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El Patólogo. Parte IV: Überkind
El Patólogo. Parte IV: Überkind
El Patólogo. Parte IV: Überkind
Libro electrónico251 páginas5 horas

El Patólogo. Parte IV: Überkind

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El afamado patólogo Nicholas Goering deberá lidiar con el caso más extraño de su carrera: el cuerpo de su padre ha aparecido en perfecto estado de conservación colgado como en el día de su muerte y le han colocado los órganos internos de distintas personas.
Überkind es la cuarta entrega de la serie "El Patologo" de M. Kroennen.

IdiomaEspañol
EditorialMax Kroennen
Fecha de lanzamiento4 may 2023
ISBN9798215983812
El Patólogo. Parte IV: Überkind
Autor

Max Kroennen

Max Kroennen, author of "El patologo" series.

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    El Patólogo. Parte IV - Max Kroennen

    CAPÍTULO I

    La noticia del incendio de una pequeña porción del subsuelo del hospital apenas había trascendido entre los habitantes de la ciudad. La prensa local, bajo las directivas del alcalde Oppenheimer, había minimizado el hecho a un desafortunado accidente provocado por un cortocircuito en uno de los tableros eléctricos del sector. Las actividades del establecimiento seguían su curso con normalidad y eso era lo único que le interesaba al ciudadano medio. Tal como había predicho Friedrich, un día después del anuncio ya nadie hablaba del tema. Pero, muy a su pesar, no todo se solucionaba con unas simples instrucciones de partido. Aún estaba aquel asuntillo, aquel «espinazo en el culo», como él denominaba a Matías Vandergelb. Habían tenido que convencer a sus familiares, más que nada a su mujer, de que su marido había muerto cumpliendo con su deber. El detective había sido inducido a un coma y trasladado a la unidad de cuidados intensivos, donde montaron una escena digna de una película hollywoodiense. Lo habían vendado de pies a cabeza para tapar las supuestas quemaduras provocadas por la explosión y lo habían intubado parcialmente (la sonda solo llegaba hasta la garganta) para simular que una máquina respiraba por él. El diagnóstico, muerte cerebral, y la estrategia, convencer a Micaela Vandergelb para que lo desconectara y donara sus órganos. Un mero trámite, desde su punto de vista, con semejante panorama desolador que habían orquestado. No así para la joven oriunda de Hamburgo, que se había desmayado después de que Bernard Mayer, junto con la psiquiatra Margaret Nierig, le informaran del destino de su marido ni bien esta puso un pie en la UCI. Alojada ahora en un hotel de la ciudad (cortesía del Ayuntamiento), y acompañada por su madre e hija, Micaela abrió la puerta de la habitación cuando golpearon tímidamente. El alcalde Oppenheimer había decidido visitarla a primera hora para expresarle sus condolencias y para liquidar, lo antes posible, aquel molesto episodio.

    —Señor Oppenheimer, ¿verdad? —preguntó con desinterés Micaela cuando se encontró con el imponente personaje delante de ella.

    Friedrich asintió.

    —¿Puedo pasar? —le preguntó emulando una sonrisa de conmiseración.

    Micaela, aún en pijamas, despeinada y con los ojos hinchados por tanta lágrima derramada, se dio la vuelta y enfiló hacia la cama. Allí, su madre miraba el techo con una expresión de desazón a la vez que abrazaba a la pequeña Anna, que aún dormía con la típica paz infantil, ajena a los problemas del mundo de los adultos. La joven se acomodó junto a su madre y ambas se quedaron mirando con desgano al recién llegado.

    —En nombre mío y de todas las autoridades de la ciudad quería expresarles mis condolencias —se apuró a decir.

    —Mi marido aún no murió, señor Oppenheimer —le contestó Micaela visiblemente afectada. Su madre se giró hacia ella y le acarició el cabello con una expresión misericordiosa.

    —Matías no presenta actividad cerebral… —comenzó a explicar su interlocutor—… Eso, legalmente hablando, es lo mismo que…

    —Lo sé —lo interrumpió Micaela con lágrimas en los ojos. Sabía muy bien que no había vuelta atrás de la muerte cerebral, pero era muy difícil aceptarlo. Los familiares de los afectados siempre tenían la esperanza de que un milagro revirtiera la circunstancia, y ella no era la excepción.

    —Lo siento mucho, de verdad. Matías dio la vida por todos nosotros y siempre será recordado como un héroe. —La intentó consolar y le extendió una bolsa con los pocos efectos personales que supuestamente habían sobrevivido a la explosión. Entre ellos, el móvil, el cual habían quemado superficialmente para no levantar sospechas, pero que aún funcionaba. Un detalle malicioso que el alcalde había planeado con meticulosidad. Quería que Micaela encontrara todos los mensajes que su marido había intercambiado con sus múltiples amantes, algo que sin duda amainaría la voluntad de la joven en seguir indagando sobre su muerte. Friedrich creía fervientemente que le habían hecho un gran favor. La imagen de Micaela cuidando a la pequeña Anna, sola en aquel piso deprimente mientras el detective se entretenía con cualquier par de tetas que le daba la hora, lo enervaba—. De más está decir —continuó—, que el Ayuntamiento se hará cargo de todos los gastos y que recibirá una pensión de viudez...

    Micaela puso cara de chupar limones. Siempre había asociado a las viudas con señoras mayores y le costaba aceptar que, a sus veinticinco años, su estado civil adquiriera tal denominación.

    —¿Se encuentra bien, señora Vandergelb? —preguntó Friedrich al ver que su interlocutora miraba ahora a la nada como un ser lobotomizado.

    Su madre le palmeó el hombro para avisparla de aquel trance. Micaela se volteó hacia ella y la miró desencajada.

    —Soy la señora Vandergelb y soy viuda, mamá. —Su tono parecía el de una niña llorica de la que se habían burlado.

    Su madre enarcó las cejas y enseguida miró al alcalde con una expresión de tristeza para disculparse por su hija. Acto seguido, se desprendió con suavidad de su nieta, se puso de pie y, con un leve movimiento de cabeza, invitó al corpulento individuo a que la acompañara fuera de la habitación.

    —Por favor, no crea que mi hija es una insensible, señor alcalde. Está en estado de shock y…

    —Por supuesto, lo comprendo, ¿señora…? —la interrumpió Friedrich.

    —Uffer. Marie Uffer. Yo hablaré con Micaela cuando esté más tranquila y la convenceré de que firme todos los papeles que hagan falta para terminar con este martirio —le aclaró bajando la voz.

    —No hay ningún problema si precisan tomarse un tiempo, señora Uffer.

    —No, no, no. —Negó con la cabeza efusivamente—. Cuanto más rápido nos saquemos esto de encima, mejor para todos.

    Friedrich detectó enseguida que su interlocutora no le tenía mucho aprecio a su yerno. Y no la culpaba.

    —Intentaré convencer a Mica de cremar a Matías y esparcir sus cenizas en el río Elba, en Hamburgo —le confió.

    Friedrich contuvo la sonrisa y asintió. Aquel era el escenario ideal. Entregarles una urna con las cenizas de algún vagabundo y evitarse el rollo de tener que conseguir un cuerpo alternativo para colocar en el cajón.

    —Micaela es todavía muy jovencita. Yo sabía que esto tarde o temprano iba a suceder —continuó relatándole la madre—, pero se va a recuperar, ya va a ver. Tiene toda la vida por delante y…

    El monólogo se extendió por un buen rato. El alcalde solo atinaba a asentir entre pausas, ya que Marie no le dejaba meter baza. No viendo la hora de huir de allí, agradeció al cielo que su suegra no fuese como la señora Uffer. Finalmente, después de varios minutos de una interminable verborrea, le extendió la documentación que Micaela debía firmar para autorizar la desconexión de su marido. Le entregó también su tarjeta personal y se despidió por fin con la excusa de que lo esperaban en una reunión presupuestaria en el ayuntamiento.

    Cuando Marie volvió a entrar a la habitación, Micaela manipulaba el móvil de Matías con los ojos fuera de las orbitas. Lo había desbloqueado con el pin (la fecha de nacimiento de la pequeña Anna) y revisaba ahora los mensajes más recientes de la cuenta de WhatsApp. Ya había leído varios intercambios subidos de tono entre su marido y Angélica, también la invitación al apartamento de Lena Metzger y los mensajes postcoito que había mantenido con Emily Black, la vecina de Harold Streicher. Tras un prolongado bufido de impotencia, Micaela dejó caer el móvil sobre la colcha y miró a su madre con la misma expresión que Jack Nicholson en la famosa escena de la puerta destrozada con el hacha en la película El resplandor.

    —Pásame el boli y los papeles que hay que firmar —sentenció.

    CAPÍTULO II

    Satisfecho de haber finiquitado el incómodo encuentro con la familia del detective, el alcalde Oppenheimer partió rumbo al hospital. Tan solo habían transcurrido cuarenta y ocho horas del atentado y la prognosis del patólogo era todavía una incertidumbre. Una incertidumbre que lo tenía hecho un manojo de nervios. Había comenzado a tomar ansiolíticos por recomendación de su esposa, ya que su insomnio también la estaba afectando a ella. Magda tenía un sueño ligero y los constantes movimientos de su corpulento marido en la cama no la dejaban dormir. Friedrich sabía que los primeros días eran los más críticos. Había estudiado las estadísticas de casos con lesiones similares y los resultados no eran alentadores. Superada aquella ventana de tiempo, había grandes posibilidades de una recuperación exitosa, pero los pacientes que lo hacían eran los menos. No quería ni imaginarse a su querida ciudad sin el patólogo. Era lo que un jugador estrella para un equipo de fútbol, el bastión del éxito de todos los proyectos. Friedrich creía que la compañía y la calidez de un familiar jugaba un rol muy importante en la recuperación de los pacientes delicados, y él, junto con la legendaria Dora Pinker, eran lo más cercano a un ser querido en la vida del apático doctor.

    Aparcó el BMW al lado del Mercedes-Benz de su colega y no pudo evitar mirarlo con desazón. Palmeó el maletero del Panzer como si tratara de consolar a una mascota que había perdido a su amo y enfiló hacia la entrada de la institución. Saludó a Mirtel Hanmann con un ademán y encaró hacia el subsuelo para ver cómo iban las obras de restauración de la morgue y la oficina de su encargado. Apenas terminadas todas las pericias de la investigación del atentado, el alcalde había movido cielo y tierra para reconstruir el sector en tiempo récord. «Con la eficiencia de Martin Bormann [1]», pensaba recurrentemente cuando debía cumplir una meta en un plazo acotado. Habían tenido la grata fortuna de que la explosión no hubiese afectado ningún componente estructural que infiriese un riesgo de derrumbe. Tras hablar con el capataz de la obra durante casi quince minutos, decidió hacer otra escala previa al ansiado objetivo. Cualquier excusa le servía para dilatar la sensación esperanzadora que mantenía antes de hablar con el equipo médico que resguardaba la salud del patólogo. Apretó el botón del ascensor de la planta donde estaba el pabellón de Pediatría y aprovechó el corto trayecto para repasar mentalmente lo charlado con el sujeto. Este le había asegurado que las obras no llevarían más de tres meses, siempre y cuando no hubiese ninguna demora con los pagos pactados. Un problema que Friedrich ya había solucionado la noche anterior en una charla telefónica con el mismísimo canciller, quien le había prometido hacerse cargo de todos los gastos.

    Cuando Friedrich entró en la habitación de Simón, Angélica, sentada en el sofá-cama para los acompañantes, manipulaba el móvil con la expresión de una adolescente aburrida en una de esas esporádicas reuniones familiares de compromiso. Desarreglada para sus estándares, pero aún deslumbrante para los ojos masculinos (su aspecto era en ese momento la menor de sus preocupaciones), alzó la vista y le regaló a su visitante una tierna sonrisa.

    —Alcalde Oppenheimer, ¡buen día! —lo saludó, contenta de que la máxima autoridad de la ciudad los volviera a visitar tan pronto.

    —Doctora Grunnewald, ¿cómo se encuentra nuestro valiente paciente? —le preguntó mientras le estrechaba la mano.

    —Físicamente por suerte muy bien, según los estudios que le practicaron ayer —le informó—. Pero mentalmente aún sigue algo aturdido —agregó.

    —Me imagino…

    —Sí… Apenas intercambiamos unas palabras. Me dijo que le dolía la cabeza y que quería seguir descansando.

    —Nada grave, por lo visto. Hay que ajustarse a sus tiempos de recuperación —la tranquilizó—. De solo pensar en lo que ha vivido… —Miró al niño con compasión.

    —Ni que lo diga, señor Oppenheimer. —Guardó el móvil en el bolsillo y se puso de pie—. ¿Le puedo pedir un favorcito? —preguntó con timidez.

    —Por supuesto.

    —Necesito estirar un poco las piernas. ¿Le molestaría quedarse un momento con Simón mientras voy a buscar el cargador del móvil al coche?

    —Faltaba más.

    Angélica le agradeció con un sutil ademán y se marchó.

    Friedrich se sentó en una silla para las visitas y observó con ternura al pequeño paciente. El niño tenía un vendaje a la altura del pómulo derecho, donde Finn Schreiber le había asestado un golpe. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado y parecía dormir plácidamente. Al cabo de unos segundos, Simón abrió los ojos con parsimonia y se giró hacia el alcalde.

    —¿Se fue mi mamá? —preguntó en un susurro.

    Sorprendido, Friedrich arrimó la silla hacia la cama y se inclinó hacia él.

    —Hola, campeón, ¿cómo te sientes? —le preguntó con una mirada paternal. Friedrich tenía dos niñas, una de ocho y otra de trece, y se había quedado con las ganas de tener un varón. Magda ya había desechado hace tiempo la idea de volver a cambiar pañales, pero ambos no descartaban la idea de adoptar un niño preadolescente.

    —Me siento bien, señor alcalde. Más que nada, triste —le confesó—. Por el doctor Goering —añadió con esfuerzo. Los sedantes lo tenían hecho un zombi.

    —Sí… —Friedrich suspiró—. Justo ahora voy a pasar a visitarlo. Está muy delicado, no te voy a mentir.

    Simón bajó la vista y agregó:

    —Me gustaría verlo.

    —Me temo que eso no será posible, hijo. —Estaba a punto de explicarle los motivos del porqué, pero Simón se le adelantó.

    —El doctor Goering es mi padre —susurró. A su pesar, tuvo que jugar aquella carta. No tenía intenciones de contárselo a nadie (salvo a Katja), pero necesitaba ver al patólogo ahora que sabía que estaban emparentados.

    Friedrich abrió los ojos como platos y se quedó sin palabras.

    —Por favor —rogó Simón, colocando la manita encima de la de su interlocutor, quien había apoyado la suya sobre la barra protectora de la cama.

    —Esto…, me has dejado helado —le confesó Friedrich.

    —No le diga nada a mi madre, por favor —le suplicó—. Ella me dijo que mi padre era otra persona, pero resultó ser una mentira. Ella no sabe que yo sé la verdad —le aclaró.

    —Descuida, Simón. No diré nada —le sonrió compinchado—. Y, en cuanto a la visita a tu padre, deberá ser más adelante. Nicholas está todavía en estado crítico —le explicó.

    —Oh… —Simón bajó la mirada, acongojado.

    —No pierdas las esperanzas, hijo. Nicholas saldrá adelante, ya lo verás —intentó consolarlo—. Cuando te sientas mejor y te hayan dado el alta del hospital, llámame por teléfono —le dejó una de sus tarjetas personales en la mesilla— y coordinaremos para visitar a tu padre, ¿te parece?

    Simón sonrió y asintió con sutileza.

    —Y gracias por aceptar ponerle el nombre de mi amiga Clarita al teatro del conservatorio —añadió.

    —Es lo mínimo que podíamos hacer —le sonrió—. Me hubiese encantado asistir al evento, pero estaba ocupado justamente con el caso de su asesinato —le explicó—. ¡Cierto que tú eras el niño prodigio que dio aquel recital improvisado! —exclamó de repente—. Vaya talento, ¿eh?

    Simón volvió a sonreír y el alcalde continuó con la plática por el rumbo de la música. Se moría en realidad por preguntarle acerca de cómo se había enterado de que el patólogo era su padre y de lo que había sucedido en la morgue antes de la explosión, pero no era el momento adecuado. Su madre podría entrar en cualquier momento y además quería ganarse aún más la confianza del niño. Concluyó que la visita en conjunto al doctor Goering, cuando el pequeño estuviera en condiciones, sería la oportunidad perfecta. Aquella revelación alimentó su esperanza de la recuperación psíquica de su colega. A la lista de los «seres queridos» del patólogo se sumaba ahora su hijo. Y ahora, más que nunca, quería hablar con su amigo acerca de esta increíble revelación e imaginar cómo encararía aquella nueva circunstancia la persona más antisocial que había conocido en su vida.

    CAPÍTULO III

    Tras despedirse de Angélica y de su hijo, el alcalde Oppenheimer partió por fin hacia su objetivo principal. Cuanto más se acercaba a la séptima planta, más fuerte era el cosquilleo en el estómago. Ni los ansiolíticos podían evitar que los nervios se apropiaran de su fisonomía como una horda de hormigas a un terrón de azúcar derramado. Se detuvo ante la puerta que resguardaba el área restringida, respiró hondo y exhaló el aire comprimiendo los abdominales como le habían enseñado alguna vez en una clase de yoga. Una técnica para liberar la tensión que, para su desdicha, solo lo tranquilizaba durante unos segundos. Saludó a la recepcionista con su habitual simpatía y le pidió que avisara al doctor Kohler para que se dirigiese a la habitación del patólogo. Al igual que el día anterior, la escena no había cambiado. Seguía conectado a todos los equipos de monitoreo de signos vitales de última generación y a los que le suministraban suero, antibióticos y la propia sangre que este había donado. Hipotensión, arritmia, deshidratación, edemas y sepsis, eran tan solo algunas de las complicaciones que podían desarrollar los pacientes con quemaduras de tercer grado como las del patólogo. Friedrich se detuvo en el umbral de la puerta de la habitación y lo observó desde allí hasta que una mano lo palmeó amistosamente en el hombro.

    —Desolador, ¿verdad? —le comentó el doctor Kohler con un tono nostálgico.

    —Ni que lo digas, Ruprecht —contestó el alcalde sin apartar la vista de la cama donde yacía el patólogo, vendado de pies a cabeza—. Pensar que hace unos días nada más estábamos charlando de la vida en mi despacho, y ahora —se aclaró la garganta—, aquí lo tienes luchando por la suya.

    El doctor Kohler asintió en silencio. Cardiólogo con más de treinta años de experiencia, ya había perdido la cuenta de las veces que pacientes y familiares le habían dicho alguna vez una frase de similares características. Ambos entraron en la habitación y se pararon a un costado de la cama.

    —Te tengo malas y buenas noticias, Friedrich —soltó Ruprecht sin ambages mientras su interlocutor lo miraba apesadumbrado—. Le hemos retirado la sedación hace unas horas y nada ha cambiado —hizo una pausa—. Lo que significa que…

    —Que ahora está en un coma no inducido —completó la frase el alcalde y se llevó las manos al rostro, preocupado—. ¿Y cuáles son las buenas noticias? —preguntó desencajado.

    —La buena noticia es que, en términos generales, no está tan mal como pensábamos —lo tranquilizó Ruprecht—. O sea, no ha empeorado, que es lo que temíamos —le aclaró—. No tiene lesiones internas graves, pero igual debemos ser cautos. Es muy pronto para descartar otro tipo de complicaciones.

    —Lo entiendo…

    —En un par de días, si todo continúa estable, comenzaremos con las curaciones de las quemaduras. Hemos contactado a una de las mejores dermatólogas del país. Una especialista en tratamientos de injertos de piel —le aseveró.

    —Excelente, Ruprecht. —Friedrich le palmeó ahora el hombro a él—. ¿Me facilitarías todos los reportes de los estudios que le han hecho? Me gustaría pegarles una ojeada para refrescar un poco mis conocimientos y para liberarte a ti.

    —No hay ningún problema, Friedrich. Estoy aquí para lo que necesites. Y los reportes los tienes todos en la tablet que está allí en la cabecera de la cama —le contestó el cardiólogo, quien comprendió de inmediato que el alcalde quería quedarse a solas.

    —Muchas gracias. Y cierra la puerta al salir, por favor —le pidió.

    No

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