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El triángulo del silencio
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El triángulo del silencio
Libro electrónico146 páginas21 horas

El triángulo del silencio

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Una joven artista con una infancia repleta de misterios busca sus orígenes. Algo abominable que se esconde bajo las apacibles aguas de una isla del mediterráneo, posee las respuestas a sus preguntas.
Una novela que nos acerca a los misterios todavía sin resolver de la ufología y las sectas cósmicas en un escenario aparentemente idílico.

IdiomaEspañol
EditorialDiego Ruiz
Fecha de lanzamiento1 ago 2012
ISBN9781476431024
El triángulo del silencio

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    me encanto muchas felicidades pro este éxito , saludos cordiales desde lima Perú

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El triángulo del silencio - Diego Ruiz

El triángulo del silencio

Diego Ruiz

© 2012, Diego Ruiz

Cercamon ediciones

A Claudia.

A Miryam.

A mis padres.

A mis hermanos.

Capítulo 0.

Anochece. El verano acaba y tormentas esporádicas comienzan a refrescar el ambiente. Desde mi ventana veo como las luces surgen en el cielo e iluminan las montañas de Tramuntana. Ahora es como si pudiera adelantarme a estos fenómenos: siento que la tormenta llega a la ciudad a la vez que lo sienten las aves; veo señales y vivo en un estado premonitorio constante. La vida se ha convertido en un lienzo lleno de símbolos cuya lectura es para mí natural. Esta hipersensibilidad a los elementos que me rodean, a los vaivenes meteorológicos, son una consecuencia directa de lo que llamo mi nuevo estado. Un estado de recepción absoluta, y que nada tiene que ver con la vida prosaica en la ciudad. La misma que atrofia nuestros sentidos y convierte los sinuosos caminos del pensamiento en cuadriculas de un urbanista para facilitar el tránsito.

Me lavo la cara en el baño y veo como mis ojos brillan con un fulgor asombroso. Con el paso de los días desde que comenzó la exposición, se han ido oscureciendo cada día más hasta llegar a un color negro y limpio, como dos obsidianas que reflejan como un espejo cualquier brillo que los ilumine. Me dan miedo, y a la vez siento que finalmente sigo mi destino, por nefasto que éste sea. Me siento como el mar al que temí toda mi vida hasta hoy. Poco a poco me diluyo en mí misma, en una individualidad inabarcable y colectiva.

Esta mañana he tirado dos cartas en el buzón. Una va dirigida a los miembros del Club, otra a la policía. Sin embargo, dudo que surja ningún efecto. Mientras deslizaba las misivas fue inevitable pensar en aquellos pobres desgraciados, así los llamó el Señor Eugeni Caus. Los mismos que antes de quitarse la vida escribieron Pertenecemos al infinito. Qué paradoja que finalmente esto sea así, y que de alguna forma ellos tuvieran razón, consciente o inconscientemente. Una parte de mí todavía espera que alguien de los cuerpos de seguridad investigue estos sucesos con seriedad y empeño. Que retomen con fuerza el expediente, dispuestos a analizar los sucesos desde una óptica más abierta. Mi propio escepticismo evitó que viera la amenaza que se cernía sobre mí hasta que ya fue demasiado tarde. Debí haber hecho caso a Kristina, aquella a quien juzgaba loca. Deben retomar la investigación; al fin y al cabo ya hay fallecidos de por medio. Sin embargo, lo que hay en juego va más allá de una simple investigación policial.

Ha sido un día extraño. Lo he dedicado a despedirme de mí misma. Mañana dejaré de ser yo, o como prefiero decir, seré yo al fin. Por ello, antes de que eso ocurra quiero recordarme como mi abuelo ya hizo con su álbum de fotos. Esta noche, me dispongo a escribir mi historia.

Capítulo 1 . Andreu

El celador salió de la habitación con el mismo sigilo con el que había entrado. El chasquido de la puerta me despertó, la pesadilla se repetía de nuevo. Yo era sólo una niña, un hombre alto se dirigía hacia mí en el parque mientras jugaba en los columpios, me cogía de la mano y me llevaba con él. Intentaba pedir ayuda pero no podía gritar. Gesticulaba pero nadie veía mis gestos. Alrededor todo era oscuridad, humedad y olor a salitre. Me pareció tan real, que desperté agitando las manos en el aire. Intenté de nuevo discernir en mis recuerdos si eso ocurrió realmente o no. Me llevé la mano a la nuca, y me retiré el pelo. Mientras lo hacía, mis dedos rozaron la pequeña cicatriz que albergaba mi cuero cabelludo, unos cinco centímetros por encima de la nuca. Tenía una forma extraña, una forma que sabía de memoria a fuerza de palparla. Algo parecido al número ocho colocado de forma horizontal, como el símbolo de infinito. Mis dedos se distrajeron unos segundos en la protuberancia, recorriéndola inconscientemente como si comprobaran que seguía allí y que su forma no había variado.

Estaba sentada junto a la cama de mi abuelo en el hospital, su respiración era lenta y ruidosa. Al dormir, el rostro de mi abuelo era cualquier cosa menos plácido. Era como si estuviera viviendo otra vida a través de los sueños. Sus expresiones y las arrugas que se le marcaban no parecían suyas, parecía otra persona.

Miré un rato su rostro. Comenzó a murmurar de nuevo e intenté entender lo que decía pero resultó imposible. Al principió lo atribuí a lo complicado que resulta entender las palabras que se dicen en sueño. Más tarde, cuando me familiaricé con el tono con el que pronunciaba las palabras, me di cuenta con extrañeza, que las palabras que decía, no tenían ningún significado, como si fueran inventadas. De pronto, me sobresalté al escuchar una palabra perfectamente vocalizada: Antanamani, dijo con claridad.

Le cogí de la mano, estaba caliente, era suave y arrugada como el pellejo de un cachorro. Su cabello blanco recién peinado descansaba sobre la almohada, confiriéndole un halo de santidad. Respiraba tranquilamente. Las fosas nasales se abrían y cerraban acompasadas a su respiración, agitando imperceptiblemente los pelos de su pequeño bigote cano.

Él, siempre fue un hombre peculiar. Activo luchador antifranquista, descubrió en las letras su pasión y fuente de inspiración para la vida. Comenzó trabajando, no sin ciertas dificultades en un instituto de la ciudad, enseñando lengua española. Más adelante con la democracia se convirtió en uno de los primeros profesores de lengua catalana, tras lo cual pasó a dar clases en la universidad. Con una vida llena de reconocimientos académicos, hubo otra inquietud que marcó su vida. Una inquietud que llevaba con mucha discreción y recato. Los estudios ufológicos ocupaban buena parte de las estanterías de su despacho. Esta pasión era vista con mucha desconfianza por parte de mi abuela. Pero lo más grave venía cuando tenía que asistir a algún congreso de ufología a cuya cita asistía puntualmente. Siempre se realizaban fuera de Mallorca, y recuerdo que cada vez que se disponía a asistir a alguno de ellos, en casa se montaba un gran revuelo. La abuela dejaba de dirigirle la palabra y el ambiente se cargaba de tensión contenida. Estaba claro que yo en ese entonces ignoraba muchas cosas, y sólo ahora me puedo explicar las expresiones serias de mi abuela, y sus cuchicheos al teléfono cada vez que se acercaba una de estas citas. Mi abuela era por lo general una mujer fría y callada. Sin embargo, cuando me quedaba sola con ella en casa, esa frialdad se prolongaba hacia la tristeza más profunda.

Posiblemente, fuera esta afición la que hacía que mi abuelo rehuyera de las fiestas y los banquetes a los que a menudo era invitado por personalidades académicas y políticas. La razón por la cual mis abuelos no solían tener muchas visitas ni vida social, salvo la de extraños e interesantes personajes que de vez en cuando se dejaban caer por casa. Podían llegar a pasar varios días como huéspedes, durante los cuales pasaban la mayor parte del tiempo encerrados en el despacho con mi abuelo, u observando las estrellas con telescopio y charlando en el jardín de casa.

Desde hacía unos años, Andreu padecía una extraña enfermedad que desconcertaba a los médicos que lo habían tratado. Debido a las repetidas pérdidas de memoria, en un principio creyeron que se trataba de Alzheimer. Sin embargo, se trataba de pérdidas de memoria demasiado fulminantes. Un día mi abuelo podía recordar perfectamente diferentes episodios de su infancia en el colegio. Como al siguiente haber eliminado toda la información. Eran pérdidas selectivas, que nunca volvían a recuperarse. El área del lenguaje en cambio estaba intacta. Acompañaban a estos síntomas, otros que extrañaban a los médicos que le trataban, y que hacían que su enfermedad fuera imposible de identificar. Cada vez con mayor frecuencia, entraba en unos comas desconcertantes en los que se introducía lentamente cuando anochecía y de los cuales despertaba de repente bien entrado el día siguiente; (en ocasiones hasta uno o dos días después). Se levantaba cansado y hambriento, pero con determinados periodos de su vida eliminados de su memoria. Al despertarse, una sustancia producida por su propio cuerpo, una especie de legaña le cubría los ojos. Y éstos parecían perder su brillo, entelándose como los de un pez en una pecera. Durante ese sueño, mi abuelo murmuraba silenciosamente palabras incomprensibles, agitaba su cabeza de un lado a otro y sus facciones se movían como si estuviera hablando con alguien en sus sueños. Cuando intentaba interrogarle sobre ellos, mi abuelo negaba con la cabeza dolorosamente; Prefiero no recordar, decía dando por finalizada la conversación. Su vista también se resentía. Tras cada uno de estos comas, su miopía se agravaba, el color de su iris se aclaraba, llegando a dejar de ver cualquier cosa que estuviera a escasos metros de distancia.

Era la mañana de un domingo. Había ruido de gente en el pasillo del hospital. Por la puerta entreabierta se introducía un aroma de rosas y jazmines, colonias de agua fresca y maquillaje de los visitantes. La calefacción del hospital estaba comenzando a resecar mi piel, escamando levemente mi ceja derecha. Me dirigí a encender el televisor. En la pantalla apagada se reflejó mi figura menuda y delgada, ligeramente deformada por la concavidad de la superficie. Dentro del hospital vestía ropas cómodas. Unos vaqueros azules y una blusa de puntillas algo escotada era mi vestimenta ese día. Me recogí el pelo hacia un lado y miré la parte de la melena que reposaba sobre mis hombros. La abundancia de canas en ese pelo antes moreno no dejaba de sorprenderme. Aunque no me disgustase, el hecho seguía siendo para mí un misterio. Estaba tranquila porque no se trataba de un efecto nervioso. El bronceado de mi piel subsanaba el efecto enfermizo que pudiera manifestar la blancura de mi cabello, que por otro lado crecía sano y fuerte.

La programación de la mañana del domingo me parecía curiosa, estaba empezando a apreciarla a base de estancias en el hospital, primero por mi abuela, después por mi abuelo.

Justo en ese instante, mi abuelo comenzó a murmurar de nuevo en sueños. Bajé el volumen del televisor para poder escuchar con atención, pero no hacía falta. No dejaba de repetir una vez tras otra la misma palabra. Alta y clara como una llamada.

—¡Antanamani! ¡Antanamani!... —repitió media docena de veces con un tono de voz que no se parecía en nada al suyo y con una claridad extraña para estar soñando.

Me incorporé del sillón en el momento en que entraba en la habitación el médico de mi abuelo. Jefe del departamento de neurología del hospital, el Doctor Gómez se volcó intensamente desde el principio. Según pude ver desde el momento en que ingresó, al Doctor y a mi abuelo les unía una vieja amistad. Cuando lo vi por primera vez me recordó a la infancia, como si lo hubiera conocido cuando era muy pequeña. Le pregunté por este hecho, pero el doctor respondió con una sonrisa a la vez que por su nariz expiraba un ligero bufido de reconocimiento.

—Tal vez pequeña. Posiblemente algún día en casa de tus abuelos—se limitaba a responder mientras

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