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¿Orden o república?: Conflictividad social y política en A Coruña (1931-1936)
¿Orden o república?: Conflictividad social y política en A Coruña (1931-1936)
¿Orden o república?: Conflictividad social y política en A Coruña (1931-1936)
Libro electrónico383 páginas5 horas

¿Orden o república?: Conflictividad social y política en A Coruña (1931-1936)

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Este libro busca reconstruir los procesos y manifestaciones de la violencia política y social durante la Segunda República. Estudia cómo las estrategias de acción política y propaganda de sus diferentes actores provocaron un conflicto múltiple e interrelacionado. Trata de distanciarse del mito que tanto sus defensores como sus detractores han construido de la República, analizando, a través de un importante trabajo de archivo, los diferentes acontecimientos que tuvieron lugar en la provincia de A Coruña. Eliseo Fernández y Emilio Grandío contextualizan la situación española en un momento histórico mundial complejo, marcado por el ascenso del fascismo en Alemania, la Larga Marcha china o el crac del 29. Analizan las particularidades del caso español, y más concretamente el coruñés, realizando una panorámica de la conflictividad en el mundo laboral. Así, examinan asuntos como la radicalización anarcosindicalista, el fuerte republicanismo encarnado en la figura de Santiago Casares Quiroga, la influencia de la crisis económica en la conflictividad laboral, el manejo de las fuerzas del orden público por parte de los diferentes gobiernos republicanos de izquierdas y derechas, sus cambios de actitud frente al Estado republicano en su breve historia y el ascenso de Falange Española durante sus últimos meses. Más allá del frío análisis de los hechos históricos, este libro reconoce cómo la conflictividad social afecta a las personas que la experimentan y alimenta la violencia, en un contexto mundial de radicalización y desconexión entre las distintas fuerzas políticas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ago 2020
ISBN9788413520353
¿Orden o república?: Conflictividad social y política en A Coruña (1931-1936)
Autor

Emilio Grandío Seoane

Profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela. Es coordinador del Grupo de Investigación HISPONA (Historia política y de los nacionalismos). Ha dirigido varios proyectos y redes de investigación sobre el periodo comprendido entre la etapa de entreguerras y los procesos de transición a la democracia en los años setenta, así como coordinado y publicado en monografías y revistas científicas sobre partidos políticos y transición.

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    ¿Orden o república? - Emilio Grandío Seoane

    1

    Conflictividad social y política en A Coruña (1931-1936)*¹

    Introducción: violencia y política

    en el primer tercio del siglo XX

    No es un tema fácil. Mezclar las dos palabras de este primer enunciado introductorio hace necesario un espacio reflexivo y nada apresurado, todo lo contrario del ritmo y de los tiempos que vivimos en que la inmediatez en la difusión del discurso se convierte en algo normal. Plantear el tema de la violencia por motivos políticos en la etapa republicana sigue siendo un motivo de controversia social, entre otras cuestiones porque el periodo de mitificación del proceso republicano llevado adelante por detractores y defensores obstaculiza y confunde con adjetivos inmediatos una cuestión que debería ser motivo de un mayor e intenso debate historiográfico.

    Realmente, hoy en día analizar la violencia y sus hechos como algo excepcional no lleva a ninguna conclusión. Las manifestaciones de carácter violento, a la altura de principios del siglo XXI, y sobre todo con lo que se lleva recorrido en este aspecto en el siglo pasado, curiosamente no son un hecho excepcional, sino todo lo contrario. E incluso se plantea como un elemento central en la llamada civilización actual. En el caso de la política, la utilización de la violencia y de la fuerza extrema no es un fenómeno generalmente irreflexivo, sino todo lo contrario, y se plantea como uno de los instrumentos de los que se dispone para el objetivo máximo de la búsqueda del poder; al fin y a la postre, es bien conocido el dicho de Clausewitz la guerra es la continuación de la política por otros medios.

    Nuestro objetivo debe ser buscar una lógica en los procesos y manifestaciones de la violencia. La búsqueda y análisis de sus fundamentos y maneras de actuación para llegar un mejor reconocimiento del fenómeno. Aunque excede los límites de este trabajo, debemos tener en cuenta que el análisis en exclusiva de los hechos políticos acota sus objetivos².

    Ningún historiador que se precie de serlo puede negar que la violencia en la etapa republicana fue una clave que caracterizó de principio al fin el periodo comprendido entre 1931 y 1936, desde la tentativa de sublevación de Jaca y Cuatro Vientos hasta el fracasado y cruento golpe militar de julio de 1936. Es cierto que la Segunda República ha sido, hasta hace muy poco tiempo, un elemento nuclear del pasado del Estado, que ha sido sustituido progresivamente por el espíritu de la transición democrática. Sin embargo, el análisis de este periodo no debe ceñirse solamente al corto plazo: cinco años son muy pocos en los procesos de cambios culturales, entre los que se encuentra el fenómeno de la violencia política. Debe ser analizada desde perspectivas de medio y largo plazo.

    Una de las cuestiones que queremos desentrañar en este trabajo es si precisamente la Guerra Civil de 1936 es producto de un clima de violencia creciente que explota en un mes del verano de ese año. El enfrentamiento bélico que duró tres años, entre 1936 y 1939, procede —en buena parte, aunque no en exclusiva— de una asimilación cultural —y, por lo tanto, de cambio de mentalidad a medio y largo plazo— de una importante parte de la sociedad española que considera la utilización de los recursos de naturaleza violenta como positiva y que se desarrolla cuando menos durante todo el primer tercio del siglo XX español. Y no solo español... europeo y mundial. A lo largo de estas primeras páginas intentaremos exponer las grandes diferencias en la cultura política de buena parte de las formaciones de carácter social en la asunción de este tema. Aquellas organizaciones disponían de métodos bien distintos de los que poseemos hoy en día en el ámbito de la movilización social, aunque se llamaran del mismo modo y vivieran también en un sistema democrático —sus dirigentes nunca negaron en sus discursos las dificultades de construirlo—, pero también vivían en una sociedad y en una estructura social totalmente distinta.

    Precisamente, este es el valor de la historia: analizar el presente desde el estudio del pasado. Observar cómo, aunque hablemos de protagonistas semejantes, los contextos históricos de aquella realidad lo son todo. Observar el pasado desde una perspectiva presentista puede conducirnos a notables errores de interpretación. A alarmas innecesarias. A situaciones inventadas. A acciones irreflexivas. La historia, el conocimiento del pasado con la suficiente carga crítica de sus fuentes, necesita tiempo para acomodar sus interpretaciones. Pero estas siguen siendo necesarias en las primeras décadas del siglo XXI. Posiblemente, más que nunca.

    Cambios en las dinámicas de acción colectiva

    El crecimiento demográfico, propiciado por una sostenida coyuntura favorable, también favoreció que los protagonistas de nuestra historia, una gran parte de esa sociedad que se asomaba con ilusión, con recelo o con rechazo frontal a la república, era joven. Las hornadas de nuevos militantes caracterizaban una política hecha hasta 1931 por representantes políticos, generalmente de avanzada edad y con un escaso —o nulo— relevo generacional. La llegada de la república es saludada con cierto alivio por buena parte de estos sectores y así, tanto desde las posiciones de la izquierda como desde buena parte de la derecha —solo hay que observar el cambio rotundo en la estructura del discurso político generado por la CEDA— tuvieron que saber leer su nuevo mercado de votos. Una sociedad en crecimiento, que comenzaba a percibir la situación de crisis en esos primeros meses, desorientada ante un futuro ilusionante en el plano político, pero de fuertes restricciones en el apartado económico. Una nueva sociedad con nuevos valores, criados y mamados en sus identidades políticas respectivas durante los años de la Restauración y de la dictadura, reafirmadas como grupo y reforzadas sus convicciones ante la ausencia notable del diálogo político de esos treinta primeros años. Estas identidades se construyeron casi sin conocer a sus contemporáneos políticos. Todos ellos con su respectiva verdad. El mejor caldo de cultivo para un salto fácil y rápido del conflicto político y social hacia la aplicación de la violencia.

    Tras ver la situación desastrosa en que quedó el Estado tras 1939, está cla­­ro que lo mejor para solventar ese tipo de situación no fue la guerra civil, Pero tampoco esta debe verse como el resultado de una era de violencia, sino de la actividad de una serie de estrategias de acción política que provocan un conflicto múltiple y totalmente interrelacionado que no se pudo canalizar durante estos años³. Desde una perspectiva a medio plazo, el golpe militar conservador fue una chispa que encendió una situación inestable; a corto plazo, el fracasado pronunciamiento de julio taponó las perspectivas de reconducir por otras vías el conflicto político que comenzaba a surgir de un gobierno de izquierda.

    Con el cambio de siglo, las protestas populares en ese sistema canovista tuvieron cierta importancia sobre todo en dos aspectos: motines campesinos centrados en el ámbito de la subsistencia en el campo y, en el medio urbano, una reducida aplicación de la violencia en conflictos de carácter sindical⁴. La movilización obrera desde los parámetros del sindicalismo revolucionario, desenvuelta desde los primeros años del siglo, propició precisamente un cambio en esa coyuntura de acción colectiva⁵.

    La sociedad de aquellos primeros treinta años de siglo no era precisamente estática. Una circunstancia trascendente para entender el desarrollo de la acción colectiva en el ámbito urbano va a ser el gran impacto que supuso el movimiento migratorio hacia las sociedades urbanas en construcción. La generación de los grandes ensanches de las ciudades, además de otros sectores económicos en ex­­pansión constante durante estos años, propició que en buena parte de los nú­­cleos urbanos se verificara una nueva realidad: la de la recepción e integración de un elevado número de personas nacidas en otros lugares y entornos de convivencia sociopolítica. Estos, al llegar a los espacios urbanos, precisaron de una voluntad de integración en su nueva realidad social. Y todos ellos conformaron nuevas identidades, tras una transformación notable y rápida en estas décadas de la estructura urbana y social. El casco urbano como elemento referencial absoluto dejó de existir. Ahora coexistía con otras referencias grupales y de convivencia generadas en torno a estas nuevas identidades en los barrios. También esta divergencia se plasmó en nuevos modelos de sociabilidad generados en torno a culturas de base obrera común. Los barrios se colocaron a favor o contra las elites residentes en el casco urbano, pero ya formaban un grupo social de presión que vio incrementado su poder en la búsqueda de la hegemonía social de la ciudad.

    Además el proceso de urbanización desarrollado en este comienzo de siglo fue una apuesta decidida de sus elites, ya que se entendía que este se convertiría en una fuerza capaz de atenuar el conflicto social, sin tener mucho en cuenta las po­­sibilidades de abrir el abanico de culturas de sociabilidad y políticas. Para estas elites, la ciudad se diferenciaba del campo precisamente por su imagen de poder tanto económico como social y cultural⁶. La presencia de una mayor cantidad de población no sería un camino contra ese proyecto de mantener el control del poder local, sino que, al contrario, lo reafirmaría.

    Sin embargo, el rumbo posterior sería bien distinto. Si bien el número de obreros aumentó considerablemente —un 60 por ciento solo en los años de la Primera Guerra Mundial—, sus condiciones de garantía social continuaron siendo deficitarias o casi nulas. No había seguridad en el trabajo, los salarios seguían siendo insuficientes y su vivienda era muy precaria. Los obreros prácticamente solo mejorarían su nivel de vida a través de instituciones no precisamente oficiales que no formaban del Estado: las cooperativas obreras y de las sociedades de socorro mutuo, que empleaban fórmulas de resistencia convivencial que, en el caso gallego, se traducían en parte del espacio comunitario de la parroquia. Se traducía como elemento convivencial, pasando de la parroquia al barrio.

    La clase no era precisamente el único eje de solidaridad. Dentro de cada barrio, o de cada entorno identitario común, había relaciones de vecindad, de di­­ferenciación sexual e incluso redes de deuda en la relación con los tenderos, que funcionaban como una argamasa unificadora, a veces más firme que el concepto de clase como diferenciación frente al centro. Son ejes que se conectan por relaciones sociales y económicas de todo tipo, pero que no necesariamente tienen que proceder de una identidad estricta y formal de clase⁷. Por otra parte, aun queda por estudiar la cuestión de la subsistencia del comunitarismo rural entre la clase trabajadora emigrante de las ciudades y conurbaciones.

    Precisamente porque el estudio de ámbito local es fundamental para entender las dinámicas de polarización de la acción colectiva política, no es fácil llegar a una explicación genérica. La trascendencia del poder local llegó hasta tal punto durante la Segunda República, que las decisiones del Estado repercutían de manera prácticamente inmediata en los ámbitos locales urbanos. No había instituciones intermedias y, por lo tanto, las decisiones tomadas en Madrid llegaban a través del Ministerio de Gobernación y los gobernadores civiles, de manera muy rápida, sobre todo a las capitales de provincia, que tenían, a su vez, una determinada situación planteada en los múltiples ámbitos locales de la provincia. De hecho, las tentativas de los políticos republicanos en este ámbito iban precisamente en este sentido: el de ser capaces de crear una cultura política nacional democrática unificada y lo más homogénea posi­­ble. Sería iluso plantear que la pluralidad de culturas políticas existentes durante la Segunda República se creó precisamente en el año 1931. La situación interna en buena parte de ellas da una sensación y percepción de enquistamiento, de ausencia de diálogo, que la voluntad de los nuevos dirigentes republicanos no era capaz de canalizar.

    Además, en los ámbitos urbanos tenemos que considerar en esta multiplicidad de culturas políticas e identidades su diversidad social interna. La hegemonía social no es exclusiva de la manera de actuar del aparato del Estado. Los barrios se conforman como exponentes políticos identitarios. Precisamente es en ese territorio intermedio entre la esfera pública donde se ponen a prueba los límites de esta hegemonía. Límites no solo verticales, sino también de carácter horizontal, como, por ejemplo, la entrada en estos años de la mujer en la esfera pública. En principio, con la utilización de sus propias redes domésticas, familiares y también políticas, y con una ausencia de diferenciación ideológica: tanto las de derechas como las de izquierdas reclaman la incidencia en el espacio público⁸.

    Otro fenómeno que comenzaba a formarse desde finales del XIX, pero que se va a hacer muy perceptible desde las primeras décadas del siglo XX, es el de la juventud. Los movimientos juveniles organizados reclaman un cambio sociopolítico de una manera distinta a la vieja política. Todos ellos se caracterizan especialmente por fórmulas y actitudes mucho más radicalizadas, conformándose incluso a sí mismos como estructuras autónomas. Los modelos de protesta colectiva tradicional se ven profundamente influenciados por esta nueva cultura. Ellos son los que más impulsaron la creación de instrumentos propios de acción política en la década de los treinta, como las maneras paramilitares dentro de los mismos partidos⁹.

    Esta renovación juvenil llegó incluso antes de la Primera Guerra Mundial a las filas del conservadurismo. El maurismo, con su carga generacional renovadora, su­­puso un cambio notable en las prácticas políticas de la derecha dinástica. De hecho, establecían en su discurso esa combatividad frente a la vieja política, se colocaban en oposición a la tradición canovista en la búsqueda de elementos corporativistas y de intervencionismo estatal, con sesgos antiliberales e incluso agresivos¹⁰.

    La ‘revolución incruenta’. Obrerismo y república.

    La legislación sobre el orden público

    Las transformaciones sociales aceleradas tras la Primera Guerra Mundial difundieron un notable cambio de la cultura cívica, perceptible en los procesos de secularización, la pérdida de los valores tradicionales del espacio rural en beneficio del urbano, la aparición de la acción de las organizaciones de masas o la presencia pública de las elites intelectuales. Todo ello conforma voluntades agrupadas y unificadas alrededor de objetivos ya viejos, ahora reforzados, como la lucha contra la corrupción del sistema electoral y, sobre todo, una mayor representatividad política, consecuente con su valor y predominio social.

    Los años de la dictadura de Primo de Rivera escondían la pervivencia de una cultura del conflicto social que no había variado mucho desde los años finales de la Restauración. Por el contrario, las distintas identidades y culturas políticas se reafirman en sus planteamientos y objetivos, precisamente a través de uno de sus recursos, el de la violencia: La violencia se convertía en una estrategia de interacción social, en un recurso cultural capaz de comunicar el valor de un individuo como miembro de un grupo¹¹.

    El cambio político se percibía en una gran parte de la sociedad española a través de las acciones políticas en la calle¹², actividades que se oponían a una elite política que se encontraba acostumbrada a arreglar estas situaciones desde los despachos. Sus organizaciones antes de 1931 se encontraban formadas por elites sociales muy focalizadas y localizadas en las ciudades, que demandaban un cambio político para toda la sociedad, pero con estructuras muy endebles de partido, creadas prácticamente para la ocasión. En 1931, el republicanismo no es, ni quiere serlo en ese momento, un movimiento de bases. Las masas de ese cambio eran las del sindicalismo.

    1930 es un año que parece pertenecer más al siglo XIX que al XX. La palabra revolución está en las bocas de todos aquellos grupos que demandan un cambio institucional: el concepto que esconde esta palabra no es único, sino diverso depen­­diendo de que grupos o acción colectiva particular había estado detrás de ella. Pero en 1930 los sectores republicanos vuelven a asumir la iniciativa insurreccional y desde el verano acometen tácticas revolucionarias clásicas para intentar echar abajo el régimen. La estructura no es nueva: en diciembre se llevaría adelante un proceso insurreccional militar apoyado por una huelga general. Ya conocemos su fracaso y también su idealización posterior tras el triunfo en las urnas de abril de 1931 y la sacralización del tema por los nuevos dirigentes republicanos. La auténtica revolución se desarrolló precisamente en esa primavera: la llamada revolución pacífica. También debemos hacer constar la notable diferencia entre los objetivos políticos de los republicanos en la oposición y en el poder: las circunstancias mudan, las metas también¹³.

    La república llegó de manera no violenta, aunque la coyuntura internacional no presagiaba nada bueno en ese campo: el comercio mundial y el sistema mo­­netario se encontraba en proceso de derribo progresivo sin visos de reactivación interna. Si bien España no había sido uno de los estados más afectados en principio por la crisis del 29 —en buena parte por su reducida capacidad de comercio internacional—, uno de los sectores más perjudicados fue sin duda el de la construcción. Este sector, esencial para entender la afiliación sindical de las ciudades, se desmorona. Con ello se reducen de manera muy notable los trabajos locales en los ayuntamientos y comienzan a engrosar las bolsas de paro¹⁴, una situación de precariedad económica que incidió sobre todo en los afiliados anarcosindicalistas¹⁵. La situación durante los años de la república no fue la mejor en este sentido: en Cataluña, en febrero de 1933 solo un 2,4 por ciento de los parados tenían algún tipo de subsidio y aquellos que lo tenían, lo recibían solo temporalmente¹⁶.

    La gestión y el control del paro obrero por parte de los sectores obreristas se convertirá en un elemento de reclamo sindical indudable —solo hay que observar las tremendas reticencias planteadas por los grupos anarcosindicalistas respecto de los socialistas en su acción gubernamental y, por lo tanto, del Ministerio de Trabajo, durante el primer bienio—, así como de control de la misma movilización:

    Las bolsas establecían una conexión vital entre el movimiento sindical y los parados, asegurándose de mantener a estos bajo la influencia de la cultura de clase. El objetivo de la CNT consistía en forzar a los patronos a contratar nuevos obreros a través de las bolsas exclusivamente, proporcionando trabajo para los parados. Desde una perspectiva sindicalista, la CNT buscaba extender su control sobre la oferta de trabajo y en general aumentar su poder sobre la economía y la sociedad. Las bolsas también servían como escuelas de activismo industrial: por un lado, alentaban a los parados cenetistas a participar en actividades sindicales como la pegada de carteles y formación de piquetes, remuneradas con la paga diaria de un obrero manual semicualificado; por el otro, tras la creación de los Comités de Defensa, las bolsas funcionaron como cintas transportadoras de reclutas para los organismos paramilitares de la CNT. Finalmente, y más importante aún, las bolsas favorecían la militancia: se podían convocar huelgas con la seguridad de que los parados no se convertirían en un arma en manos de los patrones¹⁷.

    Ante la situación de mayor carestía y precariedad, los obreros vuelven su mirada hacia aquellas organizaciones que funcionaron tradicionalmente como ayuda mutua, pero ahora su perspectiva ya no es exclusivamente económica, sino también de protagonistas muy directos del cambio social. El peso del electorado de tendencia ácrata hace girar la balanza en las tres elecciones generales realizadas durante la república. Si bien la ausencia de elecciones regulares de carácter local durante los cinco años republicanos impide percibir su presencia, era evidente que en el plano local jugaban un peso aún mayor. Y su discurso, no nos olvidemos, seguía siendo el de un proyecto revolucionario desde la perspectiva de clase, sin hacer distingos —más que estratégicamente, como en las elecciones de 1931 y 1936— entre los burgueses de derechas o de izquierdas. Incluso avanzados algunos meses, políticos reformistas republicanos, sobre todo tras la gran debacle en representación pública sufrida por los protagonistas del primer bienio, volvieron a retomar sus relaciones encaminadas hacia la insurrección realizadas durante la dictadura de Primo de Rivera¹⁸.

    El Estado republicano, en los aspectos referentes al mantenimiento del orden público, fue heredero sin duda de la estructura anterior de la monarquía. Los dirigentes republicanos se encontraban en el temor a medio camino entre el desorden público y la radicalización del obrerismo. El nuevo Estado que habían creado los dirigentes del primer bienio creó un nuevo espacio legal, un ordenamiento jurídico que favorecía el ejercicio de derechos civiles y políticos; pero que también dejó muchos huecos en el contenido de los artículos en el sentido de garantizar los derechos democráticos.

    Las primeras acciones fueron encaminadas a construir un nuevo sistema, haciendo tabula rasa del anterior. Así, un decreto del 13 de mayo de 1931 establecía la desaparición de las fichas policiales con referencias a republicanos, socialistas y miembros de la UGT. Aunque, curiosamente, no de la CNT¹⁹.

    Las dos leyes que marcaron el rumbo del control del orden público y de la conflictividad social durante la Segunda República fueron:

    La Ley de Defensa de la República, aprobada en octubre de 1931.

    La Ley de Orden Público, de julio de 1933.

    La Ley de Defensa de la República se planteaba desde el primer momento como una necesidad de gobierno. Se basaba en la Ley de Defensa de la Democracia Alemana de 1922 y pretendía convertirse en una defensa preventiva ante los ataques tanto de la izquierda como de la derecha. Como indicaba Azaña, se diseñaba precisamente para cumplir ese carácter preventivo: para evitar que el peligro nazca.

    Mantuvo desde el primer momento un aire de provisionalidad, tanto en la necesidad de su rápida aprobación como en la aplicación del nuevo sistema de gobierno democrático²⁰. Los contenidos de reforma no fueron más allá de la recuperación del modelo previo de la Restauración, con la incorporación de la Guardia de Asalto como estructura que pretendía frenar la conflictividad social urbana sin el recurso constante del Ejército²¹.

    Más interesante, quizás, por su aplicación posterior sería la Ley de Orden Público, llevada adelante por el exgobernador civil de Barcelona y ministro de Justicia Anguera de Sojo, se convirtió en uno de los elementos más criticados por las fuerzas sindicales de izquierda. Aunque inicialmente se planteaba como la garantía del libre y pacífico ejercicio de los derechos individuales, políticos y sociales definidos en la Constitución (art. 1), luego definía todo un repertorio de suspensiones de estas garantías. Se permitía, por ejemplo, que la fuerza pública no necesitara mandamiento judicial para entrar en un domicilio cuando hubieran sido agredidos desde él o persiguieran a delincuentes.

    Administrativamente, no varió mucho de lo que ocurría en la monarquía, con la aplicación de delegados gubernativos y de sanciones. Lo que sí posibilitó, por el contrario, fue el hecho de que la Administración pública se colocara en muchas ocasiones por encima de los tribunales de justicia, aduciendo razones de orden pú­­blico. Entre las facultades extraordinarias existían tres niveles de excepción:

    El estado de prevención: se declaraba por el Gobierno sin suspensión de las garantías constitucionales y tenía una duración que no podía exceder de dos meses desde su aplicación, aunque podía ser prorrogable.

    El estado de alarma: en este nivel se tenía la capacidad de suspender las garantías constitucionales en cuestión de detenciones y de prisión, acceso a los domicilios, reuniones, libertad de asociación� Se permitía a las autoridades aplicar al destierro a distancias menores de 250 km y la capacidad de intervenir con las fuerzas de orden público por el gobernador civil, sin autorización de la justicia.

    El estado de guerra: quedaban suspendidas todas las garantías constitucionales, con la imposición de mayores penas y bajo el control militar.

    Pero había otros dos aspectos de la ley, sintomático el primero y decisivo el segundo, en el recorrido de estos años republicanos:

    De una parte la creación de un Consejo de Guerra formado exclusivamente por militares, al contrario que la Ley de Orden Público de 1870 o de la de Primo de Rivera de 1929 que eran de composición mixta�; y� la creación de los Tribunales de Urgencia (integrados por los magistrados de la correspondiente Audiencia Provincial) para todos aquellos delitos contra el orden público que se cometieran aún bajo el simple estado de prevención, en el que los sumarios se tramitarían con carácter perentorio y, aunque cesase el estado excepcional, las causas incoadas seguirían conociéndose por el mismo procedimiento

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