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Bajo soles alienígenas
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Bajo soles alienígenas

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Tres momentos cruciales de nuestro posible futuro. Tres encrucijadas. Tres situaciones que pueden marcar para siempre el destino de la humanidad. Tres magníficas novelas cortas de la mano de uno de los maestros indiscutibles de la ciencia ficción española.

"La piel del camaleón": El primer contacto con una especie alienígena. El momento en que descubrimos que no estamos solos en el universo. Si a menudo no somos capaces de comprendernos a nosotros mismos, ¿es posible comprender a otra especie, tan diferente a la nuestra que su percepción del universo es radicalmente distinta a la nuestra?

"La soledad de la máquina": El largo viaje a las estrellas. Una tripulación que duerme un sueño casi eterno en sus unidades de hibernación mientras el ordenador supervisa, casi como un dios, que todo esté en su sitio y no haya incidentes. Dueño y señor de cuanto contempla, pero también solo y aislado de todo. ¿Puede una máquina sentir la mordedura ardiente de la soledad? Y, de ser así, ¿cómo reacciona ante ella?

"El primer día de la eternidad": La llegada a un nuevo mundo. Tras setecientos años de viaje, la nave Diáspora 32 por fin encuentra un planeta habitable y se prepara para cumplir su propósito. Pero en esos setecientos años, a medida que una generación tras otra se iba sucediendo en la nave, muchas cambios han tenido lugar en la mente de la tripulación. Acostumbrados al útero artificial de la nave, ¿podrán los colonos vivir de nuevo en la superficie de un planeta?

IdiomaEspañol
EditorialSportula
Fecha de lanzamiento30 ene 2013
ISBN9788494086786
Bajo soles alienígenas
Autor

Domingo Santos

Si hay un nombre clave en la ciencia ficción española, sin duda es el de Domingo Santos. Su influencia ha sido notable no sólo como autor sino también como traductor, como director de diversas colecciones para varias editoriales y, finalmente, como director de Nueva dimensión, la revista que, entre 1968 y 1982, fue el punto de referencia principal para los aficionados españoles a la ciencia ficción. Novelas como *Gabriel* o colecciones de relatos como *Futuro imperfecto* dan fe de su buen hacer como autor de ciencia ficción.

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Bajo soles alienígenas - Domingo Santos

Cuando recibió la nota del doctor Hue del Centro de Exploraciones Intergalácticas supo de inmediato que se trataba de los camaleones. Durante los últimos dos meses habían estado una y otra vez en todos los medios de comunicación. Las fotos de los camaleones y de su enorme y maravilloso palacio de cristal habían ocupado todas las portadas, los vídeos de sus bosques minerales y de sus llanuras de hierba cristalina habían sido el eje de innumerables reportajes. Todo el mundo había alucinado ante la noticia. Las cámaras se habían recreado en aquellos rostros élficos, en aquellos ojos almendrados sin cejas y sin pestañas, en el cambiante color gris plateado de la tersa piel totalmente lampiña que les había hecho ganar su nombre..., y sobre todo en el hecho de que carecieran de sexo, como si aquélla fuera en el fondo su característica más importante. «Atributos sexuales visibles —se apresuró a aclarar con pundonor el médico de la expedición en la primera entrevista tras su regreso—. Todavía no sabemos lo suficiente de ellos para emitir hipótesis más concretas acerca de si sólo carecen de diferenciación sexual o no poseen dos sexos como nosotros. Harán falta muchos más estudios...»

Pero esos detalles, a fin de cuentas, eran secundarios. Las audiencias de todo el mundo se quedaron boquiabiertas ante la visión de aquellas formas etéreas que eran los edificios camaleónicos, ante los chapiteles estilizados como agujas de hielo, las estancias que parecían arrancadas del más fantasioso cuento de hadas, y sobre todo ante la presencia del portavoz de los camaleones, un elfo agraciado de grandes ojos almendrados, orejas ligeramente puntiagudas y labios finos que, mirando directamente a la cámara, decía, con un acento extraño e indefinible pero de una forma tan clara como el propio cristal de sus edificios: «Saludos a los habitantes de la Tierra, nuestros hermanos en el universo.»

La humanidad se sintió arrebatada, y no era para menos. Tras más de doscientos años de infructuosa investigación estelar, por fin el hombre había hallado a sus hermanos intergalácticos. Se había establecido el primer contacto, y además con una raza humanoide con la que se había podido llegar muy pronto a una comunicación clara y coherente. Así había quedado demostrado de manera definitiva que el hombre no estaba solo en el universo: aunque se hubiera tenido que ir a más de 200.000 años luz de la Tierra, la pluralidad de la vida en el universo había quedado definitivamente establecida. Los agoreros de el-hombre-está-solo-en-el-universo habían quedado de una vez por todas desacreditados.

Irene Carreras entró en el edificio de Exploraciones Intergalácticas con una clara anticipación de lo que le aguardaba. Sabía que se estaba preparando ya una segunda expedición al planeta de los camaleones, los medios de comunicación no habían dejado de hablar de ello. Y estaba segura de que el doctor Hue la había llamado para pedirle que formara parte de ella. No por nada era una de las generalistas más famosas del mundo. Su elección resultaba obvia. Y ella se sentiría orgullosa de aceptar.

Su determinación sufrió un ligero traspiés cuando tropezó con Günter Niemeyer ante los pozos elevadores. En cierto modo, se dijo de inmediato, hubiera debido suponerlo. Si ella era una de las mejores generalistas de la Tierra, él era sin excepción el mejor antropólogo. El hecho de que hubieran estado casados doce años, antes de separarse hacía cinco, no significaba ninguna diferencia.

—Hola, Irene. —El rostro de Günter se frunció en un leve rictus divertido—. Supongo que Hue te ha llamado también.

—Como a ti, evidentemente. —No hubiera querido que su voz sonara tan fría. De hecho, desde su separación, que no divorcio, habían seguido manteniendo una relación de profunda amistad, que ni siquiera sus diferencias profesionales, las mismas que habían hecho naufragar su matrimonio, habían podido romper. Pensó que estaba actuando de nuevo de una forma profesional antes que personal.

Ascendieron juntos por el pozo elevador. La secretaria del doctor Hue les recibió y se apresuró a conducirles a la sala de reuniones. Había ya allí una docena de personas. Irene reconoció a algunas de ellas. El doctor George Alvin era un importante biólogo. La doctora Liedermeyer era la máxima autoridad en lingüística del siglo xxii. Julio Escalante era un genetista argentino cuyas singulares y enormemente populares charlas por televisión sobre sexualidad humana y los mecanismos de la herencia habían creado casi un nuevo idioma entre su audiencia, el argentinoterrano, que algunos definirían más bien como el porteñoterrano o incluso el lunfardoterrano. Por supuesto, no podía faltar Enzo Nicolini, la arqueología hecha carne, ni Jules Anvers, el maestro de la sociología. Rawiri Paratene era uno de los teólogos más importantes del planeta, Hans Hoolstrom un eminente físico, y Hi L'Chin un importante astrónomo. A los otros cuatro no los conocía, aunque nunca se atrevería a discutir su autoridad, fuera cual fuese la rama a la que pertenecieran. Uno de ellos era indudablemente un militar, y aquello le hizo fruncir el ceño. ¿Acaso el Gobierno Mundial pensaba que el descubrimiento de una raza humanoide a más de 200.000 años luz de la Tierra podía amenazar de algún modo la seguridad del planeta? Indudablemente sí.

Aguardaron, charlando de banalidades, todo el mundo eludiendo cuidadosamente el tema que sin lugar a dudas los había traído hasta allí. A los pocos minutos llegó Andrew Brosnan, un reputado geólogo, y más tarde otro hombre al que no conocía. En total, dieciséis. Tras una breve pausa pareció que el equipo estaba completo, porque se abrió una puerta al otro lado de la estancia y apareció el doctor Hue.

Fue directamente al grano.

—Supongo que todos ustedes estarán al corriente del descubrimiento del planeta de los camaleones, de modo que obviaré enumerarles los antecedentes. Los medios de comunicación nos han atiborrado con sus imágenes y con su mensaje de amistad: «Saludos a los habitantes de la Tierra, nuestros hermanos del universo.» Ciertamente, se han convertido en nuestros hermanos del alma a nivel popular. Pero lo que nos han ofrecido las imágenes que todos hemos podido ver no es exactamente la realidad. No al menos toda la realidad.

Hizo una pausa para evaluar el impacto de sus palabras sobre los asistentes, y observó que dos o tres de ellos se preparaban para decir algo. Alzó una mano.

—Oh, no quiero insinuar con ello que nos enfrentemos a algún tipo de peligro o que representen alguna clase de amenaza para nosotros. En absoluto. Desde un principio se han mostrado amistosos, y además, según todas las apariencias, son totalmente inofensivos. Lo único que ocurre es que, como suele suceder, lo que nos han mostrado las imágenes de la televisión no es más que una fachada. El lado amable del asunto, podríamos decir. Lo que la gente deseaba oír de una noticia como ésta. La verdad, la absoluta verdad, es que los camaleones son un auténtico enigma.

Aguardó de nuevo unos instantes, pero esta vez nadie hizo intención de decir nada. Prosiguió:

—En primer lugar hay que señalar que carecen de todo tipo de sociedad. Desconocen lo que es la política. Viven en su gran ciudad en un estado de total anarquía, en el sentido más literal del término. No poseen ni asociaciones, ni división de clases, ni política, ni dirigentes políticos. Como ellos mismos dicen, utilizando nuestro propio léxico: «Cada uno es igual a su vecino». Y hay que interpretar estas palabras al pie de la letra, porque una de las cosas que hemos averiguado es que son literales en todo lo que dicen.

»También carecen absolutamente de tecnología. Su única elaboración es su enorme ciudad y lo que contiene, y cuando se les pregunta cómo la construyeron se limitan a decir «la hicimos crecer». No tienen carreteras, ni ningún tipo de vehículo, ni maquinaria de ninguna clase, ni industria que la fabrique o la utilice. De hecho, ni siquiera han inventado la rueda. Ah, y no conocen el fuego.

»También desconocen el comercio. Entre ellos no existe el trueque. Evidentemente, en su ciudad no hay tiendas ni talleres. Y carecen de moneda.

»Pero eso no quiere decir que sean unos salvajes iletrados. Su sociedad, aunque tal vez deberíamos llamarla no sociedad, es intelectualmente avanzada, y han demostrado conocer todas las más profundas verdades del universo. Cuando llegó la primera expedición, examinaron con curiosidad los trajes que llevaban nuestros exploradores, sus armas, sus vehículos, todos sus aparatos. No se sorprendieron. Su único comentario fue: «Curioso.»

»Carecen también de escritura. Ni jeroglíficos, ni ideogramas, ni alfabetos de ningún tipo. Esto significa que no poseen historia escrita. Cuando se les pregunta cómo conservan su pasado se encogen de hombros, un gesto que parece que han aprendido de nosotros. Simplemente, no conservan el pasado. Su respuesta es simple y definitiva: «El pasado ya pasó, el futuro aún tiene que venir, lo único que existe es el presente.»

»Y, finalmente, pero no lo último, son la única especie que habita su planeta. No existe a su alrededor ni vida vegetal ni animal. No hay peces, lo cual no deja de ser lógico porque el planeta carece absolutamente de agua en estado líquido; tampoco hay aves, lo cual podría explicarse por la escasa densidad de su atmósfera. Pero tampoco hay insectos, ni reptiles, ni mamíferos. Y tampoco hay árboles, ni arbustos, ni hierba, excepto su famosa hierba cristalina, de origen mineral: Sólo ellos, su ciudad, y el suelo desnudo.

—¿De qué se alimentan entonces? —preguntó George Alvin, el biólogo.

El doctor Hue sacudió la cabeza.

—Ésa es una buena pregunta, sí señor. Porque no existe una cadena alimentaria en el planeta. Ellos dicen que «se alimentan del suelo», y cuando se les preguntó al respecto ofrecieron a nuestros exploradores una muestra de su comida, una especie de pasta fluida parecida a las gachas: analizada, demostró contener todos los componentes nutritivos necesarios para el sustento del cuerpo, aunque con muy escasa proporción de agua y de grasas, presentada en un estado que podríamos denominar semidigerido. Pero su origen es desconocido y, cuando se les pregunta, los camaleones se limitan a encogerse de hombros y señalar el suelo. «El planeta nos da todo lo que necesitamos», responden.

Miró a su alrededor. Se dio cuenta de que había captado toda la atención de sus oyentes. Esbozó una ligera sonrisa.

—Bien, supongo que todo esto ha despertado su curiosidad más que todo lo que ha dicho la televisión. Según toda lógica, los camaleones no deberían de existir. Pero existen. Lo cual es un misterio que debemos desentrañar. Por supuesto, se está preparando una segunda expedición, mucho más completa y organizada que la primera, a cuya presencia los camaleones han dado ya su autorización. Evidentemente, les he reunido a ustedes aquí porque considero que son las personalidades más significativas en sus respectivos campos, pero evidentemente no van a ser los únicos que acudirán al planeta. Hemos preparado un cuadro científico de ciento cuarenta expertos en total, la mayoría de los cuales actuarán bajo sus órdenes como auxiliares especializados. Lo que acabo de contarles es sólo un esbozo general de la situación. Habrá un informe completo y exhaustivo para cada uno de ustedes de todo lo que sabemos hasta ahora de los camaleones... si, por supuesto, desean formar parte de esta segunda expedición. ¿Alguna negativa?

Por supuesto, nadie fue lo bastante loco o estúpido como para levantar la mano.

Uno de los presentes, Olaf Steerson —más tarde Irene supo que era uno de los más reputados arquitectos y urbanistas mundiales— alzó una mano.

—Doctor Hue, a lo largo de toda su exposición no ha dejado de mencionar a los camaleones y su ciudad. ¿Qué ha querido decir exactamente con ello?

El doctor Hue se rascó la cabeza.

—Bueno, sí. Hay tantos detalles en torno a todo este asunto que lo olvidé. De todo el planeta, los camaleones solamente ocupan una pequeña zona, vagamente circular, donde se levanta su ciudad, la única. Todo el resto del planeta es un erial completamente yermo y desolado.

El transporte interestelar era una cosa inmensa de más de un kilómetro de largo erizada de antenas, espejos solares y dispositivos de detección y protección, con el motor iónico en un extremo de un largo eje y el habitáculo en el otro. Era cómodo y espacioso, pese a tener una tripulación de más de dos mil hombres, aparte los pasajeros, unos quinientos, de los cuales —y eso hacía fruncir el ceño a más de un científico— doscientos eran soldados, y ciento veinte, personal auxiliar. Lo cual era necesario en un viaje que iba a durar casi dos años: aunque el paso por el agujero de gusano era casi instantáneo, primero había que llegar hasta él y luego, al otro lado, proseguir el viaje hasta el planeta.

Los agujeros de gusano habían hecho factible el viaje interestelar, algo que durante mucho tiempo se había considerado una pura utopía. Eran un fenómeno curioso, una vez conocido su mecanismo y la forma de utilizarlos. Eran raros y erráticos, y primero era preciso localizarlos y luego marcarlos antes de poder emplearlos. Unían, de una forma que la física todavía no había conseguido explicar exactamente, dos puntos distintos del universo, que podían estar tan cerca el uno del otro como dos años luz o tan lejos como 500.000, e iban a la deriva, por lo que nunca podía saberse con exactitud dónde se hallaba su boca y dónde desembocaban al otro lado. Hasta que se descubrió la forma de marcarlos, localizar su situación e identificarlos mediante un aparato que alguien llamó chistosamente el «gusanómetro» y cuyo nombre arraigó, se perdieron un cierto número de naves que atravesaron algunos de ellos pero nunca consiguieron, al parecer, hallar el camino de vuelta. Pero, una vez domesticados, se convirtieron en el medio imprescindible para el viaje interestelar y la exploración de lejanos soles. En el último siglo se habían detectado y cartografiado sólo dentro de nuestra galaxia mil setecientos treinta y tres agujeros de gusano, de los cuales se habían explorado ciento veinte, los más cercanos a nuestro sistema solar. Nunca se sabía dónde desembocaba un agujero hasta que se cruzaba por primera vez y se salía al otro lado, pero ésta era una de las emociones del viaje. Gracias a ellos se habían explorado más de doscientos mundos transgalácticos, muchos de ellos de características más o menos parecidas a las terrestres, sin hallar en ninguno más que indicios de una vida rudimentaria que en su mayor parte estaba predestinada a no prosperar.

Hasta que el agujero de gusano 0173-AN (por Antares, en cuya dirección, a 0,173 años luz, se hallaba) condujo al interior de una nebulosa oscura y al descubrimiento del planeta de los camaleones.

La primera expedición lo bautizó con el nombre de Cristal, debido a que desde lejos toda su superficie presentaba un aspecto cristalino. Lo primero que observó la nave que descendió a su superficie fue la fantasmagórica iridiscencia del suelo, como si todo él estuviera sembrado por diminutos prismas de cristal. Resultó ser una materia cristalina parecida a la arena, en cuya composición entraban el oxígeno, el hidrógeno, el carbono, el selenio, y toda una serie de otros elementos no identificables en la tabla periódica. Los exploradores la llamaron la alfombra de cristal, y se maravillaron ante su rutilante aspecto.

Hasta que descubrieron la ciudad de los camaleones y sus palacios de cristal, que en realidad formaban un único e inmenso palacio.

Irene cerró por unos instantes los ojos del informe, sin cortar la pantalla sensitiva ni quitarse las gafas visoras. Llevaban quince días de viaje, y el informe de la primera expedición era todo un cúmulo de sorpresas, que las imágenes que lo acompañaban hacían aún más realistas. La ciudad de los camaleones se había abierto ante los ojos de los exploradores con la misma irrealidad con la que se abrió en la pantalla ante ella. Era algo que parecía surgido directamente de las más antiguas fantasías de las eras remotas de la Tierra, un cruce fantasioso entre el castillo de Cenicienta del histórico Disneyworld y las reliquias de los ancestrales castillos de Luis II en Baviera, todo ello pasado por el tamiz de la más exquisita eterealidad. Su aspecto delicado y quebradizo, su semitransparencia, los iridiscentes cambios de color según incidiera sobre ellos la luz, los convertían en joyas como jamás se habían visto sobre la Tierra. La ciudad de los camaleones no podía definirse exactamente como tal, sino como una estructura única formada por un conglomerado de torres, espiras, chapiteles, alas, dependencias, anexos; un único y vastísimo palacio que ocupaba varios kilómetros cuadrados de extensión, y dentro del cual vivían los camaleones.

Los camaleones. Recordaba, como si estuviera viéndola de nuevo, la larguísima secuencia en la que el biólogo de la expedición había filmado a un camaleón desde todos los ángulos, girando con su cámara a su alrededor, utilizando el zoom una y otra vez para mostrar los detalles, mientras el camaleón permanecía allí de pie, inmóvil, dejándose examinar por la inquisitiva cámara con una expresión sonriente e incluso quizás un tanto burlona, como quien permite a un niño dar vueltas a su alrededor enarbolando su juguete preferido. El capitán de la expedición los había calificado de «elfos en su castillo de hadas», y la expresión no podía ser más descriptiva. Su aspecto era realmente élfico: cabeza ligeramente triangular, barbilla en punta, labios finos, nariz afilada, ojos grandes y almendrados y orejas un poco puntiagudas. Los brazos y las piernas eran largos, delgados pero esbeltos, rematados por manos y pies grandes y de dedos afilados. Su cuerpo era casi cilíndrico, sólo ligeramente estrechado al nivel de la cintura. Carecían de pezones y de ombligo.

No se apreciaba entre ellos ninguna diferenciación sexual: no había dos sexos. Eso fue lo que más impactó a la primera expedición. Su piel, lisa y elástica, de aspecto casi cauchutesco, como si su cuerpo estuviera recubierto por un finísimo y elástico traje de neopreno de una sola pieza que no formaba ningún pliegue ante ningún movimiento, revelaba con su ausencia total de pelo y de vello una única identidad sexual, mi declaradamente masculina ni declaradamente femenina, sino más bien andrógina. Hecho que quedaba corroborado por la ausencia de todo órgano sexual visible: su entrepierna era tan lisa como el resto de su cuerpo.

Todo eso resultaba más llamativo todavía por el hecho de que iban siempre desnudos. En sus primeros contactos con la expedición demostraron tener dificultades en comprender el sentido de las palabras «traje» y «ropa». Su piel gris plateada tenía un aspecto entre mate y lustroso, y parecía captar la luz reflejada por los objetos a su alrededor a través de ligeras iridiscencias cromáticas a tono, lo cual les había valido su nombre.

—Bienvenida al Mundo de los Enigmas —dijo Günter a su lado. La arrancó de sus meditaciones con un ligero sobresalto. Abrió los ojos y se enfrentó de nuevo a la imagen en la pantalla sensitiva, en la que la cámara seguía evolucionando alrededor del camaleón, en un vídeo sin fin digitalizado de tal modo que volviera una y otra vez al principio una vez llegado al final. En aquel momento precisamente la cámara se enfocaba en las ingles del camaleón, un triángulo liso y vacío, sin nada entre el arranque de las piernas. Se quitó las gafas visoras a tiempo para ver a Günter señalarlas—. Por si todavía no has llegado a ello, te diré que, como consecuencia de su falta de sexo, parece que tampoco tienen descendencia. La expedición no pudo hallar ni un solo niño en toda la ciudad.

Irene ya había llegado a aquello. Las implicaciones eran obvias. ¿Una raza de inmortales que había ido más allá de los deseos de perpetuarse, o una raza en declive que ya no podía engendrar? Lo más probable era lo segundo. La hipótesis resultaba avalada por la escasa población del planeta y por el hecho de que permaneciera agrupada en una sola ciudad, su cementerio de elefantes particular, apuntó uno de los miembros de la expedición. Aunque resultaba difícil de evaluar, la primera expedición había calculado, mediante termografía, en unos ocho millones los habitantes de Cristal, todos ellos encerrados en su ciudad, repartidos en el interior de aquel inmenso edificio único y multiforme parecido a una vasta colmena, al parecer sin salir nunca de él.

—Nicolini está ansioso por llegar —dijo Günter—. No puede creer que los camaleones no tengan pasado. Dice que tiene que haber restos arqueológicos en alguna parte, el planeta ha de estar lleno de ellos, y que ellos nos contarán su historia. Y yo también estoy ansioso. Antropológicamente tienen que ser una raza fascinante.

Irene sonrió. Un arqueólogo y un antropólogo. Formarían un buen equipo. La Tierra había decidido que el pasado de los camaleones era una de las cosas prioritarias que había que esclarecer, y los equipos auxiliares de Günter y de Nicolini eran los más numerosos: diecisiete y catorce miembros. Ella, como generalista, no había tenido tanta suerte: sólo disponía de cinco, una cantidad ridícula ante los veinte de George Alvin, el biólogo, por ejemplo.

Los camaleones desconocían la escritura, pero parecían suplirla con ventaja con otras habilidades. La frase pronunciada por uno de ellos, «todo está aquí», señalándose la cabeza, apuntaba a una memoria prodigiosa que hacía que todo registro escrito fuera superfluo. Apoyaba esta tesis la facilidad con la que habían establecido comunicación con los miembros de la primera expedición. Greta Liedermeyer, la lingüista, se asombraba ante los informes relativos a este aspecto. Desde siempre se había supuesto que la comunicación con una raza extraterrestre iba a ser un proceso arduo, complicado y largo, uno de los principales escollos en la comunicación cósmica. Con los camaleones había sido todo lo contrario. Pero habían sido ellos quienes habían aprendido sin ninguna dificultad el terrano, la lengua común oficial que desde hacía dos siglos se había establecido en la Tierra como medio de comunicación de alcance mundial, aunque privadamente todos siguieran usando sus idiomas particulares, convertidos ahora en dialectos. Los intentos de comunicación habían empezado al estilo del consabido: «Yo Jane, tú Tarzán», y a partir de ahí todo había evolucionado de una forma tan rápida que sólo quince días más tarde los camaleones podían expresarse fluidamente en terrano, y sus únicas dificultades eran conceptuales, no lingüísticas: por ejemplo, eran incapaces de comprender todo lo relativo al sexo, a la tecnología, a la ciencia, a la política, a la religión, y a los conceptos de pasado y futuro y todo lo relacionado con ellos. Aparte esto, su comprensión del idioma terrestre era completa, no sólo en la descripción de objetos materiales sino también en la comprensión de temas abstractos, emociones y sentimientos. En cambio, la expedición no había conseguido realizar ningún progreso en el estudio de un hipotético lenguaje camaleónico, hasta el punto de llegar a dudar de si poseían alguno, pese a la afirmación de que «oh, sí, por supuesto que nos comunicamos». De hecho, nunca nadie había visto a un camaleón hablar con otro, y aunque poseían un aparato vocal perfectamente desarrollado, se había llegado a la conclusión de que las comunicaciones entre ellos se producían a nivel mental.

—Sí, creo que todos vamos a tener mucho trabajo —dijo Irene en tono meditativo, no en respuesta a las palabras de Günter sino hablando casi consigo misma.

—Bueno, tenemos dos años para prepararnos. Y para hacer muchas otras cosas además, si queremos.

Irene le miró agudamente. En los cinco años que llevaban separados sabía que Günter había ido con muchas mujeres. Ella, por su parte, sólo había tenido una aventura con un hombre, y había sido más bien decepcionante. En cierto modo no le había importado: su trabajo la llenaba lo suficiente. De hecho, éste había sido uno de los motivos principales de su separación: Günter había llegado a acusarla de ser condenadamente frígida, cuando en realidad lo que ocurría era que ella siempre había antepuesto su trabajo a su matrimonio, cosa que él no le había perdonado nunca, pese a que en el fondo hiciera lo mismo. Pero para él, el matrimonio era simplemente sexo cómodo en casa a disposición de uno, mientras que, para ella, era además convivencia, compartir. La ausencia de hijos —una decisión voluntaria tomada de común acuerdo y de la que en ocasiones se arrepentía ahora— había sido otro motivo para su separación; quizás uno o varios hijos los hubieran mantenido unidos.

Captó sin problemas las intenciones de Günter. De hecho, pese a su separación, habían conservado una estrecha relación de amistad, e incluso habían seguido manteniendo esporádicamente relaciones sexuales. Ahora, con dos años por delante en una nave donde el elemento femenino era minoritario —pese a todo, el machismo social y profesional era algo todavía muy arraigado en la Tierra, aunque hubiera presentes mujeres en los más altos puestos en todas las ramas científicas y profesionales—, imaginaba que podían reanudar una relación aunque sólo fuera por el tiempo de la expedición. Sonrió para sí misma.

—Sí, supongo que podemos hacer muchas otras cosas, si queremos. Pero el acostarnos juntos no entra todavía en mis planes. Hay demasiadas cosas que estudiar.

Günter no se lo tomó como un rechazo. Se limitó a sacudir la cabeza con una sonrisa.

—Sí, tienes razón. Además, deberíamos hacerlo de una forma multidisciplinaria. Al menos —su sonrisa se hizo más amplia—, eso es lo que pienso hacer yo.

Irene pensó de inmediato en Greta Liedermeyer, que además de ser joven y espectacularmente agraciada tenía fama de ser absolutamente desinhibida sexualmente.

—Sí, el enfoque multidisciplinario es el mejor —sonrió a su vez. Tampoco quería cerrar todas las puertas—. Así que cuando tengas algún problema antropológico que necesite una visión generalista, ven a verme; veremos lo que podemos hacer.

Dos años pasan rápido si hay muchas cosas de las que ocuparse. En esta segunda expedición participaban como asesores ocho de los treinta y dos miembros de la primera expedición que habían bajado al planeta, y fueron de gran ayuda a la hora de aclarar dudas y perfilar diversos aspectos del informe. Se estableció como rutina efectuar una reunión semanal, que era casi una asamblea, de los miembros principales de la segunda expedición con los de la primera, a fin de aclarar detalles y matices. Aparte esto, las consultas individuales eran frecuentes. Desgraciadamente, la mayoría de los componentes de la primera expedición no eran científicos —en realidad, el ochenta por ciento habían sido militares— y los matices finos se les escapaban.

Uno de los problemas que se plantearon en estas reuniones fue la absoluta similitud que ofrecían entre sí los camaleones. «Parecen clones», señaló uno de los miembros de la primera expedición. De hecho, en las imágenes registradas —un total de setecientas cincuenta horas, de las cuales se había hecho una selección de ciento veinte, aunque el equipo tenía a su disposición todo

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