero no captó que yo había entendido perfectamente, es más, me pareció una soberana paparruchada, pero aun así me frustraba no poder refutarlo con razonamientos, con los porqué que ya tenía a mano. Había descubierto que cuando alguien comete un desaguisado debe justificarlo, aunque sea con una excusa, e incluso se lo puede recriminar duramente a puro golpe de razonamiento. ¿No le he dicho que...?
¡En qué cabeza cabe...!
Así de poderosas eran las explicaciones. A mí mismo ya no se me vedaban las cosas de hecho, quitándome las tijeras de las manos, apartándome de la vecindad del fuego, alejándome de los enchufes, cerrando la puerta. Ahora se me hacían advertencias, se me señalaban peligros o recordaban deberes, y era yo mismo quien me limitaba, quien cumplía obligaciones. Uno era tanto más educado cuantas más autocensuras incorporara, y esas restricciones iban cobrando la forma de razón. Por ejemplo, a mi familia le disgustaba que me hurgara la nariz, pero como las recomendaciones de que no fuera cochino no parecen haber dado resultado, buscaron reforzarlas con alguna razón
. Fue así que, al cruzarnos con el señor Miscinitti, que tenía una nariz chata y de orificios desmesurados, comentaron: ¿Ves? El señor Miscinitti de chico se pasaba el día entero con los dedos en la nariz.
De modo que me empeciné inútilmente en utilizar la razón para vencer la patraña del lechero pero, como no fui capaz de desbaratarla por mí mismo, recurrí a un ardid para que el abuelo me proporcionara los argumentos: le propuse que remontáramos a nuestro perro. ¡Omi omi!
lamentó el viejo, en un piamontés que cito fonéticamente y ése fue todo su argumento.
Tampoco les agradaba mi proeza de poner los ojos bizcos. Según tía Josefina, la Virgen toma esa morisqueta como una ofensa grave. Si llega a cambiar el viento te dejará bizco para siempre.
Como en el barrio no faltaban los bizcos, tampoco faltaban ejemplos del destino que me esperaría de insistir en esa diablura. Y así, la vez que pasó un negro, me recomendaron rascarme la rodilla para no convertirme en negro yo también, y otra vez me aseguraron que traía buena suerte tocarle la giba a un jorobado. Cuando aparecía un marinero decían Marinero de frente, amor presente
; y si pasaba un caballo blanco se apresuraban a tocarle el codo a quien estuviera cerca exclamando: Caballito blanco, suerte para mí.
En cuanto al mundo de la religión, sus creencias prácticas, su relación con las cosas cotidianas, sus misterios y el fárrago de preguntas al que me lanzaba, podían agotar al familiar más indulgente. Pero la religión implicaba una práctica a la que mi gente, fuera de algún bautismo más tradicional que otra cosa, tenía en poca estima y solapado descreimiento. Las cruces, medallas y estampitas en las cabeceras de las camas tenían un valor poco más que decorativo. Que mamá decidiera adornarse con el collar de perlas o con el del crucifijo dependía exclusivamente del modelo y color del vestido que se había puesto. Las imágenes no representaban cosas más reales que los arabescos de las molduras o los firuletes policromados de los carros del lechero. Frecuentemente oía aludir al Ave María
, también había oído mencionar al Espíritu Santo, y ahora solía verlo representado por una coqueta paloma. Me resultó natural, por lo tanto, suponer que dicha paloma era el ave María. De modo que, para mí, la Santísima Trinidad no entrañaba misterio alguno: se trataba de un padre, de su hijo, y de una amistosa y ubicua paloma llamada María. Si acaso quería confrontar mi suposición consultando a mis padres, ellos se lamentaban de no tener una bola de cristal para brindarme respuestas. La naturaleza y funcionamiento de esa bola pasaban a ser ipso facto el blanco de una nueva andanada de preguntas. Y así como hubo edades en que tuve decidido ser Superman o D’Artagnan, en otras ansié poseer una bola de cristal, una especie de omnisciente abuelo de vidrio que respondiera a mis porqués.
¡Oh, maravilla de la mente! Con esas cadenas causales llenas de fantasía, debí cimentar de alguna forma la capacidad de razonar y comenzar a urdir mis propias teorías. Una de ellas se generaba como sigue: Marcelino Cereijido, mi padre, había emigrado de España a la Argentina, donde sólo tenía un hermano y una hermana mayores que, para colmo de desafectos y lejanías, no vivían en Buenos Aires. De modo que para todo fin práctico, mis familiares eran casi exclusivamente los Mattioli, la rama materna de un árbol que hundía sus raíces en Italia. Los padres de mamá eran italianos, hablaban entre ellos en piamontés, y conmigo en lo que ellos llamaban "la castilla", parlanza que a pesar de constituir un esforzado acercamiento al idioma que oían en la calle, era tan deforme como sus huesudas manos, tan poco flexible como sus rodillas, de tan escasa penetración como sus ojos présbitas, y tan enclenque como sus titubeantes pasos. En cambio tío Pascual, el mayor, quien había venido de Castagnole Lanze, Piamonte, cuando apenas tenía un año de edad y era por lo tanto italiano, no tenía el menor acento peninsular. Yo pensaba que si bien tío Pascual era italiano, no lo era tanto como los abuelos. Lo seguían en edad mi tío Marcos y mi madre, argentinos ambos, que jamás hablaban en italiano, pero que lo entendían con facilidad. Luego venían los argentinísimos tíos Juan y Carlos, que no hablaban piamontés, pero que así y todo sabían canciones alpinas, refranes en italiano y frases sueltas. La menor era tía Josefina, cuyo italiano a lo sumo le permitía seguir el hilo de lo que se estaba hablando. Pasábamos así a la generación siguiente, la de mi hermano Carlos, mi prima Lucy y yo, que éramos cien por ciento argentinos.
Y sobre aquella casuística familiar en la que ordenaba a mis parientes por edades y grado de italianidad, desarrollé mi primera hipótesis científica, que habría de ser tan errónea como todas las que generaría más tarde en la vida profesional, pues llegué a pensar que a medida que uno envejece se vuelve italiano. Si para más datos tomaba en consideración las edades y grados de italianidad de los amigos de la familia, la hipótesis salía fortalecida, pues todos los chicos compañeros míos eran argentinos y en cambio todos los viejos amigos de mis abuelos eran italianos. Si en aquel entonces —pero con el entrenamiento científico actual— hubiera tenido que defender el punto de vista, habría podido graficar lo itálico de cada uno en función de su edad, obteniendo así una recta con un alto coeficiente de correlación.
¿Cómo explicaba que el castellano que hablaban los abuelos fuera tan deforme y estuviera contaminado con un fuerte acento piamontés? Sencillamente como un producto de esclerosamiento de sus lenguas, similar al de sus articulaciones, al de sus ojos, o al de sus pieles. El italiano era algo así como un estado senil del castellano. En carnaval, cuando nos disfrazábamos de viejitos, usábamos ropas de nuestros mayores, una boina, un par de anteojos sin cristales; nos pintábamos mostachos con un corcho quemado y completábamos la caracterización encorvándonos, marchando con bastón y fingiendo hablar en italiano. En las murgas cantábamos:
Si parliamo d’il dottore,
farabúm, chipún, chipún
La hipótesis fue muriendo por ineficiencia sin que me percatara. Así y todo sufrió un colapso preciso y final: Boido.
Lo trajo la maestra ya iniciados los cursos, cubriéndolo protectoramente con su brazo y apoyando su mano sobre el hombro del chico para poder así acurrucarlo junto a su cuerpo. Lo vimos con sus pantalones cortitos de terciopelo, que tenían una hilera de botones de nácar a cada lado, temeroso, vivaz y de mirar emotivo. Boido se paraba tieso sobre sus enclenques patitas de tero.³ Su cabello rubio, largo y engominado,⁴ terminaba lisa y prolijamente en una nuca formada por dos músculos flacos, que siempre estaban tensos. Lo ubicaron junto a mí en uno de los bancos de adelante, obligando para ello a Schirillo a cambiarse hacia uno en el fondo del salón, pues de todos modos ya estaba demasiado alto como para la primera fila.
Por ser compañero de banco, me encargué de sondear al recién llegado, y lo fui haciendo furtivamente, a medida que los paréntesis de la clase permitían un intercambio rápido de preguntas y respuestas: Boido venía de Italia, Trieste para mayor precisión y, por si eso hubiera sido poco ¡era italiano!
—¿Tan chico y ya italiano? —quise confirmar, y Boido tuvo entonces un nuevo ataque de extrañeza y angustia en ese país tan lleno de cosas ajenas. Lagrimeó, pero se sobrepuso y, venciendo su congoja, me contó que en Italia había muchos italianos de su edad, y los había aun más precoces. En cierto modo pude comprenderlo, pues mi abuelo solía afirmar que Italia era un país mucho más adelantado que la Argentina. Además, quizá por la guerra mundial —gran parte de las conversaciones del abuelo se referían a la segunda Guerra Mundial y sus penurias— o Dios sabría por qué peripecias de la vida, allá la gente se había visto obligada a empezar a ser italiana desde su temprana infancia, del mismo modo en que la Argentina había niños a quienes la pobreza había forzado a vender periódicos, lustrar zapatos o repartir leche.
Allá por el tercer grado escolar, mis padres comenzaron a comprarme el Billiken. Esa revista, que por entonces dirigía Constancio C. Vigil, me enteró de griegos y astrónomos, camaleones y cráteres lunares, cometas y sabios de la antigüedad. El Billiken tenía una sección dedicada a hombres ilustres, que en una docena de cuadritos narraba la vida de Mozart o Galileo, Pasteur o Carlomagno. Aquellos hombres, cualquiera hubiera sido el logro que los había llevado a la fama, tenían algunas características invariables: todos ellos habían sido muy pobres de niños, todos ellos querían mucho a sus padres y maestros, ninguno había faltado un solo día a la escuela. Como los mayores auguraban que yo llegaría a ser un gran hombre, ese tipo de requisitos empañaba mis perspectivas. Para colmo, mamá y mi abuela solían agregar que el secreto de la grandeza de los que aparecían en el Billiken era que jamás habían dejado de tomar la sopa. Pero, por suerte, a esas alturas había comenzado a poner en tela de juicio las aseveraciones de los mayores.
La causa de aquella tela de juicio fue el sexo. Mis compañeros, sobre todo los de años superiores, me fueron iniciando en un conocimiento prohibido, transmitiendo en voz baja, de reojo, con aire conspirativo. Hoy creo firmemente que el conocimiento acerca del sexo —o como queramos llamar a aquella mezcla de información veraz y nociones descabelladas— fue una de las causas que me individualizaron, que iniciaron un clivaje entre el mundo de la familia y el que me iba formando. La razón del olfateo entre los perros que diera tío Juan, pasó a diferir de la que me confiaban los compañeros, pero ahora se trataba de una razón secreta.
Me enteré de telescopios y bacterias, de giroscopios y ballestas. Pero siempre se trataba de cosas que había inventado otra gente, y esa gente no vivía en mi barrio. Jamás se aludió a la posibilidad de que alguno de nosotros pudiera llegar a usar un microscopio, a explorar un lugar remoto, o a construir una locomotora. El mundo ya estaba hecho, descubierto y conocido. El único telescopio que había existido había sido el de Galileo, el único microscopio, el de Pasteur; tampoco quedaban ya carabelas como para andar descubriendo regiones ignotas. Por otra parte, cuando preguntaba de dónde salen las locomotoras, como quien espera que le contesten de los árboles
, o se pescan en la mar
, papá aseveraba que las locomotoras ya venían hechas de Europa. Y tenía razón.
Pero entonces, en tercer grado de la escuela primaria, tropecé con una lectura en el libro Entre amigos, que abrió una expectativa que no habría de cerrarse jamás. Se llamaba Es un sabio
, y contaba acerca de un señor que cazaba mariposas y las coleccionaba para estudiarlas. A pesar de las afirmaciones de los abuelos de que yo llegaría a ser presidente de la república, mi secreta esperanza era llegar a ser lechero: me maravillaban sus carros con arneses tachonados de bronce, con campanillas, cencerros y cintas colgando del cuello del caballo y del techo, con paneles floreados y filetes de colores. La fugaz irrupción del lechero, su ancho cinturón de cuero decorado con monedas de plata, la inmensa cantidad de dinero que portaba en él, su camisa con alforzas y calados me habían decidido: sería lechero, me vestiría como él, y manejaría un carro con campanillas, tachuelas relucientes y cintas multicolores. Pero en el tercer grado cambié de orientación: ahora deseaba llegar a ser un sabio que estudiaría mariposas. Y hubo un elemento que destacaba la firmeza de mi convicción: a nadie confesé mis intenciones. Mi determinación debía ser realmente importante, pues, como las cuestiones sexuales, fue también secreta. Tuve predilección por los libros de zoología, de botánica, por las narraciones de viajes. Cuando me llevaban a pasear, invariablemente proponía que fuéramos a un zoológico o a un museo. La fábrica Godet comenzó a vender chocolatines con figuras de Las maravillas del mundo
, y hasta puso en circulación álbumes para que las coleccionáramos. Aviones, animales exóticos, gemas, paisajes con cataratas, cimas nevadas, galaxias, selvas y razas humanas insospechadas fueron afirmándome en el deseo de conocer. Por añadidura, ahora se trataba de cosas reales.
Las iglesias siguieron siendo fuente de misterios, pero pasé a sentir que los hospitales eran también lugares sagrados en los que moraba lo desconocido y se operaban las transiciones fundamentales hacia la vida o hacia la muerte; uno suspendía tareas y asistencia a la escuela para concurrir a visitar un enfermo al hospital. En aquella edad en que me resultaba crucial saber si Sansón podría derrotar a Batman, o si un león era capaz de vencer a un tigre, el hospital aparecía más vasto y poderoso que la iglesia, pues ningún templo tenía hospital, pero todos los hospitales tenían capilla. Los médicos, a quienes se aguardaba ante las puertas estrictamente vedadas, de las que emergían para dar sus graves, fugaces y misteriosas respuestas, ocuparon el lugar de los sacerdotes. Las enfermeras eran para mí monjas laicas, aunque llevaran una cruz en su tocado. Había escuchado narraciones familiares y cánticos populares en los que una joven despechada o un huérfano obediente y alechugado había tomado los hábitos, generalmente como culminación de un drama, a veces como renuncia a la vida. En cambio los médicos eran seres respetables y venerados, y para referirse a ellos era preciso adecentar la voz. No se usaba la misma para decir su hija se metió a monja
, que para observar tiene un hijo doctor
.
Ya en el colegio secundario, las lecturas de cuentos y novelas como De los Apeninos a los Andes, Sandokan y El corsario rojo, fueron reemplazados por otros que me atraían por su temática médica: La ruta del doctor Shannon,