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Chile Urbano: La ciudad en la literatura y el cine
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Libro electrónico368 páginas4 horas

Chile Urbano: La ciudad en la literatura y el cine

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Este libro busca contestar la pregunta: ¿Qué puebla la imaginación del espacio urbano de Chile? Así, entrega una mirada a la ciudad a partir de los espacios cerrados y exclusivos, los barrios, las poblaciones y la exclusión, y aquellas construcciones en demolición o en ruinas.
IdiomaEspañol
EditorialCuarto Propio
Fecha de lanzamiento21 jun 2016
ISBN9789562606219
Chile Urbano: La ciudad en la literatura y el cine

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    Chile Urbano - Magda Sepúlveda Eriz

    PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

    FACULTAD DE LETRAS

    CENTRO DE ESTUDIOS DE LITERATURA CHILENA (CELICH)

    Colección Localidades en tránsito

    Director CELICH

    Rodrigo Cánovas

    Comité Editorial

    Rodrigo Cánovas

    Pablo Chiuminatto

    Cristián Opazo

    Michael Wilson

    Comité Internacional

    David W Foster

    (Arizona State University)

    Gwen Kirkpatrick

    (Georgetown University)

    Julio Ortega

    (Brown University)

    Ileana Rodríguez

    (Ohio State University)

    Localidades en tránsito se propone difundir trabajos que exploren nuevas sendas para la crítica literaria hispanoamericana, en un contexto donde los límites entre tradiciones letradas, culturas populares y tecnologías digitales se tornan móviles y fluctuantes.

    Localidades en tránsito publica ensayos y antologías que estimulen el diálogo entre literatura y cultura, y las diversas disciplinas del conocimiento.

    Localidades en tránsito está dirigida a académicos, estudiantes y lectores interesados en pensar la literatura hispanoamericana, desde perspectivas que desafían las representaciones centro/ periferia o norte/ sur, así como las definiciones estáticas de identidades, geografías o literaturas nacionales.

    CHILE URBANO:

    La ciudad en la literatura y el cine

    MAGDA SEPÚLVEDA ERIZ

    Editora

    CELICH / EDITORIAL CUARTO PROPIO

    Magda Sepúlveda Eriz

    CHILE URBANO: LA CIUDAD EN LA LITERATURA Y EL CINE

    1. Literatura chilena,

    2. Estudios culturales sobre ciudad,

    3. Cine y pintura.

    Asistente de la Editora: Luis Valenzuela

    CHILE URBANO: LA CIUDAD EN LA LITERATURA Y EL CINE

    © Magda Sepúlveda

    Inscripción NO 221.461

    I.S.B.N. 978-956-260-621-9

    © Editorial Cuarto Propio

    Valenzuela Castillo 990 / Providencia / Santiago de Chile

    Fono / fax: (56-2) 2792 6518 / 2792 6520

    www.cuartopropio.cl

    Imagen de portada: Voluspa Jarpa. La silla de Kosuth, 1977.

    Óleo sobre tela 2.50 mts x 3.05 mts.

    Fotografías interiores: Italo Retamal

    Producción general y diseño: Rosana Espino

    Corrección: Paloma Bravo

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Impresión: ALFABETA Artes Gráficas

    IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

    1ª edición, enero de 2013

    Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile y en el exterior

    sin autorización previa de CELICH y de Editorial Cuarto Propio

    Agradecimientos

    Este libro es posible gracias al apoyo de dos instituciones fundamentales, la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile, a través de cuyo respaldo pude viajar a diversos congresos sobre ciudades latinoamericanas e ir conociendo allí a los distintos intelectuales que exponen aquí su visión sobre la urbanidad chilena; y a la Universidad de California (Irvine) que me permitió congregar a todos ellos en una reunión científica que se efectuó en esa casa de estudios. Agradezco a cada uno de los autores por la confianza que depositaron en mí.

    Doy mi reconocimiento además al Fondo de desarrollo para la ciencia y la tecnología (FONDECYT), cuyo aporte me permitió consolidar la investigación Representaciones de la ciudad en la poesía de posdictadura, a partir de la cual pude indagar en ciertos núcleos problemáticos respecto de la imaginación urbana en la poesía. Desde este punto de origen este libro se expande a la narrativa, a la pintura y el cine.

    Agradezco muy especialmente a la crítica y escritora Lucía Guerra-Cunningham, por la generosidad que mantuvo en nuestras conversaciones sobre ciudad y la alegría que puso cuando gestionamos el encuentro en California; y a Luis Valenzuela, escritor y ayudante riguroso en el proceso de edición de este libro.

    Chile urbano: la ciudad en la literatura y el cine

    ¿Qué puebla la imaginación del espacio de Chile? ¿Está, por ejemplo, que Santiago de Chile fue arrasado seis meses después de su fundación? ¿Pensamos que esa destrucción nos conecta con un jolgorio que no está en la fundación colonial? El 12 de febrero de 1541, el español Pedro de Valdivia mandaba a levantar el Acta de Fundación de Santiago, sin fiesta, pero el 11 de septiembre del mismo año, el cacique mapuche Michimalonko dirigía entusiasmado a sus hombres contra Santiago y la quemaba. Los mapuche no tardaron mucho en darse cuenta de que la nueva urbanización era su enemiga. Las representaciones de ambas identidades dominan la actual Plaza de Armas, pero siguen definiéndose las distancias subjetivas respecto de su lugar en la urbe. Mientras Pedro de Valdivia viaja sobre su caballo sin rienda, ensoñando un nuevo lugar y sin ver lo que está debajo; la escultura indígena nos muestra un rostro inmenso, paradójicamente sostenido sobre un cuerpo pequeño y fracturado, que connota, a través de un estilo cubista, la situación quebrada y menoscababa del pueblo mapuche actual.

    Los monumentos de la Plaza de Armas simbolizan dos de los modos culturales principales que habitan los espacios chilenos, pero hay más subjetividades en tensión, las formas de consumo, las visiones religiosas, las identidades sexo-genéricas y los proyectos políticos históricos, entre otras, cuyas disputas por el territorio son simbolizadas en la literatura escrita en Chile. He titulado Entrada prohibida: segregaciones espaciales al primer capítulo que aborda las restricciones espaciales literarias movilizadas por las elites de los siglo XIX y XX, y luego, las discriminaciones fomentadas a partir de los modos de consumo, ya entrado el siglo XXI. Las subjetividades literarias críticas a la elite (Francisco Bilbao, Alfredo Jocelyn-Holt) abordan la dicotomía adentro/afuera que posee la sociedad chilena y que ha dado origen a las expresiones gente como uno, decente o de familia bien, para indicar a quienes circulan por los mismos espacios, los mismos colegios, las mismas casas. A su vez, las subjetividades literarias que elaboran la discriminación por formas de consumo (Fuguet, Contreras, Lemebel) crean identidades donde los objetos de consumo, los gustos musicales y las formas de ocio definen su uso del espacio. Al segundo capítulo lo he denominado Niños jugando: Barrios, porque los textos allí analizados imaginan una producción comunitaria del territorio, ya no referido al consumo, sino a la posibilidad de generar relaciones de vecindad que deciden dónde se juega, a quién se ayuda o cómo se usa la plaza (Agüero, Zambra, Castillo). Estos textos, como los juegos de infantes, inventan su espacio utópico e intentan suspenderlo del tiempo.

    A los capítulos anteriores se agrega Trabajos en la vía: Fuera del camino, donde el espacio es simbolizado como medio de control y ejercicio biopolítico sobre quienes habitan en él (Edwards, Berenguer, Aniñir y Huinao). La actitud policial ha significado la expulsión y diáspora mapuche, a pesar de lo cual los nombres territoriales primeros como Mapocho (Río de los mapuche), Cerro Huelén (Santa Lucía), Manquehue (Lugar de cóndores), Apoquindo y Tobalaba (nombres de los caciques de Santiago) retornan con fuerza en esta literatura donde la etnia y la pobreza se tornan equivalentes. En esta línea he agrupado desde la escritura de los intelectuales sobre los marginales (Edwards, Berenguer) a los desplazados dando testimonio (Aniñir, Huinao). Así como ha existido la práctica de erradicar lo indígena, existe la noción de que las mujeres deben ser constreñidas, de ahí el título del cuarto capítulo Estamos grabando: urbanidades de mujer. La vigilancia y la acción de constreñir las acciones de las mujeres asumen su forma más radical en la violación, especialmente cuando se práctica tras la idea de que conquistar un territorio es equivalente a poseer los cuerpos femeninos (Blest Gana), hasta aquel comidillo que castiga a la que está fuera de casa, es soltera y aspira a tener una figuración pública (Mistral). A pesar de estas vicisitudes y del silencio mujeril obligado y premiado en el espacio público, los personajes de la literatura de mujeres continúan saliendo y van experimentando con el autoerotismo (Maturana) un modo de conocimiento que antes les estaba vedado y que se permiten ejercer puertas afuera de la casa.

    El capítulo que cierra las diversas identidades que negocian espacios es Sitio eriazo: fantasmagorías urbanas, donde se recrean subjetividades ligadas a proyectos políticos que no logran cumplirse (Littin, Eltit, Portus, Fernández) y cuya manifestación espacial es el baldío y los locos, prostitutas o cartoneros, es decir, los que trabajan con la ruina. Uso el concepto de fantasmagoría pensando en Benjamin y en su interés por los cartoneros (traperos), que recopilan lo que va siendo desechado y que antes formaban parte de los antiguos monumentos de la mercancía. En los textos analizados en este capítulo, el artista se acerca a entrevistar al cartonero y a la prostituta, y se hace uno con ellos, dejando que sus hablas decidan el texto. Así, el artista que junta testimonios es también un cartonero. Los sujetos y objetos ruinosos adquieren un carácter fantasmagórico porque provienen de otro tiempo, son un desecho cultural que exhibe el rápido envejecimiento generado por la modernidad. El progreso imparable ha ido transformando a estos sujetos y objetos en significantes o cáscaras vacías de aquello que se ha ido abandonando, como las galerías de caracoles o las viviendas del casco antiguo de la ciudad, muchas de las cuales son hoy solo fachadas de una ensoñación que ya pasó.

    En cada uno de los capítulos de este libro, diversos intelectuales observan los problemas de la urbanidad relativos a lugares de consumo, barrios, marginalidades, espacios en conflicto de género, y territorios vinculados a proyectos políticos, considerando para ello textos literarios, películas u objetos plásticos.

    Entrada prohibida: segregaciones espaciales

    Este capítulo agrupa además textos que giran alrededor de cómo las elites han creado una sociabilidad que define en la mesa dominguera de la casa privada los destinos públicos del país, rehusando así los derechos de ciudad de la calle. Por ello, los ensayistas chilenos, observan faltas de civitas. Es decir, la sociabilidad chilena se ha ido definiendo por el escaso reconocimiento de estar entre iguales. De ahí el encanto por las adjetivaciones de roto, piojento, patipelao o la gente como uno. Roberto Hozven plantea que los ensayos chilenos reflexionan sobre la falta de igualdad en los derechos y por el contrario, lo que prima son los privilegios dados por el clan familiar. Es decir, el orden de las familias impide que se eleve una clase media. A esta solo le ha quedado asumir su servidumbre ante el poder, por eso aplaude tanto a unos como a otros. ¿A quién aplaude la clase media? al nuevo jefe, ante el cual se plantea inmediatamente cómo pertenecer a su clientela. Así no hay ciudad, pues hay una incapacidad de distinguir entre el lenguaje urbano, que es público, y el lenguaje reservado a las relaciones privadas. Al contrario, se usan las redes privadas para saltarse la ley y favorecer decisiones. El espacio público es cuestionado en su existencia y se afirma, por el contrario, el poder de la casa.

    Otra forma de segregación espacial se produce por el consumo de objetos y las formas de ocio. La creación de los malls y de las comunas homogéneas en clase, forman parte del mismo ideario urbano neoliberal. Los territorios amurallados fueron el signo del buen gusto en la época de la dictadura, ya fuesen shopping center o condominios cerrados. El comercio de las tiendas con vitrinas a la calle decayó, pues el nuevo modelo urbano apostaba por derrotar lo abierto y posicionar el estilo ciudadela. El Estado pinochetista puso fin a un diseño de ciudad integrada, mediante la liberalización de los terrenos, lo que provocó que las comunas adquirieran un carácter de clase homogéneo. Los edificios populares, los blocks, que habían en Las Condes, fueron demolidos y dieron paso a urbanizaciones de otra piel social, de otro pellejo. Así, en Santiago se trazó una barrera interna, donde no era conveniente bajar —nótese el verbo— o vivir más hacia el poniente de Lyon con Providencia. La ciudad poniente se transformó en la isla de la fantasía, surgieron espacios para los jóvenes, como el edificio Los Dos Caracoles de Providencia, el Drugstore y el Apumanque (1981). Cada uno apelaba a diversas prácticas; mientras el edificio Los Dos Caracoles ofrecía moda juvenil, el Drugstore se presentaba como boulevard, en el cual se podía, además de mirar ropa, tomar un café; y el Apumanque apostaba por reunir tiendas de diversos rubros, permitiendo el paseo y acercándose con esto a la estructura del mall que después se impondría con el Parque Arauco en 1982.

    Los jóvenes de la cuentística de Alberto Fuguet se reúnen en el Apumanque y afines, produciendo allí, como afirma Cristián Opazo, un espacio de interregno, con el que obliteraron la experiencia de la represión y empatizaron sentimentalmente con las fantasías generadas desde los medios de comunicación globales, donde los referentes eran los objetos de consumo proporcionados por la industria de la moda, del entretenimiento y del ocio. Este interregno era la ciudad fantasiosa de los extrajóvenes, tal como el nombre del programa de televisión que animaba Katherine Salosny, quien después apareció en el spot del Sí apoyando la continuación del régimen torturador. Pero ella se retractó después y se justificó, diciendo que no tenía idea del Chile de las cárceles secretas, es decir, afirmando en definitiva, que tal como los personajes de Fuguet vivía en la ciudad de los extra-jóvenes, donde el espacio urbano estaba segregado entre varias formas de habitar.

    La política del consumo, en un principio de los jóvenes, ya en la Transición abarcó a la sociedad completa. Los malls se convirtieron en el paseo familiar de los fines de semana. Si antes el comercio era propio de la ciudad, ahora la venta de productos se sustrajo de la ciudad y se encerró en el mall. En estas nuevas edificaciones el tiempo no penetra, todo inconveniente climático y político desaparece y se experimenta siempre la misma temperatura; en algunos incluso no hay noche ni día, siempre la misma luminosidad artificial. Los trayectos que parecen libres, no lo son, los circuitos están predeterminados, así para bajar por una escalera mecánica se debe recorrer parte importante del mall, de forma que el ojo está obligado a ver determinadas tiendas. Tal como analiza Juan Poblete, en las crónicas de Pedro Lemebel, los malls son un ejemplo de condiciones de frontera al interior de la ciudad, donde cruzar hacia ese territorio implica aprender formas de clasificar los productos y ejercer la corporalidad y la vestimenta de manera tal que el consumidor debe cuidarse de no ser visto como delincuente por los guardias del lugar. Así estos espacios aparentemente neutros no lo son, la limpieza, la ausencia de tiempo noche/día y los recorridos programados conforman una pedagogía del consumo.

    La urbanización del mall se prolonga simbólicamente, según la literatura, a toda la urbe. La ciudad construida por proyectos comunes se ha retirado y los lazos sociales son de otro carácter. El supermercado parece haberse tragado todos los demás lugares. En cada espacio se actúa como si la única dinámica posible fuera yo soy el cliente o yo soy la mercancía y no hubiese más roles intercambiables. Se exige desde un argumento posicional yo cliente y ya no más por adscripción a un proyecto colectivo, como el que producía la huelga. Los clientes molestos pueden incluso actuar como una turba, pero su despliegue opositor es momentáneo y no estratégico. La sociabilidad del mall es la desaparición de la civitas de la negociación verbal y su cambio por la lógica del escaparate. Pero al transformar la subjetividad en una mercancía, el yo vive como una cosa, donde toda humanidad es vista como asquerosa. Incluso los líquidos producidos naturalmente por nuestras glándulas, como el sudor, parecen repugnantes. Sin olor, sin canas, sin arrugas, sin vejez, sin enfermedad, trata de verte reluciente como una manzana, es decir, evita lo acuoso y lo fluido que impide el orden de lo seriado. En esta literatura, nuestra humanidad es nuestra abyección, pues pone en escena que somos humanos en un mundo donde debemos ser cosa.

    En la urbanidad del mall el sujeto ya no se identifica por las relaciones y afectividades interpersonales, sino por una fantasía que él elabora sobre sí mismo. No hay relaciones de dominio y de servidumbre, el sujeto se sostiene ensoñándose. Aunque el jefe le hable, él parece estar, con los audífonos colocados, conectado a su sitio personal. El sujeto habita en su fantasía que lo torna evanescente. Los habitantes de exclusivos condominios cerrados viven histéricamente el contacto con los otros que los paraliza y los intima. Por ello, su gozo está en las nuevas autopistas urbanas que separan, cortan, que alzan muros que impiden que entre el polvo de las poblaciones a ensuciar los vidrios. Al otro lado, no hay financiamiento para el riego, pues tras la municipalización de los servicios estatales, cada comuna ocupa sus propios fondos, es decir, algunas se tratan suavemente mientras otras se rascan con sus propias uñas, las denominadas rascas, por cierto. Las comunas coordilleranas recreadas sin nombrarlas en esta literatura, Vitacura principalmente, se pueblan de edificios blancos inmaculados, con puertas de madera y conserje en el recibidor. Conserje obligado a ejercer de guardia, a no dejar pasar a ningún rasca. Este aislamiento buscado, vivir en los faldeos cordilleranos, como el cerro Manquehue, es también un mapa mental donde la vida acontece murallas adentro, en un juego imaginario solitario y sin memoria, como la no-ciudad. El opuesto moderno de estas ultra ciudadelas es la vida de los barrios.

    Niños jugando: barrios

    El barrio es, en la literatura chilena, casi siempre una ideología, más que un modo de urbanización. Es decir, el barrio es la atribución imaginaria de propiedades a un espacio. Ensoñar un barrio es ver a un cierto grupo como vecindad, y llamar al contiguo vecino. Imaginar un barrio es trazar un territorio que se recorre a pie y que posee relaciones de intercambio entre varios grupos, el almacenero, el transportista, el cantante, y el profesor. Cuando en Santiago literario decimos barrios estamos nombrando fundamentalmente al Barrio Franklin, al Barrio Patronato o al Barrio Yungay, y no en la denominación turística de Barrio Lastarria. Estos barrios otorgan desde su diseño urbano la posibilidad de relación y por ello, la literatura los imagina como sitios de convivencia social.

    La Población Huemul (1911) cercana a la calle Franklin, inaugurada por el presidente de la República Ramón Barros Luco, contaba con 157 casas, más una plaza, una escuela, un establecimiento de asistencia médica y una capilla, lugares que facilitan el conocimiento de los vecinos, por eso es un barrio. Allí, en la calle Waldo Silva N° 2132 vivió Gabriela Mistral. En 1968, el gobierno de Frei inauguró la Remodelación San Borja, bajo la idea de reconstruir un espacio depreciado de la ciudad y hacerlo habitable, con negocios y parques. En la misma línea, un caso memorable es la Remodelación Paicaví de Concepción, cuyas áreas de esparcimiento continúan abiertas hacia la ciudad hoy en día. Con las urbanizaciones de remodelación, se trataba de evitar el crecimiento periférico de la ciudad y se proponía, como solución, la densidad y el otorgamiento de equipamiento urbano que promoviera la convivencia del espacio, a través de plazas, asientos y espacios comunitarios. Igual lógica siguieron, en los años 70, la Villa Francia y la Villa Frei. Los barrios comenzaron a morir cuando se alzaron las villas impulsadas por la dictadura. Las villas difirieron del concepto de poblar el centro de la ciudad y al contrario fueron ubicadas en los suburbios. Algunas quedaron tan lejos que se les llamó ciudades dormitorios. Cuando el barrio comenzó a morir, se transformó en un objeto artístico.

    El Estado pinochetista otorgó subsidios a la clase media para adquirir casas en las ciudades dormitorios. En ellas, la inclusión de escuelas, farmacias o almacenes, como fueron los conjuntos habitacionales de los años 60, desapareció. Esto incide en que ahora esos grupos deban desplazarse horas para conseguir servicios educacionales o médicos o concurrir a sus trabajos. Por eso, en estricto rigor no son ciudades, son solo dormitorios. Sobre estas ciudades dormitorios donde se adormece al ciudadano habla Rubí Carreño, descubriendo que el Maipú de Alejandro Zambra está codificado como metáfora de una parte del país, aquella donde el pater familia logró el ascenso, no vía matrimonio como el romance nacional, sino por el crédito que le permitió adquirir objetos que eran antiguamente de otra clase y pagar la educación de su hijo. Con orgullo, el padre pondrá el título universitario del hijo en un lugar destacado de la casa, pero este, que aprendió otros gustos, sentirá vergüenza. Esa clase media baja vivió creyendo que la vida era tan fantasiosa como los nombres de los pasajes donde se ubicaba su propiedad. Habitar en el Pasaje Aladino era frotar la lámpara del pequeño micro empresario, quizás pequeño, pequeñísimo, pero que experimentó la posibilidad de tener un auto y enviar a sus hijos a la universidad. Esa familia habitó feliz en los pasajes de la villa, sin darse cuenta que no eran calles.

    Así como las villas de Maipú designan el sueño micro empresarial de la dictadura, la comuna de Ñuñoa se identifica con el ideario de los gobiernos que han apelado a las clases medias ilustradas. Un ícono de Ñuñoa, el Liceo Manuel de Salas, fue fundado en 1932 y definió que el territorio era habitado por profesionales que no destruían el concepto de chacra que poseía el lugar desde la Colonia. Pero esto comenzó a modificarse a fines de los años 90. Un film de Ignacio Agüero exhibe el fin del barrio donde todavía se aprecia algo de chacra con árboles frutales y pajarillos anunciando la mañana. Valeria de los Ríos analiza el film de Agüero, proponiendo el funcionamiento del cine como reemplazo de la memoria, en tanto es el montaje lo que permite recordar el antes en oposición a la cámara que sigue la acción de una retroexcavadora en su misión de botar muros. Así, el lenguaje del cine intenta recuperar el objeto perdido y el país extraviado en la proliferación de edificios. La devastación de parte de la ciudad, funciona como sinécdoque de la nación.

    La destrucción de los barrios corre paralela al interés por recuperarlos e incluso imaginarlos allí donde no los había. La cineasta Carmen Castillo elabora un documental donde ella retorna a la casa donde fue herida de muerte, para entender que Manuel, su vecino, le salvó la vida. Castillo crea así la idea de barrio en un sector de la Comuna de San Miguel y presenta el documental bajo esa ideología. Incluso quiere comprar la casa donde vivió para convertirla en museo, lo que produce un conflicto en el film. Tal como analiza Bernardita Llanos, el conflicto en el film nace de la falta de reconocimiento que sufre la sujeto, pues debe negociar su inscripción en la memoria material que el sitio provee. Los muchachos jóvenes no están de acuerdo con la idea de casa-museo. Ellos no desean la construcción de un monumento, escultura, casa museo o parroquia, que permita un reconocimiento ideológico de los que allí vivieron, pues participan de la idea que el tiempo del barrio ya pasó y que las comunidades ya no se fundan espacialmente, sino que por bienes transterritoriales, como la música.

    El barrio es imaginado justamente por quienes sospechan que el Estado nada puede hacer por ellos, de manera que es mejor arreglárselas entre ellos, ya sea a través de una junta de vecinos, una parroquia o cualquier organización no gubernamental. Los que crean los barrios no sitúan su soberanía en peligro, como sí lo hacen aquellos que están amenazados en sus territorios.

    Trabajos en la vía: fuera del camino

    Una parte de gobernar ha sido administrar el peligro. Edipo tenía que controlar la peste; los señores medievales, a los bárbaros invasores; y, los mandatarios del libre mercado, a aquellos que no se les puede prometer la propiedad privada. La adquisición de bienes no cabe para los que por una u otras razones no están integrados a la política de mercado. Por ello, los gobiernos dicen cuidado con ellos, no se sabe qué desean dado que no pueden o no quieren acumular capital. La literatura chilena los ha configurado como parte de su mundo narrado, muchas veces presentándolos como otredades que poseen otras reglas de convivencia, diferentes a las enseñadas por el centro. La marginalidad ha sido hablada por artistas de la elite o por quienes han estado en el lugar del subalterno: Joaquín Edwards y Alfredo Gómez Morel, respectivamente. Pero esto ha comenzado a cambiar.

    Joaquín Edwards toma en una de sus novelas a un habitante de la Estación Central, un muchacho que da título a la novela, el roto, y describe su entorno desde la lógica de la carencia. Andrea Kottow afirma que, mientras el Bildungsroman construye la aventura de un sujeto burgués que aprende a controlar su interioridad a través de interacciones sociales; la formación del roto pareciera obedecer a un destino inverso, el afuera es interiorizado, la libertad y los desafíos de la calle son ahora los suyos propios, de tal forma que el roto convierte a la ciudad en su único punto de referencia. La calle como educación recuerda una forma lingüística del Chile actual: tú no tení calle, indicando con ello la falta de conocimiento de las formas de vida que están allí donde la ley burguesa se acaba. O en su versión actual juvenil, la que mi hija me dice, que erí terrible de pollo o cuándo bajaí a la pobla. La calle es entonces una instancia pedagógica para los excluidos de la propiedad. La calle y no la escuela.

    Tal como el roto, los sujetos desplazados trazan sus propios trayectos. En la poesía de Carmen Berenguer esos trayectos son recuperados. Por ello, los lugares que no aparecen en los mapas, tales como los bares del barrio Chino de Valparaíso, donde se juntan los poetas; los lenocinios populares de cada región de Chile, siguiendo el viaje de una prostituta; y las diversas cárceles secretas y públicas, donde son trasladadas las mujeres revolucionarias; son los sitios que conforman los territorios en la textualidad de Berenguer. Tal como señala Marta Sierra, esta poesía pone en conflicto la formación de una espacialidad y una subjetividad moderna caracterizada como racional, masculina y blanca; para mostrar recorridos del entremedio con un lenguaje que se erige contra el relato de la ilusión ocular de la modernidad, y explora la ciudad oída, olfateada y palpada. Las diferentes casas, el burdel, el centro de torturas, la cárcel —la casa inmóvil, la llama Berenguer—, la casa de la locura, desafían la asociación entre casa y familia heterosexual y permiten escuchar el testimonio de otras subjetividades. De esta forma, Berenguer otorga protagonismo y registro a voces femeninas apenas audibles en la multitud de Santiago.

    La ciudad, que se plantea blanca y macha, deja a los sujetos de origen mapuche en los bordes, oficiando de panaderos y empleadas domésticas y envía a sus hijos a la escuela donde aprenden un idioma y un imaginario que los aleja del amor por sí mismos. Gran parte de la literatura de origen mapuche recobra la ternura hacia la naturaleza y hacia la comunidad. Lucía Guerra afirma que estas escrituras rechazan la ciudad para posicionar la cultura mapuche o criticar el fragmento de la periferia urbana que habitan y que degrada lo propio. En la primera línea, L. Guerra analiza textos de Elicura Chihuailaf donde la ciudad es un obstáculo para el enlace identitario, dado que se fractura la relación entre sujeto, tierra y universo, es decir, se pierden las gradas del rewe que une de manera vertical a la comunidad con el cosmos. Mirando la ciudad, el poeta de este grupo recobra su memoria ancestral. En la otra línea se sitúan los textos escritos por mapuche cuya vinculación campesina es ya de segunda o tercera generación,

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