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Porciones individuales
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Libro electrónico301 páginas4 horas

Porciones individuales

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Porciones individuales recoge los mejores relatos cortos de Rodolfo Martínez. Relatos de fantasía, de ciencia ficción y relatos que transitan por un camino indefinido entre ambos géneros, todos ellos con el toque personal de Martínez, todos imbuidos de sus obsesiones personales y su gusto por el mestizaje literario.

Parte de este material apareció en revistas y publicaciones amateurs en los años noventa. Parte ha sido recogido en otras antologías. Y parte de él es inédito. Porciones individuales intenta ser, así, un muestrario equilibrado de la narrativa breve de Martínez:
Intruso: Un narrador llega a un pueblo primitivo y se integra en él. Aunque no del todo.
Hombres de césped: Todos los días ella cruzaba el parque, paraguas en ristre, defendiéndose de una amenaza que nadie más veía.
Con dados marcados: Una máquina del tiempo. Una organización que intenta impedir los cambios en la realidad. Un hombre empeñado en alterarla.
Marcado tres veces: ¿Y si el anticristo fuera un anodino electricista de una ciudad vecina?
Eterno retorno: Atrapado para siempre en el mismo momento del tiempo, repitiendo una y otra vez la misma situación que sólo puede acabar en el desastre.
Todo fluye: Te despiertas. Una y otra vez. Siempre en tu habitación. Pero nunca en ella.
Tarot: Un hombre apuesta sus sueños en una partida de póquer con cartas de Tarot.
Victoria Pírrica: A veces obtienes lo que deseas... pero no como querías.
Aquí, allí, en todas partes: La historia de una obsesión que se termina convirtiendo en una maldición.
Piensa lo que quieras: ¿Y si pudieras leer las mentes e influir sobre ellas?
En territorio ajeno: Un predador encuentrar algo que no es una presa en una ciudad ajena.
Encerrada: Una mujer encerrada en una peculiar institución.
El infierno está donde cuelgas el sombrero: Un hotel en mitad de un desierto y hombre que llega allí sin saber cómo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2015
ISBN9788494064654
Porciones individuales
Autor

Rodolfo Martínez

Rodolfo Martínez (Candás, Asturias, 1965) publica su primer relato en 1987 y no tarda en convertirse en uno de los autores indispensables de la literatura fantástica española, aunque si una característica define su obra es la del mestizaje de géneros, mezclando con engañosa sencillez y sin ningún rubor numerosos registros, desde la ciencia ficción y la fantasía hasta la novela negra y el thriller, consiguiendo que sus obras sean difícilmente encasillables.Ganador del premio Minotauro (otorgado por la editorial Planeta) por «Los sicarios del cielo», ha cosechado numerosos galardones a lo largo de su carrera literaria, como el Asturias de Novela, el UPV de relato fantástico y, en varias ocasiones, el Ignotus (en sus categorías de novela, novela corta y cuento).Su obra holmesiana, compuesta hasta el momento de cuatro libros, ha sido traducida al portugués, al polaco, al turco y al francés y varios de sus relatos han aparecido en publicaciones francesas.En 2009 y con «El adepto de la Reina», inició un nuevo ciclo narrativo en el que conviven elementos de la novela de espías de acción con algunos de los temas y escenarios más característicos de la fantasía.Recientemente ha empezado a recopilar su ciclo narrativo de Drímar en cuatro volúmenes, todos ellos publicados por Sportula.

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    Porciones individuales - Rodolfo Martínez

    Soy, ante todo, novelista. He escrito cuentos. Un buen puñado. Y aún sigo escribiéndolos. Es cierto que cada vez menos, pero en las páginas que siguen podéis encontrar algunos de creación reciente, así que no he dejado del todo de escribirlos. De hecho, no me gustaría dejar por completo de escribirlos.

    Sin embargo, soy principalmente un novelista (bueno, soy ante todo un narrador, pero eso ya sería meternos en otros berenjenales). Cuando empiezo a trabajar en una historia (y siempre pienso en términos de historias, de situaciones, antes que de ideas o conceptos) ésta no tarda mucho en crecer, ramificarse, llenarse de posibilidades y, por último, convertirse en una novela. Más breve o más larga, pero una novela.

    Desde mis lejanos comienzos (no diré cuándo, limitémonos a comentar que fue en un siglo distinto a éste) lo que poblaba mi mente eran novelas. Bueno, también la poblaban otras cosas, como el sexo, la amistad, el sexo, la comida, el sexo, el buen entretenimiento, el sexo, el futuro, el sexo, el pasado, el sexo, las preguntas sobre qué demonios iba a hacer con mi vida y, por último, el sexo.

    Cuando me sentaba a tramar una historia, ésta siempre era una novela.

    No lo parecía una vez que la pasaba al papel, claro. Con doce o trece años lo que acababa surgiendo de mi cabeza eran poco más de treinta o cuarenta páginas garabateadas en una libreta de anillas formato A5. Pero eran treinta o cuarenta páginas que tenían la estructura, la ambición y el aliento de una novela. Eran, podríamos decir, esqueletos de novelas, novelas deshidratadas a las que no se me había ocurrido, aún, añadirles el agua necesaria.

    Pero eran novelas. O, al menos, querían serlo.

    Tardé en plantearme escribir cuentos, lo cual no deja de ser curioso si tenemos en cuenta que buena parte de lo que leía por aquella época (principalmente ciencia ficción) eran cuentos. Y, algunos, realmente buenos.

    Aprendí enseguida cómo construir una novela, creo. Cómo estructurarla, cómo ajustar la historia a esa estructura, cómo darle el ritmo adecuado que cada una pedía, ese tipo de cosas. Lo hice de un modo instintivo, sin pensar gran cosa en ello, dando por sentadas muchas cosas y, por suerte, sin equivocarme en demasiadas a lo largo del proceso.

    Sin embargo, cuando me senté a escribir mi primer cuento, descubrí que no sabía. Que no tenía ni idea de cómo hacerlo y que, además, me resultaba irritantemente difícil. Teniendo en cuenta el ritmo casi frenético con el que solía escribir una novela, ver el esfuerzo que me requerían unas pocas páginas era frustrante.

    Supongo que tardé en darme cuenta (soy un estudiante lento, a veces) de que había cambiado de género y de que todo lo que sabía o había ido aprendiendo sobre la novela no podía aplicársele al cuento. Al menos, no sin cambios.

    Fue un proceso largo, algo doloroso y, como suele suceder, fui aprendiendo sobre la marcha. Me tiré al agua y empecé a chapotear, confiando en que tarde o temprano me las arreglaría para salir a flote y conseguiría aprender a avanzar en la dirección en la que quería o, cuando menos, una lo bastante aproximada.

    Durante los años ochenta y principios de los noventa escribí cuentos casi a destajo. No dejé la novela (las historias seguían empeñadas en invadir mi mente y en ramificarse en cuanto pensaba un poco en ellas) pero es cierto que en esa época centré mis mejores esfuerzos en los cuentos.

    Con cada uno aprendía algo que pasaba al siguiente, y quiero creer que, más allá de ocasionales resbalones y alguna que otra caída estrepitosa, iba por el buen camino, avanzaba a buen ritmo y cada relato que escribía era un poco mejor que el anterior.

    Cuando en 1995 publiqué mi primera novela, La sonrisa del gato, volví a centrarme en las historias de largo recorrido. Poco a poco, mis cuentos se fueron espaciando. Cada vez escribía menos. Así, pasé de producir media docena de relatos al año a escribir un par de ellos cada dos o tres años. Y esa tendencia, me temo, ha ido aumentando.

    Bueno, me dije, las cosas son como son. Pienso en términos de novelas y pensar en términos de cuentos no es mi tendencia natural. Así que déjalo, céntrate en lo que parece que es tu inclinación primaria y olvídate de lo otro.

    Sólo que no quiero.

    Los cuentos son necesarios. A menudo en ellos están recogidas algunas de las páginas más brillantes de la literatura. De hecho, es en los cuentos donde la ciencia ficción (el género que, aunque parezco haber abandonado, sigue siendo la niña de mis ojos) ha dado muchas veces lo mejor de sí misma, en potencia ideológica y en resultados formales.

    Y a un nivel estrictamente personal, me gusta escribirlos. Me gusta por lo difíciles que me resultan, por el desafío que representan. Y porque, a menudo, me sirven como campo de pruebas.

    Me sigue costando trabajo. Dar con una idea cuya formulación adecuada sea un cuento me es cada vez más difícil. Y está el factor añadido de que un cuento debe ser, por definición, redondo. Una novela puede permitirse el lujo de resultar irregular, de tener altibajos y así y todo podrá ser una buena novela. Un cuento, no. Triunfa o fracasa en sus escasas páginas y cada una de ellas debe estar a la altura de las demás.

    Nunca he escrito un cuento del que me sienta satisfecho al cien por cien (tampoco una novela, pero ésa es otra historia), pero sí que hay un puñado de los que me siento lo bastante orgulloso para poder presentarlos sin rubor a los demás y confiar en que encontrarán un público que los disfrute.

    Curiosamente, la mayoría de esos cuentos no son de ciencia ficción, el género al que entregué buena parte de mis esfuerzos literarios durante mucho tiempo, sino de fantasía o, a veces, vagan por un terreno indefinido que no es del todo realista y no termina de ser por completo fantástico.

    Los he recogido en las páginas que siguen. Espero que os gusten. Que cada uno de ellos os aporte algo y os hagan disfrutar y sentirlos como reales.

    No tenéis más que pasar la página. Entonces os adentraréis en un puñado de universos que no son el real pero que, si he hecho bien mi trabajo, deberían pareceros reales.

    Volveremos a hablar al final, eso sí. Nos os libraréis de mi molesta voz tan fácilmente.

    RODOLFO MARTÍNEZ

    Gijón, octubre 2012

    En la ciudad hay una casa que muy pocos conocen, y menos aún son los que la visitan. Está al fondo de un callejón estrecho y mugriento, y ella misma no presenta mejor aspecto que lo que la rodea. Las ventanas han sido tapiadas con tablones de madera y la puerta tiene aspecto de no haberse abierto en años.

    Allí vive un hombre. En realidad, más que vivir, parece estar vigilando la casa: recorre una y otra vez las habitaciones pobladas de telarañas, sube por una escalera quejumbrosa, se desliza por un pasillo lleno de sombras que parecen seres vivos. No recuerda su nombre, si es que alguna vez tuvo uno. Cuando piensa en sí mismo lo hace como «Guardián» y los pocos que saben de su existencia lo llaman así cuando hablan de él o con él.

    Esa casa tiene muchas habitaciones.

    En una de ellas hay un estanque circular que borbotea incansable, como si siempre estuviera al borde de la ebullición. Si te sumerges en ese estanque en el momento adecuado puedes visitar otros lugares, tal vez otros tiempos.

    En otra hay una ventana que se abre a la oscuridad.

    Hay una en la que el silencio es como un animal inquieto, al acecho, como una alimaña llena de temor y anticipación.

    Otras parecen vacías. No lo están.

    Hay un salón en el que nadie ha bailado nunca, en el que nadie nunca bailará.

    Y un dormitorio lleno de suspiros de amor y jadeos de placer. Pero también de gritos interrumpidos y súplicas que nunca serán atendidas.

    Y una biblioteca con libros que nadie ha escrito jamás. Aunque quizá pudieron haberlo hecho. En otro mundo. En otro tiempo.

    Y un cuarto en el que falta un espejo.

    En una sala junto a las escaleras, un reloj de pared acumula tiempo en sus manecillas inmóviles. La llave que le da cuerda cuelga indiferente de una repisa cercana y el cristal que cubre el mecanismo muestra, casi con sarcasmo, un péndulo detenido en mitad de una oscilación.

    Guardián recorre toda la casa, todas las habitaciones. Es lo que ha hecho siempre, al menos hasta donde puede recordar. Al amanecer sale de su propio cuarto, que nadie salvo él mismo ha visto jamás, se detiene ante el reloj de péndulo y lo contempla largo rato. Final-mente, con un encogimiento de hombros, da media vuelta y comienza a subir las escaleras.

    Hoy es distinto. Algo en sus huesos le susurra que es distinto. Así que se detiene más tiempo junto al reloj; tanto, que casi parecería que ha muerto de pie y de pie va a permanecer durante toda la eternidad, hasta convertirse en polvo. Pero no. Al fin parpadea y murmura algo entre dientes:

    —Hmmm. Pronto.

    Da media vuelta y, como todos los días, se dirige a las escaleras, dispuesto a seguir con su ronda interminable. Pero aunque nunca lo admitirá, ni siquiera a sí mismo, está intranquilo, y esta mañana contempla las sombras del pasillo con desconfianza. Comprueba una y otra vez todas las habitaciones y, en cada una de ellas, frunce la boca en un gesto hosco.

    En la habitación del estanque el agua ha dejado de borbotear. Ya no se escucha nada en el dormitorio. La ventana no se abre. El silencio se ha detenido. En el salón nadie suspira por bailarines que nunca bailarán. Los libros de la biblioteca no cuentan historias que alguien pudo haber escrito pero no lo hizo. La habitación que no tiene un espejo sigue sin tenerlo.

    Es como si toda la casa hubiera contenido el aliento, esperando algo.

    Cuando termina su ronda y vuelve a bajar las escaleras, se detiene otra vez ante el reloj. Entrecierra los ojos y se da cuenta en ese momento de que el péndulo, aunque parezca inmóvil, ya no lo está. De un modo lento, casi imperceptible, ha comenzado a balancearse. Alza la vista hacia las manecillas y comprueba, casi con miedo, que éstas ya no marcan las doce en punto interminables de siempre. Apenas es una fracción, pero han comenzado a moverse.

    Guardián pasa inquieto el resto del día, y la familiar ronda por las habitaciones no le trae ningún consuelo. Cuando regresa junto al reloj al anochecer, comprueba que la oscilación del péndulo ya es claramente perceptible, y que las manecillas se alejan, sin prisa, de las doce.

    Regresa a su cuarto y tarda en conciliar el sueño y, cuando lo hace, éste está poblado de pesadillas que no consigue recordar.

    A la mañana siguiente pasa de largo junto al reloj, pese a la necesidad casi física que siente de volverse y mirar. Recorre la casa como todos los días y comprueba, sin sentirse aliviado por ello, que las habitaciones han vuelto a la normalidad y que todo está como debe estar, como ha estado siempre.

    No, todo no. Termina bruscamente su ronda, desciende por las escaleras y se detiene frente al reloj.

    —Sí —dice, al comprobar el preciso balanceo del péndulo, el lento girar de las manecillas, el modo en que empiezan a soltar, cada vez más de prisa, todo el tiempo que han ido acumulando—. Sí —repite—. Ha vuelto.

    Para Marisa

    Llegó con las primeras nieves, cuando el lobo de plata del cielo comenzaba a crecer de nuevo y la caza a escasear. Llegó por la tarde, tan envuelto en pieles que al principio no pudieron ver su rostro y, cuando se descubrió la cara, se sorprendieron ante aquellos cabellos pardos y aquella piel atezada. El herrero, que había viajado en su juventud, dijo que así era mucha gente en el sur, gente que desconocía los rigores del invierno y con una piel oscura que era testimonio de los arañazos de la tigresa de oro del cielo, cuyos zarpazos eran en aquellas regiones mucho más fuertes. En realidad jamás dijo de dónde venía, ni comentó cosa alguna sobre las heridas y magulladuras que poblaban su cuerpo, o del lamentable estado en que se dejó caer en mitad de la plaza. Cuando las mujeres lo desnudaron para curarlo se sorprendieron ante aquel saco de huesos lleno de moratones que apenas parecía un hombre y una de ellas comentó, viendo sus manos cuidadas y ajenas a todo callo o aspereza, que no era con la fuerza de su cuerpo con lo que el desconocido se había ganado la vida. No se equivocaban. En efecto, no era con sus manos empuñando un arado, una espada o un arco como había obtenido alimento y cobijo durante las tres décadas que aparentaba tener.

    —Soy un narrador —dijo cuando se lo preguntaron, varios días después de su repentina aparición en el poblado. Durante algún tiempo esas fueron las únicas palabras que salieron de su boca.

    Poco a poco, fue recuperándose y sus carnes se llenaron bajo el cuidado solícito y precavido de las mujeres. Agradecía con una sonrisa fría el alimento que le llevaban, pero seguía sin hablar. Un día, cuando consideró que estaba lo suficientemente fuerte, el hombre de la hechicera entró en la tienda, dispuesto a tener con él una larga conversación.

    —Soy un narrador —repitió el extraño—. Busco historias que suenen verdaderas a mis oídos y a cambio dejo las que ya he recogido antes.

    El hombre de la hechicera asintió. Conocía bien a los cuentacuentos, y en cierto modo él mismo era uno de ellos, aunque nunca había visto uno que no perteneciera a su raza.

    —Vienes del sur, supongo —dijo.

    El extraño hizo un gesto vago con la cabeza, que podía ser un asentimiento o podía no serlo.

    —¿Te quedarás mucho con nosotros?

    —Hasta que encuentre todas las historias que he venido a buscar. Pagaré mi estancia entre vosotros. Trabajando, si así lo queréis, pero sobre todo con las historias que ya sé.

    El hombre de la hechicera volvió a asentir: aquella era la costumbre entre los cuentacuentos y su pueblo la respetaba. Luego, miró largo rato al extraño y permaneció en silencio, sin saber muy bien qué decir, lo que para él era una novedad. El hombre de la hechicera era un buen juez de las personas y a menudo no necesitaba más que un rápido vistazo y media docena de palabras para conocer lo que había dentro de otro hombre. Pero algo en aquel desconocido lo desconcertaba, como si hubiera alzado a su alrededor una coraza fría y distante. Por un momento, estuvo a punto de pedirle que se marchara, aun cuando de acuerdo a la ley estricta esa no era una de sus prerrogativas, pero luego pensó que no era justo juzgar a un hombre sólo porque quisiera mantener sus secretos a salvo de miradas ajenas.

    —Te quedarás tanto tiempo como quieras —dijo al fin—. Te buscaré una tienda. Esta noche, durante la cena, te presentaré a mi pueblo y luego, si te parece, nos contarás una historia.

    —De acuerdo —dijo el narrador.

    El hombre de la hechicera lo miró una última vez, y una pregunta murió en sus labios antes de ser formulada. Luego, dejó la tienda y salió al frío exterior.

    Por la noche, tal y como había dicho, presentó al extraño al resto del pueblo y dijo que era un cuentacuentos del sur que se quedaría con ellos durante algún tiempo, posiblemente hasta el fin de las nieves. El narrador nada había dicho de eso, pero era lógico: pronto el invierno mordería con fuerza y de día la tigresa se convertiría en un resplandor difuminado y el lobo sería de noche un lejano resplandor de plata contra el frío cielo. No era aconsejable viajar en aquella época.

    Los hombres del pueblo miraron al narrador con curiosidad y las mujeres se sonrieron tapándose la boca y cuchichearon entre sí. Al fin y al cabo tal es la naturaleza de las mujeres, que enseguida se sienten atraídas por todo lo distinto y lo nuevo. La hechicera lo miró fugazmente y lo saludó con una sonrisa y un atisbo de emoción asomó por primera vez al rostro del narrador, porque alzó la vista y respondió a la sonrisa y ahora no había nada frío en su rostro.

    Aquella noche, con los estómagos satisfechos y llenos de pescado y carne en salazón, oyeron la primera historia del narrador. Hablaba la lengua del pueblo con la entonación y el acento adecuados, pero algo en la precisión con que usaba las palabras delataba en él al extranjero:

    —En el sur, allí donde la tigresa del cielo es un hombre llamado el Sol y el lobo del cielo una mujer llamada la Luna, vivía un hombre que jamás había visto el océano. Vivía en el sur y en el este, no muy lejos del lugar donde amanece, y vivía en una ciudad en medio de un bosque continuamente amenazado por un mar de arena que, año tras año, siglo tras siglo, intentaba devorarlo. Sólo la tozudez de los hombres lo había impedido, pero los hombres son inconstantes en su empeño y tarde o temprano se cansan de las tareas continuadas, así que era cuestión de tiempo que la arena engullera aquel lugar.

    »Aquel hombre tejía alfombras para ganarse la vida y su fama era tal que llegó incluso a oídos del rey de un país lejano, donde la piel de los hombres es amarilla y las personas, en lugar de hablar, cantan. Le pidió una alfombra, una que representara al mundo tal y como era, y prometió a cambio pagarle riquezas sin cuento.

    »El tejedor de alfombras despidió malhumorado a los enviados del rey: nada quería saber él de riquezas, tenía cuanto alcanzaba para vivir y se sentía satisfecho de su trabajo. Los hombres del rey, sin embargo, no se fueron, temían demasiado la ira de su emperador ante una negativa, así que permanecieron en la ciudad y un día tras otro iban a la casa del tejedor de alfombras para reiterarle su petición.

    »En cada ocasión el precio que ofrecían por su trabajo era mayor, sin comprender que eso sólo irritaba al tejedor de alfombras. Al principio los recibía e intentaba ser amable con ellos, pero pronto estuvo harto de su insistencia y ni siquiera les abría la puerta de su casa. Al fin dejó de pensar en ellos e intentó reanudar su trabajo: iba atrasado, siempre tenía más peticiones de las que podía atender.

    »Sin embargo, descubrió que sus manos no le obedecían y que hasta su misma mente se mostraba díscola. Pese a todo no podía apartar el pensamiento de la petición de aquel remoto emperador y se sorprendía despierto en mitad de la noche pensando en una alfombra que debía representar el mundo.

    »No tardó en comprender que en realidad deseaba tejerla, deseaba dedicarse a esa empresa y mientras no lo hiciera no podría descansar en paz. Así que un día, en lugar de despedir a los embajadores, volvió a recibirlos en su casa y dijo que aceptaba el encargo de su rey. No por el dinero o las riquezas, dijo, ni por nada que el amo de aquellos hombres pudiera ofrecerle, sino simplemente porque la idea de una alfombra que contuviera el mundo le parecía adecuada de una manera que no podía comprender y sus manos deseaban tejerla.

    »Los enviados del rey se fueron alborozados y el tejedor se puso enseguida al trabajo.

    »En el centro de la alfombra estaría su propia ciudad, por supuesto, y a su alrededor, el bosque, y más allá, el enorme desierto de arena ardiente. ¿Y luego...? Sí, tendrían que estar las selvas del lejano sur, y las enormes extensiones cubiertas de nieve, y las montañas impenetrables que siempre se alzaban en la distancia y a las que el viajero jamás llegaba, y los ríos, y los hondos valles umbríos...

    »La mayoría de aquellas cosas, el tejedor de alfombras las desconocía, pero podía imaginárselas, bien directamente, bien por el relato de algún viajero, bien por la ilustración de algún libro.

    »Así que empezó su labor y durante varios años se dedicó a ella sin descanso. Sus aprendices trabajaban en los otros encargos y a veces él pasaba por el taller y supervisaba su obra. Poco a poco dejó de hacerlo, a medida que la alfombra que debía ser el mundo ocupaba más de su tiempo y de su mente.

    »Al cabo de muchos años estuvo casi terminada: todo cuanto sabía del mundo estaba representado en ella, con sus colores y sus formas verdaderos y el tejedor se sentía satisfecho de su obra. No del todo, sin embargo, porque en la parte más externa de la alfombra había un espacio vacío, allí donde debía estar el océano, rodeando la tierra y dándole forma.

    »Ay, pero el tejedor no sabía cómo era el océano y por más que pensaba en él no conseguía imaginárselo.

    »Así que por primera vez en mucho tiempo salió de su casa y recorrió la ciudad deteniendo a la gente y preguntándoles si habían visto el océano. Algunos se negaban a contestarle, tomándolo por loco, otros respondían negativamente y otros, unos pocos, afirmaban haberlo visto. Esos le hablaron de una llanura inacabable de pálidos colores celestes, eternamente cambiante y eternamente la misma; de un lugar sin fronteras donde los animales no corrían, sino que se deslizaban, y los vehículos tenían enormes alas que el viento empujaba; de un territorio vasto y salvaje donde nada se estaba quieto jamás y cuyo abrazo era frío y salado, y sin embargo, dulce y engañoso.

    »Ninguna de estas descripciones le sirvió al tejedor y volvió a su casa, descorazonado. Había prometido tejer una alfombra que representase al mundo y descubría ahora que su obra quedaría incompleta porque no era capaz de imaginar el océano. No pensó en el lejano emperador de los hombres amarillos, irritado ante su fracaso, ni siquiera en la burla de sus vecinos al ver que había emprendido una labor que lo sobrepasaba. Pensó en sí mismo, sólo en sí mismo y en su orgullo herido, y decidió que no se dejaría vencer

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