“CREO QUE HAY QUE detener la excavación”, advertí.
Señalé la imagen fantasmal en la pantalla de la computadora y volteé para ver a Keneiloe Molopyane, antropóloga y científica forense a quien nuestro equipo apodó “Huesos”. Estábamos viendo la transmisión en vivo de dos colegas arqueólogas, Marina Elliott y Becca Peixotto, quienes excavaban a más de 35 metros debajo de nosotros.
Era noviembre de 2018 y estábamos sentados en el “centro de comando” de nuestro equipo, en el sistema de cuevas Rising Star, Sudáfrica, que comprende casi cuatro kilómetros de pasajes transversales y que en algunos puntos desciende más de 40 metros por debajo de la superficie. De vez en cuando hay cámaras en las que te puedes sentar o incluso poner de pie, pero la mayoría de los espacios abiertos son relativamente pequeños. Marina y Becca, nuestras excavadoras con más experiencia, trabajaban en uno de esos espacios, Dinaledi.
En estas cuevas se formaron sedimentos a partir del polvo y el escombro que se desprendieron de los muros y cubrieron el suelo en capas casi invisibles. Sin embargo, el sedimento que Marina y Becca estaban sacando no tenía la misma uniformidad. Parecía que lo habían manipulado. “Parece que hay un hoyo en el suelo de la cueva -le respondí a Huesos-. No creo que sea una depresión natural. Parece un túmulo”, concluí.
Huesos abrió los ojos como platos. “Tienes razón”. Volvió a estudiar la imagen en la pantalla. “Creo que estás tomando una buena decisión. Hay que detenernos”.
pero esa decisión resultaría en una revelación científica y uno de los momentos más aterradores y asombrosos de mi vida.