EL DOCTOR MICHAEL SNYDER LLEVA 4 SMARTWATCHES.
En su laboratorio,en el campus de Stanford, el director del Centro de Genómica y Medicina Personalizada me guía a través de su peculiar labor diaria. Snyder intenta ponerle números a la salud humana. Y aunque cuenta con cientos de voluntarios, él mismo es su mejor conejillo de Indias. Lleva encima cuatro relojes inteligentes que le proporcionan desde hace nueve años datos sobre la frecuencia cardiaca y la temperatura de la piel, un glucómetro le mide permanentemente los efectos que la dieta y el ejercicio tienen sobre su nivel de azúcar en la sangre, un anillo Oura controla la calidad del sueño, y una caja negra del tamaño de un walkie-talkie a la que llama ‘exposómetro’ respira el mismo aire que él e identifica cada partícula o sustancia química a la que se expone durante el día. Y eso que hoy no tiene en el despacho el monitor de radiación, el pulsioxímetro y la cámara que cada cinco minutos hace fotos automáticas del entorno, todos
ellos averiados. Si los sumamos a sus resonancias magnéticas semestrales, las secuenciaciones de microbioma y genoma y las mediciones hormonales, Snyder almacena ya más de 2 millones de gigabytes de datos relativos a su salud. Posiblemente, Michael Snyder posee más datos sobre sí mismo que los que nadie haya tenido nunca sobre otro ser humano.
Snyder es un renombrado genetista que ayuda a concebir métodos revolucionarios para analizar de qué manera la huella genética condiciona nuestras vidas. Desde que la especie humana existe, llevamos intentando explicar por qué la gente enferma. Hipócrates lo justificaba por un desequilibrio de la bilis, la sangre y la flema, mientras que los médicos medievales achacaban la enfermedad a los hábitos pecaminosos del hombre. Y desde hace ya una generación, cuando los científicos empezaron a desentrañar nuestro ADN, se nos ha inculcado la idea de quegrabada a fuego en los genes.