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PSIQUE - LA SOMBRA DEL ESPÍRITU
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Libro electrónico211 páginas3 horas

PSIQUE - LA SOMBRA DEL ESPÍRITU

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Información de este libro electrónico

A Grace le han dicho toda su vida qué hacer. Su madre la traído de un lado a otro por la vida sin ninguna consideración sobre ella. Nadie la entiende, y vive constantemente aburrida. Hasta que, en un giro del destino, llega a una gran ciudad. Allí descubre la amistad, el amor, pero también quién es. Su padre, desaparecido desde que era muy niña, le
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 may 2020
ISBN9789585481701
PSIQUE - LA SOMBRA DEL ESPÍRITU
Autor

Iván R. Sánchez

Iván R. Sánchez es un escritor ‘discrepante’. Abogado, con varios estudios y una larga carrera en esta profesión. Un apasionado de la investigación que siempre ha escrito tanto ensayos y artículos sobre derecho, filosofía y estudios culturales, como literatura. Le gusta llevar la contraria y sus ocupaciones e intereses incluyen el arte y la música. Le encanta la ciencia ficción, la fantasía y el terror, pero lee de todo. También es cinéfilo, va a cine y ve series. Como escritor, tiene cuentos y varias novelas publicadas en un universo llamado «PSIQUE», así como una serie de aventuras para todas las edades: «La Biblioteca de artilugios». En la actualidad trabaja en varias obras de distintos géneros sobre monstruos, mundos fantásticos y aventuras espaciales.

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    PSIQUE - LA SOMBRA DEL ESPÍRITU - Iván R. Sánchez

    Matrix.

    1. Vestigios

    "Es increíble que los ángeles que cayeron del cielo obedezcan a

    ninguna cosa material, pues solo obedecen a Dios. Y mucho menos puede un

    hombre, con sus poderes naturales, provocar efectos extraordinarios y malignos".

    Malleus maleficarum.

    Ciudad de B., 2018.

    Nunca imaginó un olor tan nauseabundo como ese. Ni tampoco que ahora ya no le asqueara, que fuera algo cotidiano, que se hubiera acostumbrado. Pero su mismo padre le había enseñado, en más de una ocasión, que la vida es una sucesión de hábitos y que cuando se acostumbrara a la vida quizá era hora de morir.

    Sí, al final todos vamos a morir.

    Era difícil de notar. En el aire flotaban partículas de polvo grisáceas y blancas. Nieve, una escena invernal, algo que podía llegar a ser común en donde se había criado.

    Las imágenes no tardaron en invadir su memoria: la pradera verde que eventualmente se salpicaba con flores, su perro peludo con problemas de orientación y su padre. Siempre que lo recordaba, una sonrisa se abría paso desde su rostro sin importar la situación, luego venía un estremecimiento, bienestar y una sensación vibrante que le daba fuerza para cada momento. Sin embargo, su padre ya no estaba, era una ilusión, un producto de su ansiedad y de su incapacidad para enfrentar el mundo, derivada, se le antojaba, de los cuidados sobreprotectores de su madre. No, no era cierto, era todo eso y más. Pero él fue una quimera recurrente que la acompañó desde que tenía memoria. Ese hombre, desaparecido en extrañas circunstancias mientras ella aún era muy pequeña.

    Ni siquiera tenía claro cómo era que lo recordaba a la perfección, cómo lo conjuró en tantas situaciones complicadas durante su infancia y adolescencia. Era difícil. Ella poseía esa extraña mirada de dos colores a la que el médico había llamado heterocromía, pero que para ella era tanto como ser un fenómeno. También estaban los problemas con su ojo izquierdo, el azul del mismo tono que los de su padre, que parecía resistirse a quedarse en un solo lugar y que requirió parches que entorpecían su caminar y que eran la razón por la que, desde muy niña, se acostumbró a tropezar con cuanta cosa estuviera a su alcance.

    Luego vinieron los lentes redondos que le causaban problemas en la nariz y que estorbaban su ojo bueno, el derecho, el cual tenía un hermoso color miel, más cercano al color de los de su madre. Sus ojos también eran hermosos y siempre halló en ellos ese mundo completo y perfecto que se quedaba corto cuando recordaba las ausencias. Pero esos ojos, los de esa mujer de gestos compasivos, no eran como ese fanal rojizo y amarillo que le daba un cierto aire felino. Además, estaba el hecho de que, en más de una oportunidad, se pusiera en el lugar de estos animales e imaginara que estos también se destacaban con la oscuridad.

    En su niñez creyó poder ver bajo la luna, orientarse con el más mínimo destello de luz; pero su ilusión era rota en el mismo momento en que tropezaba con algo y sumaba su raspón número mil a la colección de morados, magulladuras y cicatrices por cuenta de las innumerables caídas.

    Su madre se había encargado de someterla a análisis varias veces cuando era muy joven, en búsqueda de alguna explicación a sus constantes dolores de cabeza y para descartar que la condición de sus ojos chuecos y de dos colores no estuviera atada a alguna lesión en su cerebro o en los mismos ojos. O que se tratara de algo grave como un glaucoma.

    Pero no, los exámenes que le habían practicado mostraban normalidad, salvo por algunas manchas o puntos de contraste que siempre salían cuando le hacían uno de esos análisis con las maquinas grandes y ruidosas en las que se sentía abandonada y desprotegida. Los médicos atribuían estas circunstancias a fallas normales de los equipos.

    Aunque era claro que había algo malo con su cabeza.

    Cuando por fin logró estabilizar su penosa visión, sobre los diez años, empezó a verlo: su padre. Fueron días maravillosos y los años posteriores le mostrarían la importancia de tener a alguien en quien refugiarse, aunque solo estuviera allí por cuenta de su mente retorcida.

    ***

    El suelo a su alrededor se hallaba chamuscado y retorcido, salvo por una reducida área, tan grande como la circunferencia de lo que ocuparía su cuerpo. Este espacio, contrario a todo lo demás, se encontraba prístino. El área restante parecía congelada en el tiempo, en un extraño contraste de grises con figuras de pesadilla y gritos que fueron silenciados en un instante.

    Sabía a la perfección lo que había pasado.

    Estaba sola. Rodeada de inmundas estatuas que le recordaban lo frágil que era la vida, que la devolvían sin ningún reparo a aquel rincón de su mente en el que la oscuridad amenazaba con tragársela y no escupirla nunca más. Aunque esta vez no, no para ella.

    Las efigies poblaban toda la estancia. Cada una detenida en un gesto macabro que daba a la escena una atmósfera de pesadilla. Lo que sucedió solo les dio tiempo para intentar cubrir sus ojos y, a algunos de los más alejados del epicentro de aquella maldad, para contar con un momento en el cual pretendieron darse la vuelta para huir. Pero también fueron alcanzados por la muerte, todos los que allí estaban. Le dolía la cabeza de pensar en el número.

    Dio un paso y con ello alteró lo que sea que mantenía la inusitada calma sobre el lugar. El mundo siguió su curso y tres de las figuras que la rodeaban colapsaron sobre sí mismas para convertirse en masas polvorientas que elevaron partículas en el aire.

    Como pudo se tapó el rostro, aunque eso no evitó que se cubriera casi por completo de aquel polvo. La nube gris ahora daba a la estancia una apariencia aún más tétrica. Aquel era un círculo infernal y la muerte iba y venía a través de aquel pasmado horizonte nauseabundo.

    Por donde caminaba caían, una a una. Por un momento temió que alguna de las estatuas se derrumbara sobre ella y terminara sepultada entre esa materia gris.

    Sabía lo que era y cuando se le pegó en la piel se convirtió en un hollín seboso con un pequeño vestigio del olor nauseabundo al que, por fortuna, se había acostumbrado.

    Eso o la ventilación repentina del último piso del edificio que, luego de que una buena porción del techo desapareciera, podía haber hecho que el olor y gran parte del polvo se hubieran disipado.

    Observó la luna por un instante, con desconfianza, le parecía que esta la observaba. Reflexionó también sobre las consecuencias de lo ocurrido.

    Se sorprendió ya afuera del edificio, sin reparar en los pasos que había dado hasta encontrarse allí.

    Su cuerpo, aún polvoriento, y sus huellas de ceniza sobre el pavimento no la dejarían olvidar. Sus compañeros se le unieron, cada uno marcado por el enfrentamiento, muy a su manera. Todo ese caos, toda esa muerte que llegó instantáneamente continuaba acumulándose en algún sitio enterrado en su mente.

    2. Toda la gracia y la virtud

    Para los que han despertado hay un solo y mismo mundo, mientras que cada uno de los que aún duermen está vuelto hacia su propio mundo.

    Heráclito.

    Ciudad de G., 2016, 226 días antes de la celebración, lunes.

    Se había levantado con el pie izquierdo. Un día que comenzó horrible. ¿Por qué tenía que ser así? Una y otra vez ese pensamiento, en un sonsonete repetitivo que le producía dolor de cabeza. No quería pensarlo, pero tampoco podía dejar de culpar a su madre. Ella no la respetaba. No la tuvo en cuenta a la hora de hacerla dejar su ciudad natal. Eso había significado dejar a sus amigos de toda la vida. Y estaba Parker, que casi la invitó (en dos ocasiones) a que salieran. No era que le importara de a mucho, pero con él sí le daban ganas de… Pero no, su padre jamás aprobaría eso.

    —Mi padre jamás aprobaría esto —Se dijo a sí misma, engrosando la voz, mientras le hacía jarritas al espejo.

    Sonrió. Se sentía bella. Ya no necesitaba los lentes más que para proteger su ojo izquierdo, por el que a veces veía un poco. Su ceguera itinerante en estos días le parecía chistosa y desde luego aquel look hipster que traía desde su pueblo natal, aquí también sería un éxito. Tendría que conocer a alguien.

    Aunque estaba su mamá, a ella todo le parecía mal.

    Los últimos años habían sido duros para ella, pero era una sobreviviente. Había superado todo lo que estaba chueco con su vida, ya no era torpe (no mucho). Además, desde que le habían crecido los senos y se había estirado un poco, ya no tenía la apariencia enclenque de un espagueti mal cocido, no, era toda una mujer. Al parecer los chicos no podían dejar de estar al tanto de ella, una vez que la vieron como mujer y no como aquella niña torpe de overol y camisas que vivía en el suelo. Pero para la señora Roxanne ella siempre sería una niña. Contaba los días para cumplir dieciséis aun cuando entendía que todavía tendría varios años de yugo materno. Era el recuerdo de su padre, y de la carta que le había dado su madre cuando cumplió quince años, lo que le había hecho desarrollar una extraña fascinación por ese cumpleaños, pero faltaban todavía más de siete meses ‘para la celebración’. ¿A quién se le ocurría nacer el 21 de septiembre?

    Revisó su teléfono celular. Aquel aparato con el cual le habían compensado, de manera parcial eso sí, el daño por llevársela lejos de sus amigos. A propósito de sus amigos, estos ya le habían escrito varios mensajes. Los chistes, los memes y algunas otras imágenes, estaban a la orden del día. Pero ella había tomado su NicePhone para mirar la hora.

    ¡Mierda! Iba tarde, primer día de clases y ya recibiría una reprimenda. A destacar por todas las razones equivocadas. Vio venir el regaño de su padre, pero, para su fortuna, no pasó nada.

    En el autobús, que logró tomar de puro milagro, gracias a su capacidad para comer su desayuno, peinarse mientras subía las escaleras y aplicarse algo en la cara al tiempo que se cepillaba, dirigió sus pensamientos hacia su ciudad natal.

    La constante era que cada vez que su vida parecía mejorar, terminaba por mudarse. Su madre sentía su comodidad, olfateaba su felicidad y entonces era hora de cambiarse de nuevo de residencia. Estaba cansada de huir de todo cuanto sentía cercano.

    Por esa razón nunca le habló a su madre de lo que le sucedía con su padre.

    Su progenitora era especialmente buena para enterarse de las cosas. Con facilidad, se hacía amiga de las personas, era receptiva al extremo y si hubiera querido apoderarse del mundo, quizá lo habría logrado.

    En aquella otra ciudad tenía amigos y amigas, estaba en el tope de la cadena alimenticia. Prácticamente se podía pensar que era una de las más populares. Ya estaba cerca de su último año, estaba al tanto de los chicos darks a quienes acompañaba en ocasiones. Le gustaban los coros y también se la llevaba bien con los atletas. Pero su grupo favorito era el de ciencias. Participó en varias ferias y, aunque estaba en el equipo de olimpiadas de conocimientos, su madre a última hora no la autorizó para ir a la gran ciudad de B., en donde se llevó a cabo la competencia.

    Su madre era su principal piedra en el zapato.

    Pero no era que se llevaran mal, no, adoraba a su madre, ¡pero a veces lo hacía todo tan difícil!

    Ella, que había logrado sobresalir a pesar de los lentes, del ojo bizco, de su espalda encorvada y de los frenillos; jamás pudo con su madre, quien siempre fue implacable. Ah sí, los ojos, cuando empezó a llevar su cabello castaño largo y cambió las monturas de sus lentes, todo comenzó a ir diferente.

    Esa era una edad complicada. Era lo suficientemente joven como para ser considerada una niña, pero por otra parte tenía una creciente gama de responsabilidades y aspectos que le hacían pensar en lo compleja que sería su vida adulta. Tenía que enfrentarse a la falta de atención por parte de los adultos y también al constante acecho de un mundo que parecía no tenerle en cuenta más que para cosas malas. Aunque eso, en la pequeña ciudad de P., no fue una constante. Todos se conocían.

    Había llegado allí con algo más de cuatro años, justo después de perder a su padre. Ese episodio estuvo empañado siempre en sus recuerdos y, aunque el tema de su padre nunca fue vetado, era extraño que en su casa no existiera una sola imagen de ese hombre. Los álbumes de fotos solo tenían imágenes de ellas dos, incluso desde antes de la fecha en que supuestamente había desaparecido él, en una expedición al monte K. Al parecer su padre había sido todo un aventurero, lo cual contrastaba con la imagen del hombre que hablaba con ella en nombre de este,

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