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Los bigotes de Mustafá
Los bigotes de Mustafá
Los bigotes de Mustafá
Libro electrónico201 páginas3 horas

Los bigotes de Mustafá

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Información de este libro electrónico

Situada su trama en el año del Plebiscito de 1988, Los bigotes de Mustafá intenta un retrato generacional de la juventud que creció durante los años de la dictadura, aquella que se hizo mayor bajo el signo de la represión y la conformidad, los llamados "hijos de Pinochet". Sobre el telón de fondo de un país marcado por el dominio del Jefe Supremo transcurre la existencia cotidiana de La Logia, un puñado de amigos que opone a la tristeza de los días que les ha tocado vivir, toda la imaginación, la esperanza y la rabia de que son capaces. Lejos de las certidumbres de la generación precedente, su resistencia es, más que ideológica, vital: la novela, a cargo de un escritor principiante llamado El Escriba, es el registro de esa experiencia común a toda una generación de jóvenes latinoamericanos: la de sobrevivir y reinventar la utopía en medio de la resignación y el espanto de los años de plomo.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento11 nov 2016
ISBN9789560007988
Los bigotes de Mustafá

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    Los bigotes de Mustafá - Jaime Pinos Fuentes

    Jaime Pinos Fuentes

    Los bigotes de Mustafá

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2016

    ISBN libro impreso: 978-956-00-0798-8

    ISBN digital: 978-956-00-0838-1

    Motivo de portada:

    «Jóvenes chilenos se manifiestan por el NO a Pinochet»,

    Imagen a partir de la fotografía de Rasmus Sonderriis.

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Anecdotario Magistral

    El Escriba

    Para María Cristina y Eusebio, mis viejos.

    estoy imaginándome otro lugar

    estoy juntando información

    estoy queriendo ser otro (otro tipo)

    F. P.

    Que trata de lo que verá el que lo leyere,

    o lo oirá el que lo escuchare leer

    Fue hace un par de meses que lo encontré. No recuerdo bien qué andaba buscando. Nunca encuentro nada en esta pieza. Todo se me pierde en este desorden de Triángulo de las Bermudas, donde suelen convivir en la misma gaveta un par de calcetines, una foto extraviada y un libro de poemas. Seguramente buscaba algún libro de Cortázar (al que siempre vuelvo inevitablemente) o uno de esos papelitos en que suelo anotar alguna frase célebre o alguna idea que no quiero que se me olvide y se me pierda. Algo estaba buscando cuando, entre tesoros que ya creía irremediablemente perdidos y viejos recortes del diario, apareció este cuaderno de tapas azules y páginas a lápiz. El cuaderno azul donde escribía las venturas y desventuras de la Logia.

    Lo que sigue es la transcripción de las anotaciones del cuaderno. Cuaderno que el Gordo, siempre tan aficionado a las mitologías de bolsillo, llamó por ese entonces el ANECDOTARIO MAGISTRAL.

    Sólo agrego algunas pocas cosas, unas cuántas adiciones que anoto en cursivas e identifico con una letra b junto al número que encabeza cada texto. Cosas que supe años después (sobre todo respecto a la historia de Esteban), algún apunte biográfico acerca de los integrantes de la Logia, alguna imagen de esos días tal como los recuerdo ahora. Ahora que ha pasado el tiempo y ya nada es lo mismo.

    El texto final es entonces la suma de estas dos escrituras: la del cuaderno de la Logia, más las escasas adiciones que le hice ahora. Y van también los recortes del diario que aparecieron junto al Anecdotario. Hago esto para ayudar a la memoria a recordar. A recordar ese tiempo que ahora parece tan lejano y está apenas a la vuelta de la esquina. Ese tiempo en que todo era tan distinto.

    Para cumplir con la razón por la que fue escrito este cuaderno: servir como una pista de quiénes éramos entonces para ayudarnos a saber quienes cresta somos hoy en día.

    Ahora que estamos más acá del perdón y del olvido.

    Jaime Pinos Fuentes

    (El Escriba)

    Santiago. Enero de 1996

    1

    Lo primero fueron las historias de mi viejo. Cuando yo aún era un pendejo y cada noche déle hincharle las pelotas para que me contara alguna historia antes de apagar la luz. Y si no, no había caso que pegara las pestañas, porque después venían los malos sueños y vaya a saber uno qué demonio podía acechar debajo de la cama o dentro del armario. Entonces mi viejo se sentaba al borde de la cama y me hacía la del combate de Ulises con el Cíclope, que era lejos mi favorita, y poco a poco me iba quedando dormido y los demonios se iban de mis sueños y todo era Ulises que vencía al Cíclope con su enorme ojo en medio de la frente y se embarcaba luego de regreso a casa.

    Después fue la colección de libros amarillos que me regaló el tío Manolo cuando cumplí los doce años. Al principio no me parecieron tan buen regalo como la pista de carreras que le había pedido. Así que los famosos libritos pasaron rápidamente de la indiferencia al olvido. Después de un buen tiempo, un día agarro uno como por descuido: Los Misterios de la Jungla Negra de Salgari. Después agarré otro, luego otro, y así. Cosas de Jack London, Twain, Stevenson o Verne. Hasta que me devoré la colección completa. Fue en ese tiempo que me dio por escribir folletines: pequeños relatos escritos a lápiz en hojas de cuaderno que repartíamos a tanto la leída entre los compañeros de la escuela junto al Negro Pablo. El Negro Pablo hacía los monos, que no estaban tan mal, aunque las ilustraciones de la Colección Robin Hood eran otra cosa, claro. Nos iba basante bien con el negocio. Hasta que el Chávez llevó las revistas pornográficas de su viejo y rápidamente los tesoros ocultos y las islas misteriosas fueron reemplazados por los primeros asombros ante las verdades del sexo.

    Luego vinieron los años de la acné y la voz quebrada y los primeros pelos en la barba. El liceo, los amores imposibles y las cartas. El libro impajaritable de Hesse o Benedetti bajo el brazo. Los años de las preguntas fundamentales. Cuando descubres que la vida se acaba en la vida y entonces te entran ganas de ser héroe o saber qué tan grande es el mundo. Y a menudo te cae encima la melancolía como una emboscada y te pones a hacer filosofía sin tener puta idea de nada. Y te preguntas qué crestas hago con mi vida. Fue entonces que decidí ser escritor. Pasaba tardes enteras borroneando pequeños cuentecillos y poemas inconclusos que no mostraba a nadie y terminaba archivando en la gaveta de los tesoros personales y las cosas inútiles, escribiendo a escondidas en los baños del liceo que el mundo fue creado por los poetas y los magos.

    Salí del liceo, me metí a estudiar literatura en la universidad. Vino la sistemática lectura de clásicos y vanguardias. La teoría y los secretos del estilo. En fin, la entrada al círculo de los iniciados. Los poemas y cuentecillos de la adolescencia me parecieron entonces tan ingenuos, tan inocentes, tan ignorantes. Vinieron los temas trascendentes, las exigencias del estilo y la sintaxis. Mi colección de novelitas a medio terminar que siempre caían vencidas por knock out ante la contundencia de la página en blanco. Tardes y tardes de jugar al escritor amuñando papeles que nunca contenían las palabras exactas, los adjetivos precisos. Mis pequeños grandes escritos. Inteligentes como un juego de ingenio. Pero también tan escritos con la cabeza, tan sin corazón y sin tripas. Un montón de frases pretenciosas y de trucos aprendidos por libro. Apenas un par de malabares y unas cuántas palabras muertas en vez de los latidos de la imaginación verdadera, en vez de esa cosita alegre que se siente en el pellejo cuando abres un libro y te encuentras a la vuelta de la página menos pensada con la pieza perdida del rompecabezas, con un destello de esas cosas que la costumbre o la rutina van poco a poco convirtiendo en invisibles, con esas cosas que no pueden verse con los ojos, pero que al fin y al cabo son las cosas que nos salvan el alma a la hora de los quiubos.

    Para qué sirven los libros si no es para eso: para nombrar esas cosas que no vemos de tanto tenerlas frente a la nariz. Las pequeñas grandes cosas de todos los días: la conversa y los secretos del café, la solidaridad para afrontar la borrachera, la sorpresa o el regalito inesperado. Los amigos: los gustos, las manías compartidas, nuestra filosofía de bolsillo para explicarnos los misterios del mundo, las pequeñas complicidades, la porfía de seguir creyendo en los milagros. Cosas así. Como las cosas que pasan en la Logia.

    Para qué sirven los libros si no es para eso.

    Entonces hay libros y libros. Libros que se leen con la cabeza y libros que se leen con la imaginación. Libros que son como una luz que se enciende, como una ventana desde donde ver el mundo. Esos libros que siempre se te quedan cerca del velador o la mesa y se te meten medio a medio en la vida y están siempre ahí, como una invitación o una promesa; que lees y relees con la emoción de un pendejo que por pimera vez sale de viaje.

    Lo que sigue es un regreso, un regreso a los días en que Ulises espantaba a los demonios de mis sueños venciendo a Cíclope y regresando victorioso. A los folletines y sus islas misteriosas y sus tesoros ocultos y sus aventuras increíbles. A los poemas y cuentecillos de la adolescencia escritos a la luz del desvelo ante las primeras preguntas sin respuesta. Un regreso al mar de las imaginaciones, cuando la literatura era el catalejo mágico de un pendejo flacucho y cabezón que, desde el borde de la playa, trataba de avistar los secretos escondidos en la otra orilla. Un regreso a la literatura como una invitación y una promesa. Como una pequeña ventana desde donde ver el mundo. Como la emoción de un pendejo al inicio del viaje.

    Lo que sigue es un regreso al punto cero de mi propio viaje. Tras las respuestas que no he podido encontrar en manuales y decálogos. Tras el secreto de cómo se escribe un libro. No cualquier libro, sino uno de esos libros que se van quedando sobre el velador o la mesa, siempre a mano para el vistazo intempestivo o la relectura de esa parte que se te anduvo olvidando y era tan bonita. Esos libros que se quieren.

    Al mismo tiempo, como todo nuevo intento de escribir algo, es una profesión de fe: la de seguir creyendo en este juego de espejos que es la literatura.

    Sobre acerca de qué voy a escribir, no sé. A veces nuestra trama (nuestra pequeña cofradía, nuestras aficiones raras, nuestros interesantísimos debates sin sentido, las demás celebraciones) me parece tan sin importancia. Apenas un grupo de pendejos jugando a arreglar el mundo y a coleccionar días y noches de acertijos absurdos, libros prohibidos y cigarrillos baratos. Pero luego pienso en el país que nos tocó vivir. Este país en que hemos crecido. Este país donde aprendimos a leer deletreando los nombres de los últimos asesinados en las paredes del barrio, y al día siguiente, en las letras rojas del diario, las promesas del Jefe Supremo anunciando el futuro esplendor de la patria. Hemos crecido en estos años en que ya a casi nadie le importa que pasen los años, porque todo el mundo sabe que nada puede cambiar demasiado aunque pasen los años. Donde hay cosas que sólo pueden decirse en voz baja y cuidado con andarse metiendo en cuestiones, porque ya se sabe lo que le pasó al hijo del vecino, así que lo mejor es quedarse callado y confiar en que no hay mal que dure cien años.

    Pero están también nuestros descubrimientos. Las pequeñas ceremonias que hemos inventado para salvarnos de la resignación. El pequeño fuego que hemos encendido para evitar que se nos mueran de frío la curiosidad y la ternura. Entonces las canciones, el libro de Cortázar, la rabia en el noticiero, la marcha en el centro, la tarjetita del Víctor o la Viola, y claro, yo también creo que hay que mandar a la cresta al Jefe Supremo de una vez por todas. En fin. Todas esas cosas.

    Acerca de todo esto quiero escribir. Así que se me ocurrió empezar a tomar nota de lo que nos vaya pasando a mí y al resto de los integrantes de la Logia, para que así, cuando todos estemos más viejos y nos juntemos a recordar estos años, podamos leer estas páginas, ver fotografías y decir: mira que éramos imbéciles, o ahora estamos todavía más rayados que en ese tiempo, o mira lo que son las vueltas de la vida.

    Para cuando allá, en el futuro, nos preguntemos quienes cresta somos. Y entonces la memoria tenga que buscar el rastro de quienes éramos hoy día para respondernos.

    El Escriba

    Dichato. Enero, 1988

    2

    3

    Ha hecho un calor de perros. Santiago siempre es un horno en el verano. Hace dos días que volvimos de la casita de la playa, la Negra Elisa, Esteban, el Gordo, Coco, el Tano y yo. Fuimos todos, menos Lina y Diego. Diego se quedó en Santiago. Vino con la historia de su tesis atrasada y el examen en marzo y de ahí no hubo caso sacarlo, pero para mí que no tenía un peso y le dio vergüenza pedirnos prestado. Cosas de Diego. Lina se fue al sur con toda la parentela y llega en tres días más. De todas formas al resto nos hizo bien el viaje a la costa. Dos semanas déle todo el día guatita al sol, leyendo y fumando hipotálamos, trago abundante y amena conversación sobre temas y desvaríos varios. Lejos del calor de perros que está haciendo en Santiago. A Diego lo veo mañana. Llamó hoy por la tarde para invitarnos a tomar un café y ver una con Gene Hackman y Dennis Hooper, y aprovechar de ponernos al día de las novedades mutuas, por supuesto. Apenas regrese Lina yo creo que fijamos una junta de la Logia; la segunda del año, porque la primera fue justamente para la noche de año nuevo. Salimos todos juntos y luego fue lo del apagón y eso. Al final, terminamos cantando rancheras en casa de Diego, borrachos como piojos, y fuimos ya de madrugada a las cocinerías del mercado a comer los mariscos de rigor para recomponer el cuerpo y despejar la nube del vino.

    El viernes voy con el Tano a ver el cacharro que quiere comprarse, un Fiat que, aunque es del 74, según él es toda una joyita. Como tuvo que salirse de la universidad por falta de plata, va a ver si con el taxi hace las monedas necesarias y puede egresar de una vez por todas. Claro que él dice no tener mayor apuro en ganarse la vida atendiendo a señoronas deprimidas y maridos impotentes. De todas formas, ya lo veo sicoanalizando a cuanto pasajero se le suba al taxi, develando los complejos y sicopatías de cuanto cristiano se instale en el asiento trasero de su consulta ambulante.

    El Gordo vuelve a trabajar en el

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