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Un banquete canónico
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Indagación de la literatura cubana desde los textos precursores de Antonio Bachiller y Aurelio Mitjans hasta las valoraciones consumadas de Cintio Vitier y Roberto Fernández Retamar. La crítica de este discurso le permite a Rojas advertir los cruces y desencuentros de tres cánones literarios: el nacional cubano, el regional latinoamericano y el universal occidental.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jun 2015
ISBN9786071628473
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    Un banquete canónico - Rafael Rojas

    1999

    PRIMERA PARTE

    UN BANQUETE CANÓNICO

    A LA SOMBRA DE LOS CÁNONES

    LA PALABRA LATINA canon, aplicada tradicionalmente a la música y la religión, significa regla, precepto, modelo. Las normas que establece algún concilio de la Iglesia sobre el dogma o la disciplina son canónicas. Las voces que en una composición musical se superponen, reiterando el mismo canto, forman un canon. Sea un principio o una voz, lo canónico alude a cierto orden o jerarquía que se desea aplicar a un conjunto de valores y signos.

    Harold Bloom es uno de los pocos intelectuales modernos que todavía cree, a la manera del viejo Schopenhauer, que la religión y la música son los modelos perfectos de la cultura occidental.¹ Hay un genio personal, un daimon, detrás de cada gran obra del arte o la literatura; pero la perdurabilidad de la misma en la memoria y la imaginación colectivas indica, según Bloom, que también existe un orden universal de la estética. Ese orden se revelaría, como afirmaba Kant, en la experiencia de cada creación de la alta cultura. Bloom lo acepta lánguidamente con una frase: "en la actualidad me siento bastante solo al defender la autonomía de la estética, pero su mejor defensa es la experiencia de leer El rey Lear y a continuación ver la obra en un buen montaje".²

    Alguien ha dicho que Harold Bloom, como sus maestros Walter Pater y Paul de Man, es un romántico tardío y tenaz. El romanticismo produjo la idea de que la estética era una esfera autónoma en la que se manifestaba el espíritu occidental. El imaginario romántico se debe a un proceso de internalization of Quest-Romance en la escritura que se inicia a finales del siglo XVIII y llega hasta nuestros días.³ Dicho proceso no sólo involucra a las poéticas de la literatura, sino que, como ha visto Hayden White para los casos de Michelet, Ranke, Tocqueville y Burckhardt, condiciona también las poéticas de la historia.⁴ A principios del siglo XXI, según Paul de Man—juicio que Bloom suscribiría sin reparos—, todavía vivimos dentro de los límites de la imaginación romántica.⁵

    Pero desde finales del siglo XIX las poéticas modernas y vanguardistas han intentado desestabilizar las tres palabras que apuntalan esa idea: Espíritu, Occidente y Estética. Rimbaud se propuso la desaparición de la poesía en la vida. Nietzsche argumentó que el arte y la literatura, al igual que la moral y la religión, son ficciones en las que la vanidad humana se despliega. Spengler vaticinó la decadencia de eso que Hegel, siempre muy seguro de su lenguaje, llamaba el espíritu de Occidente. Aún así, después de Antonin Artaud y Andy Warhol, de Marcel Duschamp y Michel Foucault, de Susan Sontag y Gayatri Spivak; después del posmodernismo, el feminismo y el multiculturalismo, Harold Bloom defiende la idea de un canon de la literatura occidental.

    Vista de manera canónica, la gran literatura de Occidente podría reducirse a unos cuantos escritores. Esta economía de la historia intelectual es posible gracias a lo que Bloom, en un libro clásico, ha llamado "la angustia o ansiedad de las influencias (the anxiety of influence)".⁶ Hay autores, como Dante y Milton, Shakespeare y Cervantes, Goethe y Tolstoi, Proust y Joyce, Kafka y Beckett, que proyectan una sombra alargada y fundan modelos de ficción para la literatura que los sobrevive. Esa secuela literaria se debe a una dialéctica de la tradición poética por la cual algunos escritores, implícita o explícitamente, remiten siempre a otros autores y a otras obras. De tal manera que si iluminamos la sombra de Milton descubriremos en ella a Wordsworth, Shelley, Keats y Tennyson; o si hurgamos en la estela de Ralph Waldo Emerson encontraremos a Whitman, Dickinson y Stevens.⁷

    Quienes más sombra proyectan en la literatura occidental son los autores canónicos. Distinción que, según Bloom, sólo merecen unos veintiséis escritores de todos los tiempos. Mucho antes que Bloom, Vladimir Nabokov había aplicado una ecomomía similar a la valoración de la poesía y la narrativa rusas. Según sus cálculos, la gran literatura de Rusia desde principios del siglo XIX equivalía a unas veintitrés mil páginas de letra impresa normal.⁸ Pero, ¿cómo se alcanza, estéticamente, una escritura fundacional?, ¿qué cualidad hace que un escritor despierte en los otros esa angustia de las influencias?; o mejor, ¿por qué atributos ingresa una obra en el canon?

    La respuesta, en casi todos los casos, ha resultado ser la extrañeza, una forma de originalidad que o bien no puede ser asimilada o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla con extrañeza. Walter Pater definió el Romanticismo como la suma de la extrañeza y la belleza, pero creo que con tal formulación caracterizó no sólo a los románticos, sino a toda escritura canónica. El ciclo de grandes obras va desde la Divina comedia hasta Fin de partida, de lo extraño a lo extraño. Cuando se lee una obra canónica, por primera vez se experimenta un extraño y misterioso asombro, y casi nunca es lo que esperábamos. Recién leídas, la Divina comedia, El paraíso perdido, Fausto, Hadji Murad, Peer Gynt, Ulises y Canto general tienen en común esa cualidad misteriosa, esa capacidad de hacerte sentir extraño en tu propia casa.

    Esa casa a la que se refiere Bloom es Occidente. Esa lectura que te hace sentir extraño en tu propia casa es la lectura de un texto que ha sido previamente domesticado por la estética occidental. No se trata, entonces, de la extrañeza de lo Otro que, colocado frente a lo Mismo, establece una exterioridad, es decir, lo que Emmanuel Levinas llamaría una irreductible relación cara a cara.¹⁰ Se trata de un acto de lectura que inscribe y confirma la identidad moderna del sujeto occidental y asegura su anagnórisis por medio de un canon literario.

    Es natural, entonces, que Bloom reaccione violentamente contra el nuevo discurso que postula el descentramiento del sujeto moderno occidental. Ese discurso posmoderno y multicultural, desplegado en seis ramas (feminismo, neomarxismo, lacanismo, neohistoricismo, deconstruccionismo y semiótica) constituye lo que Bloom, siguiendo a Robert Hughes, caricaturiza como la Escuela del Resentimiento.¹¹ Su principal reproche a estas corrientes de la crítica literaria, que poco a poco se agrupan en la nueva disciplina académica de los Estudios culturales, tiene que ver con la amplia ideologización que admiten sus enunciados:

    La estética se reduce a ideología, o con mucho a metafísica. Un poema no puede leerse como un poema, debido a que es originariamente un documento social, o, rara vez, aunque cabe esa posibilidad, un intento de superar la filosofía. Contra esta idea insto a una tenaz resistencia cuyo solo objetivo sea conservar la poesía con tanta plenitud y pureza como sea posible. Nuestras legiones que han desertado representan un ramal de nuestras tradiciones que siempre han huido de la estética: el moralismo platónico o la ciencia social aristotélica. Cuando se ataca a la poesía, o bien se la exilia porque destruye el bienestar social o bien se la tolera siempre y cuando asuma el papel de catarsis social bajo los estandartes del nuevo multiculturalismo. Bajo las superficies del marxismo, feminismo o neohistoricismo académicos, la antigua polémica del platonismo, o de la medicina social aristotélica, igualmente arcaica, prosiguen su marcha. Supongo que el conflicto entre estas tendencias y los siempre acosados partidarios de la estética nunca cesará.¹²

    Legiones, huidas, resistencias, ataques, deserciones, estandartes... Para Bloom, la crítica, y, en general, la cultura, es un campo de batalla, una agonística.¹³ Su idea del canon es una causa belli, un santuario de la estética occidental que debe ser defendido por un ejército bien pertrechado de críticos. Pero el agon, lejos de escindir la cultura de Occidente, la personifica. El certamen entre los herederos de Platón y Aristóteles y los herederos de Dante y Shakespeare, entre los mundos grecoromano y judeocristiano; en fin, entre la imaginación clásica y la romántica, se presenta, entonces, como el combate entre los partidarios de la estética y sus enemigos.

    Camille Paglia, por ejemplo, inscribe sus enunciados en ese relato de la agonística occidental y desde ahí narra la distancia que ya la separa de Bloom:

    We belong to different Western traditions. Bloom, who prefers the Bible to Homer, is Judeo-Christian. His consciousness is completely literary, an orchestal dynasty of the Word. I am Greco-Roman, ruled by visual images and formal theatrics, in art, sport, politics, and war.¹⁴

    Pero aquí esa agonística tampoco va más allá de las fronteras de Occidente. La tensión entre distintos legados de la cultura occidental no pone en peligro su territorio, ni remite al enfrentamiento face-à-face con otras culturas. En este resguardo más acá de los límites, el canon puede admitir correcciones, ampliaciones o reducciones, sin perder su fuerte criterio de autoridad y exclusión.

    En Errata, las memorias de George Steiner, encontramos una deliciosa reflexión sobre la falibilidad del canon. Ahí se demuestra, siguiendo una intuición adelantada por Steiner en Después de Babel, que no son pocos los escritores modernos que han rechazado el trono de Shakespeare: Johnson y Pope desconfiaban de su gusto, Tolstoi lo sentía zafio y pueril, Eliot prefería al Dante y Wittgenstein sospechaba de esa unanimidad clamorosa que fundía a sus lectores.¹⁵ El propio Steiner parece inclinarse por Racine como centro del canon, y declara que la obra que se llevaría consigo a una isla desierta es Berenice. ¿Por qué Racine? Por su otredad, por su aislada perfección, por su discreto sacrilegio, por su resistente intraductibilidad.¹⁶ Incluso en un espíritu clasicista como Steiner aflora ese arraigado impulso antiautoritario que fundamenta las rebeliones contra la soberanía del gusto occidental.

    Desplazamientos o acomodos del canon, como el de Steiner, son más finos y sutiles que la brusca reconstrucción genealógica de Occidente propuesta por Paglia, o que el rencor dinamitero de los académicos multiculturalistas. Siempre existirá, como advierte el antropólogo mexicano Roger Bartra, el riesgo de que algunos discursos que cuestionan la modernidad occidental, formulados desde la izquierda académica de los Estados Unidos y Europa, sean leídos por las élites intelectuales latinoamericanas como excusas retóricas del autoritarismo.¹⁷ En la Cuba de los años noventa, por ejemplo, la burocracia cultural ha leído el famoso ensayo de Fredric Jameson Postmodernism, or The Cultural Logic of Late Capitalism (1991) como una elocuente reacción contra la justificada suspicacia que hoy despiertan las identidades cerradas, los utopismos homogeneizantes, las ideologías absolutistas y los racionalismos felices.¹⁸ En todo caso, como lo prueba Bartra en La jaula de la melancolía, no es impensable una crítica del nacionalismo autoritario, desde la izquierda latinoamericana y a partir de una lectura tensa de ciertas nociones posmodernas.¹⁹

    La insondable paradoja de la Escuela del Resentimiento es que las resistencias al canon occidental, ejercidas desde otras culturas regionales o nacionales, producen metarrelatos tan o más autoritarios y excluyentes. La racionalidad canónica se infiltra en esos discursos que reclaman un espacio de alteridad frente al territorio de la enunciación occidental. La narrativa de ese sujeto menor, reprimido y periférico, que se inscribe bajo protesta, llega a ser, irónicamente, una réplica en miniatura del Sujeto Moderno Central. Se crean, así, los que el propio Bloom llama contracánones: catálogos elitistas y cerrados, fuertes inscripciones del poder, en las culturas que se autodefinen como subalternas.²⁰ Por lo general, las críticas de la izquierda académica al multiculturalismo, la de Fredric Jameson en su largo comentario a la antología Cultural Studies (1992) de Lawrence Grossberg, Cary Nelson y Paula A. Treichler y, en especial, la de Slavoj Zizek en su sugerente ensayo Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo multinacional, ignoran esa asimetría discursiva que produce, en América Latina, recepciones autoritarias de textos anticanónicos, pensados y escritos en los Estados Unidos o Europa.²¹

    El crítico cubano Iván de la Nuez ha notado que en América Latina, desde principios del siglo XIX, aparecen discursos que intentan formalizar un canon de la cultura latinoamericana.²² En ellos se busca la definición de un sujeto histórico que traza su límite horizontal frente a los Estados Unidos y su límite vertical frente a Europa. La identidad latinoamericana recibe, desde entonces, una serie de formulaciones: la política con Simón Bolívar, la ideológica con José Martí, la espiritual con José Enrique Rodó, la racial con José Vasconcelos, la literaria con Pedro Henríquez Ureña, la poética con José Lezama Lima, la religiosa con Leonardo Boff, la filosófica con Leopoldo Zea. Cada una de estas definiciones de América Latina, en tanto sujeto histórico diferenciado, trae consigo el catálogo de los mitos, héroes, sucesos, autores y textos que conforman el canon latinoamericano.

    Como todo metarrelato identificatorio, el discurso de la identidad latinoamericana disuelve las diferencias regionales y nacionales en una morfología continental. El canon latinoamericano, como el occidental, tampoco tolera las excepciones morfológicas. La Súmula nunca infusa de tales excepciones, que vislumbrara el libro imposible de José Lezama Lima, es, precisamente, el indicio de un proyecto poético de destrucción de los cánones occidental y latinoamericano, por medio de un contracanon cubano

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