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Bifrost
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Libro electrónico244 páginas3 horas

Bifrost

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Información de este libro electrónico

Han pasado varios miles de años desde los acontecimientos narrados en Jormungand. En ese tiempo, la Galaxia se ha visto envuelta en una guerra atroz mientras la Dispersión seguía imparable y sistemas estelares enteros se perdían para siempre. La guerra, sin embargo, ha terminado: Dios y sus huestes han caído sobre ambos bandos y han impuesto una paz cuya alternativa es el exterminio.

A bordo de la Bifrost, una tripulación compuesta de humanos, delfines y ratas inteligentes regresa a la Galaxia para arrebatársela a Dios y devolvérsela a sus habitantes. A lo largo del viaje, el humano Sordo, el delfín Rompiente y la rata Fértil explorarán los senderos del pasado y descubrirán las raíces de la actual situación: averiguarán el origen de Dios, investigarán los primeros días de lo que ahora es el Cielo y en sus días fue una estación espacial conocida como la Peonza, caminarán por los recuerdos del ciberpirata Vaquero y, finalmente, se adentrarán en su propio pasado al recordar el destino de Tierra de Nadie y lo que les ocurrió a sus habitantes. Así, mientras avanzan hacia un futuro incierto, desentrañan un pasado lleno de misterios.

Con Bifrost concluye la publicación del Ciclo de Drímar en cuatro volúmenes recopilatorios en papel y en nueve ebooks individuales, una de las sagas españolas de ciencia ficción que más premios ha acumulado a lo largo de su publicación.

IdiomaEspañol
EditorialSportula
Fecha de lanzamiento20 ene 2014
ISBN9788415988250
Bifrost
Autor

Rodolfo Martínez

Rodolfo Martínez (Candás, Asturias, 1965) publica su primer relato en 1987 y no tarda en convertirse en uno de los autores indispensables de la literatura fantástica española, aunque si una característica define su obra es la del mestizaje de géneros, mezclando con engañosa sencillez y sin ningún rubor numerosos registros, desde la ciencia ficción y la fantasía hasta la novela negra y el thriller, consiguiendo que sus obras sean difícilmente encasillables.Ganador del premio Minotauro (otorgado por la editorial Planeta) por «Los sicarios del cielo», ha cosechado numerosos galardones a lo largo de su carrera literaria, como el Asturias de Novela, el UPV de relato fantástico y, en varias ocasiones, el Ignotus (en sus categorías de novela, novela corta y cuento).Su obra holmesiana, compuesta hasta el momento de cuatro libros, ha sido traducida al portugués, al polaco, al turco y al francés y varios de sus relatos han aparecido en publicaciones francesas.En 2009 y con «El adepto de la Reina», inició un nuevo ciclo narrativo en el que conviven elementos de la novela de espías de acción con algunos de los temas y escenarios más característicos de la fantasía.Recientemente ha empezado a recopilar su ciclo narrativo de Drímar en cuatro volúmenes, todos ellos publicados por Sportula.

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    Bifrost - Rodolfo Martínez

    BIFROST

    (El ciclo de Drímar /9)

    Rodolfo Martínez

    Copyright © 2013, Rodolfo Martínez

    Primera edición: Enero, 2014

    Ilustración de portada: © 2013, Juan Miguel Aguilera

    Diseño de cubierta: Sportula

    Smashwords Edition

    SPORTULA

    www.sportula,es

    sportula@sportularium.com

    Este libro es para tu disfrute personal. Nada te impide volver a venderlo ni compartirlo con otras personas, por supuesto, y nada podemos hacer para evitarlo. Sin embargo, si el libro te ha gustado, crees que merece la pena y que el autor debe ser compensado recomiéndales a tus amigos que lo compren. Al fin y al cabo, no es que tenga un precio exageradamente alto, ¿verdad?

    BIFROST

    1. Cruzando el puente

    2. Condiscípulos

    3. Fantasmas inquietos

    4. Parientes cercanos

    5. El Cielo

    APÉNDICES

    Una cronología de Drímar

    La Tierra (Ameria)

    SOBRE EL AUTOR

    SPORTULA

    Para Gorin, el auténtico culpable de que esta historia llegara a existir

    Se llamaba Rompiente, y Jinete en la Onda de Choque había sido su padre. Los humanos, cuando se encontraban con él por primera vez, lo miraban como si esperasen que en cualquier momento realizara una proeza inimaginable o les lanzara a la cara una pulla ingeniosa para la que no tendrían respuesta. Incluso aquellos que conseguían evitar las miradas de soslayo no podían huir del pensamiento correspondiente, tan alto y claro en sus mentes como si lo vocearan. Cómo podía decirles que apenas si había llegado a conocer a su famoso padre, y que no era más que un vulgar delfín que había pasado la mayor parte de su vida en los arrecifes del Dedo, casi sin tratos con humanos.

    Sordo no lo miraba así, por supuesto. Y en sus pensamientos superficiales no había nada que indicase que esperaba algo extraordinario de él. Pero, claro, Sordo había conocido bien a su padre, al contrario que los otros humanos de la tripulación; y además, era el mayor telépata del universo conocido... o al menos lo fue hasta que el hijo de Jormungand alcanzó la madurez.

    En cuanto a los otros delfines, no sabía bien qué pensar acerca de ellos: más maduros y expertos que él, eran capaces de escudar sus pensamientos ante sus torpes tentativas, y podían controlar su lenguaje corporal de forma que nada los traicionara.

    Así que la pregunta clave era qué demonios hacía allí, por qué se había embarcado en aquella aventura absurda.

    —Alístate y verás mundo —le había dicho un día Sordo, cuando hablaban del tema—. Siempre ha sido el lema de la Armada para atraer pardillos. Nosotros no íbamos a ser menos.

    ¿Alistarse y ver mundos? ¿Salir de su planeta natal quizá para no volver? ¿Qué tenía aquello de especial? Nadie que no fuera idiota —o humano— preferiría las incomodidades de la nave y el roce continuo con desconocidos al ambiente familiar y agradable de los arrecifes, donde se mantenía a raya a los tiburones y los delfines eran los reyes.

    Así que, ¿por qué se había unido a aquella gente?

    —Tarde o temprano todos tenemos que salir del útero —recordó de nuevo las palabras de Sordo—. Lo sé muy bien: a mí me costó lo mío hacerlo. Y de no haber sido por tu padre es posible que no lo hubiera conseguido jamás. Estaría muerto, probablemente, pero ésa es otra historia. Quizá tú mismo no lo sepas, pero si estás aquí es porque había una parte de ti que picaba y no conseguías rascarte. Es así de sencillo.

    ¿Sencillo? Lo que los humanos definían como sencillo a menudo no tenía nada que ver con la sencillez. Sordo, por otro lado, resultaba desconcertante cuando recordaba su pasado; a su mente asomaba una imagen de sí mismo tan nítida que casi resultaba dolorosa de contemplar: un adolescente esquivo y solitario, un bicho raro, nervioso y siempre atemorizado, convencido de su propia inferioridad. Imposible conciliar aquello con la persona que hoy era capaz de captar el más recóndito de los pensamientos de cualquier ser vivo sin apenas esfuerzo. El Sordo actual rebosaba confianza, autocontrol. Nada tenía que ver con aquel retrato de un chiquillo convertido en un amasijo de nervios y tan falto de amor propio que siempre miraba a su alrededor esperando el castigo por una infracción que ni siquiera había sido consciente de cometer.

    Pero tal vez tuviera razón. Quizá había un picor que no conseguía rascarse. No era la sed de aventuras, de eso estaba seguro: de haber querido podría haber abandonado los arrecifes, internarse en el mar abierto y buscarse la vida entre los Errantes. Su existencia habría sido agitada y posiblemente breve, pero sin duda entretenida.

    Era algo más profundo. Quizá el deseo de conocer a los humanos, de saber por qué alguien como su padre había dado la vida por uno de ellos. O tal vez el ansia de formar parte de algo mayor que él mismo; y ¿qué podía haber mayor que tres especies inteligentes embarcadas en una misión loca y sin apenas posibilidades de éxito?

    —¿Cuál es el problema, joven? —le preguntó Nadador entre dos Aguas.

    —¿Qué hacemos aquí? —verbalizó Rompiente.

    —Hmmm. Curiosa elección de lenguaje. No has hablado con tu mente. No has enviado una señal. Has usado el lenguaje humano.

    —¿Y qué importa eso? —preguntó Rompiente, cada vez más incómodo, cada vez más convencido de que haber ido a ver al viejo Nadador entre dos Aguas había sido un error.

    —Claro que importa. El medio es el mensaje, joven, no lo olvides. En lo que se refiere a tu pregunta, regresamos a lo que queda de la Galaxia para darle una paliza a un robot o morir en el intento. Claro que en realidad lo que querías preguntar era qué haces tú aquí. A lo que hay varias respuestas. La primera es que eres uno de los pilotos suplentes de la Bifrost. La segunda es que aquí, ahora, en este preciso instante y lugar, lo que haces es interrumpir mi periodo de descanso con preguntas cuya respuesta deberías conocer. La tercera es que si tú mismo no sabes por qué estás aquí pretender que te lo diga otro es ridículo. La cuarta...

    —De acuerdo, de acuerdo, no sigas, lo he entendido.

    —Lo dudo, francamente. Pero si crees que es así, por mí no hay problema. Buenas tardes, joven.

    —Buenas tardes.

    —Hmmm. Un ambiente alegre, festivo. Casi orgiástico —dijo Rompiente al entrar en las habitaciones de Sordo.

    Éste ni siquiera se molestó en sonreír ante su pulla. Enarcó una ceja y dijo:

    —A mí me gusta.

    Rompiente entró del todo en la habitación, permitiendo que la puerta se cerrara a sus espaldas, y flotó con parsimonia hacia el hombre sentado al fondo. El cuarto era un cubículo casi desnudo de cualquier ornamento, más allá de lo imprescindible: algunas sillas, una mesa, un camastro. Estaba iluminado por una luz cenital tenue y sin fuerza que poblaba el lugar de recovecos sombríos y un foco que apuntaba sobre un mapa plano de la Tierra en una de las paredes.

    —La respuesta de Nadador entre Dos Aguas no fue muy satisfactoria, ¿verdad? —le preguntó Sordo cuando el delfín llegó a su altura.

    Ante cualquier otro humano que le hubiera hecho ese comentario, Rompiente habría reaccionado con irritación.

    —¿Y ante mí no? ¿Debo tomarme eso como un insulto o como un cumplido?

    Rompiente vocalizó el chasquido equivalente a un encogimiento humano de hombros.

    —Ni una cosa ni otra, supongo. Imagino que captaste nuestra conversación por casualidad. No se te puede culpar por eso.

    Sordo cambió de postura en su asiento.

    —Das demasiadas cosas por supuesto. ¿De verdad crees que me paso el día asaltado por los pensamientos de los demás, que no tengo manera de escudarme ante ellos? ¿Crees que alguien podría sobrevivir viviendo de ese modo?

    Sí, aquello tenía sentido. Las capacidades mentales de Sordo eran suficientes para desnudar los pensamientos más íntimos de cualquiera que lo rodeara, pero de algún modo tenía que apañárselas para cerrar su mente ante la de los demás o se habría vuelto loco hacía mucho. Sólo que lo que aquello implicaba para Rompiente no resultaba muy agradable.

    —Me has estado espiando, entonces.

    —Si quieres llamarlo así...

    —En realidad preferiría no llamarlo de ese modo, porque eso me obligaría a arrancarte la cara de un mordisco. Así que explícate.

    Sordo sonrió. Era un gesto extraño en aquel rostro casi siempre inexpresivo.

    —Digamos que te he estado observando.

    —Hmmm. Interesante diferencia semántica. ¿Se supone que un cambio de verbo debe molestarme menos?

    —Lo que te moleste o no es cosa tuya. Pero me pediste ayuda, y para dártela tengo que hacer lo que tengo que hacer. Ah, y la diferencia no es semántica, sino léxica: aprende a decir lo que de verdad quieres. Suele ser útil.

    ¿Ayuda? ¿Cuándo le había pedido ayuda a nadie?

    —Desde el momento mismo en que subiste a la nave. O desde antes, supongo. Llevas pidiéndole ayuda a todo el mundo sin parar desde que te conozco. Y yo no fui una excepción: qué hacemos aquí, por qué volvemos a la Galaxia, qué se nos ha perdido allí. No se puede decir que tus preguntas fueran sutiles.

    —Es normal que tenga curiosidad.

    —¿Es normal también que te embarques en algo y luego preguntes en qué te has embarcado? No parece un comportamiento muy consecuente.

    Rompiente estuvo a punto de dar media vuelta y dejar la habitación. Sordo nunca se había comportado así con él. Desde que se habían conocido lo había tratado con una distante (y ocasionalmente divertida) consideración que Rompiente siempre había atribuido al recuerdo de su padre: le echaba una mano cuando se lo pedía y respondía a sus preguntas cuando las hacía, pero nunca se había inmiscuido de ese modo en su vida.

    —No sé si esto me gusta —dijo.

    —Probablemente no. La pregunta es si, pese a que no te gusta, sientes que necesitas hacerlo.

    —¿Hacer qué?

    —Formular las preguntas adecuadas y arriesgarte a obtener las respuestas.

    —Hmmm. Y supongo que ahora yo respondo con un koan zen y tú me sumerges en el camino de la sabiduría.

    Sordo volvió a sonreír.

    —Hay en ti más de tu padre de lo que crees —dijo.

    —Maldita sea, ¿por qué me pinchas?

    —Supongo que espero obtener una reacción.

    —Pues ya la has obtenido —respondió Rompiente; dio media vuelta y flotó hacia la puerta.

    Casi la atravesaba cuando Sordo habló de nuevo. Su voz sonaba tranquila, relajada, como durante toda la conversación, pero había un mínimo toque de diversión en ella:

    —¿Mañana a la misma hora?

    Rompiente se fue sin contestar.

    No volvió al día siguiente, ni tampoco al otro. En lugar de eso se enfrascó en sus obligaciones como piloto suplente de la nave. No muchas, en realidad: las horas de entrenamiento, las clases interminables de teoría, algunos viajes al puente, un par de torneos con otros pilotos... Pasó su tiempo libre consultando la biblioteca de la nave, volviendo a leer lo que ya conocía, fingiendo que se enteraba en ese momento de hacia dónde iban, para qué, y por qué tardarían varios meses en realizar un viaje que, tiempo atrás, no les habría llevado más de unos segundos.

    Durante ese periodo, no le hizo preguntas a nadie, ni volvió a ver a Sordo. Y su mente rebosaba con una imagen de la que no podía librarse: estaba en el mar libre, tenía un picor horrible en el costado y no había nada en millas a la redonda contra lo que poder frotarse.

    —Explícate.

    Sordo volvió la palma de sus manos hacia arriba.

    —¿Sobre qué?

    Cualquiera que conociera el lenguaje corporal de los delfines sabía que Rompiente estaba a punto de estallar. De haber estado en el agua, en lugar de flotar a un metro del suelo por la fuerza de sus suspensores, estaría saltando de un lado a otro, golpeando una y otra vez las paredes, pasando cada vez más cerca del humano sentado frente a él, dejando escapar el chillido romo que presagiaba un ataque, cada vez más breve, cada vez más alto. En lugar de eso, dijo:

    —Anoche tuve un sueño. Tú lo pusiste dentro de mí.

    Sordo asintió.

    —Si ya sabes lo que ocurrió, ¿qué tengo que explicar?

    —¡Maldita sea, Sordo, no soy tu marioneta! ¿Por qué lo hiciste?

    —Era lo que querías. Llevas días intentando rascarte: me limité a darte una superficie contra la que hacerlo.

    —Eres... eres...

    —¿Un entrometido? ¿El hijo bastardo de un tiburón y una orca? ¿Un maldito humano? —Sordo enarcó una ceja.

    —Todo eso, supongo.

    Para su sorpresa, Rompiente, descubrió que ya no se sentía furioso. Descubrió también que no sabía qué decir: cualquier palabra hubiera sido un reconocimiento implícito de que Sordo tenía razón, de que no estaba haciendo sino lo que el propio Rompiente le había pedido: ayudarlo a comprender lo qué ocurría, por qué estaba allí.

    —Cuéntamelo —dijo Sordo.

    —¿Cómo?

    —Sí. Cuéntame tu sueño.

    Rompiente dudó unos instantes.

    —No sé si podré. Apenas entendí lo que ocurría.

    —No tienes por qué entenderlo. Al fin y al cabo era un sueño.

    —De acuerdo. —Y sintió que aquellas dos palabras proclamaban su derrota, pero extrañamente, sintió también que no le importaba demasiado—. Alguien me lo contaba. Alguien me hablaba y me explicaba lo que estaba viendo. Supongo que eras tú.

    —Puede ser. Cuéntame lo que te conté.

    —¿Por qué?

    —Porque así sabrás lo que sabes y lo que no. Y juntos podremos llenar los huecos.

    —Eres retorcido, sin duda. Puedo comprender por qué le gustabas a mi padre.

    Sordo negó con la cabeza.

    —No lo creo. Cuando conocí a tu padre yo no tenía nada de retorcido. —Una sonrisa se escapó de su rostro a su pesar—. Mejor dicho, todo estaba retorcido dentro de mí, pero yo no sabía nada. Supongo que desperté su instinto paternal.

    —Bobadas. Los delfines no tenemos de eso.

    —Bueno, pues estaría caliente y yo era lo único disponible en aquel momento. Cuéntame lo que te dije.

    —Muy bien, como quieras. Estaba.... No, veía un cañón, un desfiladero enorme por el que el viento rugía. Y en la pared del cañón había una... madriguera. Vi llegar a un hombre. Y entonces tú, o quien fuera, empezaste a hablar. «Ese no es el cuerpo que siempre ha usado, debes comprenderlo», me dijiste. «No es el que ha utilizado en los últimos cincuenta y ocho años y, desde luego, no es el que tenía cuando nació o, tal y como los de su especie ven esas cosas, cuando fue desarrollado. Sin embargo es el cuerpo que quiere usar ahora, en este preciso instante, el mismo con el que se vistió durante década y media y que, en el fondo, es el que considera como el suyo cuando se permite pensar en esas cosas. No lo hace muy a menudo. Su apariencia no tiene nada de especial. Un humano alto y bien formado, con un rostro algo inexpresivo (ah, pero mira ese mínimo brillo de tranquila socarronería en lo más hondo de sus ojos) y unas anacrónicas lentes de vidrio colgadas del puente de su estrecha nariz. En cualquier planeta de la Galaxia pasaría desapercibido y ése es uno de los motivos por los que eligió este cuerpo. Al principio. Antes de conocer al hombre al que ahora va a ver y que se está muriendo.»

    —Hmmm. ¿Yo hablo así? —le interrumpió Sordo—. No me extraña que estuvieras tan enfadado cuando entraste por la puerta.

    —Por la Gran Corriente, tú quieres que te arranque los huevos a mordiscos.

    —Te invito a intentarlo, si es lo que deseas.

    —¿Sabes? Lo peor no es que disfrutes con este maldito juego. Lo peor es que yo estoy empezando a hacerlo también.

    —Pues entonces dale las gracias a tu padre. Fue él quien me enseñó a no ser un inútil social. Sigue con tu sueño.

    Rompiente siguió contando lo que había visto y oído la noche anterior. Y a medida que lo hacía las palabras que lo habían llevado de la aleta durante todo el sueño volvieron a su memoria, tan nítidas como si las estuviera escuchando en aquel preciso instante:

    Los demás lo esperan desde hace días, recordó, y se hacen a un lado cuando él entra en la habitación. En la cama, el hombre moribundo lo ve entrar y sus ojos recobran la vida durante unos instantes.

    —Raf —consigue articular. Su voz suena tan cansada como si llevara hablando miles de años.

    —Sí —dice el recién llegado—. Te dije que volveríamos a vernos.

    El hombre de la cama consigue sonreír.

    —Dejadnos solos —les ordena a los demás.

    Y los demás lo hacen, como si estuvieran acostumbrados a obedecer la más nimia de sus órdenes.

    —Te ha ido bien —dice el visitante, mientras toma asiento en la cama, junto al moribundo.

    —No me puedo quejar —contesta éste—. Aunque tuve que trabajar duro para conseguirlo. Tampoco a ti te ha ido mal. No he dejado de oír hablar de ti durante todos estos años.

    —Bueno... He hecho lo que he podido.

    —Y lo has hecho bien.

    Pero el cumplido no parece hacer mella en él. Se encoge de hombros, incómodo, como si hubiera alguna mentira sutil en las palabras del otro hombre.

    —Eso no importa ahora —dice—. He vuelto.

    —Sí, siempre dijiste que lo harías. Incluso después de que yo te lo prohibiese.

    —No me lo prohibiste a mí. No a este cuerpo.

    Durante largo rato ninguno de los dos dice nada. Es importante que observes la escena, importante aunque aún no puedas comprender del

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