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Tierra Mágica: I Corazón de Fuego
Tierra Mágica: I Corazón de Fuego
Tierra Mágica: I Corazón de Fuego
Libro electrónico265 páginas3 horas

Tierra Mágica: I Corazón de Fuego

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Información de este libro electrónico

En tiempos negros para la Tierra, un Oldgandor es llamado a cumplir una profecía. El Pacificador, como lo nombran las escrituras, deberá restaurar el equilibrio entre el bien y el mal. Climo es el señalado por el Único para cumplir esta misión.
Para esto deberá reunirse con compañeros de diferentes razas quienes lo secundarán en una aventura tan fabulosa como oscura en la que deberá enfrentarse al mismísimo Casaldir, ajustada síntesis de lo siniestro.
Enanos, elfos, hombres, trasgos, ogros y otras criaturas lucharán desde una u otra facción para establecer la supremacía que decidirá el destino de todos.
Espadas y báculos compiten de igual a igual en una batalla que se repite hasta nuestros días.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 may 2013
ISBN9781301549733
Tierra Mágica: I Corazón de Fuego
Autor

Leonardo B. Casas

Leonardo Casas nació en al año 1975 en la provincia de Buenos Aires, Argentina. Se ha formado en literatura de manera autodidacta, leyendo grandes clásicos e investigando todo cuanto encontró acerca del tema. Ha publicado éste su primer libro y primero de la saga “Tierra Mágica”, compuesta por seis volúmenes. Actualmente se encuentra trabajando en un libro de poesía de manera paralela a la segunda parte de éste, llamado “Tierra Mágica – II Los Tres Laberintos”.

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    Tierra Mágica - Leonardo B. Casas

    Prólogo

    La historia que se enseña hoy día nos ha hecho olvidar sobre la existencia de ciertos asuntos. En épocas inmemoriales, el hombre podía realizar maravillas que hoy parecen imposibles, como hablar con animales, manejar ciertos aspectos de la naturaleza y hasta volar. Estas habilidades eran dignas de un mago, y así era en realidad, sólo los magos podían realizar estos portentos. Pero no eran los únicos que manejaban la magia, había otros seres que podían hacerlo, criaturas propiamente creadas por la magia.

    Por desgracia, los humanos han perdido la capacidad de creer en muchas de estas cosas. Sumado a esto, el avance de la ciencia y la tecnología, las innumerables guerras, la ambición, la codicia y muchos otros aspectos que podrían citarse, han obligado a las demás razas a ocultarse o desaparecer, aparentemente, de la tierra. Sin embargo, hay quienes afirman que aún hoy es posible ver escabullido entre los helechos del bosque a algún duende vagabundo, en alguna cueva encontrar un trasgo, o a un unicornio pastando en alguna pradera escondida. Y también están quienes afirman haber visto a un centauro en las montañas, o a un hada revoloteando entre las flores frescas de la mañana.

    En la actualidad, estas criaturas son descriptas como mitológicas o fantásticas, ya que es la única manera que los hombres de ciencia encuentran para describirlas, sin embargo, la manera correcta de nombrarlas es: Criaturas Mágicas.

    *****

    1. La visita de la hechicera

    En las tierras de Emaingh, existía un valle verde, rodeado de bosques espesos donde los tumultuosos ríos y cascadas que descendían de las montañas Coldart, cantaban día y noche. Allí habitaban vistosas y coloridas aves que convivían con animales únicos sobre la tierra. Ese valle estaba habitado por los Oldgandor, personas que cultivaban la tierra y criaban ganado. Alejados de los otros reinados de esa época y con costumbres propias. No respondían a ningún rey y vivían en paz y armonía con la naturaleza, sin mezclarse en los asuntos de los demás.

    A menudo eran visitados por los centauros, raza de tierras lejanas, con los que mantenían una vieja amistad. Ellos degustaban con mucho placer sus frutas y hortalizas, carnes, bebidas y dulces. Los Oldgandor eran bien conocidos en la región por su gran capacidad para sembrar las mejores semillas, cosechar los mejores frutos y cocinarlos de manera excelsa. Cuando los señores de comarcas vecinas realizaban alguna celebración, les encomendaban a ellos la preparación de sus banquetes: asados de jabalí, pasteles de fresas y licores de menta que eran bien recompensados.

    No había memoria de ningún Oldgandor que hubiera sido guerrero o soldado. Sin embargo, cuando en una oportunidad fueron atacados por los trolls del norte se defendieron muy bien y, desde entonces, las tierras de Emaingh fueron respetadas por todas las razas. Bravos ejércitos habían caído ante los trolls del norte. No fue ése el caso de los Oldgandor, quienes luego de aquel incidente volvieron a su vida tranquila.

    Las pintorescas casas de Emaingh estaban construidas de roca, con el techo de paja. Por sus ventanas, el sol de la mañana caía como una luminosa estaca dorada para hacer madrugar uno a uno a sus habitantes.

    La puerta de entrada era amplia y acogedora, en el recinto de entrada había un perchero tallado en madera de roble para los abrigos y sombreros. En la sala principal había un fuego ardiendo día y noche. Su llama invitaba a contemplarlo por horas, sentado en los mullidos montones de pieles que allí tenían y donde sus habitantes pasaban largos ratos contando historias y cantando canciones muy antiguas que relataban las hazañas de sus antepasados.

    En una de esas casas vivía un Oldgandor llamado Climo, hijo de Sabal Cricar y Rócola. Desde pequeño, Climo fue diferente a los demás Oldgandor. En varias oportunidades sus padres se habían enfadado con él porque realizaba largas travesías en compañía de sus amigos, los elfos, para luego regresar como si nada hubiera ocurrido. La última discusión que habían tenido era porque se había ausentado en una de sus aventuras y tardando más de ocho meses en regresar. Faltando al cumpleaños número setenta y cinco de su padre, el cual era muy importante para los Oldgandor ya que el promedio de vida de estos hombres era de ciento cincuenta años. Y, al cumplir los setenta y cinco, estaban en la mitad de su vida. Solían dar grandes fiestas con numerosos invitados. Ese cumpleaños marcaba el tiempo de la plenitud y la madurez. Se suponía que ya habían vivido grandes aventuras y que los esperaba la placidez del hogar y la transmisión de conocimientos.

    Sin embargo, Sabal perdonaba a Climo, ya que era su único hijo varón y realizaba todo el trabajo en la mitad del tiempo que cualquiera de los demás. Era muy fuerte y estaba lleno de energía, a pesar de tener sólo veintitrés años.

    Pero Climo no era feliz, a pesar de sus innumerables viajes, de conocer muy bien a los elfos y a los centauros, de haber navegado hasta el otro lado de la costa y de haber recibido una espada de la mano de Sideron, rey de Geonomar. A Climo le faltaba algo. No sabía muy bien qué era, pero se sentía diferente al resto de los habitantes de Emaingh. Quizás era apenas una percepción. Recordaba correrías infantiles en las que no había sido lastimado y encuentros con animales misteriosos a los que había alejado sólo con el pensamiento.

    Pasaron los años. Lunas y soles orbitaron sobre las cabezas de los Oldgandor. Los ciclos de la tierra se fueron sucediendo. Las ramas secas y los árboles en flor fueron desplazándose unos tras otros.

    Climo seguía cosechando y criando los animales. Había mejorado su habilidad con la espada y salido dos o tres veces con los centauros en viajes bastante cortos. En uno de esos viajes conoció a la hechicera Carmiel, de grandes saberes mágicos y probada experiencia en pociones y encantos.

    Ella, tocándole la punta de los dedos de las manos, le auguró un peligro próximo e inminente. Lo hizo con la mirada esquiva, como si en verdad una desgracia fuese a caer sobre su persona. Climo advirtió de esto a los sabios de Emaingh quienes rieron y no prestaron atención al joven. Pero la advertencia de Carmiel era tan cierta como las ganas que tenía él de comprobarla.

    Un caluroso día de verano, cuando Climo se encontraba descansando bajo la sombra de un roble grande y viejo, después del almuerzo, notó que una espesa y negra nube venía del norte. Era muy raro en esa época ver tormentas por allí, sin embargo, la nube se acercaba cada vez más y más rápido. De pronto, todo el valle se había oscurecido, luego el viento comenzó a soplar tan fuerte como si quisiera arrancar los viejos árboles de la tierra. Todos corrieron en busca de refugio, el agua comenzó a caer cual si un gigante hubiera levantado el mar en una gran vasija para luego soltarlo por completo sobre Emaingh. La tormenta duró casi siete días, gran parte de la cosecha estaba estropeada. Los sabios no hacían otra cosa que discutir si había sido natural o había sido producida por alguna magia dañina. Sabal era uno de los más nuevos en el consejo y llevaba a Climo a las reuniones, aunque éste no podía hablar. Los jóvenes no tenían permitido intervenir en las decisiones. Apenas podían participar en silencio. Y, cuando se trataban temas muy secretos las reuniones se realizaban a puertas cerradas.

    Entre los gritos y discusiones, Climo escuchaba y recordaba las palabras de Carmiel. Todavía no podía dilucidar si las palabras de la hechicera eran un augurio personal o se trataba de una amenaza para toda su gente. Lo cierto, es que pasó mucho tiempo hasta que pudieron recuperar la cosecha y volver a poner las cosas en orden. Hubo un largo camino hasta que las tierras estuvieron aptas para recibir las semillas, hasta que las semillas se sintieron en condiciones de soltar sus raíces y tallos y hasta que el período de floración dio paso al de los frutos.

    A Climo le rondaba una única idea en la cabeza: lo que Carmiel le había dicho. No sabía qué hacer, por un lado esto lo consumía y por otro, la obligación de ayudar a su familia. Sentía su corazón dividido entre el presagio y el deber. Lo carcomía la inquietud y no podía estar un momento tranquilo.

    La necesidad de ir en busca de la hechicera lo desconcentraba por completo de sus tareas diarias. Tanto, que cometía un error tras otro. Ya se comentaba en el pueblo que el hijo de Sabal Cricar había perdido sus fuerzas y sentaría cabeza de una vez por todas para ser como el resto de la gente. Sin embargo, esto no le importaba a Climo, quien pidió a su amigo Axul, el centauro, que buscara a Carmiel y le pidiera que viniera a verlo lo antes posible.

    Una blanca mañana de invierno, la nieve había cubierto todo por completo, incluso más allá de Emaingh. Era bastante difícil entrar o salir del lugar, los carros no podían atravesar ninguno de los caminos. Las patas de los caballos se hundían en la nieve. Sin embargo, el cielo estaba azul, unas pocas nubes se asomaban más allá de las montañas Coldart y los rayos del sol, débiles pero brillantes, caían sobre los blancos campos que dejaban ver, de tanto en tanto, alguna mata de pasto. El peso de la nieve hacía que los árboles acariciaran el suelo con sus ramas.

    Climo se encontraba trabajando con la pala, abriendo el camino de entrada a la casa, cuando escuchó una voz dulce y serena que le hablaba. Miró hacia un lado y luego hacia otro pero no pudo ver a nadie. La voz parecía provenir desde su interior y, además, le resultaba familiar. No podía reconocerla, pero sí pudo entender lo que decía.

    —Debes emprender tu viaje, debes dejar todo atrás y dirigirte hacia Puerto Pico —dijo la voz, estremeciendo el corazón de Climo quien, a pesar de haber realizado muchos viajes, jamás había pensado en dejar todo atrás.

    ¡¿A quién se le podría ocurrir semejante idea?!, pensó.

    Pero, en ese momento, recordó de quién era esa voz. Era Carmiel, la hechicera.

    De súbito frente a él, se encontraba una figura esbelta, con una capa color violeta y un báculo marfil en su diestra. Detrás de la silueta resplandecía un brillo que no permitía ver su rostro bajo la capucha. Climo sintió muchas ganas de tocarla pero, al acercarse y ante sus ojos asombrados, la figura desapareció.

    —¡Carmiel! ¿Eres tú? —Preguntó Climo.

    Y tras estas palabras sintió que alguien lo tomaba del hombro, al darse vuelta vio a Carmiel, sonriéndole y mirándolo con sus ojos azules como dos zafiros. Allí estaba ella, con sus cabellos de color negro azabache y su belleza poco común para una hechicera.

    —Hola Climo, ¿cómo has estado? —Preguntó, mientras extendía su mano entregándole una pequeña figura en forma triangular, tallada en una piedra extraña y resplandeciente—. Te he traído un obsequio, te dará suerte en tu viaje.

    —¡¿Viaje?! ¿Qué viaje? —Preguntó Climo, aún confundido con la extraña llegada de Carmiel mientras dejaba la pala a un costado.

    —Ven, vamos a sentarnos y te contaré —respondió con la paz que caracterizaba sus palabras.

    Climo invitó a la hechicera a pasar a la casa. Luego de quitarse su abrigo y dejar el báculo a un costado, Carmiel siguió a Climo hasta el interior, él le preguntó si deseaba beber o comer algo.

    —Sólo un vaso con agua de deshielo, pero no te preocupes en conseguirlo ahora, vendré a buscarlo en la primavera —dijo Carmiel.

    —Háblame de ese viaje, ¿de qué se trata? —Preguntó Climo con gran curiosidad y temor a la vez.

    —Veo en tus ojos muchas ansias y miedo al mismo tiempo Climo. Y puedo asegurarte que ese miedo no es en vano pero también debo decirte que no temas. El viaje es para que consumes tu destino.

    —Me estás confundiendo Carmiel.

    —Las fuerzas del mal se están reuniendo. La tormenta que azotó a Emaingh en el verano no fue obra de la naturaleza. Fue magia, una magia muy dañina. Los trolls de las tierras de Astranious tienen un nuevo líder, han hecho alianzas con otras razas maliciosas. Esto es una amenaza para todos. Han reunido un ejército más fuerte del que tenían cuando atacaron tu pueblo. Junto a los trasgos del pantano Eltherond y los ogros de la Isla Montañosa planean atacar todas nuestras tierras.

    —¡Pero, ¿qué tengo que ver yo con todo esto?! —Interrumpió Climo, más desconcertado aún.

    —Ya lo sabrás, por ahora puedo decirte que debes viajar a Puerto Pico cruzando por las montañas Coldart en la dirección que sale el sol y cuanto antes mejor. Dirígete al Lago del Fénix y, en Puerto Pico, debes buscar a Cuarimon, es un amigo mío. Él te dirá cómo seguir con tu viaje.

    —¿Qué debo llevar? —Preguntó Climo, impaciente.

    —Sólo la espada que te obsequió Sideron. No te apresures en partir. Yo te enviaré una señal al finalizar el invierno. Mientras tanto, podrás prepararte. No te preocupes por lo que diga tu familia. Habla con tu padre, él entenderá.

    Diciendo esto Carmiel se puso de pie y se dirigió a la entrada. Una vez allí tomó sus cosas y, ya en la puerta, dijo:

    —Te deseo un buen viaje Climo. Nos veremos muy pronto.

    En ese momento Climo desvió su mirada a un lado para prestar atención a su perro que llegaba meneando la cola. Cuando volvió la vista, Carmiel había desaparecido.

    Pasó el invierno y todo comenzaba a brotar en Emaingh. El aroma de las hierbas lo inundaba todo. Los arroyos que bajaban desde las montañas Coldart empezaban a cantar otra vez. Las pequeñas lagunas, que habían estado congeladas, volvían a ser espejos cristalinos. La gente del lugar ya se preparaba para el trabajo y el movimiento renacía en Emaingh.

    Climo había estado buscando la forma de hablar de su partida con su familia y, cuando encontró la oportunidad, lo hizo.

    —… no me gusta la idea! ¿Por qué habrías de partir siguiendo los consejos de una bruja que quiere llevarte por caminos peligrosos? No lo entiendo Climo, ¿qué es lo que te falta aquí? —Dijo su madre con aire preocupado.

    —Nada. Es sólo que siento la necesidad de hacerlo. Además, si las palabras de Carmiel, son ciertas, ¿qué pasará?, ¿quién nos defenderá?

    —¿Y quién lo hará? ¿Tú solo? —Respondió su madre más ofuscada aún.

    —Climo, los Oldgandor somos granjeros, siempre ha sido así —dijo su padre con palabras firmes, aunque desviando la vista.

    —Pero tú me has contado de tus innumerables viajes, cuando eras más joven —respondió Climo.

    —¡Y los problemas que me han traído todas esas aventuras! —Contestó Sabal suspirando.

    —Así es —asintió Rócola, mientras salía por la puerta en busca de leche de cabra.

    Por un rato, los dos permanecieron en silencio mirando por la ventana las escasas manchas blancas en la pradera. Los últimos leños crujían en el fuego, hasta que Sabal habló:

    —Climo, hijo mío, no voy a detenerte en tu viaje, deseo que vuelvas pronto, sano y salvo —dijo con los ojos llenos de lágrimas. Esas lágrimas no eran de tristeza, sino de emoción al ver lo valiente que era Climo.

    Días después, Climo ya tenía preparadas las provisiones para su viaje. No sabía si le iban a alcanzar ni tampoco cuánto iba a durar. Y, peor aún, ni siquiera conocía el verdadero objetivo de todo este asunto. La señal de Carmiel no llegaba. Climo ya se estaba desanimando cuando recibió la inesperada visita de Axul.

    —Hola Climo —dijo el centauro.

    —¡Axul! ¡Qué gusto de verte! ¿Qué noticias hay en otras tierras? —Preguntó Climo ansioso.

    —Vengo a traerte un mensaje de Carmiel. El momento llegó. Debes partir lo antes posible. Encuéntrame donde se divide el Río Quebrado. Te esperaré en dos días para acompañarte hasta Puerto Pico. Antes debo prepararme y hablar con mi gente. Te veré en dos días.

    Diciendo esto, el centauro se encaminó presuroso y desapareció en el horizonte.

    Luego de que Sabal hablara con su esposa e hijas acerca del viaje, todo estaba listo para la partida de Climo. De todos modos, su familia intentaba disuadirlo de esa idea.

    El momento de la partida llegó. Muy temprano, antes de que los primeros rayos del sol asomaran, Climo se despidió de su madre y hermanas, Cristal y Lackar, quienes lo abrazaron tan fuerte que apenas lo dejaron respirar. Luego se dirigió hacia el establo acompañado por su padre que llevaba una antorcha en una mano y un pequeño paquete en la otra.

    —Bien, llegó el momento —dijo Climo.

    —Así es, pero antes de partir voy a prestarte algo. Debes devolvérmelo cuando volvamos a vernos —al decir esto, Sabal apostó la antorcha en un hueco de la pared y desenvolvió una pequeña daga de un paño verde. La daga tenía incrustaciones de piedras preciosas—. Esta daga me trae muchos recuerdos, quiero que la lleves contigo, te cuidará y protegerá del peligro en tu viaje. Mantenla siempre a tu lado.

    —¿Pero, de dónde sacaste esto? —Preguntó Climo con gran asombro.

    —Éste es uno de los tantos trofeos que obtuve en mis viajes de juventud. Tal vez algún día te cuente esa historia. Pero no pierdas más tiempo o te retrasarás y tal vez tu madre y tus hermanas vengan aquí y no te permitan partir —rio Sabal entregándole la daga—. Cuídate mucho en tu viaje.

    —Lo haré.

    Luego de abrazarse con su padre, Climo montó su caballo y salió hacia su periplo. Cuando se acercaba al límite este de Emaingh se detuvo un momento a contemplar la aldea. En esta ocasión, la sensación que tenía no era la misma de siempre. Cada vez que emprendía un viaje tenía la certeza de que pronto estaría de vuelta en su hogar. Ésta vez era distinto. Una gran tristeza le oprimía el corazón. Sin embargo, su gran espíritu de aventura no hacía otra cosa que empujarlo hacia adelante. Sin dudarlo más, se despidió con la mano en alto de Emaingh e inició su marcha cabalgando hacia el brazo oriental de las montañas Coldart.

    Cabalgó durante toda la mañana, hasta que encontró un pequeño bosque, bien reparado para alimentarse y reponer fuerzas. La sombra de los árboles en ese lugar era muy buena. Climo tuvo su comida solitaria, liviana para su gusto pero no quería malgastar provisiones. Estiró un poco las piernas y perdió la mirada en el horizonte.

    En ese momento, divisó un pequeño grupo de jinetes con estandartes que no se llegaban a distinguir desde allí. El contingente cabalgaba a gran velocidad en dirección a Emaingh. Esto le llamó la atención. Se apresuró a juntar sus cosas, montó su caballo y subió a un pequeño monte y, desde allí, pudo ver mejor. Al distinguir el halcón dorado de los estandartes, Climo se tranquilizó. Eran mensajeros de Geonomar. Climo imaginó que el rey Sideron estaría por dar alguna fiesta y había enviado un pedido de comidas a la gente de Emaingh.

    El resto de la jornada fue pacífica, Climo cabalgó hasta que los últimos rayos del sol se ocultaron y, tal vez, un poco más. Buscó un lugar tranquilo donde acampar y, después de una buena cena, cayó en un profundo sueño. El silencio de la noche sólo era interrumpido por algunos animales furtivos. La luna iluminaba todo hasta donde se podía ver.

    Al día siguiente, con la primera luz del alba, retomó la cabalgata. Si todo iba bien, llegaría al

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