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El cambio constitucional en Cuba: Actores, instituciones y leyes de un proceso político
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Libro electrónico357 páginas4 horas

El cambio constitucional en Cuba: Actores, instituciones y leyes de un proceso político

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Compilación de artículos sobre los cambios constitucionales en Cuba, desde una perspectiva multidisciplinaria.

Los dos primeros ensayos, a cargo de Carlos Manuel Rodríguez Arechavaleta y Rafael Rojas, realizan un recorrido por la historia constitucional cubana, desde el texto fundacional del liberalismo hispánico, de 1812 en Cádiz, hasta la Constitución socialista de 1976. Marlene Azor y Armando Chaguaceda hacen una radiografía del orden constitucional de 1976 y el reordenamiento conceptual de la dotación de derechos fundamentales. Yvon Grenier y Velia Cecilia Bobes se internan en el periodo de diferenciación entre sociedad y Estado que siguió a la institucionalización del sistema cubano. Para concluir, Ramón I. Centeno y Haroldo Dilla estudian el sistema político cubano, sus resistencias al cambio o sus posibilidades de apertura en los próximos años.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jul 2018
ISBN9786071654243
El cambio constitucional en Cuba: Actores, instituciones y leyes de un proceso político

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    El cambio constitucional en Cuba - Rafael Rojas

    17-30.

    DEL CONSTITUCIONALISMO REPUBLICANO AL AUTORITARIO EN EL SIGLO XX CUBANO

    Carlos Manuel Rodríguez Arechavaleta*

    APROXIMACIÓN TEÓRICA AL DISEÑO Y AL CAMBIO INSTITUCIONAL

    La historia política de un país, de cierto modo, es la historia de sus constituciones. Éstas son producto de estados de opinión condensados de actores relevantes de la vida pública sobre la forma óptima –según su posición y visión ideológica– de organización social y política. En un interesante trabajo sobre el legado del Estado liberal en América Latina en el siglo XIX, los autores Gabriel Negretto y José Antonio Aguilar-Rivera¹ confrontan las visiones convencionales sobre los fracasos de los proyectos liberales, específicamente acerca de la incapacidad de las élites para romper con los patrones mentales y las prácticas autoritarias heredados del periodo colonial. Frente a las versiones tradicionales, que ven el liberalismo como una importación ideológica exótica sobre la limitación de poderes y los derechos individuales, incapaz de tomar forma en un ámbito social y cultural dominado por los principios de un Estado centralista-corporativo heredado de España, o derivado de una obsesiva actitud imitativa, estos autores argumentan que la tensión entre liberalismo y democracia en América Latina fue un resultado no intencional de las instituciones formales e informales creadas por las élites para consolidar la unidad nacional y reducir los niveles de conflicto en la competencia por el poder. Tanto en Argentina como en México, el éxito de un orden político en un contexto de fragmentación territorial y conflictos de facciones dio lugar a la creación de una forma de gobierno centralizada y a un sistema de control electoral por las élites gobernantes que impidió la evolución del régimen liberal hacia democracias constitucionales estables.²

    Por su parte, Kurt Weyland³ cuestiona la centralidad de la tesis del institucionalismo de la elección racional: los intereses de los actores constituyen el ADN de las instituciones. Sin embargo, éste es un argumento incompleto; los actores políticos no pueden muchas veces prever las verdaderas consecuencias de sus elecciones institucionales. En otras palabras, diseñar soluciones institucionales que maximicen las preferencias de los actores es muy difícil, pues éstos saben qué es lo que quieren pero no saben cómo alcanzarlo de la mejor manera. El conocimiento instrumental de los medios óptimos para lograr un determinado fin es algo problemático. La incertidumbre que enfrentan los actores que persiguen sus intereses, especialmente durante las crisis que dan lugar a una reforma o a la creación de instituciones, les otorga a las ideas un papel decisivo. Los actores deben escoger entre las ideas que están disponibles para ellos al momento de la toma de decisiones, pero la escasa oferta de ideas constituye una importante limitación. Derivado de lo anterior, el diseño y la reforma institucionales dependen no sólo de factores de demanda –intereses y poder–, sino también de factores de oferta, la cual tiene un estatus independiente de las preferencias.

    La conclusión de Weyland es sugerente: las instituciones no son un mero producto de elecciones egoístas; también son moldeadas por la limitada e impredecible oferta de ideas, lo que puede conducir a los actores a perseguir sus intereses de maneras decisivamente subóptimas.⁴ Por lo general, los actores fallan en llevar a cabo una evaluación detallada y equilibrada de los costos y beneficios de las promesas, y tienden a subestimar los signos tempranos de éxito o de fracaso, lo que los lleva a conclusiones precipitadas a partir de información no representativa. La misma configuración de reglas formales puede tener efectos sorprendentemente divergentes, dependiendo del contexto institucional, político, socioeconómico y cultural. A pesar de estas observaciones, los actores políticos comúnmente importan modelos ajenos que se ajustan de manera imperfecta a las condiciones internas. La percepción de éxito de estos modelos los lleva a dar poca importancia a las condiciones internas necesarias para su reproducción exitosa.⁵ Por ello, la nueva institución podría convertirse en una mera fachada; la eficacia en la regulación descansará en las reglas informales con efectos regresivos e imprevisibles sobre los actores.⁶

    Negretto⁷ ha llamado la atención sobre el alto costo del cambio constitucional, por el carácter general de esta regla y su función de equilibrar expectativas. No obstante, reconoce su naturaleza dual como mecanismo que coordina y regula las interacciones políticas de largo plazo y, al mismo tiempo, produce resultados distributivos que benefician a algunos actores más que a otros. Esta naturaleza mixta influye en los objetivos que persiguen los políticos en la selección de diseños constitucionales. Quienes diseñan instituciones siempre tienen un interés compartido en la utilidad esperada de sus reglas y un interés partidario en las ventajas políticas que éstas proporcionan. La preocupación sobre cuestiones redistributivas genera desacuerdos y conflictos, por lo que los recursos de poder son un factor decisivo para determinar el resultado final. En la mayoría de los casos, el objetivo principal de crear una institución no es la eficiencia, sino lograr un cambio en el statu quo, lo que inevitablemente implica conflicto al mejorar la posición de unos a costa de otros o porque mejora la situación de unos más que la de otros. En otras palabras, las constituciones también son estructuras de poder que generan ganadores y perdedores en la competencia política, por lo que los políticos estratégicos suelen competir y utilizar su poder relativo para seleccionar instituciones de las que esperan obtener alguna ventaja política.

    LOS ORÍGENES DEL CONSTITUCIONALISMO CUBANO (SIGLO XIX)

    Como parte del Nuevo Mundo hispanoamericano, Cuba también resintió los efectos de la primera década del siglo XIX en su vida como isla. La crisis del Antiguo Régimen absolutista y de su sistema de relaciones coloniales tuvo su expresión en el surgimiento del liberalismo en España y en el consiguiente desajuste en las relaciones entre la metrópoli y sus colonias americanas, las cuales comenzaron procesos independentistas exitosos que se materializaron en un auge del constitucionalismo liberal americano. En este sentido, la Constitución ibérica de Cádiz de 1812 es un referente del liberalismo europeo que tuvo un gran impacto en América Latina. Cuba, considerada una relativa excepción respecto a sus vecinos novohispanos⁸ puesto que para esas fechas (1800-1860) aún no representaba una amenaza independentista, no fue ajena a ese impacto del liberalismo gaditano. El constitucionalista cubano Andry Matilla Correa⁹ afirma que con la primera entrada en vigor del código de Cádiz aparecieron en el espectro político-jurídico cubano algunos elementos de interés particular:

    El reconocimiento del derecho electoral de los ciudadanos para nombrar diputados a Cortes, según las reglas que se fijaban en el Título III.

    Al calor del Título V, De los tribunales y de la administración de justicia en lo civil y lo criminal, la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales pertenece exclusivamente a los tribunales (art. 242), estableciendo su separación de las autoridades legislativa y ejecutiva en consonancia con el principio de división de poderes, lo que repercutió en la limitación del ámbito de competencia del capitán general y los tenientes gobernadores.

    En virtud del artículo 131, apartado vigésimo cuarto, se les concedía a las Cortes españolas la facultad de proteger la libertad política de la imprenta, con lo cual se respaldaba la libertad de imprenta.¹⁰

    El Título VI, Del Gobierno interior de las provincias y de los pueblos, transformaba el régimen municipal, incorporando la elección de alcaldes, regidores y procuradores y eliminando los regidores ex oficio, los hereditarios y los de nombramiento real (cap. I, De los ayuntamientos, arts. 309-324).

    Se establecía un nuevo eslabón estructural y funcional en lo político-administrativo: la diputación provincial (cap. II, arts. 324-337).

    Historiadores del periodo concluyen que las reformas que produjeron más beneficios prácticos fueron la separación del poder civil del militar –que despojó a gobernadores y alcaldes de jurisdicción en la administración de justicia en el fuero común, creándose para ese efecto los jueces de letras, llamados así por requerir su nombramiento la cualidad de que sean letrados– y el establecimiento de dos intendencias, en Santiago de Cuba y Puerto Príncipe, con lo cual se dividió la isla económicamente en tres bajo la autoridad de un superintendente que residía en La Habana.¹¹

    A pesar de que algún constitucionalista ha aseverado que su vigencia fue más teórica que real,¹² parece existir un criterio mayoritario respecto al efecto configurativo de la Constitución gaditana sobre la formación de un sentimiento constitucional que devendrá esencial para las futuras expresiones evolucionistas o revolucionarias de la nacionalidad cubana.¹³ Era evidente que el régimen constitucional español, instaurado de 1812 a 1814 y restaurado de 1820 a 1823, fue el factor desencadenante de las tres ideas políticas que habrían de desarrollarse durante el siglo XIX: reformismo, anexionismo y separatismo.¹⁴ Además, en virtud del Real Decreto del 24 de abril de 1820 se estableció la enseñanza de la Constitución entre los estudiantes de la monarquía, comenzando su estudio en algunas instituciones educativas cubanas (la Universidad de La Habana, la Real Sociedad Patriótica, el seminario de San Carlos y San Ambrosio). En este último seminario impartió su cátedra de Constitución el presbítero Félix Varela y Morales. En resumen, el código gaditano no inaugura el constitucionalismo propiamente cubano, pero sí representa el primer momento efectivo del constitucionalismo en Cuba.¹⁵

    La crisis por la que atravesaba la metrópoli provocó en las colonias americanas un vacío de poder –una disrupción del control político-militar de España–,¹⁶ por lo que las autoridades de designación regia y las oligarquías regionales propendieron a crear sus propias juntas de gobierno. En La Habana, varios hacendados notables y comerciantes propusieron crear la Junta Superior de Gobierno, interesados en conservar ilesa la isla a su legítimo soberano. Sin embargo, a pesar de cierto interés prestado por el capitán general, marqués de Someruelos, la iniciativa no prosperó debido a la preocupación que despertó la posible descentralización en algunos altos funcionarios de la administración. Era evidente que las autoridades españolas de la isla temían la reedición de las revoluciones francesa y haitiana en Cuba.¹⁷ Sin embargo, según reconoce la Historia, en 1811 se descubre en La Habana una conspiración independentista encabezada por un abogado de cierto renombre, Román de la Luz, en la que participan un capitán de milicias y varios elementos del batallón de Pardos y Morenos, así como otro abogado, el bayamés Joaquín Infante, quien había redactado un Proyecto de Constitución para la Isla de Cuba,¹⁸ el cual fue publicado en Caracas a inicios de 1812 y es considerado el fundador del constitucionalismo cubano.¹⁹

    Pero ¿qué proponía semejante proyecto constitucional? A pesar de limitaciones e imperfecciones técnicas,²⁰ el documento estaba orientado por principios liberales, como la división de los poderes públicos con concentración de facultades en el Legislativo; proponía el sufragio y un derecho de participación política restringido por criterios raciales y de clase (fortuna), además de mantener la esclavitud y establecer una radical separación Iglesia-Estado.

    El Poder Legislativo, a manera de un consejo de diputados, lo integrarían representantes de las seis principales ciudades y villas de la isla y estaría encabezado por un presidente en función rotativa anual. El Poder Ejecutivo sería un Ministerio de tres, órgano colegiado integrado por los ministros de Guerra y Marina, de lo Interior y de Rentas. Los ministros eran escogidos por seis años, prorrogables indefinidamente. El Poder Judicial lo ejercería un tribunal supremo integrado por seis magistrados, que actuaría como tribunal de apelaciones y casación por quebrantamiento de forma o de ley, además de otros jueces de primera instancia, todos elegidos por seis años, también prorrogables de forma indefinida. Por su parte, el Poder Militar lo ejercería un estado mayor comandado por un general en jefe, asistido por un mariscal de campo y dos brigadieres, quienes serían permanentes en sus cargos, salvo que quedaran incapacitados para el desempeño de sus funciones o fueran removidos o juzgados por el Consejo de Diputados; su misión: la defensa de la República.

    La división de poderes propuesta trastocaba las funciones de cada poder. Por ejemplo, aparte de sus funciones legislativas, el Consejo de Diputados nombraba a los miembros de los demás poderes y se reservaba el derecho de interpretar las leyes (función típicamente judicial), así como de nombrar a los empleados públicos y dirigir las gestiones diplomáticas (función típicamente ejecutiva). No había jefe o presidente de gobierno. Los ministros (Guerra y Marina, Rentas e Interior) tenían la facultad de promulgar los acuerdos del órgano legislativo, contando con un derecho de veto. Finalmente, no señalaba una estructuración clara entre los poderes Judicial y Militar.²¹

    Ha llamado mucho la atención de los constitucionalistas la inclusión de un cuarto poder en el texto de Infante, el Militar. Para Reinaldo Suárez Suárez, ello se explica por el estado de inseguridad en que quedaría la Cuba independiente, escasamente poblada, vulnerable en lo económico, sin una armada y sin ejércitos, en el cruce de los caminos imperiales, codiciada por naciones poderosas; pero adjudicarles condición de poder del Estado a los principales mandos del Ejército difícilmente podría contribuir al equilibrio entre los poderes y a una forma de gobierno templada por una proporción.²²

    No obstante estas limitaciones técnicas, el proyecto es profuso en enunciar una serie de garantías procesales: ningún ciudadano podía ser preso salvo presunciones fuertes de la comisión de un delito que merezca pena aflictiva; la sustitución de arrestos y prisiones provisionales inmediatamente que se den fianzas o cuando se presten arbitrios que concilien la libertad y la responsabilidad; el principio de proporcionalidad entre los delitos y las pruebas a aportar, y entre los delitos y las penas a imponer.²³ Sin duda, como sugiere Suárez Suárez, convendría matizar la agudeza o profundidad de la visión crítica sobre sus carencias técnicas y reconocerlo como un proyecto constitucional temprano para una Cuba independiente que supo tomar electivamente de las escasas precedencias de la época.²⁴

    El ascenso que experimentó durante esos años el proceso independentista continental actuó como catalizador de las actividades conspirativas en la isla, por lo general conectadas con México y la Gran Colombia. Externamente, el movimiento militar que en 1820 obligó a Fernando VII a reinstalar la Constitución de Cádiz, aunque desunido y transitorio, abrió en Cuba una etapa de intensa actividad política en la cual la libertad de prensa y reunión, la elección de diputados a las Cortes y el enfrentamiento de tendencias contribuyeron a crear un cuadro de desorden en el que prosperaron los movimientos conspirativos.²⁵ Varias conspiraciones, alentadas desde Venezuela y México, fueron frustradas por las autoridades españolas.²⁶

    Zanetti reconoce la conjugación de dos factores para explicar el fracaso del independentismo cubano: el rechazo de la oligarquía insular a toda acción separatista y la política adoptada por Inglaterra y los Estados Unidos. Específicamente, estos últimos objetaron de forma categórica el proyecto bolivariano de aunar fuerzas para independizar a Cuba y Puerto Rico, conscientes de que al desprenderse Cuba de España caería inevitablemente en sus manos. A su vez, Inglaterra, que se había apresurado a reconocer a las nuevas repúblicas hispanoamericanas, como una suerte de compensación a España decidió respaldar el estatus colonial en las islas.²⁷

    Por su parte, el reformismo presentó variantes que permiten apreciar serias diferencias internas, así como un perfil cambiante según sus etapas. Tal heterogeneidad respondía también a las ideas en boga tanto en Europa como en los Estados Unidos, que influían en una intelectualidad que las incorporaba y reformulaba en función de las anómalas realidades que caracterizaban a la sociedad cubana. El primer reformismo tuvo sus mayores exponentes en personalidades de la oligarquía habanera agrupadas en torno a Francisco de Arango y Parreño, figura prominente de la vida económica, política, social y cultural de la ciudad. Formadas en el iluminismo, su saber les permitía comprender las contradicciones inherentes al estatus colonial, pero su confusa idea de patria se hallaba aún lejana de una conciencia nacional. Sin embargo, con suprema habilidad y una adhesión invariable al Antiguo Régimen, se las ingeniaron para conseguir de las débiles autoridades españolas la satisfacción de sus demandas. En palabras de Zanetti, eran hombres de la Ilustración, afanosos de progreso pero ajenos a los sobresaltos.²⁸

    El segundo reformismo estuvo conformado por un grupo de jóvenes intelectuales,²⁹ en su mayoría discípulos del presbítero Félix Varela, cuyo pensamiento ya no respondía tanto a los moldes clásicos del iluminismo como a un liberalismo de tintes románticos, alimentado de las experiencias republicanas de los Estados Unidos, Francia e Hispanoamérica, así como del juego político británico y del propio constitucionalismo español. Ajenos a las estructuras económicas y políticas, no encontraron armas en el tráfico de influencias y la negociación, sino en la crítica desarrollada desde la revista de la Sociedad Económica de Amigos del País. Uno de sus mayores empeños fue la definición de la identidad como nación, a la que hicieron aportes importantes.

    Por su parte, el anexionismo cubano –variante del reformismo– fue una expresión compleja y heterogénea basada en la lógica de que la anexión de Cuba a los Estados Unidos –viable según parecía demostrar la experiencia reciente de Texas– no sólo garantizaba la supervivencia de la plantación esclavista, sino que prometía simplificar las relaciones comerciales con un cliente y proveedor de excepcional importancia para la isla. Los cubanos blancos podrían obtener además la representación política y gozarían de libertades que España les negaba. Frente al retraso y la inercia hispánicos, el potente vecino resultaba todo un paradigma de progreso.³⁰ No obstante la aparente ventaja, las diversas gestiones del gobierno norteamericano desde las primeras décadas del siglo XIX por comprar la isla a la metrópoli española no habían resultado exitosas. Varias asociaciones de cubanos en el interior de la isla –Club de La Habana– y en el exilio –Nueva York– intentaron conspirar en este sentido, sin éxito; algunas de ellas radicalizaron su posición y evolucionaron hacia el independentismo posteriormente.

    Al presbítero Félix Varela se le ha llamado padre fundador del constitucionalismo cubano³¹ por su revolucionaria labor filosófica y docente, al inaugurar una cátedra de Constitución en 1821 en el seminario de San Carlos de La Habana, que ejerció una gran influencia en una generación de intelectuales.³² Elegido diputado a las Cortes, donde tuvo una activa participación en el Trienio Liberal (1820-1823), sus Consideraciones sobre la Constitución política de la monarquía española (1821) fueron su aportación al constitucionalismo americano. En su primera conferencia, el 18 de enero de 1821, el presbítero fue explícito al definir el objeto de sus lecciones:

    Expondremos con exactitud lo que se entiende por Constitución política y su diferencia del Código civil y de la política general, sus fundamentos, lo que propiamente le pertenece y lo que es extraño a su naturaleza, el origen y constitutivo de la soberanía, sus diversas formas en el pacto social, la división y equilibrio de los poderes, la naturaleza del Gobierno representativo y los diversos sistemas de elecciones, la iniciativa y sanción de las leyes, la diferencia entre el veto absoluto y el temporal, y los efectos de ambos, la verdadera naturaleza de la libertad nacional e individual, y cuáles son los límites de cada una de ellas, la distinción entre derechos políticos y civiles, la armonía entre la fuerza física protectora de la ley y la fuerza moral.³³

    Regido por los principios básicos del liberalismo constitucional español plasmados en la Constitución de Cádiz de 1812, Varela desafía desde su premisa filosófico-jurídica los fundamentos autocráticos del gobierno monárquico español. Partiendo del iusnaturalismo racionalista, reconoce el carácter imprescriptible de los derechos, los cuales son anteriores y posteriores a toda ley, lo que constituye un cuestionamiento importante a la doctrina del derecho divino de los reyes monárquicos. La sociedad como un cuerpo moral tiene sus derechos, que ningún poder puede atacar sin quebrantar la justicia, incluyendo cualquier gobierno; por ello, la soberanía popular es el cimiento de la legitimidad del poder político; el hombre no manda a otro hombre; la ley los manda a todos.³⁴ Ante la ley todos los hombres son iguales, pues tienen derechos análogos que no dependen de juicio alguno. Obsérvese la radicalidad de dichos juicios para el contexto cubano de la época.

    En 1822 Varela fue electo diputado a las Cortes, y, como derivación de sus ideas filosóficas, presentó tres proyectos trascendentales: sobre la autonomía de Cuba y Filipinas, la extinción de la esclavitud en Cuba y el reconocimiento de la independencia de las antiguas colonias de España en América. Desengañémonos, constitución, libertad, igualdad, son sinónimos, y a estos términos repugnan los de esclavitud y desigualdad de derechos. En vano pretendemos conciliar estos contrarios.³⁵ El profundo matiz liberal de las concepciones jurídicas sobre el orden y la organización política, así como la relación entre la metrópoli monárquica española y sus colonias novohispanas, tuvieron un alto costo para el presbítero: al disolverse las Cortes y derogarse la Constitución gaditana, Varela fue condenado a muerte y debió exiliarse de por vida en los Estados Unidos.

    En la segunda mitad del siglo XIX cubano la tendencia política predominante es el independentismo, y ahí encontramos tres constituciones que intentan regir en Cuba mientras dure la guerra de independencia. La primera, la Constitución de Guáimaro, considerada la primera constitución de tinte liberal que se promulgó,³⁶ fue producto de un compromiso entre los independentistas orientales bajo las órdenes de Carlos Manuel de Céspedes y los camagüeyanos de Ignacio Agramonte al comenzar la Guerra de los Diez Años (1868-1878). En su preámbulo, esa Constitución establece su provisionalidad, a pesar de reconocer la posibilidad de enmienda (art. 29), y se rige por principios liberales, como la división de poderes, los controles legislativos al presidente y el respeto de ciertas libertades.

    Orgánicamente, la Constitución de Guáimaro proponía una forma de gobierno unicameral, con un Poder Legislativo que residiría en la Cámara de Representantes (art. 1), con igual representación de cada uno de los cuatro estados (distritos) en que se dividía la isla: Occidente, Las Villas, Camagüey y Oriente (arts. 2 y 3). El cargo de representante sería incompatible con todos los demás. Esta cámara tendría facultades importantes: nombrar al presidente del Poder Ejecutivo y al general en jefe (art. 7); podría someter al Poder Judicial al presidente del Ejecutivo y al general en jefe si fuesen acusados por cualquier ciudadano (art. 8); sin embargo, sus decisiones legislativas, para ser obligatorias, necesitarían la sanción del presidente (art. 10), quien tendría la facultad legislativa del veto. Establecía, además, la independencia del Poder Judicial (art. 22) y la defensa de un cúmulo de libertades y derechos inalienables del pueblo (arts. 27 y 28). Los secretarios de despacho serían nombrados por la cámara a propuesta del presidente.

    Al comenzar un nuevo periodo de guerra, el 24 de febrero de 1895, la Asamblea Constituyente celebrada en Jimaguayú declara solemnemente la escisión de Cuba de la monarquía española y establece constitucionalmente una república regida por un Consejo de Gobierno compuesto por un presidente, un vicepresidente y cuatro secretarios de Estado (Guerra, Interior, Relaciones Exteriores y Hacienda) (art. 1). Dicho consejo podía autorizar someter al Poder Judicial al presidente y demás miembros del consejo si fuesen acusados (art. 3); para que sus acuerdos fueran válidos tendrían que haber sido deliberados por dos tercios de sus miembros y aprobados por voto mayoritario (art. 5), y podía, asimismo, deponer a cualquiera de sus miembros por causas justificadas con aprobación de dos tercios de los consejeros (art. 22). El presidente sancionaría y promulgaría los acuerdos del Consejo de Gobierno (art. 8), y dotaría de autonomía a la dirección de las fuerzas armadas (art. 17)³⁷ y al Poder Judicial (art. 23).

    Dos años después, el 30 de octubre de 1897, aparece la Constitución de la República de Cuba más completa propuesta por los independentistas cubanos: la Constitución de La Yaya. Dotada de cinco títulos con 48 artículos de profunda inspiración liberal, esta carta magna propone en su parte dogmática una exhaustiva lista de derechos individuales y políticos (arts. 4-14): el principio de nullum crimen sine lege, la inviolabilidad de la correspondencia, la libertad religiosa y de culto mientras no se opongan a la moral pública, la enseñanza libre, el derecho de petición y audiencia, el sufragio universal, la inviolabilidad del domicilio y la libertad de opinión y asociación, aunque aclara que algunos de estos derechos pueden ser suspendidos total o parcialmente por el Consejo de Gobierno mientras dure el actual estado de guerra.³⁸

    Además, desarrolla de forma importante y dota de mayor técnica jurídica a la parte orgánica en los títulos III y IV. Basado en la división de poderes, propone un Poder Ejecutivo, es decir, un Consejo de Gobierno, formado por un presidente, un vicepresidente y cuatro secretarios de Estado (Guerra, Hacienda, Exterior e Interior), todos con voz y voto en sus deliberaciones. Su función: dictar todas las leyes y disposiciones relativas al gobierno de la Revolución y a la vida militar, civil y política del pueblo cubano. Sus acuerdos habrían de ser tomados por la regla de mayoría absoluta

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