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Palabra recobrada: Un siglo de ensayos literarios en la Revista Universitaria
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Libro electrónico331 páginas5 horas

Palabra recobrada: Un siglo de ensayos literarios en la Revista Universitaria

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El incendiario paso de Mistral por Castilla, la trastienda de la “Oda al hígado” de Neruda, la religiosidad en Violeta Parra, el soplo poético insuflado por Goethe a las polémicas naturalistas de su tiempo, o el testimonio de su amistad con T.S. Eliot de una violista chilena, son algunos de los muchos y electrizantes artículos contenidos en Palabra recobrada. Un siglo de ensayos literarios en la Revista Universitaria, la primera antología de la señera publicación de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Desde su aparición en 1915, autores como Pedro Prado, Alfredo Bryce Echenique, Claude Fell, Fernando Alegría y Alfonso Calderón, plasmaron en este medio pensamientos, sueños y tensiones que dejaron una huella profunda en su tiempo y cuyo legado permanece hasta hoy. Cien años de historia reunidos en piezas que le toman el pulso a nuestro país y cultura bajo el amparo de un medio que hizo de lo universitario su eje principal.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones UC
Fecha de lanzamiento1 dic 2018
ISBN9789561423596
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    Palabra recobrada - Carlos Oliva Vega

    EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

    Vicerrectoría de Comunicaciones

    Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

    editorialedicionesuc@uc.cl

    www.ediciones.uc.cl

    PALABRA RECOBRADA

    Un siglo de ensayos literarios en la Revista Universitaria

    Selección, edición y prólogo de Carlos Oliva Vega

    © Inscripción Nº 297.233

    Derechos reservados

    Noviembre 2018

    ISBN Edición impresa 978-956-14-2326-8

    ISBN Edición digital 978-956-14-2359-6

    Diseño: Francisca Galilea

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

    Palabra recobrada : un siglo de ensayos literarios en la Revista Universitaria / selección, edición y prólogo Carlos Oliva Vega.

    Incluye notas bibliográficas.

    1. Literatura chilena – Historia y crítica.

    2. Literatura latinoamericana – Historia y crítica.

    I. Oliva Vega, Carlos Armando, editor.

    2018 Ch860 + DDC23 RDA

    ÍNDICE

    Prólogo

    (Carlos Oliva Vega)

    Del orden de los textos

    I. LITERATURA CHILENA

    La Ciudad de los Césares

    (Pedro Prado)

    Algunos rasgos literarios en la obra de Manuel Lacunza

    (Maximino Fernández)

    Gabriela en España, años turbulentos

    (Luis Vargas Saavedra)

    Huidobro y cuatro fórmulas para el poema creado

    (Cedomil Goic)

    Ausencia y presencia de Juan Emar

    (Carlos Piña, Pablo Brodsky y Patricio Lizama)

    El hígado de Neruda

    (Marco Arrese)

    La religiosidad en Violeta Parra

    (Paula Miranda)

    Amor y desamor, la poesía de Enrique Lihn

    (Fernando Alegría)

    Memorias de memoria: Augusto d’Halmar, Iris y Orrego Luco

    (Alfonso alderón)

    II. LITERATURA LATINOAMERICANA

    Mito y novela en la literatura latinoamericana

    (Claude Fell)

    El escritor latinoamericano

    (Alfredo Bryce Echenique)

    Euclides da Cunha, cronista del sertão

    (Ricardo Sánchez Ramírez)

    Walt Whitman y César Vallejo

    (Juan Antonio Massone)

    Borges: ficción, filosofía y ciencia

    (Juan Omar Cofré)

    III. LITERATURA UNIVERSAL

    Los oídos del emperador: una defensa de la novela

    (Fernando Emmerich)

    Poesía de inspiración zen

    (Agustín Letelier)

    Cumbres espirituales: San Juan de la Cruz y fray Luis de León

    (Martín Panero)

    La cosa que era Swift

    (Pablo Oyarzún)

    Ciencia y poesía en Goethe

    (Juan de Dios Vial Correa)

    Cavafis, Medea, Bolívar, o de la historia en la poesía

    (Leonidas Emilfork)

    T.S. Eliot visto desde una adolescencia

    (Juana Subercaseaux)

    El fracaso de la razón en Musil y Kafka

    (Michael Rössner)

    Literatura y realidad en la máquina antiutópica

    (Martín Hopenhayn)

    Hemingway y la tradición hispánica

    (Allen Josephs)

    Alemania y la literatura de escombros

    (Jaime Hagel)

    Lista de autores

    PRÓLOGO

    NO POCAS RAZONES HUBO TRAS la publicación de Palabra recobrada, título de este libro de ensayos que intenta rescatar un grupo de textos diseminados a lo largo de los primeros cien años de la Revista Universitaria. Como su título indica, el proyecto ha querido ser un rescate de diversos artículos que, hasta antes de este volumen, tuvieron como único soporte las ediciones que los vieron nacer y que hoy se archivan en la biblioteca homónima del campus San Joaquín. De hecho, el grueso de los ejemplares carece de un registro virtual que otorgue una sobrevida más allá de la que puede prometer el resquebrajado material de estos históricos impresos.

    Sin embargo, además de ser un rescate textual, es este también uno de tipo patrimonial dada la relevancia de los autores y de las piezas aquí reunidas.

    Rescatar del deterioro físico recobrando el pensamiento de intelectuales, artistas y académicos, implicó un importante caudal de trabajo debido al número de artículos encontrados y la cuidadosa manipulación que demandaron estos ejemplares. Tanto seleccionar como elegir o recobrar, en su etimología latina, apelan a un sentido material, a un algo que se recupera con las manos. Más aún, en la palabra elegir convergen dos nociones: e-legere o ex legere, que significan algo así como desde lo leído y que, en definitiva, se entiende como rescatar algo desde lo leído o razonado. Reconozco que esta es una acepción más precisa que la palabra recobrar, la cual, según Corominas, proviene de recuperare, que deriva a su vez de la raíz capere que significa coger (nuevamente una acción física, manual), o de la raíz capio que, según explica el Oxford Latin Dictionary, quiere decir to take into the hand: tomar con la mano o hacia la mano.

    ¿Por qué no, entonces, Palabra rescatada? Al optar por recobrar he querido no sólo jugar con su etimología, sino también con la propia herencia literaria que dejó En busca del tiempo perdido (o À la recherche du temps perdu), la novela de Marcel Proust. He apelado específicamente al último de sus siete volúmenes, El tiempo recobrado (o Le temps retrouvé).

    Al igual que el narrador en la parte final de esta obra, a quien una casualidad lo llevó a tropezar con una loza desnivelada y cuyo efecto directo fue la profusión involuntaria de una serie de recuerdos, el origen de este proyecto que el lector tiene entre sus manos fue tan involuntario como ese traspié: mientras seguía la pista de un personaje para una eventual investigación periodística que finalmente nunca resultó, choqué con un sugerente artículo llamado La importancia del latín en la enseñanza secundaria. Ese descubrimiento me hizo creer en la posibilidad de hallar otros interesantes textos dedicados a los estudios humanistas y literarios. Y así fue. Al levantar las tapas emergieron artículos de diversa índole dedicados a la literatura de Horacio, de Dante, un texto de Pedro Prado incorporado en esta selección, uno sobre el gran escritor brasileño Euclides da Cunha, varios sobre Kafka, y así, hasta dar con más de medio centenar de ensayos publicados en un siglo entero. Tenía sentido. Después de todo, la revista tuvo en un comienzo varias funciones al ser el único medio con el que contaba esta casa de estudios, la cual difundía a través de él opiniones, discursos, cuentas de rectoría, homenajes a tal o cual prohombre y, por supuesto, el pensamiento de individuos pertenecientes a la institución y otros que no. Era todo un compendio, como ya he dicho, en el cual no era raro informarse sobre los nuevos titulados de la Facultad de Derecho, el drenaje de los terrenos regados artificialmente o las fiestas patronales del plantel. Desde los primeros números el lector de la revista se encontró con estos apuntes entre los cuales destacaban, por su rigor y apasionamiento, no pocas discusiones en torno a la literatura de tal o cual país, reseñas literarias, cursos de literatura italiana y todo tipo de defensas en torno a pensadores del humanismo universal hoy poco dadas a la imprenta.

    No hay revista seria y de calidad que no haya apostado por una selección con lo mejor de sus publicaciones. En español no son muchas, pues la tradición proviene más que nada de medios anglosajones. Por dar un par de nombres, The New Yorker publicó hace unos años dos docenas de sus perfiles más representativos, The Economist reprodujo 200 de sus obituarios, y la prestigiosa The New York Review of Books lanzó a sus 30 años (en 1993) un tomo con sus escritos más destacados. Para hablar de un caso cercano, tenemos el de la imponderable revista Sur que fundara Victoria Ocampo en Buenos Aires en 1931. De ahí saldrían la Antología de revista Sur, Borges en Sur y México en Sur, tres tomos extraídos de un medio que vivió casi cinco décadas.

    Se dice que ese medio argentino concentró el pensamiento de una época. Allí no sólo colaboró gran parte de los escritores trasandinos de ese tiempo, partiendo por el mismo Borges (quien publicaría importantes relatos y ensayos), sino que también autores chilenos, latinoamericanos, estadounidenses, ingleses, franceses, alemanes y más. Nombres como Roger Caillois, Ortega y Gasset, Albert Camus y Graham Greene, fueron la punta de lanza con la que Victoria Ocampo estocó la soberbia política y letrada de esos tristes años que agitaban a la Argentina y al orbe.

    Cuántas épocas caben en cien años es difícil decir, pero los textos literarios surgidos en un siglo en la Revista Universitaria (en donde también aparecían y aparecen reseñas, reportajes, semblanzas y perfiles) sin duda dan cuenta de varios aspectos de las épocas en que estos fueron escritos. Ahí tenemos la entrega de Prado incluida acá (La Ciudad de los Césares), la cual intenta responder a la pregunta por la identidad chilena justo cuando el mundo ardía en las trincheras nacionalistas de la Segunda Guerra Mundial. O el artículo de Claude Fell, profesor emérito de La Sorbona, cuyo documento, también incorporado en esta antología, trata sobre el mito y la novela en la literatura latinoamericana en una década álgida en Hispanoamérica. Publicado en 1985, tres años después de que Gabriel García Márquez obtuviera el Premio Nobel de Literatura, este ensayo dialoga con ese marco histórico de los ochenta, década de dictaduras en varios países de la región, partiendo por el nuestro. El texto del catedrático se remonta al mito y cómo este ha sido una fuente insoslayable para los narradores latinoamericanos al momento de erigir sus obras. Es verdad que el Boom de nuestras letras estalló en los sesenta tras una serie de novelas de primer orden escritas por autores de esta región (como Vargas Llosa, Donoso, Cortázar, Fuentes…), pero las dictaduras cívico-políticas en América se sucedieron con ahínco durante toda la segunda mitad del siglo pasado, no se concentraron tan sólo en una década específica. Por eso no sorprende que dicha contingencia retroalimentara los cerebros creativos de estos autores por lustros. El Nobel a García Márquez —cuyo discurso en Estocolmo dio cuenta de este crudo panorama en nuestras naciones— reconoció, por un lado, el proyecto de estos narradores premiando a este novelista; y por el otro, evidenció la realidad de un continente aquejado por dichas tiranías. En el ochenta y cinco, cuando se publica este ensayo de Claude Fell, probablemente Roberto González Echevarría, el afamado crítico de Yale, ya trabajaba en su obra más importante y trascendental titulada no por coincidencia Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana que Cambridge University Press lanzó en 1990. El propio Nobel colombiano publicaría a fines de esa década, tal vez empujado por la misma urgencia política del continente, El general en su laberinto, biografía ficcionada del Libertador y que, según González Echevarría, es una de las obras que muestra que la destrucción del sueño de Bolívar es significativa a un nivel inmediato como comentario sobre la desesperada situación política latinoamericana en la actualidad (González Echevarría, 1991).

    No es el fin de esta selección dar cuenta de sentires epocales o de períodos históricos en función de artículos literarios, ya que la mayoría de estos textos recogidos trasciende a su tiempo; incluso, diría yo, trasciende las tensiones propias del ensayo elevándose con dignidad estilística por sobre los muchos artículos aparecidos a lo largo del siglo de vida de este medio.

    Que los textos de Fell o de Prado apelen indirectamente a una discusión sostenida durante los años en que se publicaron, es menos importante que el aporte discursivo que brindan estos intelectuales. Lo mismo podría decir del lúcido escrito de Martín Hopenhayn contenido en esta antología: Literatura y realidad en la máquina antiutópica. Publicado en 1985 también, el texto discurre por la novelística de Kafka, Orwell y Huxley para decirnos que el diagnóstico antiutópico de sus novelas permite realizar un juicio del momento en que Hopenhayn lo redactó. ¿No reconocemos —se preguntaba este autor— bajo esta caricatura, algunas de nuestras típicas prácticas contradictorias y algunos mecanismos inconfundibles del poder autoritario? Valiente interrogante la realizada por este intelectual en plena dictadura y que la osada editora de ese tiempo, Cecilia García-Huidobro, posibilitó con su publicación. Sin ir más lejos, con ella la revista dejaría de lado los textos duros y academicistas para volcarse a propuestas de corte más ensayístico que abrieron discusiones y debates. Como la misma García-Huidobro lo ha afirmado, se abrazó el adjetivo universitario hasta convertirlo en el eje editorial de este proyecto.

    Uno busca en el pasado, hurga en él para iluminar el presente. Es eso lo que hace el narrador de la novela de Proust. Como su canónico personaje que busca el tiempo que ha perdido, he rescatado esta palabra, estos textos fugitivos tanto para enriquecer la discusión de las diversas literaturas y escritores que campean en este tomo, como para salvar a través de la imprenta el aporte crítico que varios de los autores sólo entregaría a esta revista centenaria.

    Carlos Oliva Vega

    Santiago, 2018

    DEL ORDEN DE LOS TEXTOS

    LA ELECCIÓN DE ESTAS PIEZAS generó importantes dificultades que no merecen mayor consideración y que, por lo demás, son los conflictos propios del trabajo que esconde una antología. Será necesario, sin duda, especificar los criterios usados para reunir precisamente estos y no otros artículos aparecidos en los años y décadas precedentes en la Revista Universitaria.

    En primer lugar, la obra se dividió en tres grandes secciones: literatura chilena, latinoamericana y universal. En cada una se ordenaron los consecuentes escritos de acuerdo a un orden cronológico según el nacimiento de cada autor sobre el cual se discute. Hubo documentos que sirvieron de apertura a cada una de las secciones, específicamente, aquellos que trataban de un tema más global. Por ejemplo, tanto el aporte de Claude Fell sobre el mito y la novela latinoamericana, o el de Bryce Echenique sobre la figura del narrador en nuestro continente, sirvieron para abrir la segunda sección antes de dar paso a los ensayos sobre figuras particulares.

    Como el afán que me movió consistió en rescatar del olvido un grupo importante de textos, decidí quedarme con los más relevantes en cuanto a tema, estilo y rigurosidad, pese a que hubo muchos y sobresalientes que debí dejar en el camino.

    Por tema he optado por las entregas que tratan sobre un artista importante, una obra en particular o una temática determinada y relevante para los estudios literarios actuales. Por estilo me refiero a la forma en que se tratan estos asuntos, es decir, a esa manera particular y propia con que cada autor fue aceitando y ordenando su engranaje discursivo. Por rigurosidad dejé sólo esos ensayos en donde la literatura y sus relacionados sean un fin y no un medio para justificar una posición religiosa o partidista.

    Hay capítulos que son menos estudios que testimonios personales, como el de la profesora Juana Subercaseaux y sus vivencias con T. S. Eliot y el círculo literario inglés, o los recuerdos del Premio Nacional Alfonso Calderón con tres emblemas de la literatura chilena: Augusto d’Halmar, Inés Echeverría Iris, y Luis Orrego Luco.

    A los tres filtros mencionados agregué otros dos, necesarios y menores, claro está, para darle coherencia a esta selección; a saber: que fuera un ensayo por autor y tan sólo una temática por artículo.

    Dante Gabriel Rossetti afirmó en el prefacio de su Early italian poets que no creía necesario explayarse en asuntos de época para entender el contexto de los poemas traducidos por él; para el autor inglés, la propia selección era suficiente para hacerse una idea general del mismo¹. Mi razonamiento no está lejos del suyo. Sería un vano ejercicio ahondar en las características de los textos seleccionados: cada uno de ellos puede dar cuenta con propiedad de sus propias fortalezas ante el lector que los pretenda.

    C.O.V.

    DESEO HABLAR DE CHILE y los chilenos, y para ello nada encuentro mejor que hablar de la Ciudad de los Césares, de los soñadores y descontentos que sin saber la buscaban, de los guerreros que ignorándola la defendían.

    De todas nuestras ciudades, la de los Césares es la única invisible, y de todos nuestros conciudadanos, los descendientes de los que lucharon por ella son los que mejor informan el acento y el sentido característico del alma de mi país.

    Quien quiera conocer la profunda realidad de un hombre o de un pueblo, debe atenerse no sólo a lo que ellos hacen o dicen, a lo que parecen ser o creen representar, sino especialmente al oculto sentido revelador de sus sueños iniciales y perdurables, de sus imágenes primigenias y fecundantes.

    Si esos sueños y esas imágenes emergidas en la infancia de un pueblo han persistido, adentrándose en él hasta ser inconscientes, y si la apetencia e inquietud que trajeron no han sido saciadas, habrán terminado por madurar y deshojarse, para entregar su fruto. Alguien que ignore, reconocerá en la amargura, en la acidez, en la tonicidad de ese fruto, la belleza de la flor que al gestarlo muriera. El hombre o el pueblo que reste valor a su remota infancia y tenga en olvido sus imágenes inalcanzables y deseos insatisfechos, ignorará siempre las lejanas raíces que abrevan el sentido de su actual conducta incomprensible.

    No quiero decir que vinieron a América los mejores. Afirmo, sí, que automáticamente se estableció una diferenciación, viniendo los más necesitados de aventuras, de sueños, de oro, de olvido, los más descontentadizos, los más creyentes en la nueva evidencia invisible que comenzaba a reinar.

    Pero América era inmensa y desconocida. En México, en Perú, en todas partes, las aventuras eran portentosas. Los aventureros y los hambrientos de oro iban quedando saciados, pero los descontentos natos, los soñadores empedernidos, seguían insatisfechos.

    El oro imaginario resultaba ser más rutilante que el oro real. Entonces, así como había surgido América de entre el Mar Misterioso, surgió para los insatisfechos El Dorado, en mitad del corazón de la América desconocida.

    Los mitos provienen del crecimiento de las imágenes más primordiales y significativas del alma humana. Al alcanzar ellas su máxima potencia, sobreviene en el ser un desdoblamiento. Lo más intenso que lo agita y hiere se exterioriza lejos del que lo experimenta. El mito nace y el hombre acude alucinado, persiguiendo el sitio cambiante donde se ofrece, ignorando que es la imagen de su propio espíritu.

    Es verdad que los conquistadores buscaban el oro, pero el oro más estrictamente real sólo vale por lo que tiene de oro esencialmente imaginario, y por desgracia de este último metal imponderable, el oro que amonedamos tiene sólo escasísima ley.

    El oro real es fuente de goces limitados, y, por limitados, causantes de desengaños y desventuras. En el laberinto de la vida el camino que él nos ofrece da muchas vueltas y revueltas, y cuando más avanzamos y más parecemos llegar al logro de la felicidad ambicionada, el camino que nos conduce se presenta de pronto definitivamente obstruido. Resulta ser uno de los tantos caminos de engaños. Al llegar a su extremo, al comprender que no es posible avanzar, nos creemos muy cerca del centro anhelado; pero, en verdad, estamos más lejos que nunca, porque, si deseamos triunfar, sería necesario desandar todo el recorrido ya hecho. Los hombres no se resignan a perder sus esfuerzos y ven inútilmente por transgredir las normas y salvar los obstáculos.

    El oro imaginario es bien otra cosa. Él sobrepasa en sentido a la cantidad, él es cualidad pura; por lo tanto, no es una fortuna dada sino la fortuna misma. Por este motivo es capaz de proporcionar la libertad, la independencia, el disfrute, el goce y la alegría, y puede hacernos no sólo generosos y benevolentes, sino propicios a obtener la salud integral, la serenidad perfecta como la paz misma.

    El Dorado, la comarca plena de oro imaginario, era, por lo tanto, un país habitado por hombres émulos de los dioses y por mujeres que debían encarnar la belleza perfecta y la juventud imperecedera.

    Las expediciones en demanda del espejismo de esa comarca se sucedieron sin término, porque, como no se sabía con exactitud dónde El Dorado se encontraba, todas, en verdad, iban en su busca. Hubo varias organizadas directamente en España. En una de ellas, allá por el año de 1590, llegó a Venezuela y atravesó toda la América como un alucinado el fundador de mi propia familia. No estaría bien, en mi calidad de poeta, no saludar o reconocer a un antepasado directo y verdadero, a quien, acaso sin saberlo, revivo.

    El Dorado no estaba en México, el imperio azteca ya había sido conquistado, su riqueza no era desconocida.

    El Dorado no era el pueblo chibcha en la actual Colombia, no era el Perú ni el Alto Perú. También el imperio de los incas había sido destruido y su inmensa riqueza había dejado de ser imaginaria.

    Con el nacimiento de El Dorado se hizo evidente la nueva y constante selección que se efectuaba entre los conquistadores. Muchos fueron los engañados, creyendo que el oro rutilante que buscaban era el oro que iban encontrando, pero hubo algunos desconfiados que no se turbaron, y siguieron impertérritos sin desfallecer ni aceptar acechanzas. Aún quedaba tierra desconocida por donde seguir más y más lejos.

    Al extremo sur del continente había un país de dificilísimo acceso: un desierto y una cordillera enormes lo aislaban, y el más inmenso y solitario de los mares lo defendía. Llegar a Chile era una epopeya; salir de él, un milagro. Sin embargo, muchos volvían diciendo que era un país pobre defendido por indios tenaces. Pero Chile ocultaba una significación única y definitiva. Chile era el extremo de la tierra, la postrera posibilidad, el último rincón del mundo. Hasta el Biobío, con grandísimos esfuerzos, se podía llegar. Más allá era casi imposible. Los araucanos, como si defendieran el mayor de los tesoros, cerraban el paso con una bravura desconocida a las otras tribus indígenas de América. Entonces, por encima de todos los obstáculos, saltó el espíritu de los conquistadores, y en el extremo sur del continente, entre las cordilleras cubiertas de bosques y coronadas de ventisqueros, nació y vivió por siglos, casi hasta nuestros días, el nuevo mito: la Ciudad de los Césares.

    El Dorado era toda una comarca. Los Césares habitaban sólo una ciudad. El mito era más pequeño en extensión, pero fue más potente en perdurar. El Dorado se desvaneció hace siglos. En cambio, no hace muchos años todavía, silenciosa y mohína como tantas otras, volvía la expedición de don Lázaro Pérez, párroco que fue de Ancud, que había salido en busca de los Césares sin solicitar permiso a sus superiores.

    Hoy la creación y el progreso de la provincia de Aysén han hecho imposible la existencia de la Ciudad de los Césares. Los Césares han emigrado. ¿A dónde? ¡Ya no queda tierra donde sustentar un sueño!

    Los mitos irrealizados se defienden con una tenacidad terrible, transformándose con una astucia sin semejante. Cuando para ellos ya todo es imposible, sin resignarse a morir pasan a marcar indeleblemente la conducta posterior a los fieles, no sólo como lo hace un gran deseo insatisfecho, o un sueño irrealizado, o un amor tiránico e imposible, sino como lo haría la muerte, de una fe inconsciente en una evidencia obscura, sin conseguir en la soledad que viene sino una conciencia, incapaz, sin embargo, de extinguir la inquietud sin nombre, el deseo sin objeto, la angustia sin causa, que quedan alentando, a la vez vivos y muertos, como una ceniza que quema.

    Sobre esa sangre española que contribuyó a la formación del pueblo de Chile recaen sospechas fundadas de que irrigó a gentes varias veces más y más insatisfechas. La sangre indígena que nos integra no alimentó cultura autóctona digna de mención, pero sustentó a uno de los pueblos primitivos más bravos de verdad. El juicio corriente y actual sobre los araucanos es falso. Ercilla supo lo que dijo en su Araucana. Un poeta es capaz de saber de realidades indemostrables. Por algo los más grandes filósofos griegos citaban, como prueba de sus asertos, las palabras reveladoras de los poetas antiguos.

    Que Ercilla pintó indios falsos, que embelleció las apariencias, sin duda alguna; pero así nos reveló mejor el sentido oculto.

    Esa es la ley. El sentido verdadero que posee la vida más miserable se refiere siempre al espíritu que ella encierra. Y, en última instancia, cualquier espíritu posee belleza potencial.

    El valor físico es una cualidad que en esta época blanducha estamos siempre tratando de menospreciar, poniéndolo por debajo de todas las otras más finas calidades del valor. Y no siempre es así, porque el verdadero valor físico es una síntesis de los demás, como que con él se arriesga, en último término que lo compendia todo, la vida, y que, por su intermedio, aun se encaran las consecuencias posteriores de morir. Es, pues, una de las más auténticas y fundamentales de las virtudes.

    Los araucanos no desmintieron a Ercilla, si antes de la llegada de los españoles siempre se habían opuesto a la penetración del inca, durante casi cuatro siglos pelearon oponiéndose a la penetración de los blancos. Nuestros abuelos peleaban aún en las campañas de la pacificación de la Araucanía. Toda la región de Chile allende el Biobío la llamamos todavía la Frontera, y lo fue durante siglos.

    A Chile lo informan un mito y una epopeya. Mito cuyas raíces abrevaron en la creencia en maravillas que reinó durante la época del Renacimiento. Epopeya que es el único poema épico digno de ese nombre en la lengua castellana.

    La generación a la cual pertenezco nació cuando ya hacía tiempo que la epopeya que sobrevivió al poema había terminado, y que el mito se había desvanecido para siempre.

    No es extraño que ahora muchos de los que me escuchen sonrían con extrañeza o desprecio. No es extraño, pero si el pasado aparente se puede rehacer, el pasado verdadero vive transformándose en nosotros. Porque fuimos, en cierto modo, selección de pertinaces en esperar sin resultado, los chilenos somos ahora uno de los pueblos más descontentadizos de la Tierra, sin razón visible. Lo somos por herencia ancestral y por muerte de la fe obscura en esperanzas inciertas. Todo en Chile nos parece malo: sus hombres y sus instituciones, lo que se hace y lo que se piensa.

    Pero, al mismo tiempo, porque hemos soñado largo, hemos logrado despertar bastante, consiguiendo cierto conocimiento del absurdo, algo del ridículo y no escasa conciencia de la realidad.

    Emigrados los Césares hace tiempo, el mito hecho polvo bulle disperso por el mundo. ¡Ay Europa! ¡Ay Estados Unidos! ¡Ay Rusia! ¡Ay la India! Cualquier país, no importa cuál, la cuestión es que sea extranjero y nos permita imaginar.

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