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El Patólogo. Parte III: Phineas
El Patólogo. Parte III: Phineas
El Patólogo. Parte III: Phineas
Libro electrónico452 páginas9 horas

El Patólogo. Parte III: Phineas

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Información de este libro electrónico

A los doce años, Nicholas Goering sobrevivió milagrosamente a un disparo en la cabeza perpetrado por su propio padre, después de que este matara a su madre y se suicidara sin motivo aparente.

Veinticinco años más tarde, ahora convertido en un referente de la Patología Forense en el prestigioso hospital de la ciudad sajona de Heimstadt, el misántropo doctor tendrá que lidiar con el caso más extraño de su carrera: el cuerpo de su padre ha aparecido en perfecto estado de conservación colgado como en el día de su muerte y le han colocado los órganos internos de distintas personas. El recientemente ascendido y temperamental detective Matías Vandergelb, quien desprecia al patólogo, y la ambiciosa psiquiatra Angélica Grunnewald, quien, por el contrario, está obsesionada con él, serán también los encargados de intentar resolver el rompecabezas humano en una carrera contrarreloj.

Los viles asesinatos no se harán esperar y, poco a poco, se irán destapando las heterodoxas y oscuras prácticas que llevaron al hospital y a la propia ciudad a ser los más prósperos del país. Phineas es la tercera entrega de la serie del thriller psicológico de Max Kroennen.

IdiomaEspañol
EditorialMax Kroennen
Fecha de lanzamiento12 may 2021
ISBN9781005915384
El Patólogo. Parte III: Phineas
Autor

Max Kroennen

Max Kroennen, author of "El patologo" series.

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    Me ha encantado. Buen final.
    Espero leer más del autor.

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El Patólogo. Parte III - Max Kroennen

CAPÍTULO I

Tras abrir los ojos con lentitud y esfuerzo, el destello resplandeciente de la luminaria de la habitación penetró en sus pupilas sin misericordia, como dos puñales. Los volvió a cerrar de inmediato y observó la silueta del artefacto que lo había cegado flotando suavemente en la oscuridad proporcionada por sus párpados. Le resultaba familiar, pero desistió de identificarlo. Aún no se había despabilado. Intentó reincorporarse, pero la nula respuesta de las extremidades lo desconcertó. La sensación inquietante de estar paralizado reconectó su cerebro a la vigilia como una bofetada. Volvió a abrir los ojos y aguantó el encandilamiento fastidioso hasta que los nervios ópticos se acomodaron al nuevo contexto. Ahora no le quedaban dudas, el objeto refulgente era una lámpara de quirófano. Desesperado, desvió la mirada hacia abajo y observó estupefacto la escena. Su cuerpo estaba sumergido en una solución gelatinosa cristalina y le habían abierto el tórax de par en par con una incisión de tipo «Y». Incrédulo, meditó durante varios segundos. Estaba horrorizado y a la vez fascinado. El corazón no le latía y los pulmones yacían inertes. No podía ser real. Debía ser una puesta en escena o una alucinación causada por algún agente anestésico. Otra persona ya habría perdido el conocimiento, pero no él. Su pasión por la medicina le impedía darse ese lujo. Quería descifrar qué estaba sucediendo. Miró ahora hacia su izquierda y, tras unos segundos de análisis, confirmó lo que sospechaba. Para su desgracia, no era un sueño ni los efectos secundarios de alguna droga. Estaba conectado a un equipo de oxigenación por membrana extracorpórea (ECMO) de manera veno-arterial. O al menos eso es lo que creía. La miopía no le permitía ver más allá de la mesa de operaciones, pero le bastaba para ver con claridad las cánulas conectadas al cuello. Cerró los ojos y trató de rememorar los acontecimientos que lo habían llevado a esa situación. Comenzó con el último recuerdo vívido que se le vino a la cabeza.

Tenía una laguna mental, imágenes difusas de una habitación estéril, un diálogo ininteligible con un individuo desconocido y el estruendo de un disparo. Las piezas de aquel rompecabezas estaban ahí, solo precisaba de algún indicio para unirlo todo de manera coherente. Mientras repasaba una y otra vez aquellos sucesos, el sonido de un pitido cercano interrumpió su lucubración. Se preguntó cómo lo había pasado por alto. A los pocos segundos lo volvió a oír y ya no le quedaban dudas de que se trataba de una máquina de electrocardiograma. Abrió los ojos otra vez y volvió a mirarse el torso. Tenía la esperanza de que su corazón había vuelto a latir, pero la imagen era la misma que hacía unos minutos. Seguía abierto como un batracio en una clase de biología, sin ningún signo vital más que sus propios pensamientos. Quería gritar, pero tampoco podía. La impotencia estaba comenzando a doblegar su obstinada voluntad. Volvió a cerrar los ojos para intentar calmarse.

—Me imagino que te estarás preguntando qué demonios está sucediendo, ¿no? —comentó de repente una voz que se oía cada vez más próxima—. Hola, Harold —lo saludó el doctor Goering cuando este abrió los ojos y lo miró desencajado. El patólogo estaba ahora de pie a su lado, levemente inclinado para observarlo cara a cara. Vestía un mono desechable, gorro quirúrgico y mascarilla.

El residente de Emergentología sonrió sutilmente. Era el indicio que le faltaba para atar todos los cabos sueltos de aquel extraño episodio.

—No te muevas, Harold, enseguida vuelvo —ironizó su interlocutor, y se dirigió hacia un rincón del recinto para buscar un taburete. Segundos después, tomó asiento a su lado, se quitó la mascarilla y le giró la cabeza para poder mirarlo a los ojos—. ¿Por dónde empezar, Harold? —se preguntó.

El joven residente sonreía como una damisela cortejada. A pesar de encontrarse en una situación crítica y delicada, la oportunidad de compartir una tertulia con la persona que admiraba lo regocijaba.

—Fuiste muy afortunado, Harold. Le debes agradecer tu vida al Flumazenil. Si me hubiese despertado unos minutos más tarde, ahora no estaríamos manteniendo esta conversación tan singular. Y puedo deducir por esa sonrisa sutil en tu rostro que la estás disfrutando, ¿verdad?

Harold movió los ojos hacia abajo para interpretar una respuesta afirmativa.

—Me lo suponía. Te preguntarás por qué he decidido salvarte, ¿no? Digamos que por diversos motivos… —Hizo una pausa y se puso de pie—. En primer lugar, porque me venías como anillo al dedo para experimentar con uno de mis varios proyectos clandestinos. Como te habrás dado cuenta, estás conectado a un ECMO que reemplaza temporalmente tus funciones cardiacas y respiratorias. ¿Te acuerdas del caso de Thomas Scheffer, aquel enfermero abusador a quien apresaron gracias a mis descubrimientos? Imagino que sí. Sobre todo, si es verdad que estás obsesionado con mi persona.

El joven volvió a asentir con los ojos.

—Muy bien. —Lo tomó de la cabeza y se la giró con gentileza hacia su izquierda—. Harold, te presento a Thomas Scheffer, tu ECMO «orgánico».

El sector del quirófano donde el patólogo había instalado el equipamiento de una unidad de cuidados intensivos estaba ocupado desde hacía años por el exenfermero. A los pocos días de su liberación de la penitenciaría de la ciudad de Gilberstadt, su acusador lo había secuestrado del hogar de su madre mientras este dormía. El objetivo, prevenir una posible represalia que pudiera perturbar su preciada ataraxia. Harold abrió los ojos como platos ante el shock de aquella revelación. Ahora podía ver con claridad dónde se conectaban las cánulas que salían de su cuello. Frente a sí, recostado en una moderna cama de hospital, yacía el cuerpo marchito de Thomas Scheffer. El patólogo le había cubierto el rostro con vendaje para deshumanizarlo y lo había inducido a un coma 3 de la escala de Glasgow con una intervención cerebral de su autoría. Lo alimentaba con una sonda gástrica y monitoreaba sus signos vitales las veinticuatro horas del día.

—Thomas tuvo la desgracia de ser donante universal. Por ende, su grupo sanguíneo de cero negativo fue una bendición para este proyecto —le confesó el doctor Goering y lo volvió a coger del rostro para acomodarlo a su posición original—. La diferencia con un ECMO tradicional, Harold, es que su alcance está limitado únicamente a la cabeza. Como puedes observar, tu cuerpo está sumergido en una solución fría que induce a la hipotermia y que te mantiene en un estado de pseudoanimación suspendida. Asimismo, antes de la intervención, tu sangre fue reemplazada por una versión ligeramente modificada del mismo fluido para prescindir de las transfusiones en el caso de una eventualidad. ¿Y cómo mantengo y controlo la temperatura de la solución? Simple. La mesa de disección cuenta con un equipo de refrigeración y con un mecanismo que permite regular la altura de su base para transformarse en una bañera de alto coste. Interesante, ¿no?

Harold volvió a sonreír.

—Me imagino que también te preguntarás cómo es que no estás bajo anestesia general. Bien, eso se debe a otra de mis investigaciones. He desarrollado un procedimiento sobre la medula espinal que emula el mismo efecto de una tetraplejía total. Y sí, se puede aplicar en cualquiera de los segmentos espinales para replicar cualquier lesión medular conocida —le aclaró como si su paralizado interlocutor le hubiera preguntado—. De esta forma —prosiguió—, pude tratar tus lesiones sin tener que preocuparme de las complicaciones que pueden surgir durante una cirugía convencional y de los efectos adversos y riesgos de la anestesia. —El patólogo se dirigió hacia la camilla del instrumental y cogió la bandeja donde había colocado el tejido extirpado de su paciente. —Tuviste mucha suerte de que la bala solo dañara el intestino delgado. —Le colocó el trozo de órgano extirpado frente a los ojos para que pudiera observarlo —. Por lo tanto, una simple resección y anastomosis fueron más que suficientes para que tus tripas puedan seguir disfrutando de esa comida hindú que tanto te gusta.

El joven volvió a sonreír.

—Perdona, Harold. No quise ilusionarte. La verdad es que aún no sé qué voy a hacer contigo —le confesó y se sentó otra vez en el taburete—. Como te dije al comienzo de la charla, eran diversos los motivos por los que decidí salvarte —le explicó—. El primero te lo acabo de mencionar. El segundo motivo —Hizo una pausa y miró su reloj de pulsera para ver cómo venía de tiempo—, es que puede que me seas útil después de todo para lidiar con el trastornado que asesinó a Florian y a la niña. Y, por último, estoy barajando la posibilidad de que trabajemos juntos en algún proyecto…

La expresión del muchacho era ahora de pura felicidad. Volvió a asentir con los ojos repetidas veces, excitado como una mascota en el momento previo al paseo.

—Mira si te acabas saliendo con la tuya… ¿Quién lo diría? La verdad es que he revisado tu expediente después de la operación y me ha impresionado. Sería una lástima desperdiciar un talento como el tuyo —le comentó.

Una lágrima había comenzado a brotar tímidamente por el rostro de Harold. Se había emocionado por el halago inesperado.

—Pero antes deberíamos resolver el pequeño detalle de tu fanatismo por el NSDAP¹—Hizo una pausa y lo miró con seriedad —. Sí, muchacho. El detective Mayer me puso al tanto de tu particular afición.

Harold bajó la mirada, avergonzado.

—En fin… detalles. Por lo pronto, te cuento que nadie sabe que estás aquí y que la policía local ya ha emitido tu pedido de captura. Mi idea será resguardarte unos días hasta que pase el revuelo y discutir tu situación con el alcalde. No me cabe duda de que las cámaras del hospital o del Ayuntamiento probarán que no has estado en el lugar de los hechos en ambos crímenes. Quiero creer que ese será el resultado de las pericias, ¿cierto, Harold?

Su interlocutor volvió a asentir con los ojos repetidas veces para enfatizar su postura.

—Perfecto. Manos a la obra, entonces. —El patólogo se puso de pie y se dirigió hacia la zona de los refrigeradores. Abrió uno de ellos que estaba configurado temporalmente a temperatura ambiente y extrajo cinco bolsas de sangre de un litro de capacidad. —Primero comenzaremos reestableciendo la perfusión con unas buenas dosis de sangre fresca de nuestra querida comunidad —le comentó mientras las conectaba en cascada y ajustaba la bomba que regularía su flujo—. Desde ya que lo ideal hubiese sido utilizar la que tú mismo has donado, pero sabrás que no era una opción muy viable en nuestro escenario. Por lo tanto, recibirás una tajada de mi colección privada —le explicó. Tras revisar los valores de la máquina con meticulosidad y abrir el desagüe de la mesa de disección, le conectó un catéter en la arteria aorta y otro en la vena femoral. El primero era para el ingreso de la sangre y el segundo para el drenado del fluido conservante. A continuación, colocó el tubo del succionador quirúrgico dentro de la cavidad torácica del residente para extraer los resabios de la solución fría que quedaría allí estancada. —Para desconectarte del ECMO y reestablecer tu sistema circulatorio y respiratorio, voy a tener que sedarte. Es más fácil para tu organismo volver a valerse de sí mismo cuando no está la consciencia estorbando durante el proceso… —Hizo una pausa y lo miró a los ojos— ¿A quién quiero engañar? Me incomoda que me estés observando desde tan corta distancia —finalizó y le inyectó una dosis de anestésico en el catéter del cuello.

Después de que su paciente perdiera el conocimiento, encendió la bomba reguladora de flujo y cogió el extremo del succionador para operarlo de manera manual. Cuando no hubo más líquido conservante que extraer, lo suturó desde el estómago hasta la base del esternón y lo cubrió con un manto térmico para elevar la temperatura corporal. Ahora, con el tórax únicamente expuesto, la escena no difería de la de una operación a corazón abierto convencional. Acercó su camilla de instrumental e insumos y procedió a practicarle una intubación endotraqueal a través de la boca. Conectó la sonda a un equipo de ventilación mecánica, lo programó para favorecer una respiración controlada por volumen y lo encendió. Mientras los pulmones volvían a expandirse y contraerse con las primeras ráfagas de oxígeno, cogió un desfibrilador y colocó sus paletas sobre el corazón inerte de su paciente. Le propinó una descarga ligera y enseguida volvió a latir. Se lo quedó observando durante unos segundos, hipnotizado. Aquel episodio siempre le recordaba a la clásica escena de la película Frankenstein cuando el monstruo cobraba vida y el excéntrico doctor lo celebraba al grito de «¡It’s alive!²». Miró el reloj decorativo de estilo de oficina de Wall Street que colgaba estratégicamente en una de las paredes y decidió acelerar el trámite. Pasaban diez minutos de la media noche y el cansancio lo estaba comenzando a acechar. Retiró el separador Finocchieto que mantenía distanciadas las costillas y practicó el cierre esternal con los tradicionales hilos de acero inoxidable. No era su método de preferencia, pero en su quirófano clandestino no contaba con la misma cantidad de recursos que en el hospital, donde utilizaban técnicas más modernas para dicho procedimiento. Tras asegurarse de que la solución conservante había sido expulsada (la sangre fluía pura de la vena femoral), apagó la bomba de flujo y le desconectó los catéteres del sistema de purga. Le suturó el último tramo del torso que faltaba y le colocó una faja alrededor del pecho para mantener firme la cavidad torácica. Acto seguido, le acomodó un soporte en la nuca y amarró los brazos del residente de Emergentología a la altura de los deltoides con dos correas que colgaban sobre una polea del techo del recinto. Presionó un botón en la consola electrónica de la mesa de disección, y la parte superior del cuerpo del joven residente comenzó a elevarse con parsimonia. Al llegar a unos ochenta grados de inclinación, detuvo el mecanismo y se ubicó detrás de su paciente para acceder con comodidad a la espalda. Ahora, era el turno de revertir la tetraplejía que le había inducido para sustituir la anestesia general. Se colocó las gafas con lupa quirúrgicas, le sacó las grapas temporarias del sector donde había hecho la incisión y expuso las vértebras cervicales con la ayuda de un retractor de autorretención. Se volteó hacia la camilla de instrumentos, cogió una jeringa que había preparado de antemano y le inyectó con la meticulosidad de un relojero suizo el antígeno de la droga paralizante en el nervio cervical afectado. Tras retirar con extrema delicadeza la aguja, le extrajo el retractor, le suturó la incisión y lo volvió a recostar.

El último paso era desconectarlo de Thomas Scheffer. Se acercó hasta la zona de interés, soltó con meticulosidad las cánulas que lo unían al exenfermero y restituyó el flujo sanguíneo de la cabeza a su modo original. Le suturó la pequeña incisión del cuello y procedió a conectarle todos los sensores de monitoreo de signos vitales que tenía por duplicado en su unidad de cuidados intensivos casera. Le colocó una sonda urinaria y agradeció internamente no tener que realizarle una ileostomía ³. Los intestinos ya habían sido purgados para el procedimiento. Por último, le conectó el suero intravenoso y le agregó una importante dosis de morfina para apaciguarle el inevitable dolor de todas las intervenciones a las que había sido sometido. Volvió a mirar el reloj de la pared. Las agujas marcaban casi la una de la mañana. Satisfecho, recogió todo el instrumental utilizado, lo lavó y lo colocó en la autoclave para su esterilización.

—Harold… despierta… —Le instó el patólogo tras administrarle una dosis de Flumazenil para contrarrestar los sedativos. Al cabo de unos segundos, el joven abrió lentamente los ojos—. Estás intubado, así que no intentes hablar, por favor —le explicó—. Voy a tocarte diversas partes del cuerpo para ver si has recuperado la sensibilidad. Parpadea rápido dos veces si comprendes lo que digo.

Harold acató la orden y siguió las instrucciones.

—¿Sientes esto? —Le pellizcó la mano derecha e hizo una pausa— ¿Y esto? —Hizo lo mismo con la izquierda—. Bien, ahora dime qué tal esto. —Le apretó los dedos del pie derecho y observó su rostro—. Y, por último, esto. —Repitió la acción en la otra extremidad y lo volvió a mirar.

El joven había parpadeado dos veces en todas las ocasiones.

—Excelente. Ahora apagaré el ventilador mecánico y veremos si puedes respirar por tu cuenta. ¿Estás listo? —preguntó por pura formalidad, ya que no le podía importar menos si no lo estaba—. Dada tu condición física, sabrás que esto debería ser un paseo por el parque para ti. La extubación la haré luego de confirmar tu estabilidad —agregó, le desconectó la sonda y apagó el aparato.

El joven comenzó a temblar y las pulsaciones se elevaron.

—Tranquilo, muchacho. Concéntrate. Cierra los ojos y piensa que estás en una de esas clases de Yoga que de seguro disfrutas en tu tiempo libre —se mofó, haciendo alusión a sus gustos por las costumbres hindúes.

De repente, el tórax de Harold se infló con exageración y, al cabo de unos segundos, se volvió a retraer. La escena se repitió unas veces más hasta que la respiración voluntaria del residente se estabilizó.

—Muy bien —le comentó su interlocutor, mientras intercalaba impasible la mirada con el monitor de los signos vitales—. Para simplificarnos la vida a ambos —prosiguió—, te voy a volver a sedar y nos volveremos a ver cuando regrese del trabajo mañana por la tarde. Perdón, hoy por la tarde para ser exactos —se corrigió al percatarse de que ya era lunes.

Harold esbozó lo que se asemejaba a una sonrisa y parpadeó dos veces para dar por entendido el mensaje.

Unos minutos más tarde, después de dormirlo y practicarle la extubación, Nicholas se retiró por fin a su dormitorio a descansar.

CAPÍTULO II

Ni bien puso un pie fuera del ascensor en el vestíbulo de su planta, Angélica identificó de inmediato las hipnotizantes notas musicales que se oían en la lejanía. Provenían de la inconfundible flauta traversa de su hijo. Simón había llegado antes que ella y se había refugiado en su querido instrumento para distraer sus pensamientos de los dramáticos sucesos que había vivido en tan solo tres días. La psiquiatra ingresó con sigilo al apartamento, apoyó su bolso en uno de los sillones de la sala de estar y se asomó tímidamente desde la puerta de la habitación de su hijo para no interrumpirlo. Simón la observó por el rabillo del ojo y detuvo la práctica de Siringe, de Claude Debussy.

—Oh, disculpa, Simoncito. No quise interrumpirte —le dijo afligida su madre mientras se acomodaba en la cama del niño.

—Descuida, mamá. Estaba haciendo tiempo nada más —le contestó con la voz cansada y se sentó a su lado. Ya se había duchado y puesto su pijama. Tras un corto suspiro, se recostó suavemente sobre el regazo de su madre.

Angélica le acarició los cabellos y agregó: —Me imagino que estarás agotado, ¿verdad? Cuántas cosas han pasado en tan poco tiempo…

—Demasiadas —concordó el niño, a la vez que se quitaba las gafas para estar más cómodo.

—Sabes, estamos muy cerca de atrapar al maldito que mató a Clarita. Ya lo tenemos identificado y solo es cuestión de tiempo que lo capturen. —Simón giró la cabeza y apoyó ahora la nuca sobre los muslos de su madre para mirarla a la cara. —¿En serio, mamá? —preguntó sorprendido.

—Así es, hijo. Es un médico joven que trabaja en el hospital y parece estar obsesionado con el doctor Goering —le explicó sin dejar de acariciarle el cabello.

—Oh… qué locura —musitó el niño.

—Sí, un verdadero lunático, Simoncito. Hacer semejantes vilezas solo para conseguir empleo con el patólogo.

—¡¿Por eso asesinó a Clarita?! —exclamó indignado Simón.

—Es muy extraño, ¿no? —Bajó la vista para mirar a su hijo a los ojos—. Cuando lo capturen lo entrevistaré para analizar si padece algún tipo de psicopatía. Bueno, siempre y cuando no lo maten o se suicide durante el arresto —le aclaró.

—Creo que preferiría que se muriese —sentenció el niño, mirando ahora fijo el techo de la habitación con el ceño fruncido.

—Entiendo tu rabia, hijo, pero el estudio de la mente de gente como esta sirve también para prevenir delitos en el futuro… —Hizo una pausa—… Hey, hablando del doctor Goering… ¿Cómo fue que terminasteis en su residencia? —preguntó cuando la curiosidad no le daba más tregua.

—Fui a pasear con Katja a la zona de los bosques de Regenwald y, ya que estábamos cerca, nos pareció una buena oportunidad pasar por su casa para hacerle unas preguntas. Yo sobre Clarita y Katja sobre su padre. Parece que el doctor Goering le hizo la autopsia cuando murió —le confió sin dar más detalles sobre el tema.

—Me sorprende sobremanera que os haya atendido.

—Bueno… No fue fácil… —admitió Simón—. Katja puede ser muy persuasiva —añadió.

—Mira tú… Me está cayendo cada vez mejor tu nueva amiguita. ¿Y me puedes contar qué tal la experiencia dentro de la vivienda? ¿Qué has visto?, ¿de qué hablasteis? —inquirió, cada vez más intrigada.

Simón desvió la vista del techo y la miró ahora a los ojos, pensativo. A su parecer, el peculiar interés de su madre por el doctor Goering incrementaba cada vez más la posibilidad de que este fuera su padre.

—Es una casa como cualquier otra. Al menos lo que llegamos a ver nosotros, que fue la cocina y la sala de estar —mintió para cumplir con su palabra de no revelar detalles que pudieran perjudicar la seguridad del patólogo.

—¿Y puedo preguntarte de qué charlasteis?

—El asunto de Katja es algo muy personal de ella, no puedo contártelo.

—Está bien, hijo. Lo comprendo. Me enorgullece que seas respetuoso y leal a tu amiguita. De todas maneras, me interesaba saber más de lo que tú hablaste.

—Quería saber qué iba a pasar con Clarita… si la iban a enterrar o incinerar, y dónde la iban a depositar —le volvió a mentir.

—No la pueden incinerar, ya que, al haber sido asesinada, existe la posibilidad de que su cuerpo sea exhumado para someterlo a exámenes adicionales.

—Sí, es lo que me dijo el doctor Goering también. —Simón se alivió de que su madre se le adelantara, ya que no había pensado en una respuesta del patólogo a su pregunta ficticia.

—Y recuerda que también dijo que nos iba a avisar cuando organizara su funeral.

—Cierto —concordó, soltó un suspiro corto y se acomodó en posición fetal sobre el regazo de Angélica mirando ahora en dirección hacia su atril.

—¿Tienes hambre, Simoncito? ¿Quieres que te prepare algo sencillo? —preguntó con dulzura sin dejar de acariciarle el cabello. El niño se volteó rápido hacia ella.

—¿Salchichas con puré de patatas? —inquirió con una sonrisa compradora.

Angélica no pudo evitar reírse.

—Perfecto, salchichas con puré será. ¿El instantáneo está bien? Estoy un poco cansada como para lavar y pelar patatas.

—Por supuesto, mamá. Me gusta igual —le aclaró y se reincorporó a su lado.

—Hey, el mío casero debería ser más sabroso —le reprochó y le dio un empujoncito cariñoso. Simón se rio con picardía.

Angélica se puso de pie y enfiló hacia la puerta. Pero, antes de llegar al umbral, el niño acotó: —Mamá, me gustaría intentar localizar a mi padre.

La psiquiatra se detuvo en seco y abrió los ojos como platos. El hecho de darle la espalda a su hijo la había salvado de que este viera su expresión de sorpresa. —Por supuesto, hijo. Sabes que siempre prometí ayudarte el día que decidieras hacerlo —le contestó con rapidez tras girarse y mirarlo a los ojos—. Lo hablamos durante la cena, ¿quieres?

Quince minutos después, ambos se habían ubicado en el desayunador de la cocina con sus respectivas porciones de salchichas y puré. Simón se había acaparado los frascos de cátsup, mostaza y salsa barbacoa, ya que le fascinaba intercalar los bocados con cada uno de los condimentos. Angélica, por su lado, se había preparado para ella sola una ración de chucrut, receta que le había pasado su madre hacía varios años como parte de una costumbre generacional de la familia Grunnewald.

—Alguien parece que estaba con hambre —le comentó con sorna la psiquiatra al ver como su hijo devoraba con rapidez su ración.

—Fue un paseo muy largo —se excusó con la boca llena.

—Ni que lo digas… Fuisteis hasta Regenwald ida y vuelta, Simoncito.

El niño asintió y engulló otro bocado de puré y salchicha.

—¿Y no os ofreció nada de beber o comer el doctor Goering? —preguntó para dilatar la charla que había quedado pendiente.

—Sí, nos dijo que nos sirviéramos lo que quisiéramos. Y así fue. Comimos fruta y chocolate.

—Ah, mira qué atento el apático doctor, después de todo. —Se sorprendió gratamente—. ¿Quieres un poco más de alguna de las dos cosas? —le preguntó a continuación al ver que ya le faltaba poco para dejar limpio el plato.

—No, gracias, mamá. Lo compensaré con el postre. —El niño se puso de pie, acomodó sus trastos sucios en el lavavajillas, se sirvió un pudín de chocolate del refrigerador y se volvió a sentar al lado de su madre—. Por favor, cómete rápido ese chucrut horrible, así no se me mezcla su olor con el de mi preciado postrecito —le reprochó con ternura.

Angélica se rio. —Si te oyese tu abuela te mata, Simoncito. Es su receta más estimada —le contestó y se llevó a la boca lo poco que le quedaba, para consentirlo—. Tú te lo pierdes —se mofó.

El que se rio ahora fue Simón.

—Bueno, hijo… Creo que es hora de hablar de «el elefante en la habitación», ¿no?

El niño la miró extrañado con la cuchara en la boca.

—Es una expresión muy conocida que se utiliza para encarar un tema, generalmente embarazoso o controversial, del que nadie se anima a hablar porque suele afectar a uno de los participantes de la tertulia —le explicó.

—Oh… Sí, creo haberlo leído o escuchado en algún lado —le contestó Simón, próximo a hacerse con otra cucharada de su pudin favorito.

—Antes me gustaría preguntarte por qué te ha surgido la necesidad de encontrar a tu padre en un momento tan delicado —le planteó Angélica.

—Justamente por eso. La muerte de Clarita me abrió los ojos a lo vulnerables que somos todos. —Apoyó la cuchara en el pote y la miró a los ojos —. Si algo te llegara a suceder, no me gustaría quedarme solo como ella…

Su madre apoyó los cubiertos en el plato y extendió la mano derecha hacia él para acariciarle el rostro. —Entiendo, hijo. Es muy normal pensar en algo así cuando nos toca una situación similar tan de cerca. Quédate tranquilo, ¿sí? Si algo llegara a sucederme, tienes a tu abuela —le guiñó el ojo.

Simón suspiró con un sutil dejo de resignación.

—He de admitir que la abuela no tiene mucha paciencia con los críos, pero tú eres casi un adulto en un envase pequeño.

Simón sonrió y agregó: —¡Me va a obligar a comer su chucrut apestoso, mamá!

Angélica se rio, le sacudió el cabello juguetonamente y volvió a coger los cubiertos para terminar los últimos bocados.

—Hablando en serio, mamá. —El niño tomó la palabra de nuevo—. Me gustaría que me cuentes sobre mi padre.

—La verdad es que no hay mucho para contar, hijo —le confesó con un dejo de pesadumbre.

—No importa, lo que sea me sirve —enfatizó, escarbó lo último que quedaba de pudín en el fondo del pote y se lo engulló con rapidez—. ¡Listo el postrecito! Soy todo oídos ahora. —Se cruzó de brazos y la miró fijo a través de las gafas con los ojos exageradamente grandes por el aumento de los lentes.

—No es algo que me enorgullezca, para serte sincera —Angélica bajó la mirada y caviló. Simón le tomó la mano con sus pequeñas manecitas para reconfortarla y, tras unos segundos, por fin se animó a continuar. —Cuando egresé de la universidad, que, por aquel entonces, rondaría los veintisiete años, fui con todos los compañeros de clase a una fiesta de fraternidad para celebrar nuestros logros…

—Oh… no sé si quiero escuchar los detalles… —la interrumpió Simón, temeroso.

—Despreocúpate, hijito, no es nada malo —le aclaró rápidamente—. Como te imaginarás —prosiguió—, había mucho alcohol y cometí el error de no medirme. En pocas palabras, bebí un poquitito más de la cuenta y me terminé acostando con un compañero que estaba en un estado peor que el mío —le confesó sin tapujos.

—Oh… pensaba que había sido algo más escabroso —acotó Simón y suspiró aliviado.

—Me imagino. La mayoría de las historias de las fiestas de universidad suelen ser más aberrantes, pero por fortuna este no fue el caso. Fue meramente un acto de irresponsabilidad mía y de mi compañero —le explicó—. Pero que ha terminado siendo lo mejor que me ha pasado en la vida —le aclaró de inmediato y le sonrió con ternura.

—Sabes, mamá… —Simón vaciló unos instantes—… Me sorprende que hayas decidido tenerme y no… —No se animó a decir la palabra.

—Puedo tener muchos defectos, hijo, pero si hay algo que me enorgullece es que siempre me hice cargo de mis responsabilidades y de mis actos —sentenció con seriedad—. Y lo mismo espero de ti.

El niño asintió y preguntó: —Imagino que tu compañero no pensó lo mismo, ¿no?

—En efecto. Se acababa de graduar y solo quería focalizarse en su carrera. Me intentó convencer de que hiciera lo mismo, pero no di el brazo a torcer. Le comuniqué mi decisión y que él era libre de hacer lo que quisiera si ese era su deseo.

—¿Y nunca intentó contactarte para ver como estabas o como estaba su hijo? —inquirió sorprendido e indignado a la vez.

Angélica negó con la cabeza. —Su nombre es Robert Siegel y lo único que sé es que después de graduarse se mudó a la ciudad de Stralsund. Yo le aclaré que siempre tendría las puertas abiertas si quisiese contactar contigo. Pero, como verás, han pasado casi once años y…

—Entiendo —la interrumpió Simón—. Pero, bueno, es un buen dato para comenzar, aunque sea.

—Sí. Me gustaría echarte una mano, pero tengo un montón de trabajo pendiente de la investigación. Cuando me desocupe, prometo ayudarte —le aseguró.

—Gracias, mamá. —El niño se puso de pie y la abrazó—. ¿No te enojas si me retiro a mi dormitorio? —le preguntó después de separarse.

—Claro que no. Adelante, ve.

Pero antes de que Simón llegara al umbral de la cocina, su madre preguntó: —Hey, ¿vas a ir mañana a la escuela? Con todo lo que ha sucedido quizás prefieras quedarte aquí —le ofreció—. Lo mismo con el conservatorio —añadió.

—Gracias por el ofrecimiento, pero prefiero mantener la cabeza ocupada —le dijo y volvió a retomar su andar cansado con el pijama estampado de pentagramas y notas musicales que le había regalado su abuela para su último cumpleaños.

CAPÍTULO III

Cuando Marcia Brunner llegó a su apartamento el domingo por la noche, Caleb jugaba concentrado al Super Mario Bros en la sala de estar mientras que su hermana practicaba con su chelo a unos pocos metros, abstraída de la realidad. Al escuchar el estruendo de la puerta al cerrarse (hecho adrede para anunciarse), el niño tiró el control de la consola de juegos a un lado y corrió a abrazar a su madre. Katja, por el contrario, apenas levantó la vista para confirmar su presencia y continuó tocando. Tras unos segundos de un abrazo no correspondido, Caleb volvió rápido como un rayo a su rincón para retomar la partida de su fontanero favorito. Lo había situado estratégicamente sobre unos ladrillos donde ni los hongos mutantes ni las tortugas podían alcanzarlo.

Marcia Brunner tenía cuarenta y un años, pero parecía mucho mayor. El trágico episodio de su marido la había avejentado de manera prematura. Recién al año del incidente había vuelto a teñirse las canas y a usar maquillaje. No para buscar un reemplazante de su difunto esposo, sino simplemente para sentirse mejor consigo misma. Había perdido toda la confianza en los hombres y solo quería concentrarse en sus hijos y su profesión. Nefróloga pediátrica desde hacía dieciocho años, era muy respetada

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