Derribar todo lo viejo
Vagamente inspirada en Los demonios de Dostoievski, , una de las cintas más controvertidas de Jean-Luc Godard, vio la luz en julio de 1967 en una proyección durante el Festival de Aviñón. Un mes después se estrenó en salas comerciales francesas, con una acogida tibia por parte de la crítica y el público. es y siempre ha sido un Godard menor, pero también un hito generacional y un manifiesto político que prefiguraba de manera nítida el Mayo del 68 que estaba por llegar. La Guerra de Vietnam, la Rusia soviética, el rechazo frontal de la juventud francesa al modelo universitario imperante, la militancia anticapitalista, la ruptura de la izquierda radical gala con la tibieza del comunismo europeo, incluso la lucha armada…; todos estos asuntos configuran el incendiario debate de la que es, sin duda, una de las películas más políticas del director de (1960). Pero sobre todo, la cinta estaba llena de guiños a una revolución proletaria que acaecía en el otro extremo del mundo. En vísperas de 1968, Occidente miraba con complicidad y simpatía absolutamente los principios de la Revolución Cultural que había puesto a China completamente patas arriba desde 1966, un año antes del estreno del largometraje. En realidad, era muy poco lo que se sabía sobre la vida cotidiana en la China comunista. Mao era un ícono de la contracultura –y no sólo la francesa–y los principios teóricos de su pensamiento, contenidos en el (un en las librerías del para esbozar el hartazgo ante las limitaciones, prácticas y doctrinales del anquilosado comunismo francés. De algún modo, Mao y las tesis fundacionales de la Revolución Cultural constituían el combustible ideológico de un cambio necesario.
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