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La Venganza de la Tierra. Mare Nostrum
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La Venganza de la Tierra. Mare Nostrum
Libro electrónico304 páginas4 horas

La Venganza de la Tierra. Mare Nostrum

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Gaia, o Demeter, la Tierra, la Madre Naturaleza, se ha cansado de las mujeres y de los hombres. Va a iniciarse una Gran Extinción. Empezará en el Mediterráneo, en la isla de Mallorca, y después se extenderá a todo el planeta.
En un pueblo pesquero del Levante de la isla Odisea Pascual será testigo del comienzo de la Catástrofe mientras trata de poner en orden su vida.
Al mismo tiempo, el biólogo Pere Quetglas investiga en el Oceanográfico de Valencia un ejemplar de Rizosthoma que ha alterado su código genético debido a un vertido de Endosulfan sobre un campo de estróbilos.
Sobrevivir a la Extinción de la Humanidad no será más que una afortunada casualidad.
La hipótesis de Gaia ideada en 1967 por el químico James Lovelock postulaba que la biosfera, la atmósfera, los océanos y la tierra conforman un único Ente vivo al que se llamó Gaia, capaz de autoregularse y buscar un entorno físico y químico apto para la vida.
Algunos años después el mismo Lovelock publicó una variante, Gaia Vengativa, según la cual dicho Ente no tardaría en eliminar a la raza humana, responsable de llevar al planeta hacia el colapso.
A pesar de su crudeza, los hechos y las ideas que aparecen en el relato están impregnados de un mensaje de esperanza con el que se nos invita a proseguir nuestra existencia.
El resultado es una novela que es "mucho más que un eco-thriller" (Bellver. Diario de Mallorca), en la que J.P. Johnson despliega una vez más sus magistrales cualidades narrativas.

“Una novela cuyo recuerdo nos acompañará por mucho tiempo”
ABC Cultural

“Sobresaliente”
El País

J.P. Johnson vive en la isla de Mallorca. Ex-guardaespaldas de autoridades militares y broker de bolsa, actualmente se dedica en exclusiva a la literatura. Es autor de las célebres sagas "El Quinto Origen", "La Venganza de la Tierra" y "El Diablo sobre la isla" (publicada con su verdadero nombre, Joan Pont), además de la serie de autoayuda "Sí, quiero. Sí, puedo" y el libro de literatura infantil "Una mascota para Tom".

LIBROS DE J. P. JOHNSON

Serie El Quinto Origen
1-Stonehenge
2-Nefer-nefer-nefer
3-Un Dios inexperto
4-El sueño de Ammut
5-Gea (I)
6-Gea (II)

Serie La Venganza de la Tierra
1-Mare Nostrum
2-Abisal
3-Phantom
4-Un mundo nuevo
5-Ultra Neox
6-Éxodo.

OBRAS DE JOAN PONT.
Serie El Diablo sobre la isla

1-El Diablo sobre la isla.
2-Venganza.
3- Perros de Guerra.

Benet. Jamm Session. (La primera entrega del detective Toni Benet)

NO FICCIÓN
Serie "Sí quiero. Si puedo". (Traducida a múltiples idiomas)
1-Cómo escribir tu primer libro y publicarlo online.
2-Consejos imprescindibles para prosperar económicamente en la vida.
3-¡Socorro, mi hij@ quiere ser youtuber!
4-Los 12 mandamientos de la autopublicación independiente.

Serie juvenil
Una mascota para Tom (traducido a múltiples idiomas)

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 nov 2016
ISBN9781370534142
Autor

J. P. Johnson

¡Hola! Soy Joan Pont, aunque publico algunas de mis obras como J.P. Johnson, encantado de conocerte. Vivo en la isla de Mallorca, la mayor de las cinco islas del Archipiélago Balear. Ese es el motivo por el que toda mi obra está impregnada de una "mediterraneidad" profunda y de una pasión desmedida por este pequeño trozo de tierra rodeado de agua salada. Me encanta el mar, practico el surf y el paddle surf y me indigna ver cómo estamos destruyendo este Mediterráneo que conforma el germen de nuestra existencia. Cada vez hay más plásticos y menos peces, pasan barcos a mi lado echando humo de sus motores arrastrando redes kilométricas que destrozan los fondos mientras grandes yates fondean sobre praderas de posidónea y al levar las anclas destruyen estas plantas que son los pulmones del mar. Por eso un día me puse a escribir "La venganza de la Tierra. Mare Nostrum". Porque, tal como explica Lovelock, algún día Gaia, la Madre Naturaleza, acabará con nosotros. En mi novela Gaia nos da un aviso que acaba con la mayor parte de la Humanidad, pero concediéndonos una segunda oportunidad que, como se ve al final, no será entendida por todos. Pere Quetglas sí lo entiende, y su cometido será, a partir de ahora, concienciar a los que han quedado para que no vuelva a repetirse. Mi última obra es "El Quinto Origen. Stonehenge". Tengo que confesarte que estoy completamente enganchado a ella. Me apasiona la historia de los seres inmortales, Jesús y Lucius, que construyen monumentos y luchan entre ellos a lo largo de la Historia. Al mismo tiempo me he enamorado de Mamen, una mujer increíble. En estos momentos estoy terminando la segunda parte de El Quinto Origen, llamada Nefer-Nefer-Nefer. Pero habrá más. Por supuesto que sí. Mi ilusión por la literatura nunca se va acabar, es algo que llevo infiltrado en la sangre, y la culminación de mi trabajo es que te guste mi obra, querida lectora, querido lector, que te enamores de Odisea Pascual y de Mamen Torres, tal como he hecho yo, que llores con Joanet y con Cristian, y que te quedes boquiabierto con la figura de Jesús a través de la historia de la Humanidad. Muchas gracias por leerme. Un gran abrazo.  

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    La Venganza de la Tierra. Mare Nostrum - J. P. Johnson

    LA VENGANZA DE LA TIERRA

    MARE NOSTRUM

    J.P. JOHNSON

    Título: La venganza de la Tierra, Mare Nostrum.

    Copyright © J.P. JOHNSON/ JOAN PONT [2016]

    Reservados todos los derechos.

    Para Mamen

    INTRODUCCIÓN

    Si se va, desde el aeropuerto de Son Sant Joan hacia el sudoeste de Mallorca a través de la carretera Ma-15, te encaminas hacia la zona de las playas de Levante. El trayecto es de poco más o menos una hora. Cuando se ha llegado a la mitad de la circunvalación que rodea el pueblo de Sant Llorenç d’es Cardassar se toma la carretera comarcal de Son Carrió, que discurre entre estrechos bancales de piedra y campos de almendros e higueras sobre un suelo de opaca rendzina. Transcurridos quince kilómetros se llegará a S’Illot, un lugar pequeño y remoto donde hoy, con motivo de las fiestas patronales, sobre un exiguo escenario montado frente al puesto de la Cruz Roja, actuará el grupo de rock catalán Sau. Mientras arrecian sobre el fuerte calor los estridentes cantos de los grillos ocultos bajo las piedras y los mosquitos zumban inmisericordes, va llegando la gente. Desde Son Servera, Son Carrió, Manacor y Sant Llorenç, los coches son aparcados en las pedregosas cunetas de los trigales de la finca de Balàfia, en la carretera principal. Allí el centro de la carretera se convierte en una corriente humana sobre el agrietado macadán. La gente nota progresivamente en el estómago el molesto prurito del descubrimiento, llegan hasta la entrada del núcleo, pasan junto a los restos prehistóricos, donde este verano potentes focos iluminan los altivos bloques de piedra hasta muy entrada la noche a causa de la nueva excavación y recorren brevemente la calle Talaiot en dirección al puesto de socorro. Algunos bajan hasta la playa y se mojan los pies, y los previsores llevan toallas y cervezas y botellas de vino y se sientan a contemplar la luna que, llena, lo tiñe todo de un aura de plateado misterio. Otros doblan a la izquierda y continúan hasta el pinar; allí, cuando se termina el pavimento y las rotas baldosas se mezclan con la arena terrosa cambian el sentido de la marcha, ya que el pinar, solitario y profundo, inspira a las gentes un miedo ancestral, inevitable.

    Deshacen el camino dirigiéndose hacia la derecha hasta que llegan ante el viejo puesto de la Cruz Roja y se encuentran con la estampa de dos jóvenes sentados frente a la fachada en sillas de plástico amarillento. Van vestidos con el mismo uniforme, el chico sin pelo en la cabeza, apoyado sobre las patas traseras de la silla y mirando con aire ausente hacia la miríada de estrellas que pueblan el cielo; la chica, de rostro ancho y melena rizada y de oro, de ojos color del alga del fondo del mar, levanta la mano derecha y se cubre continuamente la garganta.

    Por encima de todo aquello flota un aire de decadencia sutil y difícil de olvidar.

    La verbena empezará de un momento a otro.

    ELLA. ELLOS. LOS INOCENTES

    ¿Por qué Dios había de destruir lo que creó?

    S’ILLOT. ESTE DE MALLORCA MES DE AGOSTO

    El día que empezó todo, o uno de ellos, cierta madre tiraba de un niño llevándolo casi en volandas, fuertemente asida su resbaladiza mano. Caminaban con torpeza sobre las pequeñas e inconstantes dunas de arena. Se hallaban en un extremo de la pequeña y recatada playa de s'Illot, junto a la rada del antiguo puerto, ahora en desuso. Hacía mucho calor, el sol golpeaba con furia sobre las calles y hasta las piedras más pequeñas arrojaban sombras en el suelo. La mujer cogió al niño por debajo de las axilas y lo aupó dejándole de pie sobre el muro de hormigón que delimitaba la playa; después ella se sentó sobre el muro, levantó sus piernas y las traspasó.

    -No las toques, te lo dije, mira que te lo dije, que no tocaras las medusas ¡Ahora no llores, por tonto!

    Las baldosas cerámicas del paseo resultaron muy frescas en comparación con la abrasadora arena, así que aceleraron el paso. El niño, al ver su objetivo, que era el puesto de socorro de la Cruz Roja, plantó sus pies con determinación e inició un llanto quedo, como un maullido.

    -¿Y ahora qué te pasa? ¡Qué camines, te digo! ¿Por qué tienes que estropearlo siempre todo? ¡Ay, qué me vas a matar! ¡Qué me vas a matar en vida!

    La mujer tiraba del niño; sus pies rebozados en arena resbalaban sobre el pavimento. Llegaron así al viejo puesto de paredes desconchadas donde una socorrista se apoyaba en la fachada blanca justo en el centro de una gran cruz de un desvaído rojo mate. La mujer conocía a la chica. Se llamaba Odisea Pascual Vicenç. El puesto de primeros auxilios, sobre el que pesaba una orden de cierre desde hacía varios años debido a su poca actividad, consistía en una construcción cuadrangular de dos habitaciones. Sobre el tejado había una silla bajo una sombrilla azul que servía a los socorristas como torre de vigilancia. También había una escalera de mano en un lateral, desde la arena, para subir al tejado.

    -Tocó alguna medusa -le dijo la mujer a la chica, jadeando y empapada en sudor, después de haber observado durante segundos unas marcas rosadas que le rodeaban la garganta -pero en las manos no tiene nada, ha sido en los pies y en los tobillos, se ve que pisoteó una que se había quedado en la orilla…

    -Está bien, lleve al nene allí adentro, a la habitación de la izquierda… - le indicó la socorrista con esfuerzo. Llevaba el pelo rizado en compactos y pequeños bucles, a media melena; en el brazo izquierdo un gran tatuaje de Slash con la guitarra frente a la iglesia y el cementerio en November Rain1 , varios aros en las orejas, un short rojo y una camiseta blanca de algodón con las palabras Cruz Roja Española. -¡Miguel!- gritó a continuación. En el portal apareció un chico de semblante atezado y perplejo, el mismo uniforme que ella excepto en el calzado.

    -Medusas, igual que los anteriores…

    -Pasen - indicó el chico.

    La habitación donde entraron estaba, como era usual, alicatada hasta el techo. Pequeños azulejos blanco-grisáceos de quince por quince centímetros. La madre sentó al niño sobre una camilla tapizada de un gran lienzo de papel que crujió como hojarasca seca. Ambos iban embadurnados en protector solar y sus pieles refulgían con el sudor.

    -Solución salina, nada más, Miguel, ya sabes…- matizó la chica, que había entrado tras ellos, su voz apenas un hilillo.

    -Vale, no te preocupes.

    La madre del niño empezó entonces a despotricar presa de los nervios.

    -¡Deberían hacer algo! El ayuntamiento, digo. Todos los años lo mismo ¡ Alga y medusas! !Alga y medusas…! A éste cada año le pican las medusas, no falla.

    El chiquillo, sintiéndose aludido, hacía mohines arrugando el papel de la camilla que se despedazaba entre sus dedos.

    - ¡Aunque nunca habían aparecido tantas como ayer y hoy…! Y lo del alga sin retirar sobre la playa… ahí, esos apestosos montones pudriéndose al sol… ¡Nadie lo entiende, solo los dichosos ecologistas!

    De repente, como si correspondiera una acotación teatral, Odisea exclamó desde la entrada:

    -¡La posidonia evita que el mar arrastre la arena, señora…!. ¿Es que es la única que todavía no lo sabe? - y ambos, la mujer y Miguel, arrodillado a los pies del niño, la miraron. La hallaron, sin embargo, y a pesar de aquella súbita e inesperada reacción, ajena a todo, contemplando el suelo, con aspecto de reconcentrado dolor y agotada por el esfuerzo. La cabeza afligida como si estuviera totalmente orgullosa de su tortura y un rubor tan feroz como una hemorragia subiéndosele a la cara.

    -¡Sí, lo sé niña, pero eso… eso son cosas que no se ven! - respondió la mujer, buscando en la mirada de Miguel un matiz de complicidad, pero al observar de nuevo la entrada Odisea ya no estaba allí, había vuelto a salir al paseo; se había apoyado en el mismo sitio de antes, la espalda contra el carmesí de la cruz pintada, los ojos cerrados acompasando la aparición de la incipiente luna. El aire ahora se había vuelto extremadamente seco y enardecido.

    La mujer dijo a continuación, temblándole el labio inferior:

    - Leí aquel folleto, el que repartisteis la semana pasada, ponía que no se debe lavar la zona donde han picado las medusas con agua dulce ni limpiarla con la toalla ¿Lo hice bien?

    -Sssshhh, ¿no vas a llorar más, verdad? - Miguel pellizcó con ternura la mejilla del niñito antes de responder. - ¡Sí, así es, lo ha hecho de maravilla! No tiene mayor importancia… -. Levantándose del suelo ajedrezado dejó la riñonera en el interior del lavabo - Repartimos aquellos folletos porque intuimos lo que pasaría, que aparecería tarde o temprano un gran cardumen de medusas y así ha sido. Es por las altas temperaturas del agua del mar este verano, y por los pesqueros italianos ilegales que esquilman a los bancos de atunes. Los atunes son uno de los pocos depredadores de medusas del Mediterráneo…

    De pronto la mujer se acercó mucho a él, obligándole a vacilar.

    -Oye, la chica…, la rubita… - le susurró, señalando con su ondulada barbilla hacia el paseo. - Me da una pena…. Hoy es el día, ¿no?

    -Sí, hoy es el día… - corroboró Miguel, centrado en una pompa de jabón desprendida de sus manos.

    Odisea continuaba fuera, apoyada en la pared del puesto, con las muñecas llenas de pulseras y unas horribles marcas en la garganta. Derrochadora por naturaleza, pensando siempre no más lejos que diez minutos hacia adelante, todo el día se había sentido como en una barca, flotando siguiendo su propia deriva.

    -¡Adiós, cariño! - La mujer y su hijo pasaron a su lado encaminándose hacia el final del paseo. Odisea los observó alejarse durante unos instantes (el niñito tenía el semblante enfurruñado, miraba al suelo encorvando los hombros y venciendo los brazos) después se dirigió al interior del puesto; le dolían mucho las piernas de estar tanto de pie.

    Entró en la sala de las taquillas, abrió la suya, hurgó durante unos segundos en su bolsa del ejército francés y sacó dos comprimidos de Diazepan y una botellita de agua. Se quedó mirando las pastillas durante un rato sobre la palma de su mano antes de metérselas en la boca con un gesto férreo.

    Después se dirigió a la sala de curas, donde halló a Miguel cerrando las persianas del gran ventanal de la parte trasera y provocando que el ruido de las olas, ahora apenas una caricia en la arena, muriera del todo junto a ellos. El puesto de la Cruz Roja se cerraba cada día a las ocho de la tarde desde hacía dos años. Antes había habido guardias nocturnas, pero acabaron deviniendo una continua fiesta, así que Juan Carlos, el Delegado, había tenido que tomar medidas.

    -¿Qué le pasaba a ese niño? Parecía haber envejecido veinte años de repente… - preguntó desde la penumbra junto a la camilla; a continuación se tambaleó levemente.

    -En principio solo ha sido una picadura más de medusa…. - respondió Miguel. - Debería recuperarse enseguida… De todas maneras voy a llamar a la Sede de Palma para informar de la virulencia de esta plaga. No es normal, no, treinta y ocho casos en un solo día… ¡me siento extenuado! Alguien tendrá que ir a buscar material… - se apoyó en el quicio de la puerta por la que se disponía a abandonar la habitación, pero parecía que algo le impedía soslayar la fantasmagórica compañía de Odisea. - ¿Crees que habría que recoger muestras? La verdad es que no tengo ni idea de cómo se comportan esos bichos…

    Ella repuso, con aire de absoluta ausencia: -No lo sé… yo…. la verdad es que me da igual ¿sabes?

    Miguel se quedó mirándola, pensativo y sudoroso. La atmósfera en el interior de la habitación rápidamente se volvió asfixiante y sumaria sin el frescor de la brisa. Así era cómo se encontraban el puesto por las mañanas, empantanado en olor a medicinas, humanidad y lejía.

    -Déjame que te desinfecte esas heridas del cuello… - le suplicó, con esfuerzo.

    -¡No tienes que hacer nada! - gritó Odisea. La noche anterior había intentado ahorcarse en el garaje de su casa y como recuerdo ahora presentaba dos líneas oscuras recorriendo diagonalmente su garganta. -¡Maldita sea, aquí no se puede estar de calor! -Se dirigió al ventanal y empezó a girar la aldaba de la persiana con fruición (había que accionar repetidas veces el mecanismo, revestido de un cuerpo de una pétrea coraza de óxido), empujó fuerte cuando notó el cerramiento liberado, así que las dos hojas golpearon la pared exterior con violencia penetrando de nuevo el amoniacal efluvio de la posidonia muerta. Inhaló de manera tan profunda que pareció que los ojos se le iban a salir de las órbitas y el pecho le dolió con fuerza. A continuación, levantando las bronceadas piernas, se sentó sobre el alféizar. Miguel la contempló durante unos instantes y luego miró más allá de su cuerpo hacia el horizonte y el mar que se fundían en un solo plano, liso y ascendente, antes de dirigirse a la otra habitación.


    Cinco hombres, el juez de guardia de Manacor, su ayudante y tres guardias civiles, aguantaban su incomodo bajo el sol a diez kilómetros de S’Illot, en un lugar llamado Port Verd. Soplaba una breve brisa del norte con ínfulas de Tramontana, pero sin conseguir rizar las olas que zarandeaban el cadáver que flotaba a sus pies, pegado a las rocas.

    -Deberían sacarla de ahí cuanto antes mejor; si no, no va a quedar nada… - dijo el guardia obeso. Fue terminar de decirlo y resoplar, como escupiendo hacia el viento el amargor en la garganta. Y, como oyéndole, una nube parduzca de cientos de pececillos transparentes, tantos que producían sombra en el suelo arenoso, surgió de debajo de unas rocas y se acercó al cadáver metamorfoseándose en caprichosas formaciones; sin embargo inmediatamente la nube ignoró el manjar de carne blanquecina y se alejó, volviendo a su refugio.

    -¡Ahí están, por fin! - exclamó de pronto el juez con la chaqueta de la americana pendiendo del dedo índice tras su espalda, señalando con la carpeta hacia las figuras que se acercaban sobre el sendero de arena. La cinta de no traspasar la habían atado de manera burda entre dos matojos de hierbas resecas. -¡Agente! ¡Agente! ¡Hágase cargo, por favor!

    Por ahí venían bajo el sol tres empleados de la funeraria de Manacor. Llevaban entre dos una camilla con la tela anaranjada y el otro, además, portaba tres artefactos pendiendo de varias correas en la mano. El cabo de la guardia civil explotó en una ira incontenible en cuanto se hallaron al alcance de su voz.

    -¡Me cago en mi puta madre! ¡Casi una hora para conseguir una dichosa camilla! ¡Esta sí que me es buena!

    -¡La camilla la tuvimos enseguida! - respondió uno de los hombres pasando por debajo de la cinta policial, para después aplacar el tono, ignorar al guardia y murmurar: - Lo que no encontrábamos eran las máscaras de protección…

    -¡Pues haber preguntado! - le interrumpió el guardia. -No os harán falta, no huele nada de nada; lo que no deja de ser algo muy raro…

    Dejaron la camilla sobre la arena y, empecinados, se pusieron las máscaras. Los restos pertenecían a una mujer joven que llevaba muerta como mínimo una semana. El ayudante del juez no dejó de tomar fotografías durante el rescate que, en contra de lo previsible, no fue nada dificultoso, el cuerpo no se desmembró al sacarlo del agua como ocurría siempre.

    A las siete y media todo había concluido; el cadáver fue trasladado al tanatorio del cementerio de Manacor para practicarle la autopsia. El cabo de la Guardia Civil inició enseguida los procedimientos para rastrear en los archivos de desaparecidos de España y de Francia, ya que no era extraño que los ahogados en la Costa Azul aparecieran en aguas de las Baleares al cabo de varios días. Era increíble la velocidad a la que navegaba un ahogado en alta mar.

    BARCELONA. NUEVE MESES ANTES. ENTRE EL 4 Y EL 5 DE DICIEMBRE

    He aquí el individuo. El culpable, si cinco mil millones de muertos buscasen venganza. Se llama Rotger Servera. Desciende de su automóvil frente a la Autoridad Portuaria de Barcelona y, despacio, camina hacia la entrada. Sus pies dibujan ondas en los soñolientos charcos de rocío. Ficus antiguos, gigantescos, con el tronco curtido como la piel de un reptil, han reventado la acera. Este no es un amanecer más de Diciembre, lleva consigo el gusto de la promesa.

    ¡Oh, Dios, cariño, vamos a tener un bebé…!

    En su mente no para de danzar el anuncio de Gemma, su mujer.

    ¡Un hijo…!

    ¿De verdad va a ser padre? En algunos momentos Rotger teme que no sea más que un sueño, que cualquier nimio gesto, el lejano ruido del tráfico o una simple palabra que surja de su boca le obligue a despertarse y regresar, volver a todo lo anterior…

    Mientras camina recuerda lo sucedido una vez más: su mujer y él han subordinado durante diez años la búsqueda de los hijos al ascenso de ella como directora nacional del Deutsche Bank y después, a la hora de intentar fundar una familia… únicamente la frustración. Gemma tuvo un aborto voluntario a los diecinueve años, antes de conocerse, algo que no tiene nada que ver, naturalmente, pero que en los últimos días se ha hallado siempre bajo la superficie, a punto de aflorar. Hablaron una vez sobre el tema y no volvieron a mencionarlo, pero había reaparecido de improviso dos meses atrás, cuando ya las posibilidades de engendrar un hijo de forma natural parecían agotarse definitivamente.

    La culpa es mía… ¡Aquel maldito aborto…!

    La frase lapidaria la había pronunciado Gemma en el interior del taxi de vuelta a casa tras una cena en casa de su adjunta en el banco. Aquella noche algo parecía haber saltado en su interior, alguna intuición arrasadora.

    Y la siguiente frase que ella articuló había sonado mucho peor, igual que una sentencia condenatoria, mientras Rotger estaba abriendo la puerta blindada de su ático: ¿Por qué no te buscas a otra que te pueda dar hijos…? le lanzó, con su abundante cabello pegado a la cara, antes de entrar y encerrarse en el dormitorio. Realmente los médicos no habían hallado hasta el momento una causa concreta por la que Gemma no conseguía quedarse embarazada, pero desde entonces apenas se habían hablado, y los días parecían un pozo sin fondo…

    A pesar de todo, mientras el espeso vaho de su boca precede su figura, Rotger pugna por ahuyentar los malos recuerdos que aguijonean su mente. A su espalda el mar del color del plomo y la claridad abriéndose paso en el horizonte se unen sin junturas. Se asegura a sí mismo, una vez más, que todo va a cambiar a partir de ahora, y que todos los esfuerzos van a llevarles indefectiblemente a buen puerto.

    Las cosas no habían sido nada fáciles. Tras agotar sus cuatro oportunidades para la inseminación artificial en el hospital La Fe de Valencia, uno de los mejores centros de reproducción humana de España, habían iniciado, sin tomarse ni un respiro, una serie de tres ciclos de micro inyección intracitoplásmica. La barriga de Gemma empezaba a parecerse a una de esas paredes ametralladas de las ciudades en guerra; se inyectaba cuatro dosis de hormonas liberadoras de gonadotrofinas al día y, debido a alguna extraña reacción alérgica, cada pinchazo le producía un derrame vascular de un centímetro y medio de diámetro.

    Por fin, después de la última transferencia embrionaria, sonó la llamada cuya espera les había impedido dormir en toda la noche. Se hallaban los dos en el interior de su coche después de almorzar en el Station Barcelona y antes de que pudiera darse cuenta, Gemma ya le zarandeaba entre grandes aspavientos.

    ¡Cariño…! ¡Cariño…! ¡… Padres! ¡… Padres! ¡… Padres!

    Mientras saluda sin contrapartida al bedel de la torre de control de Capitanía Marítima Rotger rememora aquellas escenas con todo lujo de detalles: el momento, la llamada, los zarandeos de Gemma; a continuación, tras subir al cuarto piso por el viejo ascensor Otis, recorre con su mirada las veinte mesas del departamento de Inspección. Busca los ojos de los ocho ingenieros e ingenieras navales que las ocupan en aquel momento del día, todos Técnicos Competentes en Inspección de Buques, pensando qué hacer; sin embargo enseguida decide no dar la noticia a ninguno de ellos, se siente poseedor de un gran secreto que le otorga una fuerza inusitada.

    Se acomoda en su silla, satisfecho, y palmea el trabajo que le ha preparado el bedel para aquella mañana, cincuenta y seis Declaraciones Generales del Capitán con sus correspondientes listas de tripulantes. El montón de documentos le llega a la altura de los ojos. El puerto de Barcelona recibe un acumulado medio mensual de seiscientas setenta naves, clasificadas en car-carriers, carga (LO-LO), frigoríficos, graneleros, petroleros y superpetroleros, portacontenedores ( RO-RO), tanques y transbordadores. La Capitanía Marítima debe inspeccionar, como mínimo, el treinta por ciento del promedio anual del número de naves que entran en el puerto y la mayor parte de ellas acaban adjudicadas al departamento de buques de pabellón extranjero portadores de mercancías energéticas como crudo de petróleo, gasolina y gas natural, abonos tipo fosfatos y potasas y productos químicos, en el que se halla destinado Rotger desde hace seis años.

    Pero antes de ponerse a trabajar con la primera de las Declaraciones levanta su teléfono y marca el número de Carlitos Salvador, su mejor amigo.

    -¿Dígame?

    - Carlitos, soy Rotger, escucha… esta noche venís a cenar, tú y Anita…

    En el auricular hay unos instantes de silencio.

    -¿Hoy? ¿En martes?

    -Martes, miércoles… ¿Qué más da? Quedamos sobre las nueve y media.

    -¡Maldición! - repone el otro. - Daría lo que fuera por saber qué llevas entre manos…

    Rotger se ríe de manera sutil y cadenciosa, después se restriega la nariz con la manga, cuelga el teléfono y se dispone al trabajo; abrirá una a una las Declaraciones, ordenará los documentos en un montón y, sin apenas leerlos, estampará el sello con la palabra CONFIRMED garabateando su rúbrica a continuación.

    -Veamos, el Botany Triumph, portacontenedores, el Ability, tanques, aceptado… el Mehmet Dalayli, portacontenedores, el Virgen del Mar, granelero… - tampona las Declaraciones con rutinaria cadencia, lejano, distante, pensando en mil cosas menos en aquellos aburridos certificados.

    De repente, se detiene.

    Algo le ha obligado a volver en sí desde la profundidad de sus divagaciones, una efímera señal de alarma normalmente

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