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Clásicos latinoamericanos Vol. I: Para una relectura del canon. El siglo XIX. Vol. I
Clásicos latinoamericanos Vol. I: Para una relectura del canon. El siglo XIX. Vol. I
Clásicos latinoamericanos Vol. I: Para una relectura del canon. El siglo XIX. Vol. I
Libro electrónico459 páginas11 horas

Clásicos latinoamericanos Vol. I: Para una relectura del canon. El siglo XIX. Vol. I

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Simón Bolívar, Andrés Bello, Joaquim Maria Machado de Assis, Rubén Darío y José Martí son las cinco figuras que Grínor Rojo elige tratar en este volumen, dedicado a la escritura clásica producida en América Latina durante el siglo XIX. Teniendo como centro de gravedad en cada uno de estos casos una pieza canónica, la Carta de Jamaica, el Discurso de instalación de la Universidad de Chile, O alienista, Azul… y Nuestra América, el capítulo respectivo interroga desde ella la obra completa del autor en cuestión. Pero no para repetir las lecturas tradicionales que existen a su respecto, sino para ponerlas a prueba volviendo una vez más sobre la riqueza inexhaustible de la escritura. Si América Latina posee ya escritores que merecen el estatuto de “clásicos”, y Grínor Rojo así lo cree, ello es porque los discursos de esos escritores contienen un potencial sémico que debiera ser activable de maneras distintas en épocas distintas. El autor de este libro ha escrito con esa certidumbre, poseído por un sentimiento de apego a un pasado cultural al que respeta y reconoce como suyo, pero sin que ese respeto y ese reconocimiento lo obliguen a la adopción de una perspectiva pasatista cuando se ocupa de él. Leer no para confirmar lo consabido, entonces, sino para desarticular y desafiliar, para resignificar y reclamar.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
Clásicos latinoamericanos Vol. I: Para una relectura del canon. El siglo XIX. Vol. I

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    Clásicos latinoamericanos Vol. I - Grínor Rojo

    Grínor Rojo

    Clásicos latinoamericanos.

    Para una relectura del canon

    Volumen I: El Siglo XIX

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2011

    ISBN: 978-956-00-0267-9

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Prólogo

    Contiene este libro mi arreglo de cuentas con una cierta tradición crítica, con mi actividad profesional de cuarenta años e inclusive con mi propia persona. Fue pensado como un conjunto de diez capítulos que se sucederían a lo largo de un volumen único, pero su desarrollo se anduvo más tarde complicando, las páginas se multiplicaron, y el manuscrito original acabó transformándose en dos, uno para el siglo XIX, y otro para el XX. Me atuve, como quiera que sea, para este volumen, y la misma cosa pienso hacer para el que sigue, a los principios de organización que concebí para el proyecto primitivo, de acuerdo con los cuales cada capítulo pone en movimiento la exposición que a él le toca a partir de uno de aquellos textos a los que los latinoamericanistas suelen conferir el estatuto de clásicos. Argumentar que un texto es clásico, es lo mismo –conviene que abordemos este asunto sin grandes preámbulos– que argumentar que es un texto que no se resigna a los estropicios del tiempo, pero también que ése, su no resignarse, se debe a un potencial sémico que se encuentra incorporado en él aun desde antes de ser leído, aunque sea activable de maneras distintas en épocas distintas. Por cierto, esta posición que yo acabo de enunciar discrepa tanto de la fe esencialista de Calvino, para quien clásica es una obra tan llena de significado que nunca termina de decir lo que tiene que decir,¹ como del escepticismo irónico y meramente atributivo de Borges, según el cual "clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término".²

    Como se apreciará en las páginas que vienen a continuación, al contrario de lo que opinan uno y otro de estos dos distinguidos autores, yo prefiero pensar que obras clásicas son las que obtienen su durabilidad, y por lo tanto su potencia significacional, estableciendo para su desempeño un diálogo de intenso aprovechamiento de y de no menos intensa colaboración con las fuentes mayores de la historia de una cultura, y que quienes consumen tales obras son personas que, en su condición de participantes de esa misma cultura, se benefician de dicho diálogo, a veces en el tiempo en que las obras se escribieron y a veces en otro posterior, según sean las necesidades y las posibilidades que determinan sus correspondientes procesos de recepción de los textos (según el o los modos de discurso de los cuales esas personas disponen para el desarrollo de su práctica de receptores de artefactos lingüísticos). Pero, para los fines del libro que el lector tiene ahora al frente suyo, lo que a mí me interesa, sobre todo, es irlo familiarizando con una idea elemental, y que es la que sostiene que, aunque no a todos los textos canónicos se les pueda conferir el estatuto de clásicos, es muy razonable que la gente piense que los textos clásicos son todos canónicos, y que pedirles a esos textos canónicos que nos den cuenta acerca de las causas de su canonicidad, es pedirles que nos respondan acerca del por qué y el cómo ellos son lo que se dice que son.

    Fue, creo, Pedro Henríquez Ureña el primero que entre nosotros se preocupó de hacerles un hueco a los problemas del canon: Noble deseo, pero grave error cuando se quiere hacer historia, es el que pretende recordar a todos los héroes, sentenció el maestro dominicano en 1925, y agregó un poco después: Hace falta poner en circulación tablas de valores: nombres centrales y libros de lectura indispensables […] La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó.³ Hasta ese instante, y pese a que las primeras manifestaciones de una teoría crítica latinoamericana moderna nosotros tenemos que buscarlas en las últimas décadas del siglo XIX, hallándose representadas de manera eminente por una media docena de ensayos de Martí y de Rodó, la cuestión de las tablas de valores, como escribe don Pedro, no había ocupado aún un lugar en la lista de nuestros deberes.

    Él fue quien, al proponerse historiografiar la producción literaria (o escrituraria) de la región, cuando teníamos andado ya un siglo de vida republicana (Ayacucho se pelea en 1824 y Henríquez Ureña está publicando el ensayo al que me refiero en 1925), se ve en la obligación de efectuar las dos operaciones que según enseña Jakobson, confluyen en el despliegue de todo acto de lenguaje. Determina primero cuál es la comarca desde cuyo ámbito a él le interesa seleccionar los materiales que abarcará en su doble cometido, tanto epistémico como axiológico, esto a través de una maniobra de tipo paradigmático, y en seguida procede a contar el producto de su selección, poniendo en marcha un esfuerzo expositivo que ordena los materiales que escogiera previamente a lo largo de un eje horizontal, cronológica y lógicamente cohesionado. Como lo sabe cualquier alumno de licenciatura, a la conclusión a esta tarea Henríquez Ureña le echó veinte años de su laboriosa existencia. La culminación de la misma se encuentra en Las corrientes literarias en la América Hispánica, cuya primera edición en inglés es de 1945, y en la Historia de la cultura en la América Hispánica, impreso después de su muerte, en 1947.

    Ahora bien, si nosotros consideramos la selección que Henríquez Ureña nos propuso en 1925, nos daremos cuenta de inmediato de que el ecuatoriano Juan Montalvo es el único entre los nombres centrales que él escogió para el siglo XIX que ha perdido algo de lustre. Los demás formaban, siguieron formando parte de cualquier antología o de cualquier programa entre aquellos que, por lo menos hasta el día de ayer, se consideraban indispensables en la sala de clase (un libro clásico es un libro de esos que se enseñan en clase fue lo que ironizó Alone a propósito de este asunto alguna vez, aunque Curtius había dicho algo parecido mucho antes que él) y sin ni siquiera pensarlo demasiado. Ello a pesar de los desvelos de Ángel Rama, quien en la década del setenta y hasta principios de la del ochenta, procuró reivindicar el estatuto de canónicas para algunas opciones de una procedencia menos consensuada, como es el caso de la gauchesca, o reevaluar unas pocas de las antiguas, como ocurre con Darío y el modernismo en general. En rigor, tuvimos que esperarnos hasta el advenimiento de la revoltosa coyuntura de un fin de milenio y comienzo de otro para asistir a una arremetida a fondo, esta vez sin contemplaciones de ninguna especie, contra el canon heredado. Creo que en esto consiste la gran novedad de la crítica latinoamericana actual, una crítica que por otra parte, y la verdad sea dicha, no es muy rica en novedades.

    Como podía preverse, el argumento que agitan los rebeldes para proceder al despliegue de su inquina contra el canon es técnico en principio y político en el último análisis. Desde el punto de vista técnico, el tópico en torno a cual convergen las voces de sus representantes más conspicuos es la crisis del concepto de literatura. Nadie que no sea Harold Bloom se atreve en los tiempos que corren a definir qué es lo literario, ni menos todavía a delimitar, jerarquizar, tirar rayas, levantar y cortar cabezas en nombre de esa definición. En su controvertido libro de 1994, recordemos que Bloom empujaba sus distinciones hasta el extremo de argumentar que la fuerza estética, que para él constituía la razón de ser de la literatura, se compone primordialmente de la siguiente amalgama: dominio del lenguaje metafórico, originalidad, poder cognitivo, sabiduría y exuberancia en la dicción.

    Pero es un hecho que ninguno de los tres criterios que avalan toda la teorización occidental existente en torno a este problema, a los que se ajustan de una u otra manera todas las distinciones bloomianas, que son el criterio de retoricidad, el de ficcionalidad y el de universalidad, nos parece hoy día digno del mismo crédito que estábamos dispuestos a acordarle en tiempos no demasiado lejanos. Si mucho apuramos a quienes dudan de su validez, y solo en esa circunstancia, es posible que los tales pudiesen mostrarse llanos a concederle/s su bendición a alguno o a algunos de ellos, pero circunscribiendo el alcance de su consentimiento al aspecto cuantitativo únicamente. Sí, refunfuñarán los interpelados entonces, el texto literario es más retórico que otros textos, o es más ficticio, o es más universal.

    La contribución de Hayden White en el campo de la teoría historiográfica, la de Derrida en el de la filosófica, y la subida de las acciones de unos cuantos novelistas del tercer mundo en la bolsa de valores de la frivolidad internacional, novelistas que de periféricos de ayer se han transformado en centrales de hoy, han sido suficientes para hacer que mucha gente dude que la literatura sea deslindable, que se pueda seguir deslindando, con los mismos patrones de antaño.

    Pero el argumento es, además y pudiera ser que al fin de cuentas, un argumento político. Esto quiere decir que la decisión respecto de qué sea lo literario y qué no, y por consiguiente, también la decisión respecto de cuáles son los textos que valen y cuáles los que no valen, entre los producidos por esta praxis humana, y poco importa a qué familia pertenezcan los medidores de aprecio que se empleen para dar cumplimiento a la faena evaluativa, dependen en último término, nos dicen los que participan en la batalla desde esta segunda trinchera, de variables que rebasan el terreno de la literatura. La posesión y la administración del poder devienen a renglón seguido en el punto neurálgico del debate. Esos que lo tienen, es decir, algunos individuos solitarios (no importa si por causas económicas, sociales o de cualquier otra índole), los gobiernos, los parlamentos, las universidades, los medios de comunicación o determinados grupos dirigentes, culturales, políticos o financieros, son los que, nietzscheanamente, para decirlo por medio de una invocación al santo patrón de la orden, cuadriculan el mundo.

    Vemos así como la nada desdeñable capacidad de fuego de la teoría postestructuralista se endereza hoy no solo contra los valores, tal y como ellos existen o han existido históricamente, sino contra la posibilidad misma de emitir juicios de jerarquía y/o de definición (esto último porque se da por sentado que todo juicio de definición esconde un juicio de jerarquía), con el raciocinio de que para la ejecución exitosa de una actividad de esa laya no hay en el mundo real correlato alguno cuya existencia se pueda demostrar fehacientemente. El principio lógico de la adequatio intellectus et rei queda de esta manera desahuciado, y los juicios de valor o de definición se truecan en meras fabricaciones y, por lo mismo, en resultados egregios del ejercicio del poder.

    Es cierto que este argumento puede morigerarse un poco, aludiendo a la imposibilidad de una determinación exacta del locus del poder, a la manera de un Foucault o de un Deleuze, y bloqueándose de ese modo la introducción en el horizonte teórico de una perspectiva a la que, en último término, no nos quedaría más remedio que calificar de fascistoide. Pero, al margen de los beneficios que un paliativo como ese pudiera reportarles a sus nerviosos usuarios, hay que admitir que lo principal del raciocinio se mantiene en pie, a saber: el alegato de que no existe en ningún lugar del universo una fundamentación que sea capaz de otorgarle su respaldo al veredicto ético, estético o similar. De aceptar nosotros como válida esta petición de principio, se entiende que no podamos aceptar la existencia de un criterio de legitimidad para la confección de listas de obras y autores, ni menos aún para su imposición.

    De lo que se olvidan los apasionados adherentes a esta doctrina, es que para Nietzsche los valores tienen con frecuencia su origen en el costado opuesto al del poder, en el costado al que él mismo designaba (y en francés) como el del ressentiment. O sea que la postulación de la excelencia ética y estética proviene o puede provenir, por lo menos para el filósofo de La genealogía de la moral, de una maniobra sublimatoria de la que son protagonistas aquellos individuos o algunos de aquellos individuos que, habiéndose quedado con la mano extendida cuando se repartieron los dividendos del poder, se regalan a sí mismos con los deleitosos consuelos de una venganza imaginaria. Pero qué se le va a hacer, si ya no están los tiempos para distingos sutiles. Por eso, el canon ético o estético aparece en mucha de la teoría que hoy se perpetra sobre esta materia, como la obra maestra de los poderosos, de esos mismos que nos han hecho a los que no lo somos (y que por cierto que somos los más) comulgar con las ruedas de carreta de su voluntad soberana.

    El resultado de esta circunstancia es un llamado furibundo a la subversión, y su manifestación más preclara la constituye la ofensiva desatada contra el canon, de cuyas limitaciones, según asevera el sector más belicoso de los flamantes subversivos, sería provechoso deshacerse de una vez y para siempre. En cambio, se nos pide que reconozcamos la amplitud, la diversidad y el derecho a expresarse de todo cuanto, haciendo alarde de su diferencia, aplana la superficie del globo terráqueo. Especialmente, se nos conmina a que hagamos nuestras las prerrogativas del excluido o, más concretamente, que nos preocupemos de potenciar su discurso; que escuchemos de una vez por todas la voz de aquéllos que, al contrario de lo que se suele creer, la tienen, en efecto, pero no han disfrutado hasta ahora de la oportunidad de hacer de la misma un uso libre y suficiente.

    Una vez más, solo Harold Bloom puede oponerse a una convocatoria democrática como ésa, arguyendo la existencia en la crítica contemporánea de un complot sedicioso, en el que, si hemos de prestarle oídos a las acusaciones de un comentarista catalán del académico estadounidense, éste amontona a feministas, afroamericanistas, marxistas, neohistoricistas, desconstruccionistas y, en fin, a todos los que ejercen la crítica cultural.⁵ No existe semejante complot, por supuesto. O, mejor dicho, ojalá que existiera. Porque yo tengo para mí que, si durante el transcurso de esta partida los espectadores de la misma somos capaces de descubrir una artimaña indesmentiblemente mañosa, ella no va a ser la que se origina en el lado de allá de la cancha de juego, sino la que proviene desde su interior y de acuerdo con la cual a los de afuera se les está permitiendo que se construyan sus ghettos propios, ahora no solo físicos sino también políticos y culturales; que se distraigan con el espejismo de una vida humana próspera y dichosa en el espacio impoluto de sus zonas liberadas. Es así como se les otorga a los excluidos luz verde para que despilfarren su tiempo abocados al diseño de unas embusteras estrategias de poder local, dispensándoseles con la mejor de las sonrisas, el agujero que ellos mismos se buscaron para enclaustrarse dentro de él, para acurrucarse en la tibieza de su excepcionalidad, para asumirla con viento a favor, sintiéndose autónomos, independientes y enteros, y hasta se aplaude la sabia determinación que ellos han hecho de elegir a sus propios héroes. Todo esto a cambio de un reforzamiento del statu quo, de que lo principal del statu quo se mantenga intocado, como fue, como es y como debe ser. Si los subversivos abandonan la partida, mejor para todos aquellos que la siguen jugando.

    Que yo estoy de acuerdo en abrir el texto de nuestra escritura hacia el espacio de los que no tienen o no han tenido hasta ahora voz (mejor dicho: pluma) en ella, eso es algo acerca de lo cual no siento que tenga que darme el trabajo de aducir mayores pruebas. Después de los muchos años que llevo envuelto en estos trajines, se me excusará de la obligación de rendir cuentas acerca de la fortaleza de mi compromiso democrático. Me parece efectivamente, me ha parecido desde hace ya un tiempo largo, y como se verá, ésa es también la hebra que amarra los cinco capítulos que componen el libro del que estas líneas intentan ser un prólogo, que América Latina nació y se edificó en o sobre la práctica de la exclusión.

    Desde los albores del siglo XIX, los que produjeron el primer recorte, entre cuyos bordes construyeron a continuación el sujeto nacional, la cultura nacional, la literatura nacional, etc., etc., o sus hijos o sus nietos y bisnietos, han procurado mantener en pie, a todo trance, sin importarles mayormente a cuánto ascendían los costos de su política exclusionista, el imperio de la discriminación. E inclusive en los casos en que los procedimientos para ese abuso del privilegio no se abstuvieron de incluir la manipulación, la censura, el ocultamiento y hasta la prisión y el crimen. Entre tanto, los que se quedaron afuera han venido haciendo todo cuanto les fue posible para denunciar e impugnar, para desconstruir y ventilar. No se quedaron callados nunca. Por el contrario, desde Guamán Poma a Sor Juana, a Martí, a Mariátegui y a Julieta Kirkwood, jamás han faltado en este continente los hombres y mujeres que construyeron sus vidas en una actitud de resuelto antagonismo con la que Neruda bautizó como la ley del embudo, denunciando y combatiendo a la exclusión en cualesquiera que fuesen sus formas y dondequiera que las tales se manifestaran.

    Esto lo digo para que se sepa que el reclamo en defensa de los excluidos no tiene nada de nuevo, que hace mucho que está con nosotros, por lo que creer que es hoy cuando por vez primera, gracias a la prédica de algún filósofo francés de moda, la marginalidad ha logrado hacerse un sitio en los debates intelectuales del hemisferio, es incurrir en una exhibición de ignorancia supina. Peor aún, es estigmatizar con ese mismo razonamiento a los incluidos, a todos los no marginados, en beneficio (o en el supuesto beneficio) de la resistencia a la exclusión. Considerar que la cultura canónica de América Latina es, que ha sido cómplice desde toda la vida, con las iniquidades y pequeñeces de los más poderosos me parece a mí una aberración en el peor de los casos y una tontería en el mejor.

    Primero, porque ése no es un reduccionismo al que avalen los hechos. Estamos hablando, en efecto, de obras de muy distinta naturaleza, escritas con propósitos variados y en circunstancias no menos dispares. Además, hablamos de obras complejas, con una potencialidad enorme para significar, la que por cierto no se agota en la colaboración más o menos directa que algunas de ellas o sus responsables hayan podido prestarle a las empresas del poder. Que han existido y existen en Latinomérica los intelectuales orgánicos de la oligarquía, cuyo trabajo éstos pusieron y ponen al servicio de los deseos e intereses de dicho grupo social, y para los cuales el todo de su actividad se completa en el marco de las contribuciones que ellos les hacen a los proyectos de dominación respectivos, eso nadie lo duda. Pero una cosa es dejar clavada esa pica en Flandes y otra bien diferente es sostener que entre el poder político e ideológico y la cultura canónica existe una relación de identidad necesaria. De hacer nuestro este segundo postulado, por el camino de la crítica del canon habremos acabado desbarrancándonos en el peor de los reflexionismos, ése que ni siquiera los stalinistas de los años treinta se permitieron sin sonrojos, y por detrás del cual lo que se advierte es una falta de respeto perniciosa e insensata hacia la independencia relativa de la cultura vis-à-vis las demás prácticas que componen el conjunto social.

    Las consecuencias de esta doctrina son graves y están a la vista. Si la teoría crítica se agota distribuyendo el quehacer de la cultura entre la marginalidad por un lado y la complicidad por el otro, esa misma teoría crítica tendrá que reconocer de inmediato la lamentable verdad de su impotencia. Tendrá que reconocer que no existe ninguna posición desde donde ella pueda ejecutar sus tareas con autenticidad y eficacia y que, por consiguiente, el desarrollo cultural y aun el social es una necia quimera.

    Concluyamos entonces que el llamado a abolir las estrecheces del canon, desterrando a éstas del horizonte de nuestras preocupaciones críticas en nombre de su colaboracionismo efectivo o presunto con los deseos del poder, es una ligereza en principio y una fantasía en el fondo. Todo lo cual no obsta para que también haya en ello una pretensión peligrosa, ya que quien intente convertirla en realidad se estará incapacitando a sí mismo, entregándoles a otros la alternativa de constituir y manejar a su antojo eso que él/ella se propuso hacer objeto de su discrepancia pero a lo que acabó renunciando movido/a por los cantos de sirena de un purismo falaz. Rescatemos nosotros, para neutralizar los efectos de este balance tan poco auspicioso, lo mejor que el postestructuralismo y el postmodernismo nos ofrecen: la certidumbre de la incertidumbre, la convicción de que la conciencia que el texto tiene de sí y declara no es, que no tiene por qué ser, la frontera definitiva de su potencialidad para significar.

    Afirmar que tales o cuales autores y libros canónicos son irredimibles, y abandonarlos por eso a la pobreza y los prejuicios de la interpretación del politicastro o el gestor cultural de turno, equivale a afirmar que tales autores y tales textos pueden ser leídos de una manera y solo de una, y que esa manera no es otra que la que la máquina de dominio imperante ha impuesto sobre ellos o la que (y no hay por qué descuidar esta segunda alternativa) ellos se imponen a sí propios. Aparte de que no existe parasitismo crítico más enojoso que el que se queda contento con repetir lo que resulta evidente de suyo, y que una crítica productiva de veras necesita ir más allá de esa etapa embrionaria de su trabajo para hacerse merecedora de tal nombre, obsérvese que ni yo ni muchos otros de los críticos latinoamericanos actuales tenemos ni la más mínima gana de obsequiar a los dueños del poder con escritores de la talla de un Bolívar, un Bello, un Machado de Assis, un Darío o un Martí. Hacerlo, con el convencimiento de que estos escritores colaboraron en las innumerables torpezas de nuestra historia republicana, me parecería por lo menos, y estoy siendo benévolo, un desperdicio.

    He escrito, entonces, mi nuevo libro, con un sentimiento de apego a un pasado canónico, que reconozco como mío, pero sin que ese reconocimiento me obligue a la adopción de una perspectiva crítica pasatista en su consideración. En el mismo momento en que tantos y tantas se excusan, ya no digamos de estudiarlo sino de leerlo, prefiriendo seguirles la pista a los testimonios, a los diarios de vida, a los epistolarios, a la literatura oral, a los fragmentos, a las letras de los boleros y hasta a los grafittis, yo he preferido retornar en los cinco capítulos de este libro sobre las grandes figuras y las grandes obras que constituyen el acervo clásico de la escritura latinoamericana del siglo XIX. Pero no para confirmar lo consabido, no para contribuir con mi esfuerzo a la muy desconfiable faena de la marmolización, sino todo lo contrario: mi propósito ha sido leer para desarticular y desafiliar, para resignificar y reclamar. Si lo he logrado en alguna medida, si he tenido la buena fortuna de producir sobre cada uno de los escritores que se incluyen en el índice de mi trabajo una exégesis que lo desligue de la causa del poder, me daré por satisfecho.

    Y algo más, aunque debiera resultar obvio después de lo que queda dicho: el libro que el lector tiene en sus manos no es un libro sobre la literatura latinoamericana, sino un libro sobre la escritura latinoamericana. La literatura, si es que nos empeñamos en resolver las dificultades que continúan entorpeciendo el trámite de la teoría crítica contemporánea, podría, quizás, dentro de unos veinte o treinta años, volver a existir. Por ahora, mi opinión es que no es mucho lo que uno puede opinar acerca de ella con la conciencia tranquila.

    ***

    Para cerrar este prólogo, permítanseme algunos agradecimientos. Entre las instituciones, siento que se los debo a la Universidad de Santiago de Chile, en la que fui investigador asociado y profesor adjunto durante varios años; al Fondo Nacional de Investigación Científica y Tecnológica del Estado de Chile (FONDECYT), que me becó entre 1997 y 1999, y que me volvió a becar a partir de ese último año, esta vez mediante un proyecto de líneas complementarias, en compañía de los profesores José Luis Martínez, Kemy Oyarzún, Carlos Ruiz, Bernardo Subercaseaux, y de un grupo excepcional de jóvenes ayudantes; agradezco también a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, en la que desde 1997 me desempeño como profesor titular y director del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos. Entre las personas, con la certidumbre más absoluta de que estoy siendo injusto, quiero nombrar a mi compañera, Valentina Vega; a mis ayudantes, Fabio Moraga, Pablo Vargas, Adrián Baeza y Claudia Zapata; a Douglas Hübner, de cuya biblioteca, con la ayuda de Lara Hübner, sustraje las Obras completas de Bolívar; a Nelson Osorio, que me prestó (en su biblioteca personal y bajo la más estricta vigilancia) la edición venezolana de las Obras completas de Bello; a Sara Rojo, gracias a quien tuve acceso a numerosos materiales brasileños; a María Carmen Fayos y María Rosa Olivera, quienes me enviaron información imprescindible desde Estados Unidos; a Naín Nómez, por leer el manuscrito y por hacer sugerencias que buscaban mejorarlo; a los buenos alumnos de mis seminarios en la Universidad de Chile; y a todos los amigos que me vienen escuchando predicar sobre la cultura de América Latina desde hace ya más tiempo del que tal vez les gustaría. Como en ocasiones anteriores, lo que de erróneo, discutible o insuficiente pueda haber en este escrito ha de cargarse a mi cuenta y a la de nadie más.

    Grínor Rojo

    La Reina, diciembre de 1998-abril de 2010

    1 Italo Calvino. Por qué leer los clásicos en Por qué leer los clásicos, tr. Aurora Bernárdez. Barcelona. Tusquets, 1993, p. 15.

    2 Jorge Luis Borges. Sobre los clásicos en Otras inquisiciones. Obras completas 1952-1972. Vol. II. Buenos Aires. Emecé, 2007, p. 183. El subrayado es mío, G.R.

    3 Pedro Henríquez Ureña. Caminos de nuestra historia literaria en Seis ensayos en busca de nuestra expresión. Obra crítica. México, Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica, 1960, p. 255.

    4 Harold Bloom. El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas, tr. Damián Alou. Barcelona. Anagrama, 1995, p. 39.

    5 Enric Sullá. El debate sobre el canon literario, introducción a El canon literario, ed. Enric Sullá. Madrid. Arco/Libros, 1998, p. 12.

    1815: Bolívar en Jamaica o de la partición de las aguas

    I

    En lo concerniente al espacio público, Simón Bolívar desea dar forma a una teoría del Estado (a un sistema de gobierno es lo que escribe algunas veces, pero la verdad es que es mucho más que eso) que sea apropiada para la conducción del país libre o del futuro país libre. Los frutos que él espera obtener por medio de la elaboración y la aplicación de una teoría de esa laya son la seguridad social y el orden político. Casi innecesario me parece advertirle al lector de estas páginas, que en el pensamiento bolivariano tales frutos no son estimables por lo que ellos significan en ellos mismos, sino porque constituyen las bases a partir de cuya consecución Bolívar prevé que va a ser posible lograr la satisfacción de sus conciudadanos. Declara en una frase muy comentada del Discurso de Angostura: El sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política.¹ Si nosotros interpretamos el orden de las palabras del prócer en el interior de esta frase como un orden de carácter jerárquico (y a mi modo de ver es lo que tiene que hacerse), se desprende de eso que la seguridad social y la estabilidad política, no se encuentran para Bolívar en un mismo rango de importancia que la felicidad ciudadana. Ésta es un bien de mayor calibre, a cuyo servicio se debieran poner los otros dos. Más precisamente: la felicidad ciudadana constituye la meta hacia la que, a juicio de Bolívar, debería encaminarse el trabajo del conductor de pueblos, una meta en la que nosotros reconocemos la huella de una tradición filosófica que modernamente se remonta a las meditaciones de Condillac y de Helvecio, y que el escritor venezolano hace suya pudiera ser que derivándola, no tanto de una lectura de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, como de su conocimiento de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos.

    Por otra parte, considerando que Bello fue su maestro en 1796, y que las simpatías de Bello para con el pensamiento británico iluminista son tempranas, no es imposible que haya sido por ese camino o por otro posterior, este último durante los seis años que cubren los dos primeros viajes de Bolívar a Europa, o en su paso de unos cuantos meses por los Estados Unidos, que éste llegó a adquirir alguna familiaridad con los principios del utilitarismo benthamiano. Al fin y al cabo, Principles of Morals and Legislation se publicó en 1789, y ello sin contar con que Bolívar se carteó después con Bentham y que hasta llegó a prohibirlo en un momento en que sus ideas le parecieron peligrosas. El caso es que determinar con qué sistema la seguridad y la estabilidad se fundamentan desde el punto de vista de la filosofía política de la época y de qué manera o, en otras palabras, de acuerdo a cuál o a cuáles de los modelos contemporáneos que pudieran hallarse disponibles para dichos fines cabe introducir dicho sistema en el medio venezolano y, por extensión, hispanoamericano, son sus más grandes obsesiones.

    En cuanto a lo primero, en otro párrafo marcado del Discurso de Angostura Bolívar discurre que antes de o simultáneamente con la instalación del buen gobierno, es menester que aparezca en las conciencias de los ciudadanos en ciernes un espíritu nacional, que tenga por objeto una inclinación uniforme hacia dos puntos capitales: moderar la voluntad general y limitar la autoridad pública.² Introduce pues, en aquel Discurso…, una tercera figura teórica entre los dos extremos que representan las sensibilidades en estado puro de los seres humanos, por un lado, y el artículo de la ley, por el otro. Esa tercera figura teórica no es otra que la nación, consecuencia necesaria y también irreemplazable del desarrollo de un determinado espíritu colectivo.

    Con todo, creo que no se puede decir que ese espíritu nacional, que Bolívar invoca en esta cita y cuya aparición no es muy frecuente en su escritura, sea una entidad por completo inambigua. François-Xavier Guerra ha argumentado convincentemente que

    ‘la nación, tal como se concibe a finales del siglo XVIII, estaba aún lejos de ser la nación moderna tal como se concebirá precisamente después de la revolución. Uno de los puntos claves de la mutación cultural y política de la Modernidad se encuentra ahí’, es lo que afirma Guerra, ‘en el tránsito de la concepción antigua de nación a la de nación moderna […] La segunda, la nación moderna, hace referencia a una comunidad nueva, fundada en la asociación libre de los habitantes de un país; esta nación es ya, por esencia, soberana, y para sus forjadores se identifica necesariamente con la libertad. Mientras que la primera mira hacia el pasado, la segunda lo hace hacia el futuro: una es la constatación de un hecho histórico, la otra, un proyecto’.³

    Teniendo en cuenta las dos posibilidades que el tratadista francoespañol nos ofrece, cabe preguntarse ahora cuál es, exactamente, la nación que Bolívar imagina. Opino yo que, si en la cita aludida Bolívar habla de un espíritu nacional, que no se ha constituido aún y al que es preciso constituir, esa nación es, no puede sino ser, la del futuro. Pero eso no significa que la idea más antigua desaparezca por completo de su registro escriturario. Ella aflora, por ejemplo, con gran nitidez, en una carta a José Antonio Páez del 26 de agosto de 1828, cuando Bolívar se encontraba próximo a asumir poderes dictatoriales, y donde sin embargo sostiene que el nuevo gobierno que se dé a la república debe estar fundado sobre nuestras costumbres, sobre nuestra religión y sobre nuestras inclinaciones, y últimamente, sobre nuestro origen y sobre nuestra historia.

    De ahí que, aun cuando sea verídico que la nación es para Bolívar un constructo de cultura deliberadamente generado, como lo es el Estado, no lo es menos que él intuye que el mismo no carece de un cierto contacto con la naturaleza o, mejor dicho, que él es, también, de alguna manera, naturaleza. Es por esa doble condición suya, por su ser a medias naturaleza y por su ser a medias cultura, que el espíritu nacional posee la riqueza y la competencia que hace falta para interceder entre ambos polos. Porque, según piensa Bolívar, la regla que debe orientar a esos puntos extremos, cuya teoría admite difícil, es la restricción, y la concentración recíproca a fin de que haya la menos frotación posible entre la voluntad y el poder legítimo.⁵ Esto es lo que se consigue o lo que debiera conseguirse gracias a los efluvios salutíferos del espíritu de nación. Después de la realidad pura, de la voluntad general, a la que por esa misma época apela la izquierda rousseauniana, o de la disposición instintiva de los hombres cuya satisfacción es, al fin y al cabo, la tarea económica de nuestras vidas, según razonaría Freud muchos años después,⁶ y antes de que el Estado ponga en práctica sus propios mecanismos represivos, conviene que hayan entrado en funciones los mecanismos disuasores de la voluntad comunitaria. Mirada desde este punto de vista, la nación no es otra cosa que un desprendimiento de por lo menos una de las varias direcciones que la historia de la razón moderna adopta en su despliegue, aquélla que persuade a los individuos para que, desde el interior de sí mismos y por un impulso que no se contradice con las tendencias de su naturaleza, no den rienda suelta a la economía de la libertad sin fronteras a la que podría empujarlos la parte egoísta de su constitución. De esta manera, si la razón moderna y el espíritu nacional que se asocia con ella no se han hecho anunciar todavía en la conciencia societaria, no habrá restricción ni concentración posibles. Con esto se abre de inmediato la alternativa de la frotación (hoy diríamos de la fricción) entre pueblo y gobierno, es decir, el conflicto civil indeseado y su antítesis temible: el gobierno despótico.

    Evitar semejante escenario es, nos dice Bolívar, una ciencia que se adquiere insensiblemente por la práctica y por el estudio. El progreso de las luces es el que ensancha el progreso de la práctica, y la rectitud del espíritu es la que ensancha el progreso de las luces.⁷ Podemos comprobar así que para el héroe-filósofo, la aparición de un espíritu nacional depende de una convergencia previa y mutuamente enriquecedora entre la praxis moral de todos los días, también denominada por Bolívar rectitud del espíritu, y la educación. Lo que las expresiones progreso de la práctica y rectitud del espíritu designan en su vocabulario es, evidentemente, el campo de operaciones de la virtud dieciochesca, esa estructura de la naturaleza individual y colectiva que hoy día puede parecernos un tanto nebulosa, pero que para los pensadores iluministas devino en una herramienta teórica indispensable porque fue a partir de ella que procuraron solucionar el doble problema que les presentaba la adjudicación a la esfera del derecho de un compartimento propio, discriminándolo respecto del absolutismo del Estado (del Leviatán ominipotente de Hobbes) tanto como de una voluntad de origen divino. Montesquieu, de quien Bolívar fue lector devoto, entiende por ejemplo que la virtud (para el barón, la "vertu politique, diferente de la vertu générale) es ni más ni menos que el amor por la patria y por la igualdad,⁸ lo que Montesquieu aclara incluso en el Avertissement" de De l’Esprit des Lois, puntualizando luego que donde ella se echa más de menos es en los gobiernos populares, ya que la virtud, y solo la virtud, puede ser el resorte que promueve y protege la probidad. (26). A lo que añade:

    Es claro que en una monarquía, donde el que hace ejecutar las leyes, se juzga por encima de las leyes, se necesita menos virtud que en los gobiernos populares, donde el que hace ejecutar las leyes siente que él mismo está sometido a ellas y ha de soportar su peso […] Cuando la virtud es abolida, la ambición invade los corazones de aquellos que pueden recibirla, y la avaricia se apodera de todos […] La virtud, en una república, es algo muy simple: es el amor por la república, es un sentimiento y no una serie de conocimientos (26, 27, 28 y 50).

    Por su parte, en la sección que dedica a la Eticidad en la Filosofía del derecho, Hegel establece un distingo que a mí me parece de extraordinaria importancia: Lo ético, escribe ahí, "en tanto se refleja en

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