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En lucha con el pasado. El movimiento de derechos humanos y las políticas de la memoria en la Argentina post-dictatorial (1983-2006)
En lucha con el pasado. El movimiento de derechos humanos y las políticas de la memoria en la Argentina post-dictatorial (1983-2006)
En lucha con el pasado. El movimiento de derechos humanos y las políticas de la memoria en la Argentina post-dictatorial (1983-2006)
Libro electrónico716 páginas10 horas

En lucha con el pasado. El movimiento de derechos humanos y las políticas de la memoria en la Argentina post-dictatorial (1983-2006)

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En lucha con el pasado busca elucidar la manera en que la sociedad argentina otorgó sentido al período de la dictadura militar a partir de 1983 y hasta 2006, haciendo para ello un análisis histórico de las luchas y los dilemas surgidos en ese período. La investigación está organizada en torno a dos líneas principales: la primera orientada a analizar los actores que procuraron mantener el pasado en la agenda pública, los "agentes de memoria". La segunda se ocupa de la manera en que estos "agentes de memoria" interactuaron con su entorno social y político, cómo fueron influenciados por éste y cómo, a su vez, lograron transformarlo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 abr 2018
ISBN9789876992800
En lucha con el pasado. El movimiento de derechos humanos y las políticas de la memoria en la Argentina post-dictatorial (1983-2006)

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    En lucha con el pasado. El movimiento de derechos humanos y las políticas de la memoria en la Argentina post-dictatorial (1983-2006) - Saskia Van Drunen

    Bibliografía

    Agradecimientos

    Este libro es una traducción de mi tesis doctoral, que defendí en el 2010 en la Universidad de Amsterdam, Holanda. También es el producto final de un viaje que empezó hace muchos años cuando estuve por primera vez en Rosario, Argentina, con motivo de mi tesis de maestría. Mirando hacia atrás, me doy cuenta que esa primera experiencia fue la simiente de mis futuros intereses en materia de investigación y de mi fascinación por ese país. La gente que conocí en aquel entonces aún son amigos que visito cada vez que viajo a la Argentina. En el marco de la presente investigación pude entablar muchas nuevas amistades, tener encuentros estimulantes con numerosas personas de horizontes diferentes y contar con la colaboración y el apoyo de colegas, supervisores, amigos y familiares. Todos ellos contribuyeron a hacer que este proyecto fuera una experiencia increíble que no hubiera querido desaprovechar por nada en el mundo y quisiera expresarles mi agradecimiento.

    En primer lugar, quiero agradecer a todas las personas que estuvieron dispuestas a hablar conmigo en la Argentina acerca de sus experiencias, de sus interpretaciones del pasado y del presente y de sus esperanzas para el futuro. Me siento profundamente en deuda con ellas por haber hecho posible este trabajo de investigación. La lista de individuos sería demasiado larga para nombrar a todos, pero quisiera mencionar especialmente a algunas personas: Federico Lorenz, quien generosamente me introdujo a la temática y me prestó su extensa colección de recortes de diarios; Inés Ulanovsky, por ofrecerme sus contactos con familiares de desaparecidos, abriéndome así la puerta al movimento de derechos humanos; Noemí Ciollaro, por aceptar conversar conmigo sobre el tema cuando recién estaba empezando con esta investigación, y por regalarme su conmovedor libro Pájaros sin luz, con testimonios de mujeres de desaparecidos; Valeria Barbuto y Gonzalo Conte, por compartir conmigo su análisis de la temática en distintos momentos de mi investigación; Isabel Cerruti, Isabel Fernández Blanco y Claudia Pereyra, por su cálidez, su increible fuerza para seguir adelante y por el tiempo que se tomaron para contarme sus historias de vida; y finalmente, Martín Charmorro, Cármen Cáceres, Verónica Jeria, Licia López de Casenave, Jean de Wandelaer, Osvaldo López y Gabriel Martin por facilitarme sus contactos y documentación.

    Esta investigación tampoco hubiera sido posible sin el apoyo de numerosas organizaciones e instituciones cuyos amables colaboradores pusieron a mi disposición una amplia documentación y me hicieron conocer su trabajo. Mi más sincero agradecimiento a: Memoria Abierta, cedinci, Núcleo Memoria del Instituto de Desarrollo Económico y Social (ides), Biblioteca de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, Comisión Provincial por la Memoria de la Ciudad de la Plata, Subsecretaría de Derechos Humanos de la Ciudad de Buenos Aires, Secretaría Nacional de Derechos Humanos, Comisión pro Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado, Instituto Espacio para la Memoria, Archivo Biográfico de Abuelas de Plaza de Mayo, cels, apdh, serpaj, medh, Liga, Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos, Madres Línea Fundadora, Abuelas, Familiares, Hermanos, h.i.j.o.s., Buena Memoria, eaaf, codesedh, Fundación Memoria Histórica y Social Argentina, equipo de arqueólogos de Mansión Seré, Comisión por la Memoria de Liniers, Villa Luro y Mataderos, Mesa de Escrache Popular, agrupación Buscando un Destino para El Olimpo, Vecinos por la Memoria y Mesa de Trabajo y Consenso de El Olimpo.

    Mucha gente me hizo sentir como en casa durante mi estadía en la Argentina. En Buenos Aires, Federico Villalpando, Clarisa Costa, Fernando Casale, Roberto Testa, Marieke Denissen, Mariana Pérez y Noa Vaisman resultaron una compañía entrañable en mi tiempo libre. Federico me hizo conocer la ciudad y sus paseos por Buenos Aires me hicieron sentir un poco más en casa. Pero mis largas estadías en la Argentina se hicieron también más livianas gracias a los viajes a Rosario que pude hacer cada tanto. Ahí están mis amigos de muchos años que me familiarizaron con el modo de vida en la Argentina cuando estaba recién llegada de Holanda, allá a fines de los noventa: mis queridos amigos Luciana Brugé y Leo Ovando, Laura Quemada y José (Conne) Pérez, José Antonio (Toti) Rubio, Jorgelina Hiba y Germán De Los Santos, Amanda y Juan Carlos Hiba. A esta altura ya se convirtieron en mi familia argentina.

    En Holanda, varias instituciones, colegas, familiares y amigos contribuyeron a este proyecto. Agradezco a: mis supervisores, el Prof. Dr. Michiel Baud y la Dra. Barbara Hogenboom, Centro de Estudios y Documentación Latinoamericanos (cedla), wotro, mis colegas doctorantes del cedla Azusa Miyashita, Griet Steel, Beatrice Simon, Juan Carlos Aguiar, Mariana Françozo y Lorena Ramírez, mis colegas doctorantes de ola, mis colegas de icco y Kerk in Actie. Un especial agradecimiento a Silvia Eggli por su excelente trabajo de traducción de este libro al castellano. Y finalmente, me hubiera resultado mucho más difícil terminar este libro si no hubiera contado también con el apoyo de familiares y amigos en Holanda. Muchas gracias a mis amigas Elisabet Rasch, Iris Andriessen, Jantine Messing, Jennifer de Boer, Judith Senders, Annemiek Engbers, Chantal Oomen, Janneke van de Kerkhof y Marieke Schuurmans; a mis padres, Jiddo y Laetitia, y a mis hermanas Angélique y Ghislaine. Pero mi deuda más importante es con Roeland, quien me acompañó en este viaje desde el principio. Su apoyo incondicional fue fundamental para poder finalizar este libro.

    Prefacio

    A pesar de los numerosos intentos de cerrar oficialmente el capítulo de la dictadura militar (1976-1983), ese período sigue ejerciendo una fuerte influencia en las relaciones políticas en la Argentina. Esta investigación analiza este fenómeno, centrándose en la lucha de las organizaciones de derechos humanos, de las víctimas de la dictadura y de otros grupos sociales y políticos que trataron obstinadamente de mantener el pasado en la agenda pública, movilizándose en torno al reclamo de verdad, justicia y memoria. A través de un análisis histórico de esta lucha y de los dilemas y conflictos que surgieron durante su desarrollo, me propongo analizar el significado que la sociedad argentina atribuyó al período de la dictadura militar. El estudio sostendrá que los actores sociales que exigen verdad, justicia y memoria desempeñaron un papel fundamental, sentando las pautas tanto de los contenidos de la memoria pública como de la manera en que se procesó el pasado a nivel institucional y político. Las perspectivas que se presentan en este libro pueden ser relevantes tanto para los lectores interesados en la Argentina como para los académicos y profesionales interesados en la manera en que las sociedades lidian con el legado de los regímenes represivos y de graves violaciones de los derechos humanos. Sin embargo, antes de desarrollar el argumento principal, es necesaria una breve contextualización histórica.1

    Durante el período comprendido entre marzo de 1976 y diciembre de 1983, se instaló en el poder un régimen militar represivo que fue responsable de la desaparición, encarcelamiento y asesinato de miles de personas. La mayoría de las víctimas eran ciudadanos que estaban involucrados en algún tipo de actividad social o política y que se habían manifestado en favor de la justicia social. Entre ellos se encontraban periodistas, intelectuales, artistas, políticos, docentes de todos los niveles educativos, estudiantes y trabajadores sindicalizados, y más tarde activistas de derechos humanos y familiares de desaparecidos. El terror generalizado que se abatió sobre la sociedad fue desencadenado en el marco de lo que las Fuerzas Armadas denominaron Proceso de Reorganización Nacional  (el Proceso), que comenzó con el golpe militar del 24 de marzo de 1976. Su objetivo era una reorganización completa de la sociedad argentina. La economía debía ser modernizada y liberalizada e integrarse a la economía global; la guerrilla y toda otra expresión subversiva debían ser eliminadas de raíz y la clase obrera debía ser disciplinada. Un nuevo orden moral respetuoso de los valores cristianos, modernos y occidentales sería impuesto a la sociedad argentina. Tan pronto tomaron el poder, los militares suprimieron los derechos civiles y políticos más básicos: las huelgas, las negociaciones colectivas y las organizaciones estudiantiles fueron prohibidas, el gobierno asumió el control de los sindicatos, impuso una fuerte censura a los medios de comunicación y los partidos políticos fueron suspendidos. Los militares tomaron el control de las estructuras de gobierno, ocupando la mayoría de los ministerios y de los gobiernos provinciales, y dejaron las municipalidades en manos de civiles, principalmente de los partidos peronista y radical.

    El golpe del *24 de marzo de 1976 fue precedido del tradicional involucramiento de los militares en los asuntos internos del país y la violencia política. De 1930 en adelante, las Fuerzas Armadas, que se habían convertido en una institución nacional con sus propios objetivos, intervenían regularmente con golpes de Estado, a menudo en alianza con los terratenientes y las elites urbanas conservadoras. Estas alianzas se vieron reforzadas durante los diez años del gobierno peronista (1945-1955). Si bien Perón logró obtener el apoyo incondicional de la clase obrera, también enfrentó la oposición de sectores conservadores en el seno de las Fuerzas Armadas y de importantes sectores de la sociedad civil. Dichos sectores desarrollaron un fuerte sentimiento antiperonista y buscaron la manera de quebrantar el poder de Perón. En 1955 fue derrocado por un golpe militar que contó con el apoyo de la jerarquía de la Iglesia Católica, de todos los partidos políticos no peronistas, de importantes sectores de la clase media y de las elites económicas rurales y urbanas. El miedo al peronismo motivó también otro golpe militar en 1966. Hasta ese entonces, los militares se habían retirado después del golpe, dejando el gobierno en manos de presidentes civiles. Sin embargo, en 1966 hicieron un primer intento de permanecer en el poder. Su objetivo fue restaurar el orden social y económico y estabilizar la economía, entendido esto como la reducción del rol del Estado, que había sido central bajo los gobiernos peronistas.

    Durante esa dictadura, conocida como la Revolución Argentina, que duró hasta 1973, se profundizó la polarización política. La supresión de los derechos civiles y políticos, combinada con el contexto internacional de la Guerra Fría, desencadenó la formación de movimientos de resistencia obreros, estudiantiles y en los rangos inferiores de la Iglesia Católica, motivados todos por ideales de justicia social y revolución. Las fuentes de inspiración abarcaban experiencias tan diversas como la Revolución Cubana, el Mayo Francés de 1968 o las luchas de liberación en el mundo colonizado. Estos sectores experimentaron un proceso de radicalización política, y de manera creciente vieron en la lucha armada un medio para generar el cambio social. A principios de los 70, surgieron varias organizaciones político-militares (o guerrillas), siendo las dos más importantes el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp) de orientación marxista leninista, y la organización peronista Montoneros. Los Montoneros recibieron el apoyo de Perón, que se había convertido en la figura central de la oposición durante su exilio en Madrid. La organización experimentó un crecimiento exponencial a partir de su alianza estratégica con la Juventud Peronista (jp). Esta alianza proporcionó a la organización un movimiento de masas que fue identificado dentro del movimiento peronista como la Tendencia Revolucionaria.

    Las acciones de las organizaciones político-militares, las huelgas generales y las manifestaciones de protesta ejercieron una enorme presión sobre el régimen militar, que se vio obligado a abrir la vía a elecciones. Una actividad política frenética caracterizó el período de la campaña electoral, que se extendió hasta marzo de 1973. La Tendencia Revolucionaria Peronista desempeñó un papel preponderante en la campaña, movilizando enormes cantidades de gente en las calles y en las manifestaciones y concentraciones a favor de Héctor Cámpora, el candidato peronista a la presidencia en reemplazo de Perón, que había sido proscripto. Cámpora ganó las elecciones y asumió la presidencia de la Argentina el 25 de mayo de 1973. Durante su breve mandato, la Tendencia Revolucionaria obtuvo una serie de importantes cargos políticos dentro del gobierno, del Congreso Nacional, de los gobiernos provinciales, de las legislaturas locales y de la educación superior. Pero las tensiones también aumentaron con respecto al ala derecha del movimiento peronista, representada por los sindicatos. A partir de la asunción de Perón como presidente en septiembre de 1973, los sindicatos pasaron a jugar un papel cada vez más predominante dentro del gobierno, *desplazando gradualmente a los representantes de la izquierda. La muerte de Perón en julio de 1974 trajo consigo un empeoramiento de la situación. Bajo la presidencia de Isabel Perón, viuda de Perón y vice presidente del país, los ataques contra la izquierda se hicieron más violentos y se extendieron mucho más allá de las fuerzas guerrilleras. Las actividades de grupos para-policiales como la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), que habían comenzado en 1973, se intensificaron y alcanzaron su punto culminante en 1974 y 1975. Estos escuadrones de la muerte secuestraron, torturaron y mataron a más de mil activistas, dejando sus cuerpos en las calles a fin de infundir terror en las mentes de sus opositores. Numerosos artistas, escritores y periodistas se exiliaron después de haber visto sus nombres en la lista de condenados de la Triple A.

    La situación empeoró aún más cuando, en enero de 1975, la participación del Ejército en la seguridad interna fue extendida a la operación contra las fuerzas de la guerrilla rural del erp en la Provincia de Tucumán. En febrero de 1975, el gobierno de Isabel Perón aprobó oficialmente el involucramiento del Ejército, mediante la firma del Decreto 261, que autorizaba a las Fuerzas Armadas a aniquilar a la insurgencia guerrillera rural en esa provincia. Muchas de las prácticas represivas que serían utilizadas durante la dictadura militar de 1976-1983 fueron aplicadas por primera vez en Tucumán. El involucramiento de las Fuerzas Armadas en la seguridad interna se profundizó en octubre de 1975, cuando el Ejército pasó a integrar el Consejo de Defensa Nacional y de Seguridad Interior dirigido por Isabel Perón. Poco tiempo después, la policía fue subordinada al Ejército. Durante el mismo período, la prensa daba cuenta diariamente de acciones de violencia política, enfrentamientos reales o supuestos entre la guerrilla y las fuerzas de seguridad, asesinatos políticos y explosión de bombas. El período se caracterizó también por fuertes protestas sociales, especialmente las protagonizadas por el movimiento obrero. En ese contexto de crisis económica, protesta social, represión política y actividad guerrillera se fue conformando una alianza entre grupos económicos poderosos y las Fuerzas Armadas con el objetivo de reorganizar el país. Los rumores de golpe de Estado que habían empezado a circular aumentaron a medida que los indicios de una inminente toma del poder por los militares se fueron materializando. Cuando se produjo el golpe militar el 24 de marzo de 1976, todo el mundo se lo esperaba. Tanto dentro como fuera de Argentina el golpe fue recibido por muchos como una solución al caos imperante.

    Sin embargo, los niveles de represión que caracterizarían al régimen militar no fueron previstos. Los secuestros, las torturas y los asesinatos, e incluso las desapariciones, ya habían ocurrido en 1974-75. Pero a partir de 1976, la represión fue cualitativamente diferente, adquiriendo un carácter sistemático, generalizado y clandestino. Uno de los aspectos centrales de este sistema represivo fue la práctica de la desaparición. Las víctimas eran secuestradas brutalmente de sus hogares o en la calle por un grupo de militares y policías en civil fuertemente armados y que conducían vehículos sin placas de matriculación, las así llamadas patotas o grupos de tareas. La policía local recibía órdenes de no intervenir. En la mayoría de los casos, la casa de la víctima era saqueada. Una vez secuestradas, las víctimas desaparecían. Eran conducidas a una prisión desconocida o centro clandestino de detención, donde eran encapuchadas y obligadas a *soportar torturas físicas y psicológicas atroces, enfrentándose a una muerte casi segura. Drogadas, pero aún con vida, las víctimas eran arrojadas al mar desde aviones, o eran ejecutadas y sus cuerpos eran quemados o enterrados como Nomen Nescio (nombre desconocido, NN) en diferentes cementerios. El destino que se reservaba a las mujeres que estaban embarazadas en el momento de su secuestro era despiadado. Muchas de ellas eran mantenidas con vida en condiciones extremadamente duras hasta que daban a luz. Inmediatamente después, eran asesinadas en su mayoría y sus bebés eran entregados a matrimonios de militares o a matrimonios cercanos a los militares para ser reeducados de acuerdo con los verdaderos valores argentinos. Oficialmente fueron denunciados unos trescientos de estos casos, pero se estima que ascienden a quinientos.

    Durante el período más cruento de la dictadura militar, desde 1976 hasta 1979, las desapariciones ocurrían cotidianamente. La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (conadep) documentó 8,960 casos de desaparición, pero se cree que las cifras reales son significativamente más altas. Las organizaciones de derechos humanos estiman en 30.000 el número de desaparecidos, considerando que por cada desaparición, dos no fueron denunciadas. Otras estimaciones varían entre 12.000 y 20.000 personas. Una reducida minoría de 2.793 personas sobrevivió.2 De estos sobrevivientes, una docena logró escapar. Algunos fueron liberados bajo el régimen de libertad vigilada, lo cual significaba que debían dar cuenta de sus actos y no se les permitía abandonar el país. Otros tuvieron la opción de salir del país, pero con la prohibición de regresar. Pasaron a formar parte del enorme grupo de exiliados que se habían refugiado en Europa, los Estados Unidos y otros países latinoamericanos. Un último grupo fue legalizado y sus miembros se convirtieron en presos políticos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional  (pen), pasando a formar parte de los ya numerosos presos políticos existentes, muchos de los cuales habían sido encarcelados durante los años que precedieron al golpe militar. Según la conadep, sólo en 1976, el número de presos a disposición del pen era de 8.625, de los cuales 2.443 habían sido arrestados en los años precedentes. Las condiciones de detención se deterioraron enormemente tras el golpe militar de 1976 y se registraron varios casos de detenidos que fueron ejecutados mientras se encontraban encarcelados como presos políticos legales. No obstante, ser legalizado equivalía a reaparición, y esto siempre implicaba una mayor posibilidad de sobrevivir que si se era un desaparecido.

    Reflexionando sobre el carácter sistemático de la represión, Calveiro señaló que: fue la modalidad represiva del Estado, no un hecho aislado, no un exceso de grupos fuera de control, sino una tecnología represiva adoptada racional y centralizadamente.3 El plan había sido bien concebido y preparado por los altos mandos de las Fuerzas Armadas: los generales Videla, Viola, Suárez Mason, Menéndez, Martínez, así como otros miembros de la dirigencia militar, se inspiraron para ello en la Doctrina de la Seguridad Nacional, la experiencia de los militares franceses en Argelia, y en la capacitación en materia de guerra de contrainsurgencia que habían recibido en la Escuela de las Américas en Panamá. El plan abarcaba el sistema de seguridad y defensa del país en su totalidad. La Gendarmería Nacional, la Policía Federal, la Prefectura Naval, las Policías Provinciales y el Servicio Penitenciario fueron subordinados al Comando en Jefe del Ejército. Personal especializado de inteligencia militar se encargó del trabajo sucio de la tortura y las desapariciones. El número de miembros de los grupos de tareas llegó a ser de varios miles y estaban compuestos principalmente de oficiales jóvenes, suboficiales, policías y civiles. Este personal de inteligencia adquirió un alto grado de autonomía, pero, en última instancia, estaba bajo el férreo control de la Junta Militar, a la vez que tenía acceso a personal militar, armamento e inteligencia. Las Fuerzas Armadas también colaboraban con otros regímenes militares en la represión de sus ciudadanos a través de la Operación Cóndor, una colaboración entre los servicios de inteligencia de Chile, Argentina, Paraguay, Bolivia, Uruguay y Brasil, que también recibió asistencia de la cia y de otros organismos de seguridad estatales.

    Además de eliminar a los opositores políticos, otro de los objetivos de esta represión sistemática era sembrar el terror y paralizar a la sociedad civil. Calveiro sostiene que los centros de detención clandestina *fueron concebidos para eliminar a los elementos subversivos de la sociedad, pero también para infundir terror y excluir la posibilidad de que la subversión pudiera resurgir. Numerosas personas presenciaron secuestros en las calles y viviendas. La manera flagrante y violenta en que eran realizados garantizaba que no pudieran pasar desapercibidos. A menudo las viviendas eran saqueadas durante o después de la operación, con camiones que se llevaban el mobiliario, a la vista de todo el vecindario. En cuanto a las víctimas, éstas desaparecían literalmente en un mundo oculto que era invisible para el ciudadano común. El carácter abierto y al mismo tiempo clandestino de la represión, la violación de la esfera privada a través de los secuestros en las viviendas y el saqueo de las mismas, la desaparición de familias enteras y de personas que no correspondían a la imagen de guerrilla subversiva que había sido construida a lo largo del tiempo, todos estos elementos contribuyeron a crear una cultura de miedo,4 que afectó profundamente a las instituciones de la sociedad civil y su funcionamiento. Una franja importante de población optó por ignorar lo que estaba sucediendo. La clandestinidad y la ambigüedad de la represión hicieron posible que la gente negara lo que estaba ocurriendo.

    Esta experiencia dramática de graves violaciones de los derechos humanos y de terrorismo de Estado dejó su impronta en la sociedad argentina. La cuestión de cómo abordar este período ha llevado a acalorados debates desde el período de la transición democrática hasta la actualidad. Como en muchos otros países que deben hacer frente a legados similares, las disputas giraron en torno a la cuestión acerca de qué verdad debe ser contada, si se debe castigar a los culpables y cómo hacerlo, y qué significado atribuir a los acontecimientos del pasado. Uno de los actores principales en este debate ha sido el inicialmente reducido grupo de personas, integrado por víctimas y personas solidarias, que decidieron oponer resistencia a la dictadura y denunciar las desapariciones tanto dentro como fuera de la Argentina. Durante el proceso que condujo a la transición democrática, estos grupos aislados de individuos se convirtieron en un movimiento de derechos humanos sumamente influyente, compuesto por víctimas, organizaciones de derechos humanos e individuos comprometidos, entre los cuales se contaban periodistas, intelectuales, artistas y abogados. Este movimiento fue el protagonista principal en la lucha por la verdad, la justicia y la memoria y desafió los numerosos intentos oficiales de limitar el enjuiciamiento de los culpables y cerrar el tema. Al mismo tiempo, en el seno de estos mismos grupos que exigían verdad, justicia y memoria existía una gran diversidad de interpretaciones sobre lo que estos conceptos significaban en la práctica. Estas luchas y disputas en torno a cómo enfrentar y rememorar las violaciones de los derechos humanos ocurridas en el pasado, así como su evolución en el tiempo, constituyen el núcleo de este libro.

    Notas

    1. Para aligerar el texto no se incluyen en esta versión todas las referencias bibliográficas del texto original en inglés, sin embargo, todos los trabajos consultados están incluidos en la bibliografía al final de este libro. Si se desean consultar las referencias detalladas puede revisarse la versión original del libro en inglés, disponible online o contactando a la autora.

    2. Torres Molina , Ramón: Veinticinco años del informe de la Conadep, en Página/12 , 15 de septiembre de 2009.

    3. Calveiro , Pilar: Poder y desaparición: Los campos de concentración en Argentina , Buenos Aires: Colihue, 1998, pág. 31.

    4. Corradi, J. E., The Culture of Fear and Civil Society, en From Military Rule to Liberal Democracy in Argentina , ed. Mónica Peralta-Ramos y Carlos H. Waisman, Boulder: Westview Press, 1987, pág. 113.

    *I. En lucha con el pasado en la Argentina

    El 24 de marzo de 2004, el acto oficial de conmemoración del aniversario del golpe militar en Argentina tuvo lugar en la propia Escuela de Mecánica de la Armada, uno de los símbolos más emblemáticos de la dictadura, conocido también por sus siglas como esma. Entre 1976 y 1983, parte del predio de la esma había sido utilizado como centro clandestino de detención. Se estima que aproximadamente 5.000 personas permanecieron allí en cautiverio, la mayoría de las cuales pasaron a engrosar la larga lista de desaparecidos. Durante una ceremonia muy emotiva, el presidente Néstor Kirchner firmó un convenio que estipulaba que el sitio sería convertido en un Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos. Acto seguido, pidió perdón en nombre del Estado por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia tantas atrocidades.1 A su lado se encontraban tres jóvenes cuyos padres habían desaparecido. Los tres habían nacido en cautiverio en la esma. Al pie del palco se encontraban representantes de organizaciones de derechos humanos, sobrevivientes de la esma y de otros centros clandestinos de detención, y numerosos grupos e individuos que condenaban el terrorismo de Estado. Poco después de terminada la ceremonia, los portones de la esma fueron abiertos y miles de personas ingresaron espontáneamente al predio y sus edificios, ocupando así físicamente un espacio al cual el ciudadano común no había tenido acceso por muchos años.

    La decisión presidencial de transformar la esma en un espacio para la memoria fue precedida de una larga historia de luchas en relación al destino de los desaparecidos y a la construcción de la memoria colectiva en torno a la dictadura militar. Raúl Alfonsín, presidente de la transición democrática, ordenó el histórico Juicio a las Juntas y firmó el decreto que establecía la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (conadep), que investigó y documentó miles de desapariciones. Sin embargo, fue también el responsable de la sanción de dos leyes que hicieron posible que la mayoría de los culpables fueran liberados. Su sucesor, Carlos Menem, institucionalizó aún más la impunidad al decretar dos indultos presidenciales gracias a los cuales fueron puestos en libertad los oficiales militares de alto rango detenidos a la espera de ser juzgados, así como los jefes de la junta que habían sido juzgados en 1985. Menem insistió en la necesidad de reconciliación de todos los argentinos y pidió dejar atrás al pasado. Ya el pasado nos enseñó todo lo que podía enseñar, y ahora debemos mirar hacia adelante, con los ojos fijos en el futuro. Si no aprendemos a olvidar, nos convertiremos en una estatua de sal,2 declaró. En gran medida, sus sucesores en la presidencia –De La Rúa y Duhalde–, adoptaron un enfoque similar. No fue sino hasta la elección de Néstor Kirchner en 2003 que el discurso y las políticas oficiales cambiaron. La presidencia de Kirchner marcó un giro radical en las políticas oficiales en torno a la memoria en comparación con sus predecesores, quienes, en distinto grado, habían promovido el silencio y la impunidad.

    Desde sus inicios, las políticas oficiales de impunidad y silencio habían suscitado la enérgica oposición de las organizaciones de víctimas, entre ellas las mundialmente conocidas Madres de Plaza de Mayo, y de otros grupos e individuos, que se movilizaron activamente para contrarrestar estas políticas. Estas organizaciones orientadas a la defensa de los derechos humanos, e integradas en gran parte por víctimas de la dictadura, surgieron durante los años más álgidos de la represión y adquirieron un papel preponderante en el proceso de saldar cuentas con el pasado que vivió la sociedad argentina bajo los sucesivos gobiernos democráticos a partir de 1983, sosteniendo que no se podía instaurar la democracia si no se afrontaba el pasado de manera decidida. Esto significaba investigar los hechos represivos, enjuiciar a los culpables y construir una memoria colectiva en torno a la dictadura militar. Los conceptos centrales de Verdad, Justicia y Memoria fueron los que sintetizaron estas demandas. Con el tiempo, se unieron a la lucha nuevos actores, entre ellos ex militantes políticos, hijos de desaparecidos, estudiantes, periodistas, intelectuales y vecinos. Estos trajeron consigo nuevas formas de activismo y contribuyeron a la profundización del debate. Los cambios que se produjeron en el plano político, social y económico, también ejercieron una influencia significativa en las luchas en torno al pasado, y en particular en lo que hace al sentido atribuido al período de la dictadura.

    Este libro trata de las numerosas iniciativas desplegadas a fin de mantener en la agenda pública las cuestiones relacionadas con al pasado pese a los intentos oficiales de cerrar ese capítulo. Los grupos e individuos involucrados en la lucha por la verdad, la justicia y la memoria ocupan un lugar central en el análisis. ¿Quiénes son estas personas y qué es lo que persiguen? ¿Qué los motiva y cómo incidieron en esa lucha sus experiencias personales, sus identidades, creencias e ideologías así como los acontecimientos que tuvieron lugar en Argentina en el plano económico, social y político más general? ¿Y de qué manera logran incidir en el entorno social en el cual están inmersas? Mostraré cómo se transformaron con el tiempo sus objetivos, demandas, estrategias y relaciones internas en el marco de la dinámica entre sociedad civil y Estado. Este proceso tiene un carácter sumamente conflictivo y es afectado constantemente por el contexto de pobreza estructural, los continuos abusos cometidos por instituciones como la policía y las promesas incumplidas durante la transición democrática. A esto se suma la presencia de sectores conservadores que justifican la dictadura militar, e incluso la reivindican, y que han condicionado permanentemente los términos del debate.

    Debates y conceptos teóricos

    En todo el mundo, las sociedades están enfrentando legados de violencia masiva, de violación de los derechos humanos y de terrorismo de Estado. En el seno de estas sociedades tienen lugar encendidos debates entre activistas de derechos humanos, víctimas, académicos, abogados y funcionarios gubernamentales en torno a cuánto se debe reconocer, si se debe castigar o no a los culpables y cómo reparar.3 En muchos países, y en particular en América Latina, las organizaciones de derechos humanos, las víctimas y otros actores desafiaron las visiones a menudo restringidas de los gobiernos sobre estas cuestiones. En respuesta a las políticas oficiales recurrieron a la jurisprudencia internacional, dando a conocer los nombres de los culpables y de las víctimas, exigiendo reparaciones y disculpas y erigiendo monumentos. La verdad, la justicia y la memoria se han convertido en importantes campos de disputa. Los debates giran en torno al alcance que deben tener los procesamientos judiciales, es decir los grados de responsabilidad que deben abarcar, y a cómo debe rememorarse un período determinado. En este contexto, surgieron grandes controversias acerca de las interpretaciones de la historia reciente y los intentos de moldear la conciencia histórica de los países.4 Como lo demuestra el caso argentino, estas disputas pueden durar décadas. Tienen como núcleo la delimitación de las responsabilidades individuales y colectivas y la capacidad de extraer lecciones de un episodio violento y construir una sociedad mejor.

    Los dilemas que enfrentan las sociedades tras un período de violencia han sido objeto de una gran atención desde diferentes perspectivas teóricas. El corpus teórico sobre transición democrática y consolidación de la democracia los examino como parte de los desafíos que enfrentan los gobiernos democráticos post-dictatoriales.5 El campo de la justicia transicional se centró en las medidas concretas adoptadas por los nuevos regímenes para afrontar los legados de violación de los derechos humanos, tales como las comisiones de la verdad, los juicios y las reparaciones económicas.6 En general, ambos campos teóricos privilegiaron la política institucional y legislativa, prestando particular atención al papel desempeñado por el Estado.

    Los primeros debates en el campo de la justicia transicional en los años 90 giraron en torno a la cuestión de si los culpables de violaciones cometidas en el pasado debían ser juzgados, o si, por el contrario, los juicios debían ser limitados o evitados en aras de la estabilidad democrática.7 En ese tiempo, el debate fue fuertemente influenciado por las experiencias de América Latina y de Europa del Este, donde las transiciones fueron negociadas en gran parte entre las élites y donde, con frecuencia, los representantes de los regímenes anteriores continuaban siendo actores poderosos. En esos contextos, la búsqueda oficial de la verdad fue impulsada como la ‘segunda mejor’ opción.8 Más tarde, las comisiones de la verdad fueron promovidas por derecho propio, en tanto mecanismos  que podían cumplir otras funciones además de la de constituirse en instancia judicial. Se partió del supuesto de que, más que cumplir una función judicial, las comisiones de la verdad podían identificar los patrones de represión y proporcionar un relato más matizado del período en estudio, incluyendo un análisis de las estructuras sociales que habían hecho posible la represión. También se les confirió capacidad de sanación, ya que ofrecían a las víctimas un espacio donde narrar sus historias. Por último, varios investigadores señalaron que el hecho de testimoniar sobre sus experiencias, y de ser escuchadas, proporcionaba a víctimas aparentemente impotentes un sentido de control sobre su propio destino.

    Con el tiempo, se alzaron voces contra la presunción de que las comisiones de la verdad podrían reemplazar el procesamiento judicial de los culpables. En un estudio sobre la Comisión Sudafricana de la Verdad y la Reconciliación, Wilson9 critica el otorgamiento de amnistías a perpetradores de crímenes a cambio de sus testimonios, alegando que el trabajo de la comisión no contribuyó automáticamente a la reconciliación. Este autor sugiere que la ausencia de justicia punitiva por los crímenes cometidos durante el apartheid socavó el Estado de derecho en África del Sur. En un estudio comparativo sobre los países post-socialistas de Europa del Este, Borneman10 sostiene un argumento similar. El autor muestra que los problemas de ingobernabilidad y criminalidad existentes en esos países tienen su raíz en la ausencia de una justicia punitiva con respecto a los crímenes cometidos en el pasado, lo cual restó legitimidad al Estado de derecho. Según Borneman, si no se invocan y reafirman regularmente los principios del Estado de derecho, la sociedad se verá confrontada con ciclos potencialmente interminables de represalias violentas.11 Es en el doble proceso de castigo a los culpables y de restablecimiento de los derechos de las víctimas que la comunidad política se constituye en comunidad moral. Desde esta óptica, e*l castigo deja de ser únicamente la meta individual de las víctimas, para responder a una preocupación de orden más general por la vulneración del Estado de derecho.

    Actualmente, el debate sobre la justicia transicional parece estar superando la dicotomía verdad o justicia, para considerar a ambas como medidas complementarias, necesarias para alcanzar algún grado de reconciliación. Asimismo, a través de los años, los investigadores y profesionales que estaban en favor de la justicia transicional comenzaron a reconocer la importancia de analizar también los mecanismos a través de los cuales ésta es puesta en práctica a nivel local de un barrio o de una comunidad. Dichos mecanismos suelen basarse en el derecho consuetudinario, la cultura y las tradiciones locales y combinar diferentes elementos, como la búsqueda de la verdad, la justicia, las reparaciones y el pedido de disculpas. Al respecto, una contribución importante provino de un creciente número de estudios empíricos realizados por antropólogos, sociólogos e historiadores para analizar las transformaciones de las estructuras sociales ocurridas como consecuencia de los períodos de violencia política extrema. Dichos estudios relegaron a segundo plano las medidas legales e institucionales tomadas por el Estado, e hicieron hincapié en los intentos de las comunidades locales, grupos e individuos de resignificar el pasado.12

    Otro campo teórico que exploró extensamente la cuestión del sentido que las sociedades atribuyen a pasados violentos es el amplio campo de estudios sobre la memoria. La experiencia del Holocausto y de la Segunda Guerra Mundial generaron un enorme corpus de reflexiones sobre este tema en Europa, y especialmente en Alemania. Esta literatura apuntó al imperativo moral de recordar relacionado con la experiencia del Holocausto. Abordó dilemas filosóficos e historiográficos tales como los límites de la representación del Holocausto y los límites de asimilación de dicho episodio histórico a otros casos de totalitarismo y terrorismo orquestado desde el Estado, en particular la experiencia estalinista en la Unión Soviética.13 Estas discusiones giraron alrededor de la cuestión de cómo integrar un episodio de violencia masiva y terrorismo de Estado en la historia nacional, dotándola de un sentido colectivo. Varios autores plantearon interrogantes sobre los abusos de la memoria14 y la necesidad de reflexionar críticamente sobre lo que una sociedad debería rememorar de su pasado traumático. Varios estudios sobre las experiencias post-comunistas en Europa del Este señalaron que la memoria también puede desempeñar el rol de fomentar nuevas guerras y conflictos.15 El desafío consiste en elaborar una memoria que pueda disminuir los divisionismos y cumplir una función ejemplificadora.

    La vacilación entre la voluntad de olvidar y la necesidad de recordar es una constante en las sociedades. En un estudio sobre la memoria en Chile, Wilde16 acuñó la expresión irrupciones de la memoria para referirse a los recordatorios simbólicos de la dictadura militar que fuerzan a los chilenos a reconsiderar su pasado una y otra vez. Varios estudios realizados en Europa Occidental después de la Segunda Guerra Mundial mostraron cómo dichas sociedades transitaron primeramente por un largo período de silencio sobre la experiencia del Holocausto.17 Ocurre a veces que una nueva generación, cuya memoria no se basa en una experiencia vivida personalmente y, por lo tanto, no es autobiográfica contribuye a abrir el debate y a plantear nuevos interrogantes, como sucedió en Alemania Occidental en los años 60. Lo que se busca silenciar es a menudo la difícil cuestión de las responsabilidades individuales y colectivas. En un estudio comparativo entre la situación en Alemania, Italia y Francia tras la Segunda Guerra Mundial y la Argentina post-dictatorial, Lvovich18 observó que lo que hizo que *en Argentina no hubiera un período de silencio fue, en gran medida, el persistente activismo del movimiento de derechos humanos. Sin embargo, Argentina no constituyó una excepción cuando se trató de elaborar lo que este autor denominó narrativas cómodas, y en las cuales se evita la cuestión de la responsabilidad de los civiles. De manera similar, en un ensayo sobre la manera en que la sociedad argentina reflexionó sobre su pasado reciente, Vezzetti resaltó la poca atención que se prestó al rol que desempeñaron los civiles en la gestación y ejecución de la dictadura militar.19 Fuera de Argentina, el tema fue tratado por Baud20 en un estudio sobre el papel que desempeñaron los civiles en el gobierno militar.

    Una de las corrientes que integran la vasta gama de estudios sobre la memoria centra específicamente su atención en la dinámica social, política y cultural de los procesos de negociación que resultan en un monumento o conmemoración en particular. Por ejemplo, Wagner-Pacifici y Schwartz21 estudiaron el proceso que llevó a la creación del Monumento a los Veteranos del Vietnam en Washington, tratando de comprender, cómo pueden gestarse conmemoraciones desprovistas de consenso o de orgullo; Schwartz22 analizó cómo el simbolismo conmemorativo fue transformando el personaje histórico de Abraham Lincoln, quien de constituir un símbolo conservador del status quo durante la era de Jim Crow, pasó a personificar la justicia y la igualdad racial durante el New Deal y el movimiento por los derechos civiles. Este tipo de enfoque es perceptible también en la serie sobre la memoria de la represión en el Cono Sur dirigida por Elisabeth Jelin.23 Esta serie analiza las conmemoraciones, los monumentos, los memoriales y marcas territoriales, los archivos, la educación y los medios, poniendo de manifiesto la manera en que se gestaron y desarrollaron estos vehículos de la memoria a través del tiempo, principalmente en Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay y Brasil.

    Al igual que en los demás países del Cono Sur, en Argentina la historia de las luchas en torno al pasado es también la historia del movimiento de derechos humanos, que se conformó durante el período más álgido de la represión y que sigue siendo el referente principal en cuestiones relacionadas con el pasado. El movimiento de derechos humanos ha sido objeto de una gran atención en la literatura sobre este país. Los investigadores que estudiaron el surgimiento del movimiento de derechos humanos y su influencia durante la transición democrática hicieron hincapié en la capacidad de inventiva y de movilización demostradas en la resistencia contra la dictadura.24 Algunos estudios se centraron en las organizaciones de las víctimas, especialmente las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, poniendo de relieve la manera en que estas organizaciones desafiaron prácticas y nociones de género, o cómo las Madres de la Plaza de Mayo ampliaron su agenda y formularon una crítica al neoliberalismo.25 Barahona de Brito demostró que los movimientos de derechos humanos que surgieron en Uruguay, Chile, Brasil y Argentina no tuvieron la misma capacidad de incidir en el proceso de rendición de cuentas tras la transición democrática. En comparación con los casos de Uruguay y Brasil, en Chile y Argentina estos movimientos demostraron tener mucha más fuerza y tuvieron una incidencia significativa en la agenda de la transición. En la misma línea, en un análisis comparativo aún más amplio, Sikkink26 sostiene que el movimiento argentino fue un exportador de tácticas, ideas y expertos en materia de derechos humanos, y que se destaca *por las numerosas innovaciones que introdujo. Otros son más escépticos y apuntan a las divisiones internas que existen dentro del movimiento y a las dificultades de éste para reemplazar su táctica de oposición por una de acción más positiva tras la transición a la democracia.27

    Este estudio se nutre de estas diferentes vertientes teóricas. La literatura sobre justicia transicional nos ayudará a contextualizar mejor el caso argentino y a comprender las limitaciones y dilemas que las sociedades enfrentan en el período posterior a un régimen de terror. Los trabajos sobre la memoria (colectiva) nos ayudarán a desentrañar el proceso social y político que producen las narrativas históricas y a analizar su evolución en el tiempo. Por último, este estudio se centra en el rol de los actores de la sociedad civil en la confrontación con el legado de violaciones del pasado y en su interacción con las políticas oficiales. Dado dicho enfoque, una lectura desde la perspectiva de los movimientos sociales nos ayudará a estudiar el surgimiento y el desarrollo de las iniciativas sociales que reclaman verdad, justicia y memoria, y nos proporcionará las herramientas necesarias para analizar su rol en los debates públicos. La literatura sobre la memoria colectiva reconoce que ésta es una construcción social que resulta de visiones divergentes sobre del pasado. Sin embargo, esta literatura presta escasa atención a la manera en que los agentes de memoria28 intentan –y algunas veces logran– imponer su visión sobre cómo y qué recordar. El enfoque desde la perspectiva de los movimientos sociales, centrado en la capacidad de acción y de cambio social y político de éstos, nos ayudará a comprender cómo incidieron en la conformación de la memoria colectiva en Argentina.

    La Argentina constituye un caso interesante porque el movimiento de derechos humanos de ese país ha sido muy creativo y persistente, y parece haber logrado algunos éxitos a través del tiempo. Por otra parte, en comparación con otros países latinoamericanos, inicialmente el Estado argentino fue relativamente lejos en lo que hace al reconocimiento de la verdad y al procesamiento de los culpables. La conadep fue la primera Comisión de la Verdad que se estableció en el continente, y el Juicio a las Juntas es generalmente considerado como un verdadero hito fuera de la Argentina. Sikkink y Booth Walling llegan a sostener que el proceso argentino de rendición de cuentas desencadenó una verdadera cascada de justicia, es decir un rápido viraje hacia nuevas normas y prácticas que resultan en una mayor rendición de cuentas por violaciones de los derechos humanos.29 El movimiento argentino de derechos humanos desempeñó un papel fundamental en la instigación de esas medidas de rendición de cuentas. Más tarde, estos logros iniciales fueron revertidos, y la Argentina se colocó en pie de igualdad con otros países de América Latina, sacrificando la justicia en aras de la estabilidad política. Por consiguiente, en lo que respecta a la manera en que enfrentó el legado de violaciones del pasado, la Argentina es similar y a la vez diferente de sus homólogos latinoamericanos. En la próxima sección, profundizaré los principales conceptos utilizados en este libro, y analizaré algunos de los postulados más importantes de la teoría sobre los movimientos sociales y de los debates sobre la justicia transicional y la memoria colectiva que guían este estudio.

    La lucha por la verdad, la justicia y la memoria y su conceptualización como movimiento social

    El movimiento social en reclamo de verdad, justicia y memoria surgió a partir del movimiento histórico de derechos humanos que se conformó en oposición a la dictadura. Comenzó como un grupo informal compuesto mayormente por víctimas y organizaciones solidarias que denunciaban las desapariciones de manera no convencional, y se transformó en un movimiento de derechos humanos reconocido mundialmente y cuyos objetivos principales eran la defensa de la vida, la libertad y la seguridad personal. Forman parte también del movimiento las nuevas organizaciones de víctimas que surgieron con posterioridad a la transición, las organizaciones sociales y políticas que hicieron suyo el reclamo de verdad, justicia y memoria, e individuos comprometidos, tales como periodistas e intelectuales. En general, los participantes del movimiento30 provienen de las clases media o alta, pero sus experiencias personales, creencias e ideologías son muy heterogéneas. Dicha heterogeneidad tiene su expresión en las diferencias que existen en cuanto a estrategias, objetivos e interpretación del pasado reciente. El elemento que une a estos actores es su rechazo a la negación, la impunidad y al silenciamiento de los crímenes cometidos.

    Los movimientos sociales constituyen una forma específica de acción colectiva. Tarrow31 y Della Porta y Diani explican qué los diferencia de otras formas de acción colectiva, como los partidos políticos o los grupos de interés. Según Della Porta y Diani son tres los elementos que caracterizan a los movimientos sociales. En primer lugar, están involucrados en relaciones conflictivas con antagonistas claramente identificados. En segundo lugar, están vinculados por redes internas y, por último, comparten una identidad colectiva bien definida. Esto lleva a estos autores a formular la siguiente definición: Nos hallamos ante una dinámica de movimiento social cuando uno o más episodios de acción colectiva son percibidos como componentes de una acción más duradera, más que como eventos sin relación entre sí; y cuando aquellos que los protagonizan se sienten unidos por lazos de solidaridad y por una comunión de ideales con los protagonistas de otras movilizaciones análogas.32 Encontramos también estos elementos en la definición de movimientos sociales propuesta por Tarrow: desafíos colectivos basados en objetivos comunes y solidaridades sociales, en una interacción sostenida con élites, otros antagonistas y autoridades.33

    Por lo tanto, un primer elemento distintivo de los movimientos sociales son las formas de acción colectiva que caracterizan su actividad. Según Tarrow estas acciones difieren, por ejemplo, de las de los partidos políticos o grupos de interés, ya que son contenciosas, es decir tienen la capacidad de confrontar de manera fundamental a otros actores o a las autoridades. Las acciones colectivas se convierten en contenciosas porque suelen hacer reclamos nuevos o no aceptados y carecen de un acceso regular a las instituciones. Por lo tanto, los movimientos sociales están siempre involucrados en relaciones conflictivas con antagonistas claramente identificados. Pero dichos antagonistas pueden cambiar con el tiempo. En Argentina, durante el régimen militar, las acciones del movimiento de derechos humanos estuvieron dirigidas en primera instancia a las Fuerzas Armadas, pero con posterioridad a la transición a la democracia se desplazaron a los gobiernos democráticos. No obstante, el hecho que las acciones colectivas de los movimientos sociales sean por lo general confrontativas, no significa que éstos nunca recurran a formas de acción colectiva como el cabildeo, la impugnación jurídica y las relaciones públicas.34 Brysk señala que el ala encargada de las acciones de protesta de un movimiento social suele coordinar su accionar con otra ala que se ocupa de ejercer presión por la vía institucional.35 Si bien esta combinación es perceptible también en lo que respecta al movimiento argentino de derechos humanos, como veremos, existieron etapas durante las cuales ambas alas trabajaron en oposición en lugar de unir sus esfuerzos.

    Otro elemento distintivo de los movimientos sociales es que están compuestos por lo que Della Porta y Diani denominan redes informales compactas o, como apunta Tarrow tienen un objetivo común e interactúan de manera sostenida.

    Nos hallamos ante una dinámica de movimiento social cuando tanto los individuos como los actores organizados, aún cuando mantienen su autonomía e independencia, intercambian recursos de manera sostenida para alcanzar objetivos comunes. La coordinación de determinadas iniciativas, la regulación de la conducta de los actores individuales, y la elaboración de estrategias dependen todos de negociaciones permanentes entre los individuos y las organizaciones involucradas en una acción colectiva. Ningún actor organizado, por poderoso que sea, puede alegar que representa a un movimiento en su conjunto.36

    En este contexto, los autores hacen una distinción conceptual explícita entre organizaciones de movimientos sociales y movimientos sociales. Los movimientos sociales son redes y, por lo tanto, constituyen fenómenos fluidos que pueden o no incluir organizaciones formales, dependiendo de las circunstancias cambiantes. Esta misma fluidez se observa en el movimiento argentino de derechos humanos, que no cuenta con estructuras formales y donde las relaciones entre los participantes se modificaron constantemente a través del tiempo. Tarrow agrega a esta interpretación la noción de sostenibilidad: sólo se puede hablar de movimiento social cuando la acción colectiva contra los antagonistas es sostenida en el tiempo a través de la movilización de objetivos comunes, basados a menudo en intereses de clase o en intereses y valores coincidentes, identidades colectivas y desafíos concretos.

    Para concluir, una última característica de los movimientos sociales que contribuye de manera importante a su sostenibilidad es la existencia de una fuerte identidad colectiva compartida y que Tarrow denomina solidaridad social. Según Della Porta y Diani se puede hablar de movimiento social sólo cuando se desarrollan identidades colectivas que van más allá de eventos y actividades específicos.37 Tarrow recuerda la importancia de los sentimientos arraigados de solidaridad e identidad38 que son necesarios para movilizar a la gente detrás de un objetivo común. Por lo tanto, la identidad colectiva es una condición para que una acción colectiva se transforme en un movimiento. Sin la presencia de una identidad colectiva de ese tipo, las formas contenciosas de acción colectiva tales como revueltas o breves estallidos de protesta quedarán en eso. Al respecto Della Porta y Diani postulan que: Los criterios que definen la membresía de un movimiento social son sumamente fluctuantes y dependen en última instancia del reconocimiento mutuo entre los actores; la definición de las fronteras, es decir la definición de quién forma parte de la red y quién no, desempeña un papel central en el surgimiento y la configuración de la acción colectiva.39 Pero la identidad colectiva también se fortalece a través de la actividad del movimiento social; las experiencias de protesta social estimulan los sentimientos de pertenencia y de historia compartida.

    Sin embargo, el hecho de que compartan una identidad no implica que haya homogeneidad entre los actores. Por el contrario, los movimientos sociales se distinguen generalmente por un alto grado de heterogeneidad. En este sentido, Jelin nos advierte que los movimientos sociales son objetos construidos por el investigador, que no siempre coinciden con la forma empírica de la acción colectiva. Vistos desde afuera, pueden presentar un cierto grado de unidad, pero internamente son siempre heterogéneos, diferentes.40 El movimiento argentino de derechos humanos abarca organizaciones institucionalizadas de derechos humanos y grupos de personas que optan deliberadamente por una estructura organizativa informal. En términos generales, las diferencias ideológicas, de clase, de género, étnicas, las variaciones en los niveles de experiencia de los individuos, incluidas las diferencias generacionales, así como en los niveles de institucionalización de las organizaciones participantes, son todos factores que pueden estar presentes en un movimiento social.

    La discusión académica sobre los movimientos sociales reconoce la heterogeneidad de los mismos, pero todavía existe una fuerte tendencia a establecer una línea divisoria rígida entre insurgentes y autoridades, disidentes o contestatarios y actores estatales. Auyero41 nos recuerda que la realidad tiende a ser más compleja y también más ambigua. Dentro de un movimiento social también pueden surgir diferencias. Es más, las jerarquías internas informales pueden transformarse con el tiempo, especialmente cuando un movimiento está compuesto por organizaciones y actores sociales que tienen una historia más larga de participación que otros. Prestar atención a estas jerarquías permite apreciar desde una óptica diferente conceptos recurrentes como lo popular o lo subalterno en oposición al Estado o a los grupos hegemónicos. No obstante, no se trata de minimizar las relaciones asimétricas de poder en el marco de las cuales operan estos movimientos sociales. Como subraya Van den Hombergh,42 existen importantes disparidades en términos de poder y margen de maniobra entre las instituciones políticas y económicas formales, tales como ministerios o empresas multinacionales, y los actores sociales que tienen un acceso limitado a los canales institucionales o que carecen completamente de él.

    La importancia del contexto político

    El movimiento argentino de derechos humanos pertenece a una nueva generación de movimientos sociales que adquirieron visibilidad en América Latina a partir de los años 70, y que algunos han caracterizado como nuevos movimientos sociales43 y otros como políticas identitarias.44 Aunque numerosos investigadores de los movimientos sociales hicieron hincapié en repetidas oportunidades en la continuidad existente entre los viejos y los nuevos movimientos sociales, hay un consenso general en cuanto a que en los años 70 y 80 la acción colectiva adoptó nuevas formas. En oposición a los viejos movimientos sociales, como los obreros o campesinos, los nuevos movimientos sociales no son de orientación clasista sino identitarios. Entre ellos se cuentan, por ejemplo, el movimiento de mujeres, el movimiento pacifista, los movimientos ambientalistas y los movimientos de derechos humanos. Todos tienden a no ser jerárquicos, descentralizados, abiertos, espontáneos, participativos y autónomos en relación al Estado; al tiempo que mantienen como característica propia altos niveles de participación femenina. A diferencia de los viejos movimientos de clase, van más allá de la búsqueda de un beneficio específico y cuestionan la noción misma de política y de sociedad. Al politizar cuestiones que eran inconcebibles en el pasado, los nuevos movimientos sociales desafían la arena de la política formal para que ésta, en palabras de Dagnino, extienda sus propias fronteras y amplíe su agenda.45 Al hacerlo, los movimientos sociales también expanden las fronteras de la ciudadanía, de la representación y participación política y, por lo tanto, de la democracia misma.

    En América Latina, gran parte de la literatura sobre los nuevos movimientos sociales se concentró en la cuestión de la

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