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Los unos y los otros: Comunidad y alteridad en la literatura latinoamericana
Los unos y los otros: Comunidad y alteridad en la literatura latinoamericana
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Libro electrónico491 páginas7 horas

Los unos y los otros: Comunidad y alteridad en la literatura latinoamericana

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Si la literatura cuenta, entre otras historias, el deseo de comunidad, en este libro ese deseo se configura no sobre la plenitud sino sobre el vacío, la deuda o el deber. Sus miembros permanecen unidos por la amenaza de muerte que viene del otro. El otro, el diferente, es una instancia relevante para la construcción de la identidad entendida no como algo fijo o acabado sino como un devenir sin punto de llegada. Comunidad y alteridad, dos conceptos fundamentales en los debates teóricos y políticos contemporáneos, se articulan admirablemente en la reflexión crítica de estos trabajos. Los unos y los otros se mueve con soltura por textos literarios latinoamericanos de los siglos XIX y XX, poniendo en diálogo lo canónico y lo extraño, lo central y lo marginal, con idéntico fervor y contra toda idea de jerarquía. Entran en ese conjunto singular figuras rutilantes como Sarmiento, Alberdi, Rojas, Rubén Darío, José Martí, Machado de Assis. Girondo, Borges, Piglia; pero también otras, más marginales como Holmberg, Cancela, Sicardi o Castelnuovo. Rodríguez Pérsico concibe la crítica como modo de intervención, tanto en la literatura como en la vida, que es también decir, abierta a los desafíos y desvaríos del presente. Este libro es una de las mejores respuesta a ellos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 ago 2018
ISBN9789876994521
Los unos y los otros: Comunidad y alteridad en la literatura latinoamericana

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    Los unos y los otros - Adriana Rodríguez Pérsico

    biopoder

    Prólogo

    Armar una antología de ensayos propios invoca los fantasmas más temidos: el sujeto se ve obligado a mirar hacia atrás y leer esas páginas como si hubieran sido escritas por otro. Borges condensó esa experiencia en el pequeño ensayo Borges y yo: No sé cuál de los dos escribe esta página. El desdoblamiento provoca dosis de ansiedad y angustia, a la vez que se comprueba que sólo se pueden escribir pocas cosas sobre unos pocos temas. La práctica crítica semeja a la interpretación de variaciones musicales de piezas que resuenan de modo insistente. Para armar este volumen, escogí trabajos que forman una constelación de mis principales preocupaciones no sólo literarias porque siempre consideré el quehacer crítico como modo de intervención. Se trata de pensar de manera inescindible la vida a través de la literatura.

    Sabemos que el acto de elegir va acompañado de la aflicción por lo que se deja de lado porque no satisface o porque no cabe en el espacio de los folios asignados. Entre los textos que siguen, hay algunos que me gustan especialmente, otros, bastante queridos, han quedado afuera. La coherencia obligó a ciertas renuncias. Reflejan obsesiones más o menos durables a través de muchos años.

    Comunidad y alteridad son dos conceptos que atraviesan distintos campos teóricos. Cuando Jean-Luc Nancy en La comunidad inoperante relee el concepto bataillano de comunidad para la muerte, habla de la interrupción de la idea de comunidad como mito fundacional. Y dice que la comunidad es una historia que nos es ofrecida. Esto implica que los textos literarios pueden contar, entre otras historias, el deseo de comunidad. Por su lado, Roberto Espósito analiza la etimología de la palabra descomponiéndola en com munus, enfatizando no la plenitud sino el vacío. Communitas es el conjunto de personas unidas no por una propiedad sino por una deuda o por un deber. Sus miembros permanecen unidos por la amenaza de muerte que viene del otro. El otro, el diferente constituye una instancia relevante para la constitución de la identidad entendida no como algo fijo o acabado sino como proceso. En otras palabras, toda identidad en tanto relacional implica la alteridad como término necesario.

    Estas reflexiones que hago en mi presente y desde él, reverberan en estos trabajos que muestran distintos momentos de mi trayectoria crítica y desarrollan una idea de la literatura como máquina que deglute, convierte en alimento y recicla todo tipo de materiales. Dicho de otro modo, los capítulos que componen Los unos y los otros. Comunidad y alteridad en la literatura latinoamericana pueden ser pensados a partir de esos conceptos cruciales en los debates teóricos de hoy.

    El Capítulo I, Pensar la nación, parte de los fundadores y recorre algunas propuestas literarias que elaboran la problemática del diseño de modelos de país. Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento fueron compañeros de ruta ideológica durante un lapso, enemigos políticos casi por el resto de sus vidas, reconciliados fugazmente en la vejez. Aunque rivalizaron en torno a la concepción de la nación y discutieron los papeles que les correspondían a las élites y a otros agentes sociales, sus proyectos encajan de manera casi perfecta porque si uno pensó la ley, el otro diseñó la educación del país futuro y ambos crearon, con estas miras, las lenguas que las generaciones posteriores asumieron por preciada herencia: la lengua literaria y violenta del Facundo (1845), en el caso de Sarmiento; la lengua jurídica, neutra y aseverativa, de las Bases (1852) que delineó Alberdi. Los vincula también la vocación militante con que ejercieron el oficio de escribir.

    Y si Sarmiento se siente tentado a colocarse en el centro del campo de batalla, Alberdi permanecerá en un lugar más alto, más allá de las coyunturas porque se concibe legislador e ideólogo y, como tal, dicta los principios que debe seguir la sociedad entera, incluidos los políticos. Sin excepción, la mirada se dirige a investigar las formas jurídicas del estado aún en ciernes.

    En el bricolage humorístico que es Olimpio Pitango de Monalia, de Eduardo L. Holmberg, escritor de la generación del 80, pueden leerse los procesos de transformaciones políticas, sociales y culturales de un país en los comienzos del siglo XX. El texto cruza diferentes géneros, enfrenta tipos de discursos, acumula tópicos de la modernidad, recorta legados y tradiciones enfatizando el carácter irracional de los procesos sociales en Sudamérica, explicita posiciones y revela tomas de partido, se burla de ciertas instituciones consagradas de la cultura occidental y somete al escapelo a los sistemas políticos.

    Durante las décadas de 1920 y 1930, una serie de escritores y periodistas cultivan la crítica política en textos que fusionan costumbrismo y humor. Para el volumen, elijo un par de artículos sobre Arturo Cancela y Enrique Loncán quienes llegan con sus escritos a un público amplio porque colaboran en periódicos y revistas de gran tirada como La Nación, El Hogar, Caras y Caretas. Profundamente escépticos, son antiyrigoyenistas y a fuerza de tanto negativismo, antidemocráticos. El blanco de sus risas es el gobierno nacional y popular. Muestran una Argentina que, entre la ruina de las instituciones, se vislumbra como una sociedad en pedazos.

    Pero no sólo atentan contra los tiempos presentes. Los textos ponen en marcha una operación de desmitificación extendida de los grandes relatos nacionales. De otro modo, la risa y el estereotipo corroen la solemnidad y los mitos creados por los escritores del Centenario (Leopoldo Lugones, Manuel Gálvez y Ricardo Rojas), cuyos ensayos imaginan identidades colectivas para la nación desplegando genealogías reales o inventadas, linajes deseados y memorias verdaderas o falsas. Los escritores nacionalistas se dan la tarea de crear un pasado para alimentar con memorias lo que veían como un desierto cultural e histórico. Los textos, que en su mayor parte adoptan la forma del ensayo monumental y totalizador, apuestan a consolidar la grandeza de la nación.

    Estos humoristas, célebres en su época, fueron olvidados posteriormente y quedaron relegados del canon literario. Prefieren las escenas rápidas y fragmentarias, yuxtaponen esbozos de la vida cotidiana armando una sintaxis paratáctica, focalizan algunos elementos en detrimento de otros, trabajan con un recorte temporal mínimo, con el instante. En lo que podría interpretarse como afán de romper con las convenciones del relato nacional, reducen los espacios nacionales a los límites de la ciudad o incluso a ciertos barrios o determinados lugares de encuentros sociales. Los protagonistas se constituyen en el reverso de los héroes nacionales; son, en rigor, antihéroes huecos, mezquinos, prejuiciosos cuando no deshonestos y arribistas.

    Oliverio Girondo, figura faro de la vanguardia argentina, entra en este libro con un texto extraño: Campo nuestro (1946); sus versos cultos, los entrelazamientos de endecasílabos, heptasílabos y pentasílabos, la atmósfera eglógica, la apacibilidad del lenguaje, el tono religioso y el trasfondo de trascendencia configuran una especie de excrecencia en el corpus del escritor. El poema es una suerte de plegaria, una confesión de enardecido amor que el poeta dirige a la campaña argentina después de haber transitado con distancia irónica innumerables geografías urbanas En la poesía de Oliverio el bordado es europeo, es urbano, es cosmopolita. Pero la trama es gaucha, dijo Mariátegui. El comentario condensa un lugar común según el cual Oliverio Girondo encarna una mezcla muy argentina de localismo y cosmopolitismo; una actualización, acaso, de la dicotomía sarmientina de civilización y barbarie.

    El Capítulo II, Las patrias latinoamericanas, analiza los imaginarios colectivos nacionales o supranacionales en distintos textos y distintos autores. Propone un recorrido breve por algunos ensayos de Joaquín V. González, Ricardo Rojas, Manuel Gálvez, Silvio Romero, Lima Barreto. El propósito es examinar los tipos de comunidades nacionalistas o latinoamericanistas que diseñan.

    Joaquín V. González, en La tradición nacional, sigue el relato de la leyenda negra de la conquista al focalizar los horrores cometidos. Las luchas indígenas toman el signo del sacrificio en honor de la patria. Los jefes torturados y muertos son el símbolo de la búsqueda de la libertad colectiva. La historia, a escala continental o nacional, se materializa en el relato de la insurrección permanente. Es una historia que se repite en los personajes sometidos –los indígenas en los siglos XVII y XVIII, los criollos en el XIX– y en los dominadores españoles. La resistencia indígena se prolonga en las guerras de independencia. El patriotismo, la defensa de la tierra en la que se ha nacido, es un legado inca, araucano o quechua. La literatura contribuye a fijar en la memoria las hazañas de los antepasados.

    Ricardo Rojas, por su parte, llevó a cabo un ambicioso proyecto dedicado a estudiar los fundamentos de la nacionalidad: la raza, la cultura, las instituciones políticas, y aún la cuestión territorial. La mezcla, que para Sarmiento era el origen del mal, se convierte en Rojas en motor del pensamiento. Su nacionalismo se traduce en propuestas que alientan la mezcla en vez de la separación, la integración en vez de la exclusión, aunque sea cuidadoso a la hora de establecer límites porque: ¡Todo ha de ser argentino sobre la tierra argentina!. Si la identidad nacional se forma por acumulación sucesiva, la historia se entreve como un continuo que se enriquece con numerosas herencias. Así se vislumbra la identidad colectiva y la individual.

    El brasileño Sílvio Romero ataca el falso pintoresquismo del indianismo romántico para sostener una teoría mestiza de la cultura brasileña. La función diferenciadora del mestizaje y la adecuación del mestizo al medio son el soporte para echar los cimientos de la nacionalidad. Reivindicador de la diversidad, acepta la importancia del medio, las coyunturas y las etnias, pero, para diluir determinismos excesivos, reclama un lugar prioritario para lo individual que em cada homem é uma resultante obscura de toda a evolução cósmica e humana, a resultante de um passado indeterminado pela complexidade inexplicável de sua indefinita duração.

    En 1910, Manuel Gálvez rinde homenaje al Centenario de la Revolución de Mayo con El diario de Gabriel Quiroga, verdadero catálogo de la retórica nacionalista. Páginas casi ilegibles rastrean una suerte de etnografía que planea el retorno a las tradiciones. El autor ficticio –amalgama iconoclasta de bohemio escéptico, aprendiz nietzscheano y arqueólogo folclorista– se transforma, después de un viaje a Europa, en patriota obstinado. Gálvez recurre al viejo tópico de convertirse en el editor de los escritos de otro. En las primeras páginas, traza la biografía intelectual de Gabriel Quiroga –nombre simulado, según aclara más tarde. Aunque observador de costumbres y otras yerbas, Quiroga es fundamentalmente un patriota.

    La seriedad de la prosa de Gálvez se torna ironía patética en Triste fim de Policarpo Quaresma (1911), de Lima Barreto. La novela –un ataque feroz a las modas nacionalistas y el patrioterismo de turno– muestra los lados oscuros de la ideología nacionalista. El personaje central –al igual que Gabriel Quiroga– ejerce el desdichado oficio de patriota. Reverso del discurso nacionalista, la novela traza el arco que va del idealismo a la desilusión. Quaresma, apasionado lector, remedo moderno de don Quijote, aprende en los libros la memoria brasileña, olvidando la lección de su antecesor español que perdió la cordura por causa de la letra escrita.

    Bajo el título de ¿Cuál América? se identifican distintas posturas estéticas y políticas. Rubén Darío hizo gala de su múltiple pertenencia, rasgo que plasma en el Canto a la Argentina, donde recoge la historia pasada y presente de la nación. El discurso americanista es doble: reafirma las tradiciones al tiempo que corrobora la modernidad. El poema –escrito en ocasión del Centenario de la Revolución de Mayo– ilustra los versos del himno nacional en el despliegue y la actualización del grito de libertad, que ocupa todos los espacios, tanto los reales cuanto los íntimos.

    La patria de adopción dibuja los contornos de una utopía que incluye los extremos: la modernidad, la tradición, el campo, la ciudad, las masas inmigrantes, las rurales, las leyendas y la poesía popular, las guerras de independencia con sus héroes y soldados anónimos. La imagen de la tierra prometida enlaza el pasado con el futuro en un continuum temporal donde se suman las tradiciones locales con las extranjeras al presente de las máquinas y la industrialización, para colaborar en la construcción de una única historia puesta bajo la égida de los derechos universales.

    La lucha entre espíritu y materia, que interpreta en clave literaria las políticas antimperialistas del fin de siglo, encuentra su expresión más acabada en el Ariel de Rodó (1900). El tópico shakespereano se hace historia evolutiva de ideas y culturas que avanzan hacia la plenitud. Ariel es un programa de regeneración vital que articula cultura y sociedad y en el que la estética funciona como vía hacia la moral. El viejo maestro entrega a la juventud los contenidos para que ésta cumpla la misión de traducir las premisas liberadoras al pueblo.

    Reverso del Ariel, el discurso antimperialista de Nuestra América, de Martí aclara el enigma de la identidad latinoamericana. Ante la pregunta ¿cómo somos?, el cronista responde, vehemente, con la amonestación. Martí arremete contra el concepto de raza para abrazar las luchas étnicas en la dimensión de la libertad, una noción abstracta y ancha, en extremo adecuada para sortear los peligros de la fragmentación. Tampoco aquí hay vacilaciones: América es mestiza. Por eso, narra una fábula cuyos protagonistas son los guerreros independentistas. En este discurso apelativo, el alma de la tierra o el alma continental se aleja de todo esencialismo y arraiga en la facticidad de la guerra armada o intelectual

    Otros intelectuales aportan reflexiones más sutiles y análisis más optimistas. Con posiciones heterodoxas que lo involucraron en numerosos conflictos, Manuel Ugarte construye su pensamiento en la confluencia entre el ideario socialista, las aspiraciones de unificación latinoamericana y ciertas políticas antiimperialistas que denunciarán el peligro constante de los Estados Unidos. Esta amalgama –que lo acerca a la idea leninista de que el socialismo debía apoyar las revoluciones nacionales que ayudarían a la revolución internacional del proletariado– lo hizo adherir a movimientos y gobiernos populares, como el APRA peruano, la Revolución Mexicana, la lucha de Sandino en Nicaragua o el gobierno de Perón en Argentina.

    El Capítulo III, Figuras de intelectuales y de artistas, pone el foco en el análisis de las subjetividades llamadas a ser héroes, mártires o guías de sus respectivas comunidades. Un ejemplo de estos destinos se encuentra en los retratos que componen Los raros, de Rubén Darío, en donde, cada retrato-objeto enuncia una historia que siendo particular tiende a la dimensión universal del arte. Los retratos-objetos se declaran políglotas al elaborar códigos que traspasan las fronteras estrechas de una lengua. El carácter artificial de cada pieza atrae sobre sí con la fuerza de un imán la conjunción de los tiempos. Los raros apuntan a edificar la memoria estética del futuro.

    Hacia fines del siglo XIX, la modernidad misma se constituye en mito y examina sus personajes individuales –el artista decadente, el escritor profeta, el escritor profesional, la nueva mujer, la femme fatale, la mujer ángel– o colectivos –las multitudes, el pueblo nacional o latinoamericano– y sus espacios, de modo predominante, las ciudades y los interiores, pero también la nación o el continente con su naturaleza feraz o indómita.

    El mito del escritor como profeta pertenece doblemente a su época, es engendrado por ella y, a su vez, la describe, haciendo la apología o la crítica. La enunciación profética se articula con los procesos de modernización dando origen a narraciones que elaboran las tensiones entre una subjetividad que exhibe ademanes elitistas mientras acusa la pérdida de la plenitud, y un orden político que se conmociona ante el surgimiento de las masas. Algunas composiciones de José E. Rodó, José Asunción Silva, Rubén Darío, José Martí y Leopoldo Lugones proveen las condiciones de enunciación de la profecía en el 1900. Los discursos ponen en consonancia el presente como superación del pasado y proyectan un futuro más venturoso mientras evalúan distintos aspectos de la modernización: el lugar del progreso, la razón, la fe, el papel de la literatura y el destino del escritor y del pueblo en ese nuevo orden.

    Las funciones de la literatura y las tareas del escritor cambian según las épocas. A partir del análisis de El último lector de Ricardo Piglia, quise rastrear una concepción de la escritura como actividad que restituye lo que se ha perdido. En una entrevista de 1989, Piglia declara que en la época en que trabajaba sobre la forma de Respiración artificial pensaba en la idea de archivo; el personaje de Ossorio, una inversión de Sarmiento, nació de la necesidad de hallar una fuente histórica que sirviera de base para construir el archivo donde se guardan la memoria individual y la colectiva.

    El Capítulo IV, La vida de los otros, pone en escena la construcción de distintos tipos de diferencias y, de cierto modo, opera como contrapunto de las figuras de escritores y artistas. Utilizo el término siguiendo las postulaciones de Stuart Hall que acentúa la diferencia, el proceso más que la configuración. La identidad no sería un conjunto de cualidades predeterminadas –razas, color, sexo, clase, cultura, nacionalidad– sino una construcción nunca acabada abierta a la temporalidad, la contingencia. Es decir, una posicionalidad relacional fijada solo temporariamente en el juego de las diferencias.

    El fin de siglo XIX conoce el pasaje de la cultura de élites a la cultura de masas. En este contexto, en 1898, comienza a publicarse, en Buenos Aires, la revista semanal Caras y Caretas que ensaya un nuevo tipo de periodismo destinado a un público en formación. Con humor y un oído que le permite incorporar registros, tonos y acentos de la oralidad, su fundador, José S. Álvarez –más conocido por el seudónimo de Fray Mocho– imagina escenas de la vida cotidiana que interpretan criollos y extranjeros. Fray Mocho usa la crónica para hacer visibles los restos que dejan los procesos de modernización o sus bordes. En la ciudad, los márgenes encarnan en una galería de pícaros casi simpáticos y delincuentes no muy crueles; en el campo, despliegan una serie de cuadros donde se retoma, con variantes importantes, el ideologema de la dicotomía civilización-barbarie.

    El debate sobre el protagonismo de las masas recuerda las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, cuando el tópico roza la obsesión. Las élites tenían tanto horror a la masificación como a la mediocridad. Múltiples perspectivas –literarias, políticas, sociológicas, biológicas o psicológicas–, abordan el tema y buscan dilucidar el poder de una fuerza desconocida siempre arrolladora y, a la que se concibe, a menudo, como salvaje y desquiciada. Le Bon fija el estereotipo en su Psychologie des foules, referente ineludible hasta las primeras décadas del siglo XX.

    En Las multitudes argentinas (1898), Ramos Mejía practica dos miradas analíticas, la del político y la del alienista. Ambas realizan el diagnóstico social a partir del examen de la historia pasada. Se trata de un positivismo biologicista que traspola ideas de las ciencias naturales al campo social y político con el fin de observar el fenómeno de las masas: cuáles fueron sus transformaciones y sus funciones en la vida virreinal y durante las guerras independentistas, cómo fueron usadas por Rosas para sostener la tiranía y llega a la descripción de las multitudes modernas.

    El espíritu de rebelión, del que habla Ramos Mejía, es el núcleo productivo de una obra clave del período,  Os Sertões (1902) del brasileño Euclides da Cunha, visión trágica y dialéctica de la rebelión de Canudos en la que se enfrentan dos tipos de sociedad –la del litoral y la del interior– y dos épocas –la modernidad republicana y el anacronismo milenarista, cruelmente aniquilado.

    Si nos desplazamos hacia el siglo XX, podemos constatar que el universo ficcional de Elías Castelnuovo –sobre todo el de sus cuentos– está poblado por sujetos que se mueven en lo que bataillanamente podríamos definir como una zona heterogénea de la existencia social y son ellos mismos inasimilables por las convenciones burguesas. En esto reside la extraordinaria capacidad que tiene su literatura, o al menos, gran parte de ella, para repensar lo que Rancière llama la división de lo sensible poniendo en cuestionamiento la distribución de posiciones a través de una serie de estrategias narrativas que se revelan eficaces. Sus obras –especialmente sus cuentos– exhiben de modo descarnado los desechos del sistema, poniendo en fatal correlación capitalismo y exclusión.

    El Capítulo V, Formas literarias de biopoder, gira alrededor de ese concepto que Foucault definió como un tipo de poder que se ejerce sobre los individuos en tanto que ellos constituyen una especie de entidad biológica apta para ser utilizada como máquina de producción. El descubrimiento de la población es al mismo tiempo que el descubrimiento del individuo, el del cuerpo adiestrable, usable. Los ensayos de este capítulo se aglutinan en torno a varios ejes: la locura en sus diversas formas, el uso de teorías evolucionistas, la pasión sin límites por la ciencia que desemboca en delito, la idea de vida entendida como pura biología.

    Ramos Mejía, especialmente en Neurosis de los hombres célebres, desarrolla una teoría paranoica que escudriña hasta lo más mínimo para hallar allí la anormalidad. Nada queda fuera del sistema: degenerados mentales, fronterizos de la locura, hereditarios, locos morales, epilépticos religiosos, histéricos, melancólicos. En su grilla, cada loco –famoso o anónimo– ejerce el derecho a la enfermedad y viceversa, cada tipo de alienación, incluso la más estrambótica, consigue un lugar en la tipología. El amasijo bibliográfico con el que el médico revisa la historia transparenta la obsesión por subrayar la potencia de la enfermedad. La locura es, para Ramos Mejía, un instrumento de interpretación que define su perspectiva.

    La rebelión y la tiranía de la ciencia son los ejes de la nouvelle O Alienista que Machado de Assis incluye en Papéis Avulsos (1882). Se trata de una pequeña fábula sobre el poder, una versión irrisoria de las tecnologías de control y disciplinamiento teorizadas por Foucault. Con escepticismo y caústico humor, el narrador hilvana dos tipos de revoluciones –la científica y la social– o mejor, se mofa de ellas tejiendo absurdos: los delirios cientificistas de la psiquiatría naciente y la sugestibilidad y fácil manejo de las masas por individuos inescrupulosos.

    Dos partidos en lucha de Eduardo L. Holmberg traza, con rasgos demoledores, los errores que se tornan crímenes mientras explora vínculos resbaladizos entre la ciencia y la ética. Si la representación del científico asesino integra el imaginario finisecular, en este caso, la ficción pregunta una y otra vez por los límites del conocimiento, un interrogante que vuelve en coyunturas de euforia científica. La prosa desafía el buen gusto mezclando el humor negro con lo abiertamente macabro.

    Hacia finales de siglo XIX, las nociones de selección natural, supervivencia del más apto en la lucha por la vida y evolución continua del animal al hombre entran en el mundo de la ficción. La idea de una humanidad perfectible y su contracara, el fantasma de una posible regresión a un estadio primitivo, desbordan el campo científico para difundirse como creencias populares que se difunden en revistas y publicaciones populares y se articulan en tramas narrativas. Los textos inquieren por los orígenes y la posterior evolución del lenguaje y del hombre. Los ejes comunes trenzan un cañamazo de relaciones entre la ciencia y la ética, la humanidad y el lenguaje, el hombre actual y los antecesores, el lenguaje articulado y la animalidad, la racionalidad científica y la irrupción de lo que no puede ser explicado o no puede ser dicho. Analizo aquí dos cuentos de Lugones, Yzur y Un fenómeno inexplicable y otros de Horacio Quiroga: Historia de Estilicón, El mono ahorcado y El mono que asesinó.

    La ciencia urde complicidades y ofrece justificaciones a diversas formas de políticas discriminatorias. A partir de 1880, desde una óptica malthusiana que prevé la catástrofe biológica de la superpoblación, la eugenesia impone principios que interpretan la vida humana como resultado de leyes naturales biológicas. La perspectiva indica que las diferencias, lejos de ser económicas, sociales o culturales, son fijas y naturales. El evolucionismo presta a la eugenesia una terminología y su racionalidad científica.

    Si bien el discurso biologicista se impone como hegemónico, hay ejemplos que perciben en la cultura un factor de equilibrio o desorden social. La pregunta del título ¿Inocentes o culpables? (1884) de Antonio Argerich aparece formulada en el desenlace como eje de la discusión entre el abogado y el cura en el entierro del protagonista. El texto da cuenta de una conjunción destructiva cuando se combinan, fatalmente, el medio, la herencia y la literatura.  De las distintas formas de la enfermedad y el vicio físico o moral –la locura, la sífilis, la corrupción, el juego–, la ensoñación literaria no es un mal menor.

    En Brasil, José Bento Monteiro Lobato publica O Presidente Negro ou O Choque das Raças (1926). El género de la ciencia ficción sirve de pretexto para elaborar postulados eugenésicos y prejuicios raciales y sexuales que tienen por objeto a negros y mujeres. O Presidente Negro es una novela anti-arielista, una distopía que se reclama utopía y toma a Estados Unidos como modelo generado a partir del oxímoron idealismo pragmático. De entre los miedos colectivos, pone en escena las acciones de las mayorías negras y de las feministas. ¿Cómo se exorcizan los temores? Destruyendo a las primeras y seduciendo a las segundas. El texto no vacila: de ambos enemigos, el más peligroso es el negro; el diferente es el igual con otro color de piel.

    Muchas producciones populares de fin de siglo están atadas a una visión que manifiesta el poder tiránico de las pasiones, la aniquilación inexorable de quien las sufre, visibilizando la etimología del vocablo. Elijo aquí algunas ficciones que narran los padecimientos por amor a la ciencia o a los fantasmas que produce la tecnología. De La Eva futura de Villiers de L´Isle-Adam llego al análisis de dos nouvelles de Horacio Quiroga, El hombre artificial y El vampiro. Los textos insisten en una única idea: la catástrofe se precipita cuando el hombre coloca por encima de la ética, el goce por la razón y la ciencia de modo que no conoce límites o cuando la pasión por la ciencia se potencia con la amorosa.

    I. Pensar la nación

    Juan Bautista Alberdi: nación y razón

    Los fundadores de la nación

    A la hora de nombrar a nuestros mayores intelectuales del siglo XIX, la memoria convoca, sin vacilar, a Juan Bautista Alberdi y a Domingo Faustino Sarmiento. Compañeros de rutas ideológicas durante un lapso, enemigos políticos casi por el resto de sus vidas, reconciliados fugazmente en la vejez, los próceres figuran en los anales históricos como dos de los promotores del haz de principios liberales que, inaugurándose en 1830, atravesarán el siglo para cristalizar en la construcción de una Argentina moderna hacia las últimas décadas.1

    Aunque rivalizaron en torno a la concepción de la nación y discutieron los papeles que les correspondían a las élites y a otros agentes sociales, sus proyectos encajan de manera casi perfecta porque si uno pensó la ley, el otro diseñó la educación del país futuro y ambos crearon, con estas miras, las lenguas que las generaciones posteriores asumieron por preciada herencia: la lengua literaria y violenta del Facundo (1845), en el caso de Sarmiento; la lengua jurídica, neutra y aseverativa, de las Bases (1852) que delineó Alberdi. Los vincula también la vocación militante con que ejercieron el oficio de escribir.

    Alberdi se dedicó a instituir un discurso que, imitando los rasgos de la objetividad y la abstracción inherentes a la ley, diseña un sistema jerárquico en cuya cúspide se halla la filosofía, ciencia madre y fundamento del conocimiento y de la acción. El primer ensayo de peso, Fragmento preliminar al estudio del derecho (1837), donde prescribe a la juventud la misión de conquistar la libertad de la razón, define la filosofía como la ciencia de la razón en general mientras sitúa la jurisprudencia, menos abarcadora, en la esfera de la razón jurídica.2

    El Fragmento examina el derecho natural, el derecho positivo y la jurisprudencia. El derecho positivo inscribe lo particular en lo universal;3 a la jurisprudencia le compete determinar los casos de transgresión a las leyes y las penas correspondientes. Alberdi pide a sus iguales que adecuen el conocimiento universal a condiciones, tiempos y lugares específicos. Como enseñaba su maestro Montesquieu, el filósofo –que hurga en el espíritu de las leyes– contribuye con su racionalidad al desarrollo de la vida social. La filosofía adquiere valor cuando se articula con la praxis; de modo complementario, el derecho y la política encuentran validez en el aparato teórico de la filosofía.

    En este momento de su trayectoria intelectual, la verdad coincide con la razón; de ello se desprende que los enunciados filosóficos son también buenos, morales y justos. El bien absoluto, fundido con la ley moral, sigue los lineamientos del derecho natural. Lo bueno, lo moral y lo justo se revelan aspectos de la relación armónica del hombre con el bien en sí, el bien moral o el bien común. El acuerdo entre bien individual y bien colectivo rige también en el campo del derecho social, constituido por el conjunto de principios y normas que regulan la evolución de una comunidad. Porque el espíritu de justicia es intrínseco a la ley y al legislador, ninguna ley puede atentar contra la razón o contra la libertad. Las argumentaciones ponen de relieve la etapa en la que la filosofía se erige como la esfera adecuada para afianzar un pensamiento utópico que Alberdi compartió con otros miembros de su generación.

    De manera paralela a los discursos sobre la nación y los textos programáticos, los letrados cultivaron el género autobiográfico en el que se proponen como modelos para ejercer el poder o como guías para indicar los rumbos de la nación futura. Las relaciones entre los lugares imaginarios –a los que se creían destinados– y los lugares reales determinan las posiciones de locución. Recuerdos de provincia (1850) de Sarmiento, Mi vida privada (1873) y Palabras de un ausente (1874) de Alberdi elaboran el imaginario del patriota, una figura que legitima por su sola inclusión. Y si Sarmiento se siente tentado a colocarse en el centro del campo de batalla, Alberdi permanecerá en un lugar más alto, más allá de las coyunturas porque se concibe legislador e ideólogo y, como tal, dicta los principios que debe seguir la sociedad entera, incluidos los políticos. Sin excepción, la mirada se dirige a investigar las formas jurídicas del estado aún en ciernes.

    En Alberdi, la escritura, en sus diferentes textualidades, dibuja el espacio de la razón en el que el sujeto puede enunciar la ley de la nación. La imagen del patriota refuerza la rectitud de la palabra del legislador. La patria opera como mito de origen, un tesoro perdido que hay que recuperar actualizando los postulados de mayo, fecha que representa el punto de partida en la formación de la historia colectiva.4 El modelo es tan poderoso que se lleva consigo como huella indeleble; la patria configura la subjetividad: Por variadas que hayan sido las fases porque ha pasado mi vida, la forma que ha conservado mi inteligencia durante ella, venía de su primer período, pasado en mi país.5 El correlato de la ausencia física es la preocupación intelectual constante. Por eso, en la selección de recuerdos, el autobiógrafo consigna, junto con la genealogía familiar, la intimidad del pequeño con los héroes de la independencia: Yo fui el objeto de las caricias del general Belgrano en mi niñez, y más de una vez jugué con los cañoncitos que servían a los estudios académicos de sus oficiales en el tapiz de su salón de su casa de campo en la Ciudadela.6 En la educación del futuro patriota se suman, al afecto del guerrero, las ideas revolucionarias saturadas de citas rousseaunianas. Ya desde niño, Juan Bautista escucha las explicaciones que formula su padre sobre el Contrato social; luego, en la adolescencia, su amigo Cané le descubre los placeres amorosos de La nueva Eloísa, así como los métodos educativos del Emilio.

    A pesar de la importancia que, para él, conservaba el saber contenido en los libros, el viejo Alberdi sigue fiel a su idea de aferrar la teoría a la realidad; en la autobiografía se pone a resguardo de cualquier posible acusación, subrayando el magisterio de la vida al paso que habla, sin nombrarlo, del exilio permanente:

    Todas esas lecturas, como mis estudios preparatorios, no me sirvieron sino para enseñarme a leer en el libro original de la vida real, que es el que más he ojeado, por esta razón sencilla, entre otras, que mis otros libros han estado casi siempre encajonados y guardados durante mi vida, pasada en continuos viajes.7

    El exiliado por causa de la libertad, el filósofo práctico, el traductor de las voces de la patria, el legislador que enuncia la ley, el crítico burlón que satiriza los males de la comunidad: estas posiciones, que encastran unas en otras, arman el imaginario del letrado dando preferencia a ciertas posiciones y a determinados tonos. La ley se convierte en dogma racional. Alberdi –como muchos contemporáneos– entroniza por dios a la razón y por profeta al legislador:

    Hay siempre una hora dada en que la palabra humana se hace carne. Cuando ha sonado esa hora, el que propone la palabra, orador o escritor, hace la ley. La ley no es suya en ese caso: es la obra de las cosas. Pero ésa es la ley duradera, porque es la verdadera ley.8

    El profeta-legislador presta atención a la voz de la ley y la traduce al pueblo; es un mediador eficaz entre la historia inscripta en las cosas y la colectividad. Su agudo oído le permite ocupar la posición que tiene representación literaria en Figarillo, el personaje que firma, en homenaje a Mariano José de Larra, sus artículos de La Moda, y que retorna, con idéntica ironía y un toque mayor de desencanto, como Fígaro en Peregrinación de Luz del Día (1874).

    Entre lo absoluto y lo posible

    El Diario de la Tarde del 14 de noviembre de 1837 anuncia la aparición de La Moda describiéndola como una gacetita de música, poesía, literatura, modas destinadas a las bellas federales.

    La propuesta tiende a reemplazar la costumbre para instalar en su lugar nuevos hábitos que, a su vez, deberán convertirse en costumbre. La estrategia de La Moda consiste en presentar el ataque a la persistencia de la tradición como si se tratara de una corrección benefactora y amena.9

    A lo largo de los veintitrés números que se publican entre noviembre de 1837 y abril de 1838 –y sobre todo en los primeros–, las pretensiones de trivialidad y el detalle de frivolidades hecho en tono burlón y ligero intentan esquivar la censura. El número del 16 de diciembre de 1837 incluye Mi nombre y mi plan, donde Figarillo explica sus filiaciones con Larra y el mundo español. Entre ironías mordaces y juegos de palabras, el texto identifica lo americano en la copia degradada de lo español:

    Si no fuese lo que ha sido ya otro, si no fuese una repetición, una continuación, una rutina de otro, en una palabra, en esta rutinera capital no conseguiría ser leído; porque lo que no es igual a lo que ha sido, esto es, todo lo que no es viejo, no tiene acogida en esta tierra clásica de renovación.10

    Los comentarios jocosos de Figarillo culminan con la alabanza a la tradición hispánica en detrimento de la revolución: Con que, vean ustedes si hacemos bien en mantener todo lo que es español y no ha entrado en la revolución. El enunciado anticipa un nudo fuerte en el programa filosófico y político de Alberdi; reiterado en otros textos, traza una línea de investigación en la medida en que los escritos desmenuzan, una y otra vez, lo que no ha entrado en la revolución.

    El número del 2 de diciembre de 1837 retoma el tema en Reglas de urbanidad para una visita. Horrorizado ante las innovaciones, Figarillo destroza las costumbres porteñas enfatizando el carácter repetitivo de la vida. Con el pretexto de hablar sobre el hábito de tener un loro, dice que el partido de lo nuevo es inexistente: Las costumbres literarias del loro y la cotorra, como las de nuestra sociedad, siguen las mismas que en tiempo del rey. En vano ha habido una revolución americana: el loro, como si fuera vizcaíno, no ha querido entrar en la revolución.11 Ya en el exilio en Montevideo, desde las páginas de El Nacional y para justificar la injerencia de Francia en los asuntos de la Confederación Argentina, el sujeto se incluye en el grupo revolucionario: El tiempo no constituye la justicia, la constituye la razón. La razón es ley, desde que es conocida. De otro modo, tendremos que vivir bajo el imperio de la rutina, los que al entrar en la época revolucionaria, hemos hecho propósito de caminar bajo el imperio de la razón.12

    La coexistencia de tiempos diferentes, la yuxtaposición de remanentes del pasado y representantes de las nuevas épocas se prolongan en varios artículos de El Iniciador de Montevideo. En el número del 15 de julio de 1838, Del uso de lo cómico en Sudamérica elabora una pedagogía teatral y hace el diagnóstico de una sociedad en la que la Edad Media y el siglo XIX conviven en conflicto: Este consorcio heterogéneo se presenta, en todas las situaciones, en todos los accidentes de nuestra sociedad.13 Frente a la pujanza de los elementos residuales, la tarea del cómico se aproxima a la del filósofo, que explora las sendas de la verdad puesto que busca alumbrar con la antorcha del siglo XIX las facciones visibles de las cosas viejas que nos circundan.14

    Para Alberdi, el arte lleva a cabo una tarea de develación. Si bien la filosofía mantiene el lugar supremo que le ha conferido a lo largo de su producción, podemos hacer la experiencia de leerlo en su literatura, débil, por cierto, y afectada de una tediosa voluntad didáctica, pero crucial por las capacidades que se le asignan. En el discurso para el Certamen Poético de Montevideo de 1841 –realizado con motivo del 25 de mayo y cuyo ganador fue Juan María Gutiérrez–, Alberdi describe la literatura que conviene a las repúblicas nacientes; lejos de la autonomía estética que preconizaba el romanticismo, sus rasgos provienen de otras esferas –la política, la filosofía– y responden a otras necesidades, por ejemplo, la utilidad para el desarrollo de la vida

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