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Las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena. Vol. II
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Libro electrónico500 páginas4 horas

Las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena. Vol. II

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Este es el segundo volumen de mi investigación sobre las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena. Si el objetivo del primero fue constituir y mapear un corpus de ciento setenta y nueve novelas y seleccionar un canon de treinta y cuatro, el de éste ha sido poner a disposición de los lectores quince ensayos que se centran cada uno de ellos en una de las piezas del canon propuesto. Complementa por lo tanto este volumen al anterior, obedeciendo a las mismas premisas: que las novelas que aquí estudio forman parte de un ciclo literario de carácter sistemático que ha estado en desarrollo durante un período coherente de la historia de Chile, el de nuestra tercera modernidad, que se inaugura con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 y que aún no ha concluido.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento6 ene 2017
ISBN9789560008015
Las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena. Vol. II

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    Las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena. Vol. II - Grínor Rojo

    Grínor Rojo

    Las novelas de la dictadura

    y la postdictadura chilena

    Quince ensayos críticos

    Volumen II

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2016

    ISBN Impreso: 978-956-00-0801-5

    ISBN Digital: 978-956-00-0883-1

    Obra completa Digital: 978-956-00-0881-7

    Imagen de portada: «Mesa de diálogo», escultura de Valentina Vega Eck.

    Fotografía de Adolfo Lübbert.

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Reconocimientos

    Esta es una investigación que he llevado a cabo con la ayuda del Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (FONDECYT) del Estado de Chile, que financió mi proyecto 1120038, «Las novelas de la dictadura chilena (1973-2011)», para el período que se extiende entre 2012 y 2015. También he contado para mi trabajo con el apoyo de la Red Interdisciplinaria de Estudios de la Memoria Social (REIMS), Código REDES 130057, Dirección de Relaciones Internacionales de la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONICYT). Varias personas, colegas y amigos leyeron y comentaron el manuscrito. Correría el riesgo de ser injusto si me propusiera nombrarlos/las a todos y a todas. Les agradezco entonces aquí, colectivamente, por su inteligencia, por su saber, por su generosidad y sobre todo porque, al contrario de tantos, de tantísimos de nuestros compatriotas, ellos/ellas no estuvieron dispuestos a hundir la cabeza en la arena.

    Prólogo

    Este es el segundo volumen de mi investigación sobre las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena. Si el objetivo del primero fue constituir y mapear un corpus de ciento setenta y nueve novelas y seleccionar un canon de treinta y cuatro, el de éste ha sido poner a disposición de los lectores quince ensayos que se centran cada uno de ellos en una de las piezas del canon propuesto y cuyo análisis me ha parecido esencial: de Jorge Edwards. José Donoso, Omar Saavedra Santis, Ana María del Río, José Leandro Urbina, Germán Marín, Carlos Cerda, Roberto Bolaño, Mauricio Electorat, Carlos Franz, José Miguel Varas, Fátima Sime, Antonio Skármeta y Álvaro Bisama.

    Complementa por lo tanto este volumen al anterior, obedeciendo a la misma premisa: que las novelas que estudio en esta investigación forman parte de un ciclo literario de carácter sistemático y que ha estado en desarrollo durante un período coherente de la historia de la República de Chile. El período es el que denomino de nuestra tercera modernidad, que se inaugura con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 y que aún no ha concluido. Une a las novelas que a mí me interesó conocer el apego a su coherencia al margen de la mayor o menor distancia temporal que pueda existir entre ellas y también al margen de su previsible diversidad ideológica y estética. La materia prima que les ha servido de referente no es otra que la memoria del país chileno previo al golpe de Estado, la memoria de los mil días del gobierno de Salvador Allende, luego la memoria del país que siguió al golpe de Estado, durante los diecisiete largos años que duró la dictadura de Augusto Pinochet, y finalmente la posterior al término de la dictadura, este último tramo el de la recuperación de una democracia que nos está resultando cada vez más el vocablo con que se nombra a una escurridiza entelequia. Por eso, hablo aquí de un período histórico coherente. Que cuando le pongo punto final a este libro los ciudadanos de este país sigamos relacionándonos políticamente bajo el paraguas de la constitución del dictador es la prueba grotesca de esa continuidad.

    Con todo, como lo hice ver en el prólogo del primer volumen, las novelas que formaron parte de mi investigación y con mayor razón las que ahora estudio, no son escritura referencial o, más exactamente, aunque sea innegable que ellas pueden ser leídas de esa manera también (es lo que hacen los periodistas, los historiadores o los sociólogos, por ejemplo), no es eso lo que yo he hecho en mis ensayos. Mi decisión fue leer estas novelas como lo que aspiraban a ser, literatura y literatura de ficción, aunque ello no signifique que yo haya leído en sus páginas sólo lo que sus autores o incluso lo que ellas por sí mismas me quisieron decir. Creo en definitiva en la autonomía del lenguaje literario. No creo que esa autonomía haya llegado a su fin, como lo proclaman algunos de mis colegas demasiado enceguecidos por las novedades económicas y tecnológicas de los últimos tiempos, no la de la buena literatura en cualquier caso. Por el contrario, pienso que en su autonomía reside una de las máximas capacidades del arte verbal, la de entregarnos una visión del hombre y del mundo cualesquiera hayan sido las intenciones que animaron el dibujo de las letras sobre el papel.

    Esto explica que me parezca legítimo decir que las obras de literatura son autónomas, aunque no me parezca igualmente legítimo decir que ellas son autosuficientes. La verdad que las obras de literatura contienen nos pide ser resignificada a lo largo del proceso lectivo, y en eso consiste precisamente la tarea del crítico (o la del buen lector, que no otra cosa es el crítico). Éste no lee así para negar que las obras literarias estén habilitadas para comunicar algo importante acerca del hombre y del mundo sino para poner de manifiesto el modo con que lo hacen, el cómo la buena literatura acaba siendo, por ella misma y recurriendo a sus peculiares recursos, una forma de conocimiento y, además, según suele suceder, una forma de conocimiento que deviene a menudo superior, más rica y profunda, que las de los géneros referenciales, la «escritura de al lado», como la ha llamado mi amigo Leonidas Morales T. Si yo logré leer las quince novelas que convoca este libro de esa manera, si tuve éxito en la faena de reconocer en esas novelas por lo menos una pizca de su especificidad y en hacérsela presente a mis lectores, me daré por satisfecho.

    Grínor Rojo

    La Reina, 18 de septiembre de 2015

    1978

    Los convidados de piedra o del retorno (feroz)

    del reprimido oligárquico

    ¹

    Empiezo este ensayo sobre Los convidados de piedra, la novela de Jorge Edwards de 1978, deteniéndome en el título: ¿Por qué y así, puesto en plural, «los convidados de piedra»? Recordemos que en El Burlador de Sevilla y Convidado de piedra (1630), la obra de teatro con que Tirso de Molina inaugura la trayectoria literaria del mito, el convidado de piedra es don Gonzalo de Ulloa, a quien don Juan Tenorio ha dado muerte y de cuya estatua se mofa invitándola a cenar («Aquesta noche a cenar/ os aguardo en mi posada»²). El problema para el irrespetuoso Tenorio es que la estatua de don Gonzalo no sólo le acepta el convite sino que se lo retribuye y llevándoselo después junto con ella a los infiernos («Las maravillas de Dios/ son, don Juan, investigables,/ y así quiere que tus culpas/ a manos de un muerto pagues»³). Tal es el castigo que sufre este personaje por las transgresiones que ha cometido durante el despliegue de su energía sexual desmandada, por su comportamiento erótico abominable. En el Dom Juan ou le Festin de Pierre (1665) de Moliere lo mismo sucede y también en Il Disoluto punito, o sia Don Giovanni (1787) de Lorenzo de Ponte y Mozart, que como el de Moliere está basado en el de Tirso. Por último, para abreviar un cuento que podría ser harto más largo, aunque manteniéndose en lo fundamental fiel a sí mismo, en el circunvoluto Don Juan Tenorio (1844) del romántico José Zorrilla, si bien es cierto que reaparecen tanto la invitación como la asistencia del occiso a la cena de marras, también lo es que don Juan se salva de la hoguera, previo su haber renunciado expresamente a las malas costumbres del pasado, habiéndose puesto en el mejor de los cobijos al encaramarse en dirección a los cielos en compañía de la bella y virginal doña Inés.

    Por si lo anterior fuera poco, una de las tantas anécdotas que se nos infieren en la novela de Edwards (volveré sobre esta estructura narrativa compuesta de anécdotas más adelante) es la de la falta de consideración de sus jóvenes protagonistas para con la estatua de uno de los próceres del exclusivo reducto de La Punta, don Teobaldo Restrepo. Le arrancan la nariz de un peñascazo al monumento del prócer, y se la roban más encima, aunque después se vean en la obligación de devolverla en medio de una cómica ceremonia de desagravio:

    Apretujándose los dedos, buscando su inspiración en los listones del techo, Gregorio de Jesús hablaba del respeto a las figuras del pasado, de los hombres que habían forjado nuestra patria, orgullo de América, y cuyos cimientos, hoy día, socavados por la ambición de los políticos, por la muchedumbre de los aprovechadores, por la inconciencia de la juventud… ¡Piensen un poco en el Chile de antes!, decía Gregorio de Jesús.

    ¡De antes de qué!, preguntó el Pipo Balsán a la salida, con el índice en el labio inferior y la boca entreabierta, salivosa.

    De antes del pecado original, replicó Matías, riéndose por lo bajo, en tanto que la señora Eliana, más adelante, con los ojos todavía rojos de haber llorado hacía pocas horas, emprendía el regreso con un tranco largo, estoico.

    ¡Ah!, exclamó el Pipo, y preguntó con un aire de curiosidad profunda: ¿Qué habría dicho él?

    Un discurso muy instructivo, habría dicho. Habría dicho que hoy día la juventud desprecia la experiencia de sus mayores. Por eso, habría dicho, anda todo tan mal, hoy día. ¡Porque nadie escucha! El discurso, por ejemplo, diría, les entró por una oreja y ya les salió por la otra… (311)

    No cabe duda que el contraste entre la norma senecta y las transgresiones juveniles, en este episodio de la novela de Edwards, a la vez que sugiere una diferencia generacional, da forma a una parodia burlesca del ya comentado agravio que le hace don Juan Tenorio a la estatua de don Gonzalo de Ulloa. Y que ese él, en el énfasis del texto, es don Teobaldo, pero que también es mucho más (y es muchos más⁴) que don Teobaldo. Después del golpe de Estado de septiembre de 1973, reflexiona el narrador:

    yo, a propósito de fantasmas, de incomodidades, me acordaba del incidente de la nariz, remoto y a la vez, ahora, cuando se habían desencadenado incidentes muchísimo más graves, cuando no sólo se trataba de narices municipales sino de columnas, pórticos, ventanas saturadas de proyectiles, masa encefálica aplastada contra una tapicería, simbólico (303).

    Sea de ello lo que fuere, el común denominador de cuanto yo acabo de anotar es la idea de un caballero muerto al que unos muchachones desconsiderados le faltan el respeto y que regresa desde la tumba para cobrarse el vejamen de que ha sido víctima o, si se quiere ser más explícito todavía, para, contra las actuaciones disolventes de uno o más rebeldes en el mundo de los vivos, reponer o hacer reponer las cosas en el sitio en el que ellas deben estar. En la novela de Edwards el caballero muerto son muchos caballeros muertos, claro está. O, mejor dicho, es un sector social que en la historia de Chile ha perecido y vuelto a renacer más de una vez, en distintas circunstancias y con distintas generaciones (los historiadores suelen decir que desde el siglo XVIII⁵), y al que por lo mismo se presume algo así como inmortal o, por lo menos, habilitado con una licencia envidiable para movilizarse a piacere entre el más allá y el más acá. Está compuesto ese sector social por los miembros de la oligarquía tradicional del país, por unos señorones poderosos, con frecuencia aunque no necesariamente ricos, omnipresentes y activos a lo largo de nuestra evolución histórica durante los últimos doscientos o más años. Entre el siglo XIX y el XX, contuvieron los devaneos rupturistas de los liberales ilustrados (por ejemplo, los de Camilo Henríquez, Juan Martínez de Rosas y Ramón Freire), los de los liberales románticos (por ejemplo, los de Francisco Bilbao), los de los liberales positivistas (por ejemplo, los de José Manuel Balmaceda), los de los liberales populistas (por ejemplo, los del primer Arturo Alessandri), los de los radicales izquierdosos (por ejemplo, los de Pedro Aguirre Cerda) y, last but not the least, porque incide directamente en los propósitos de este trabajo, los de los comunistas y los socialistas de Salvador Allende. Han constituido, constituyen y constituirán, al menos ése es el argumento que el novelista Jorge Edwards se ha propuesto comunicarnos a través de su escritura –y para el caso debe importarnos bien poco si él tiene o no razón en ello–, el selecto club de los «convidados de piedra» de nuestra historia patria. Nada se hizo, nada se hace y nada se hará, jamás en Chile, sin contar con su consentimiento. Porque cada vez que se intentó un cambio de rumbo en el desarrollo político y social del país, ellos regresaron desde el más allá de sus tumbas para sopesar la magnitud del cambio propuesto y, cuando lo que encontraron no les gustó, para combatirlo. Por lo demás, también son los que envían a los desobedientes al infierno donde languidecen los que carecen de historia.

    Mirada la novela de Jorge Edwards así como yo la veo, se entenderá por qué no me es posible estar de acuerdo con la lectura que han hecho de ella las profesoras españolas María Rodríguez Isoba y Eva Valcárcel, quienes afirman que los «convidados de piedra» a los que refiere el título de esta obra son los «ausentes» en el cumpleaños que reúne a los personajes de su primer plano, los que junto con los que se hallan presentes «compartieron los lejanos tiempos de la adolescencia para seguir después los caminos más dispares» (Rodríguez Isoba) o (más de lo mismo) que ellos son «los amigos ausentes, los convidados de piedra a los que alude el título» (Valcárcel), y que hoy ya no están⁶. Puntualmente, Pancho, Guillermo Williams y Silverio Molina. No hay tal, a mi juicio. Los convidados de piedra de Edwards no son ésos que, por no importa qué causas, no asisten al cónclave (Pancho está muerto, Guillermo y Silverio se «pasaron» a la vereda social y política contraria), porque si así fuera la novela de Edwards carecería de aquello que la hace valiosa, quizás de lo único que la hace valiosa: su percepción oligárquica de la historia de Chile y, en particular, del golpe de Estado de septiembre de 1973 (y en esto poco o nada tiene que ver lo que Edwards se propuso hacer conscientemente con su obra). Son, por el contrario, como lo determina con claridad el intertexto matriz, los que vuelven desde la tumba para restablecer un orden al que se juzga en peligro o, dicho esto mismo en un lenguaje que por cierto no es el mío, para reencauzar el flujo de una «tradición» quebrantada.

    Ahora bien, en Los convidados… el foco se cierra sobre una de esas generaciones oligárquicas al enfrentarse ella con su propia y peculiar circunstancia desquiciada y desquiciadora. Más precisamente: se cierra sobre el o los modos como los individuos que la componen hacen frente a unos cambios que en la historia contemporánea de Chile comenzaron a producirse a comienzos de la tercera década del siglo XX y que culminaron en y fueron cancelados por el golpe de Estado de septiembre de 1973. Sin perjuicio de las alusiones a un pasado anterior, el que parte con la guerra civil del 91, que es la que en Chile contiene los «excesos» de la modernización liberal positivista de fines del siglo XIX, introduciéndole una lógica reaccionaria, lo que constituye, y no sólo para Edwards, un precedente de lo acontecido con posterioridad a 1973⁷, el tiempo que le interesa por sobre todo al autor de Los convidados de piedra es el que lo sigue, esto es, el de los gobiernos de la modernización «desarrollista» y «populista» de mediados del siglo XX. En este sentido, creo que se puede decir que los sucesos particulares que tienen lugar en el primer plano de Los convidados de piedra y los generales que están sucediendo alrededor suyo, o sea los que componen el presente de la enunciación, están ahí en ultimas res, como el punto donde desemboca una acumulación temporal de algo más de cinco decenios, los que para un sector de la oligarquía chilena fueron de una continua declinación. Recuerda el narrador un cumpleaños similar al que ahora están celebrando, en «1969, quizás, o incluso antes»:

    En la sala llena de humo, de ceniceros repletos y vasos de whisky a medio consumir, con los cubos de hielo derretidos, donde se dialogaba y se comenzaba a bostezar con discreción, ¡a quién se le ocurría hacer una comida un día martes!, las voces, inesperadamente, habían subido de punto. Se escucharon exclamaciones exasperadas, denuestos, acusaciones iracundas. Los detentadores del poder, con su irresponsable deseo de halagar a las masas, habían permitido que el enemigo se infiltrara hasta debajo de tus narices. La peste había llegado hasta los más inaccesibles reductos. No había familia bien donde no hubiera penetrado el contagio. Jóvenes que habían recibido la mejor educación del mundo, en colegios ingleses, en los jesuitas, hijos de matrimonios ejemplares, de gran fortuna, y de repente los veías de pelo largo, inmundos, dedicados a fumar marihuana, con enormes posters del Che Guevara encima de la cabecera y leyendo instrucciones, despatarrados, invadida la pieza por un desorden indescriptible, escuchando música pop a todo lo que daba, sobre la guerra de guerrillas y sobre la teoría del foco. ¡Los bárbaros se habían deslizado hasta los santuarios más recónditos! ¡Apaga esa música!, vociferaba el consejero jurídico de las grandes compañías, pero nadie en el interior de su propia casa, la daba la menor pelota. Era una epidemia terrible, y se aproximaba, con pasos de gigante, el momento en que habría que cauterizarla a sangre y fuego (19).

    Clave es por consiguiente en esta novela el capítulo décimo, centrado en la elección presidencial de 1952, en el que se postula que el proceso de declinación, de cuya maduración y crisis da cuenta con vivacidad y en estilo indirecto libre la cita anterior, se habría iniciado en aquel año, ya que hasta entonces los populismos, aunque ya estuvieran en actividad, habían podido neutralizarse con más o menos eficacia. En las elecciones del 52 el candidato de la derecha política, Arturo Matte ya no tenía posibilidades de lograr la presidencia, se sabía que el ex dictador Carlos Ibáñez del Campo iba a alzarse con la mayoría de los votos y se avizoraba, como un opción cierta hacia futuro, el candidato de los partidos de la izquierda, Salvador Allende. Para demostrar este diagnóstico, Edwards escoge a tres personajes y los sitúa en plataformas ad hoc, lo que les permite convertirse en portavoces. Observan esos personajes (Luisito Grajales, el Zapallo Alménar, Sebastián Agüero) las concentraciones de los diferentes candidatos a la presidencia de la República y concluyen que los de Allende forman «una columna rala, desarrapada, unos rotos que no debían de estar ni inscritos» (140), que los gritos de los de Ibáñez, «mucho más compactos y roncos que durante la marcha retumbaban en la penumbra» (142), y que los caciques de la campaña de Matte, «fumando en sus cachimbas de oro, con sus abdómenes en punta, sus trajes de corte impecable, sus camisas de seda con las colleras de azabache bien a la vista, harían mejor en esconderse, o democratizarse un poco de aspecto» (144). El veredicto definitivo lo pronuncia uno de los miembros del Club, «un político viejo, senador o algo así»: «No hay nada que hacer» (143).

    Veinte años después, a días de haberse dado comienzo a la «cauterización» definitiva de la «epidemia» que habría tenido sus comienzos en el 52, ahora después del golpe pinochetista, en «los primeros tiempos del toque de queda» (11), es donde y cuando Edwards instala el punto de hablada principal de su relato. Como ya lo he dicho, la oportunidad la proporciona el cumpleaños número cuarenta y cuatro del ejemplar en cuya persona se idealiza el querer ser de la clase, el rico, culto, astuto y munificente Sebastián Agüero, de cuyo padre se nos informa que era un coleccionista de arte, «un industrial que había hecho figura más bien rara dentro de la sociedad santiaguina, un refinado, un esteta, instalado con sorna en un mundillo de mercachifles» (124). El cumpleaños de este Sebastián se transforma, como no podía menos que ser, en una celebración eufórica del triunfo «a sangre y fuego» recién obtenido, el del restablecimiento en Chile del «orden de las familias» (uso la insuperable designación del propio Edwards en uno de sus cuentos de Las máscaras. De paso, me cuesta concordar con Mauricio Wacquez, quien en el prólogo a la edición barcelonesa del Círculo de Lectores, de 1993, compara el ágape de Los convidados… ¿con el simposio platónico?⁸), el mismo que venía siendo vulnerado descomedidamente desde hacía veinte años, que a fines de los sesenta y comienzos de los setenta había alcanzado el non plus ultra de su deterioro y un deterioro al que la generación oligárquica entonces en vigencia (los personajes de Los convidados de piedra) no habría sabido revertir. Es una larga noche (una de tantas largas noches en la historia de la literatura, recuérdense a propósito al O’Neill de Long Day’s Journey into de Night, de 1956), una noche «de toque a toque», como entonces se las denominaba («Ya había empezado hacía rato el toque de queda y nosotros habíamos comido en abundancia de las sobras del almuerzo […] Todavía se escuchaban tiros en algunos sectores de Santiago y había dos o tres helicópteros que sobrevolaban la ciudad todo el tiempo. La brisa era de primavera, fría pero suave, llena de perfumes», 213), y durante la cual los distintos participantes en el agasajo, incluido el narrador básico, van tomando la palabra uno tras otro y sacando sus cuentas mientras ofrecen testimonio acerca de lo que recuerdan sobre uno o más aspectos de la biografía del grupo.

    Si se tiene esto en consideración, no parecerá insólito que yo sostenga que por lo menos en una primera etapa del análisis de la novela de Edwards es preferible aproximarse a ella respetando su pasado genealógico, como al relato de un coming of age grupal. Es el propio escritor quien nos entrega las pistas que nos permiten interpretar la obra en este sentido. Su novela, según le contó a Vicente Urbistondo el mismo año en que apareció la primera edición, tenía como antecedentes dos manuscritos, uno de fines de los años sesenta y otro de principios de los setenta, cuyo propósito manifiesto era ése, el de contar la historia de su generación, y que hasta contaba con su título, El culto de los héroes, manuscritos ésos que no se publicaron a lo que parece porque el golpe de Estado de septiembre del 73 le abrió al escritor la posibilidad de reconfigurarlos, añadiéndole al asunto ya novelado un contenido extra que a él, comprensiblemente, le pareció aprovechable:

    Es Los convidados de piedra la tercera versión de una novela que su autor creía terminada a comienzos de 1970 cuando luego de «un período de receso [para escribirla, Urbistondo está citando en este caso de Persona non grata] en Santiago, me vi obligado a reanudar mi trabajo en la diplomacia, a la que pertenecía como funcionario de carrera desde el año 1957». Me dice que esa primera redacción nada tenía que ver con lo que acabó siendo central en definitiva: la elección de Salvador Allende y los efectos sociales del suceso, sin descuidar los internacionales. Aquella versión de la obra, acabada ya en 1969, se llamó El culto de los héroes, me cuenta, y recuerda que Proust incorporó a su obra la primera guerra mundial en Le Temps Retruvé, el último tomo de Á la Recherche de Temps perdu. Algo semejante hizo él en la segunda versión de 1975, dice, al incorporar a su novela el período de Allende y la Unidad Popular, concluyéndola con su desenlace⁹.

    Precisa los datos de Urbistondo, Eva Valcárcel:

    Aunque la novela se publicará en Barcelona en el año 1978, su redacción se había iniciado diez años antes en Chile y continuó, con el título provisional de El culto de los héroes, en Lima, donde el autor ejercía como diplomático en 1970. Jorge Edwards se llevó el manuscrito a La Habana, cuando ya estaba muy avanzada la escritura, con el fin de terminarla durante su estancia en Cuba. Sin embargo, la fuerza de su experiencia en la isla le hizo posponer su proyecto de ficción y entregarse a la escritura de Persona non grata cuando regresó a París, después de su salida precipitada del país caribeño. Estos datos confirman que la primera versión es anterior al golpe de Estado, y, según ha declarado el autor, la primera historia abarcaba hasta el momento de la victoria de Salvador Allende en las elecciones de 1970 y se detenía en el anuncio de un posible golpe militar. La realidad imitará a la ficción al producirse el levantamiento militar, decidiendo así el cierre de la novela que, en un principio, tenía un final abierto¹⁰.

    Yo creo que pueden extraerse un par conclusiones de estas pistas. La primera es que su conocimiento de la experiencia revolucionaria cubana convenció al escritor Jorge Edwards de que él no quería que ella se repitiera en Chile y que eso se reflejó en la tercera y definitiva versión de su obra. Si la segunda versión paraba en el anuncio (aproblemado) del golpe, la tercera concluía con la evidencia (resignada) del mismo. La otra conclusión es que el golpe de Estado obró sobre el material que Edwards venía trabajando a la manera de un catalizador, como un acontecimiento que «precipitó» la información reunida en El culto de los héroes o, en otras palabras, que lo obligó a él a volver sobre los detalles dispersos, sobre las anécdotas que conformaban la historia del grupo, redondeándolos/las, otorgándoles una significación y una entereza que iban bastante más lejos que las necesarias para un registro generacional. La trayectoria biográfica del grupo, el coming of age colectivo, había cambiado de signo con la estancia de Edwards en Cuba (la experiencia revolucionaria cubana había dejado de tener para él el encanto romántico que es presumible que tuvo alguna vez, por eso apoyó a y fue funcionario de la Unidad Popular) y ahora culminaba, naturalmente, porque así es como son las cosas en Chile, con el golpe de Estado pinochetista. Para decirlo con la abstrusa jerga de Genette, con la cooperación del golpe se le abrió a Edwards la posibilidad de una reescritura de su novela sesentera a base una gran «analepsis homodiegética y completiva», es decir de un todo compuesto de múltiples analepsis subordinadas (de retrospecciones del pasado de lo mismo), las que con una «amplitud» y un «alcance» cada vez menor se iban cerrando hasta llegar al momento actual, el del presente de la enunciación, y que era el que les confería la plenitud de su significado porque era correlativo a los sucesos histórico-generales que desembocaban en el golpe¹¹. Y este acontecimiento no hacía sino confirmar la validez de una ley: la del regreso de los convidados de piedra cada vez que su presencia fue necesaria en la contienda histórica chilena, la del retorno infalible, para servirme groseramente del término de Freud, del conservadurismo reprimido.

    Fue así como una novela cronística, da la impresión que no demasiado interesante (no hay nada de «épico» en ella, como cree Urbistondo), excepto para los lectores involucrados personalmente en lo que ahí se estaba narrando, cuyo título era El culto de los héroes, se convirtió en una novela política, Los convidados de piedra, ésta sí de un interés considerable, que excedía las aspiraciones de su lectorado de preferencia porque, al contrario de lo que sucedía en la otra, de lo que por razones cronológicas no podía sino suceder en la otra, en ella los datos pertenecientes a la biografía del grupo se completaban espléndidamente.

    Los convidados de piedra no dejaba de ser por eso la crónica de una generación, por supuesto (el propio Edwards usa esta palabra, «crónica», en su novela y en otros sitios. En la novela la encontramos en la advertencia de autor que la antecede y también en boca del narrador básico, cuando éste se autodefine como el «cronista secreto de su generación», 125), pero ahora enriquecida y sobre todo empujada hasta el máximo de lo que ella podía dar significacionalmente al contrapuntearse sus contenidos con un cuadro histórico plural, que era aquel con el cual le correspondía dialogar, el que no sólo era más ancho sino que también estaba provisto con un sentido humano superior. Crónica en fin de la generación de los jóvenes oligarcas (o de los ya no tan jóvenes, para cuando el golpe de Estado se produce la mayoría de ellos ha cruzado la barrera de los cuarenta años) a quienes les tocó lidiar con las políticas (moderadas) del desarrollismo y el populismo, primero cuando eran niños, en los treinta y los cuarenta, y ya maduros en los cincuenta y sesenta, pero después, en los setenta, lidiando esta vez con las demandas (ya no tan moderadas) del movimiento popular.

    Nacidos en los últimos años de la década del veinte y primeros de la treinta del siglo pasado, Edwards los caracteriza en Los convidados de piedra a partir de este rasgo esencial de su identidad etaria, o sea a partir del grado de su participación en (mayoritariamente, de su rechazo de) el cambio y, por extensión, a partir de su adhesión (instintivamente fervorosa) al programa social y político de su sector de clase. Pertenecen a la oligarquía chilena por su nacimiento, son hijos, nietos, bisnietos y tataranietos de…, y circulan por tres espacios preferentemente: el de la hacienda patrimonial, Los Queltehues; el del club urbano de élite, el Club de la Unión en Santiago; y el del balneario igualmente exclusivo, San José de la Punta. Esos son sus «inaccesibles reductos», los que, contra todas las iniciativas democratizadoras que estuvieron en algún momento en ejercicio en nuestro país, ellos mantienen libres de contagio. Se es o no es de ahí por nacimiento y, cuando no se es por nacimiento, se es por adscripción, pero en este segundo caso sólo al precio y al cabo de una laboriosa faena de convencimiento de aquellos con los cuales el aspirante se quiere igualar. El tránsito del Gordo Piedrabuena resulta ilustrativo a este último respecto. Él es, según queda registrado en forma expresa, el hijo de una familia de clase media y democratacristiana y, por lo tanto, un «advenedizo» en La Punta (125), pero un advenedizo que consiguió que sus jueces se olvidaran de su origen y lo admitieran en el grupo después de pasar por las pruebas a que lo someten durante el curso de un ritual humillante:

    después de cumplir con las despiadadas pruebas de iniciación, de encontrarse una araña peluda en las sábanas y de ser arrojado desde la ventana del segundo piso de los Echave, aterrizando, con grave disgusto de don Juan José, en un parterre de achiras, había sido aceptado por el grupo, su historia personal había pasado a formar parte de la historia de ellos, y viceversa (175).

    […]

    con los años y después de su aceptación por el grupo, después de que el grupo se hubiera olvidado de que alguna vez había sido un advenedizo, un recién llegado a la Punta, el Gordo se había convertido en la voz de la cordura, del justo término medio, a pesar de las críticas de su hermano mayor, el Cachalote, que sostenía que la incorporación del Gordo a la Punta era un desclasamiento, un salto social que bien podía equivaler a un salto al vacío (130).

    No tengo que decir que estas dos citas dejan en descubierto un mecanismo de cooptación y relevo que es tan antiguo como la oligarquía chilena misma.

    Tampoco faltan en la novela de Edwards los jóvenes oligarcas arruinados, como Luisito Grajales, concebido, creo yo, a base de la Teresa Iturrigorriaga de La chica del Crillón, la novela de Joaquín Edwards Bello, el tío de Jorge, y a quien éste le ha dedicado con El inútil de la familia, para mi gusto uno de sus mejores relatos¹². Como Teresa, Luisito está en la inopia, por lo que reside en un conventillo de la periferia de la ciudad, pero sin que eso le impida desplazarse hacia el Club de la Unión, la hacienda de Los Queltehues o el balneario de La Punta, donde los demás señorean, y juntarse allí con ellos. Su infortunio económico no constituye un obstáculo, y más bien deviene en un estímulo, para que él exhiba las más beligerantes posturas políticas. Aunque no sin un terror soterrado, preparando siempre la excusa para cuando el hacha caiga sobre su cabeza: «les diré, pensó, oprimido por la falta de aire («a los comisarios del pueblo que llegaran a golpear su puerta, a medianoche o en la luz lívida de una madrugada cualquiera»), que vivo en un conventillo, que no soy más que un muerto de hambre, que culpa tengo yo de…» (144).

    Distinto es el caso de los tres que no están en la fiesta. Uno de ellos, el alocado Pancho, ha muerto joven, en un accidente automovilístico, manejando por los caminos de Viña del Mar un deslumbrante Ford 4, y se lo recuerda con una mezcla de cariño y condescendencia. Los otros dos son Guillermo Williams, hijo de un matrimonio disfuncional, entre una oligarca criolla inocentona, hija de un padre anglófilo, y un inglés aventurero e inescrupuloso, la que produce (por necesidad, se infiere: algo del mestizaje como un «salto atrás» anda por ahí) este descendiente anómalo, que termina firmando en los registros del Partido Socialista, y Silverio Molina, hijo del noble Silverio el Viejo, nieto y bisnieto de otros aún más nobles y más viejos y tataranieto del corregidor don Silverio de Molina y Azcárate. En otras palabras: un descendiente por antonomasia de lo más rancio de la oligarquía chilena.

    Silverio Molina es el único personaje de la novela de Edwards investido con una cuota de profundidad apreciable, el único personaje «en relieve», «round» o «tridimensional», como hubiese dicho Forster¹³, y es además el único que es protagonista de un desarrollo al que nosotros podemos considerar completo. Con todas sus ínfulas clasistas al principio, que no se detienen ni siquiera en la agresión a cuchilladas de los «afuerinos» que lo invaden, o sea de aquellos que osan adentrarse sin invitación en «su» espacio, convertido por lo mismo en un presidiario, y finalmente en comunista, para terminar en una suerte de paz con su persona, en un retorno espiritual a las raíces durante los días que preceden al de su muerte y que, de acuerdo con lo que constituye una norma del realismo crítico, coinciden con los que suceden inmediatamente al golpe de Estado (la vida adulta del «héroe» coincide con la instalación, auge y derrumbe del desarrollismo y populismo chilenos), yo pienso que, de habérsele dado más vuelo, la narración de su trayectoria hubiese permitido que la novela de Edwards diera el gran salto que no dio, el que hubiese permitido pasar desde una novela cronística (y casuística) a una novela en toda la extensión de la palabra.

    Porque lo cierto es que, aun cuando la inyección del golpe de Estado dotó a la narración de Los convidados de piedra de una mayor densidad, ella no bastó para proporcionarle una forma novelesca propiamente tal. Con excepción de la fiesta del primer plano, la que no cuenta para estos efectos, porque es un mismo acontecimiento que se repite sin variaciones que sean dignas de mención, y la historia de Silverio, no más acciones continuadas en esta novela. Hay, en cambio, múltiples acciones breves, pequeñas anécdotas, algunas de ellas graciosas y otras no tanto, y cuyo relato forma en su conjunto una colección de chascarros, como los que se escuchan de ordinario en las reuniones de hombres, en ésas en las que lo que se comenta (y, con frecuencia, se aplaude) son las hazañas transgresoras de los amigos o los conocidos, o porque son cómicas o porque son indicios de una vitalidad admirable e inclusive emulable, pero siempre que ellas no impliquen un desafío al statu quo. Son, como hubiera dicho Sartre, las pequeñas proezas que amenizan la «infancia» de los «jefes». En este sentido, la elección del cumpleaños de Sebastián Agüero como el espacio en el cual instalar el punto de hablada de la novela se justifica sin duda, aunque no salve al relato de la dispersión. En cuanto a ésta, el primero en combatirla fue Aristóteles, diciendo que entre los «plots [las intrigas] simples, los episódicos eran los peores de todos». Y agregaba El Estagirita: «Entiendo por plot episódico aquel en el que no hay probabilidad o necesidad de un orden según el cual los episodios se siguen el uno al otro»¹⁴.

    El resultado es una cuasi novela inserta en otra que tampoco lo es enteramente. Me refiero a la que tiene a Silverio Molina como su protagonista, ahogada en (por) las menos interesantes anécdotas que conciernen a las balandronadas de sus coetáneos. Puede que haya sido por razones personales, yo no sé, pero es obvio que Edwards, que es un muy buen narrador, se encariñó con el menudeo biográfico, y ello hasta el punto de hacerse también parte, en ése su papel de narrador, del ánimo nostálgico de sus personajes. «¿Te acordái?» (23). Por su lado, la gran diferencia entre las anécdotas que responden a esa apelación a la memoria del grupo y la historia de Silverio Molina no consiste únicamente en la extensión, en que la historia de Silverio tenga un desarrollo suficiente y las otras no, aun cuando eso sea importante también, sino en que la de Silverio traspasa los límites de lo que es tolerable para el statu quo. Silverio es un transgresor en serio, es un rebelde de los duros, no como el blandengue don Juan Tenorio de José Zorrilla sino como el matasiete de Tirso. De héroe de su clase a «traidor» a la misma, a colaborador con el Gobierno Popular y a nostalgioso al fin del conservadurismo de sus mayores, he ahí la curva que describe su apogeo, su caída y su reivindicación.

    Porque si volvemos la mirada sobre las últimas páginas de Los convidados de piedra, las que cuentan las actividades de Silverio durante el Gobierno Popular y sus días agónicos después del golpe de Estado, viviendo en un departamento mísero de la calle Guayaquil, víctima ya de múltiples infartos, nos percataremos de que en ellas él es el protagonista de una especie de epifanía, que es la que hará congruente que al fin lo entierren «como es debido», en el Cementerio Católico, con todos los ritos del caso, en la tumba de su familia y en compañía de los suyos («Hubo una misa por Silverio, a pesar de todo, en la misma capilla del Cementerio Católico», 344). Pero previo a eso, integrado al equipo de profesionales de la Corporación de la Reforma Agraria o de la Corporación de Fomento del Gobierno Popular, había surgido ya en él:

    un conservadurismo extraño, inesperado, propio de una persona que durante los períodos de dominación tradicional había tenido el prurito de llevar la contra, de comprender las razones de los minoritarios [sic], de los humillados y los ofendidos, de las masas oprimidas, y que cuando la tortilla se daba vuelta recordaba, con obcecación extravagante, con ofuscación tenaz, solo y a contracorriente, ciertos hábitos de sus mayores.

    […]

    En el medio de la euforia de la juventud [la de sus jóvenes compañeros revolucionarios, es claro], descubría el sentido de lecciones escuchadas en su remota adolescencia, consejos que a misiá Eduvigis le gustaba repetir en determinadas circunstancias, a propósito, por ejemplo, del grado de confianza que debe otorgarse a un desconocido, o del recelo que deben inspirar los siúticos, o de las virtudes de levantarse temprano, de quedar siempre con un poco de hambre al final de las comidas, etcétera: frases de Silverio el Viejo que él pensaba que le habían entrado por un oído para salir por el otro y que sin embargo, frente a una situación extrema, brotaban del recoveco de la memoria donde habían permanecido agazapadas durante más de cuarenta años (283 y 286)

    No es que Silverio reniegue del que llegó a ser posteriormente, sin embargo. Silverio es hombre de una sola pieza, por lo que se trata antes bien del rebrote en él de algo que nunca dejó de acompañarlo, aunque estuviese adormecido por allá por el patio de atrás de su genética (los jungueanos dirían que en su «inconsciente colectivo») o, para ser más exacto, de ciertas virtudes tradicionales que él siente y/o piensa que son las de todo tiempo y de todo lugar y que por ende no existe razón alguna para que sean incompatibles con la nueva situación. Peor aún, que el problema de la nueva situación consiste precisamente en el no poseerlas. La consecuencia es el desánimo, el que coincide con su decadencia física. Porque a esa alturas…

    el corazón se le había fatigado, el pulso latía demasiado rápido, la soledad, el desánimo que lo había penetrado en los últimos meses en forma insidiosa, no se olvide de que tenemos el gobierno, compañero, ¡anímese un poco!, ¡mire que no hay que echarse a morir!, sensaciones que se habían transformado en esos extraños meses en un lastre físico, un peso de plomo instalado en la cavidad del pecho y que le hacía difícil respirar, subir las escaleras, resistir las interminables jornadas, los desfiles en que la euforia no conseguía sobreponerse al ahogo, la elasticidad de los pulmones se había reducido y de nada servía contra ello el entusiasmo de las masas que lo rodeaban, los gritos juveniles

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