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Bases del constitucionalismo mexicano: La Constitución de 1824 y la teoría constitucional
Bases del constitucionalismo mexicano: La Constitución de 1824 y la teoría constitucional
Bases del constitucionalismo mexicano: La Constitución de 1824 y la teoría constitucional
Libro electrónico633 páginas7 horas

Bases del constitucionalismo mexicano: La Constitución de 1824 y la teoría constitucional

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Análisis histórico-jurídico sobre las discusiones que se dieron en el marco del Acta Constitutiva de la Federación, las cuales dieron origen a la Constitución mexicana de 1824. Manteniendo el objetivo de mostrar la importancia de esto en las discusiones que arrojan a la luz e indagan sobre un hilo conductor que viene desde la época colonial que ejerció una influencia insoslayable en los subsecuentes ejercicios Constituyentes, incluidos los que dieron origen a la Constitución vigente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 may 2017
ISBN9786071649386
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    Bases del constitucionalismo mexicano - David Pantoja Morán

    DAVID PANTOJA MORÁN hizo estudios en derecho constitucional y ciencia política en la Facultad de Derecho y en el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de París. Es doctor en ciencias sociales de El Colegio de Michoacán. Es investigador nacional del Sistema Nacional de Investigadores y se especializa en historia constitucional, historia de las instituciones políticas, teoría política y derecho constitucional. Entre sus obras principales destacan La idea de soberanía en el constitucionalismo latinoamericano (IIJ-UNAM, 1973) y El supremo poder conservador (El Colegio de México, 2005); además, es editor de Escritos políticos de Sieyès (FCE, 1993).

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


    BASES DEL CONSTITUCIONALISMO MEXICANO

    SENADO DE LA REPÚBLICA

    LXIII LEGISLATURA

    COMISIÓN DE BIBLIOTECA Y ASUNTOS EDITORIALES

    Sen. Adolfo Romero Lainas

    Presidente

    Sen. Marcela Guerra Castillo

    Secretaria

    Leticia Antonio López

    Secretaria Técnica

    Sara Arenas Medina

    Coordinación editorial

    DAVID PANTOJA MORÁN

    Bases del constitucionalismo mexicano

    LA CONSTITUCIÓN DE 1824 Y LA TEORÍA CONSTITUCIONAL

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    SENADO DE LA REPÚBLICA

    Primera edición, 2017

    Primera edición electrónica, 2017

    Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

    D. R. © 2017, Senado de la República

    Av. Paseo de la Reforma 135; 06030 Ciudad de México

    Tels.: 5345 3000 y 5130 2200

    www.senado.gob.mx

    D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-4938-6 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Índice

    Introducción

    I. Antecedentes

    1. Los antecedentes más remotos

    2. La crisis del Imperio

    3. Los pronunciamientos de las diputaciones provinciales

    4. Los proyectos de constitución

    a) El Plan del Valle

    b) Los dos proyectos de Esteban Austin

    c) El Pacto Federal de Anáhuac de Prisciliano Sánchez

    II. El Segundo Congreso Constituyente

    1. El proyecto de Acta Constitucional

    2. El proceso de discusión y aprobación del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana

    a) La discusión en lo general

    b) La discusión en lo particular

    c) La cuestión del federalismo

    d) Discusión sobre la figura del senado

    e) Discusión sobre la facultad para decretar el estado de necesidad en derecho público

    f) Discusión sobre la organización del Poder Ejecutivo

    3. El proceso de discusión y aprobación de la Constitución

    a) La discusión sobre las declaraciones generales relativas a la forma de gobierno y religión

    b) La discusión sobre el Poder Legislativo

    c) La discusión sobre la responsabilidad de los poderes Legislativo y Ejecutivo

    d) La discusión sobre la forma de elección y requisitos para ser diputado

    e) La discusión sobre la organización del Ejecutivo

    f) La discusión sobre la elección del Ejecutivo

    g) La discusión sobre las facultades del Ejecutivo

    h) La discusión sobre el Poder Judicial

    i) La discusión sobre la sede de los poderes federales: el Distrito Federal

    j) La discusión sobre la naturaleza del Acta Constitutiva

    k) La discusión sobre las obligaciones de los estados

    l) La discusión sobre las reformas a la Constitución

    m) La discusión sobre la delimitación de competencias federales y estatales

    n) La clasificación de la rentas y el federalismo fiscal

    ñ) Algunas reflexiones sobre las primeras constituciones de los estados

    III. La Constitución Federal de 1824. Sus influencias y su ingeniería

    IV. Las normas y la realidad

    1. Una palabra sobre el sistema electoral

    2. La vida política en México bajo el imperio de la Constitución de 1824

    Epílogo

    Anexos

    1. Notas biográficas

    2. Presidentes, secretarios de Estado, de despacho y encargados

    3. Cuadro comparativo de las constituciones española de 1812 y mexicana de 1824 y del Acta Constitutiva de la Federación

    Bibliografía

    Índice analítico

    INTRODUCCIÓN

    Se conviene que en la historia constitucional pueden interesarse varias disciplinas: el derecho constitucional, la ciencia política, la historia de la ideas políticas, la sociología política, la teoría política, y ello ha dado lugar a una larga discusión sobre si puede considerarse o no disciplina autónoma a la primera y si debe pensarse en un método específico para ella, o bien, si se trata de una disciplina jurídica, e incluso si se puede confundir con el derecho constitucional. No puedo distraer aquí al lector con tal polémica, pese a su importancia, y sólo dejo la inquietud, remitiéndolo a una lectura para profundizar en la cuestión.¹

    Lo que sí puedo decir es que en este trabajo el lector encontrará rastros de todas esas disciplinas, pues de todas ellas he pretendido servirme, y dejo el resultado a su juicio. También encontrará anacronismos, de alguna manera inevitables, ante la necesidad de emplear conceptos nuevos para explicar hechos o fenómenos pasados o la naturaleza de tal o cual construcción jurídico-política.

    El corazón de lo que aquí se presenta está en los debates sostenidos en el Congreso Constituyente de 1823-1824 y no se puede soslayar la dificultad que representa tratar de desentrañar las intenciones de una asamblea; tal dificultad ha afectado a trabajos semejantes a éste y ha sido señalada por diversos autores. Por ejemplo, se ignoran las ideas o los motivos de los diputados constituyentes que no intervinieron en el debate y que, no obstante, votaron; se ignora si los que tomaron al palabra realmente expresaban su opinión sincera, y a ello se añade la dificultad de interpretar la intervenciones consideradas aisladamente, pues se ignora cómo fueron comprendidas.² Sin desdeñar estos problemas, el examen de los diversos debates que precedieron a los votos parece necesario en todo trabajo sobre un texto normativo; el examen de las intenciones de los legisladores —más si se trata de legisladores constituyentes— forma parte del arsenal tradicional de los medios de interpretar. Si bien este examen no borra todas las incertidumbres o todas las ambigüedades, no lo hace por ello inútil. Lo que es verdad para el jurista, lo es a fortiori para el historiador. Éste no puede limitarse a la exégesis jurídica de un texto sino que debe integrarlo en el movimiento de las ideas, la situación política y social, la correlación de fuerzas, etc. Todo ello no puede dejar de lado al análisis propiamente jurídico, pero éste no puede reemplazar ese contexto.³

    Una lectura comparada de la historia constitucional de México y de los Estados Unidos de Norteamérica sugiere, a primera vista, un notable contraste en lo que concierne a la estabilidad de sus textos constitucionales. En efecto la constitución que aún rige los destinos de ese país es la aprobada en Filadelfia el 17 de septiembre de 1787, con tan sólo veintisiete enmiendas. En subrayada diferencia, los documentos constitucionales que se han formulado para regir la vida política en México han sido, en orden cronológico: la Constitución decretada en Cádiz el 18 de marzo de 1812, la Constitución de Apatzingán del 22 de octubre de 1814; una vez consumada la independencia, se han dictado el Acta Constitutiva del 31 de enero de 1824, seguida de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 4 de octubre del mismo año, las Siete Leyes Constitucionales del 29 de diciembre de 1836, las Bases Orgánicas de 12 de junio de 1843, el Acta de Reformas de 18 de mayo de 1847 —que modificó la Constitución de 1824, restablecida el 22 de agosto de 1846—, las Bases para la Administración de la República de 22 de abril de 1853; la Constitución Federal del 5 de febrero de 1857, el Estatuto Orgánico del Imperio de 10 de abril de 1865 y la Constitución Federal del 5 de febrero de 1917.

    La conclusión apresurada que se podría extraer de estos datos nos llevaría a pensar que esos numerosos y abruptos cambios de regulación constitucional significan una caótica inestabilidad de las instituciones fundamentales. Sin embargo, una lectura atenta de nuestra historia político-constitucional sugiere que las instituciones políticas presentan una evolución más lenta, pero más firme y segura que los simples cambios de texto constitucional.

    Después de todo, ninguna constitución puede ser visualizada como si no tuviera referencia a la herencia institucional que pesa sobre ella como constricción. Sin duda, la elaboración de una constitución manifiesta una voluntad de ruptura con el orden socio-político anterior; no obstante, el trabajo constitucional no se lleva a cabo ex nihilo: la invención constitucional encuentra sus límites en la persistencia de los modelos operativos, así como en los significados esenciales que están en el corazón de la identidad nacional. La sucesión de constituciones formales puede así esconder la permanencia, al menos relativa, de una constitución material profundamente enraizada y que sobrevive a todos las sacudidas políticas.

    El presente trabajo se ocupa del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana del 31 de enero de 1824 y de la Constitución Federal del 4 de octubre de ese mismo año, pues, representan un momento crucial en la historia constitucional y política de nuestro país. No sólo por su carácter fundacional, puesto que constituyen el primer ordenamiento de vigencia, positividad y observancia plenas en todo el territorio nacional y de mayor longevidad en un buen tramo de nuestra vida independiente, sino por la sorprendente supervivencia de la esencia teórica y dogmática de un gran número de preceptos que, proviniendo de esos documentos, aún se mantienen vivos en nuestro actual pacto constitucional.⁶ Sin forzar demasiado las cosas me atrevo a decir que en esos documentos se resume la teoría del Estado mexicano.⁷

    Dicho lo anterior, es justificado afirmar que los debates sostenidos en el seno del Congreso Constituyente de 1823-1824, donde vieron la luz esos dos trascendentes ordenamientos —que en realidad entrañan una sola unidad—, cobran una gran relevancia para el conocimiento de la teoría constitucional mexicana

    Se me dirá que se hace a un lado al texto constitucional precedente. Nadie puede negar el enorme valor histórico que tiene el Decreto constitucional para la libertad de la América mexicana, también conocido como Constitución de Apatzingán: fue éste sin duda el primer intento de organización política de un país que deseaba ser independiente, libre y soberano. Sin embargo, su vigencia fue efímera y el ámbito territorial de su aplicación limitado al área de influencia militar de Morelos. Por otra parte, si bien dejó un importante legado en materia de filosofía social y política, poco resta de sus instituciones. Más aún, sus propios autores diferenciaron conceptualmente constitución y decreto y señalaron sus alcances provisionales, al disponer que ese decreto se observaría hasta que no fuese convocada la representación nacional y, siéndolo, que no se dictase y sancionase la constitución permanente. Esto dicho, no mengua el reconocimiento que debemos a sus autores, ni el respeto a la memoria de su ideario.

    Hay razones históricas que abonan a la importancia que tienen los documentos emanados del Congreso Constituyente de 1823-1824, pues aportan un material imprescindible para el estudio no sólo de la Constitución de 1857, sino aun para la vigente de 1917. Me explico: la longevidad de la esencia teórica y dogmática de principios tales como el de su ser republicano, representativo, popular o democrático, federal, bicameral y presidencial, dan cuenta de una prolongada continuidad, pese a efímeras interrupciones. Además de consideraciones fundadas en la idiosincrasia o en la cultura política, existe una de carácter histórico que debe ser atendida, para explicar lo afirmado.

    Después de la revolución de Ayutla, la facción derrotada llegó al recién convocado Congreso Constituyente de 1856 con la intención de bloquearlo, pues ya intuía el sentido de la reforma política y social que planeaban los puros y urdió toda clase maniobras con ese propósito. A esta intención de bloqueo se unieron los liberales moderados, pues a ellos les parecía que aún no había llegado la hora de los cambios. Para los puros era primordial institucionalizar y consolidar jurídicamente su reforma en una constitución y a ello se enfrentó la facción conservadora con toda clase de malas artes, de todo lo cual hay puntual recuento en la clásica crónica de Zarco.

    Desde el inicio, en efecto, ésta intentó restaurar la Constitución de 1824 y después se valió de tácticas dilatorias, suscitando discusiones sobre temas de escasa importancia; otra maniobra fue la de turnarse en las ausencias a las sesiones, a fin de impedir la formación del quórum y, en consecuencia, la celebración de las mismas; otra, intentada varias veces, fue la de argüir la urgencia de aprobar la constitución y, al mismo tiempo, exaltar las bondades de la Constitución de 1824 —a la que, por cierto, tanto habían atacado— para convencer al Congreso de que la solución expedita era declararla vigente. Por supuesto que de lo que se trataba era de mantener los fueros y privilegios de la Iglesia católica y la intolerancia de culto que la Constitución de 1824 amparaba.¹⁰

    Tras acalorados debates en varias sesiones y contando con el apoyo de los secretarios del despacho de Gobernación y del de Relaciones, el intento de restaurar la constitución parecía prosperar. El presidente de la comisión encargada de la redacción del proyecto de constitución, don Ponciano Arriaga, entendió la maniobra y en la misma sesión de 25 de agosto de 1856 presentó a la consideración del Congreso un cuadro comparativo de numerosos artículos del Acta Constitutiva y de la Constitución de 1824, con otros tantos del proyecto de constitución por aprobar, a fin de demostrar claramente que se transcribían prácticamente iguales, con las evidentes excepciones de la supresión del Senado y de la facultad de veto presidencial, entre otras.¹¹

    El Congreso decidió que todos estos artículos fueran discutidos de una sola vez, votándose separadamente. Con astucia y perspicacia, Arriaga dejaba sin argumentos a la bancada conservadora, pues demostró palmariamente la coincidencia de los documentos constitucionales de 1824 con el proyecto de la constitución por aprobar. Sin embargo, ésta no desistió y, haciendo uso de recursos reglamentarios, prácticamente logró su intento de restaurar la Constitución Federal, derrotando a los liberales en una cerrada votación. No obstante, la enérgica oposición a las maniobras logró que, tomados como un solo artículo, se discutieran los cuarenta y siete correspondientes a la Constitución de 1824, a los que después se agregarían las innovaciones reformistas, particularmente una completísima declaración de derechos del hombre y su garantía, el Juicio de Amparo, que permitiría el control de la constitucionalidad.¹²

    Podemos así concluir con Arriaga que la comisión que él presidió y que orientó la decisión finalmente plasmada en la Constitución de 1857 siguió el programa de la Constitución de 24, al adoptar sus principios cardinales y al estudiar sus combinaciones para adaptarlas a las nuevas circunstancias, para llenar los vacíos que habían quedado y aprovechar los adelantos y progresos tenidos en la vida política. Durante los debates suscitados sobre el propuesto restablecimiento de la Constitución de 1824, en respuesta a esa propuesta formulada por el diputado Castañeda, Arriaga expresó que la comisión reconocía todo el mérito de ella, pero consideraba que no convenía que se mantuviese como ley inmutable y después declaró que la comisión había querido seguir la ley del progreso y que en su proyecto no había un solo artículo que fuese contrario al espíritu de la Carta de 1824.

    Se preguntaba el mismo Arriaga a qué se debían la tribuna, la libertad de imprenta, la división de poderes, la soberanía del pueblo y todos los elementos y atributos del sistema republicano y libre, y qué se había tenido en la carrera pública que no debiera su origen al principio fecundo de la Constitución de 24. Ya resuelto que el proyecto presentado se iría a basar en el mismo principio federativo de la Constitución de 24 y que su texto iría a servir de plan para introducir las debidas reformas, advirtió que cabía preguntarse si bastarían algunas reformas o enmiendas, sin tocar las cuestiones radicales del país.¹³

    Importa recordar que parte de los artículos se referían sobre todo al diseño de los poderes y a la relación entre ellos, lo que sumariamente implicaba plasmar en la constitución por aprobar una separación funcional rígida, atribuyendo a cada poder funciones que debían cumplir en exclusiva, de acuerdo con la ingeniería constitucional consagrada en 1824. El lector advertirá que un entramado institucional así se alejaba de la forma parlamentaria de gobierno. Ahora bien, la experiencia ha probado, y así lo ha corroborado la doctrina, que la separación funcional rígida de los poderes conduce a la supremacía del Legislativo, lo que cuadraba muy bien con el propósito del Congreso.

    Así, el apremio por presentar lo antes posible, después de tantas demoras y obstáculos, una constitución aprobada ante la opinión pública —vencida ya la resistencia de conservadores y liberales moderados ante el contundente argumento de la semejanza de los artículos del proyecto con los de la Constitución de 1824 y asegurada la supremacía del Legislativo— es comprensible que, salvo el tema del Senado y el del veto presidencial, el debate sobre el diseño institucional pasara con menos ardor que otros temas y su aprobación se hiciera con cierto desgano, tanto más debido a que el Congreso dispuso que todos esos artículos fueran discutidos de una sola vez y votándose separadamente.¹⁴ Claro está que no fue éste el derrotero que siguió la discusión sobre la relación Estado-Iglesia o menos aún la relativa a la intolerancia religiosa, pues fueron éstos debates intensos y ríspidos.

    Pero la historia no se detiene ahí. Años después, como reacción al golpe de Huerta y al asesinato del presidente Madero, la legislatura de Coahuila desconoció al usurpador y autorizó al gobernador para armar fuerzas y coadyuvar al restablecimiento del orden constitucional. El 26 de marzo de 1913 un grupo de militares emitió el Plan de Guadalupe, que ratificó el decreto de la legislatura, dio al ejército en formación el título de constitucionalista, reconoció al gobernador Carranza como jefe de tales fuerzas y dispuso que, al llegar a la Ciudad de México, quien ocupara en ese momento tal cargo, se ocuparía interinamente del Poder Ejecutivo Federal y convocaría a elecciones generales; Carranza se adhirió al Plan. Tanto la conducta de la legislatura de Coahuila como la de Carranza se ajustaban al principio de inviolabilidad de la Constitución, que determinaba que ésta no perdería su fuerza en vigor aunque una rebelión la interrumpiera y que, tan pronto el pueblo recobrara su libertad, se restablecería su observancia.¹⁵

    El 14 de septiembre de 1916 el jefe de la Revolución resolvió convocar a un Congreso constituyente extraordinario, resumiendo así los propósitos de las reformas proyectadas al triunfo de este movimiento: se respetaría escrupulosamente el espíritu liberal de la Constitución de 1857 y sólo se purgarían los defectos que tenía, ya por la contradicción y oscuridad de algunos de su preceptos, ya por los huecos que había en ella, o por las reformas que con el deliberado propósito de desnaturalizar su espíritu original y democrático le hicieran las dictaduras pasadas. Expresaba además que si bien la Constitución de 1857 había previsto un procedimiento para su reforma, dicha norma no era obstáculo para que el pueblo hiciera uso del derecho consignado en el artículo 39 de la misma Constitución, que, como titular de la soberanía, tenía de alterar o modificar, en cualquier tiempo, la forma de su gobierno.

    Y es que en efecto, después de una cruenta lucha y ya victorioso, al movimiento constitucionalista se le habían abierto varios caminos: la restauración lisa y llana de la Constitución; su revisión, apegándose al procedimiento previsto en ella, lo que en ambos casos demoraría o obstruiría las reformas sociales prometidas, o bien la convocatoria a un Congreso Constituyente encargado de reformar la Constitución de 1857 o emitir una nueva.¹⁶

    Finalmente, el presidente del Congreso Constituyente de Querétaro, al referirse al proyecto constitucional entregado para su discusión por el Primer Jefe, manifestó que contenía las diversas reformas que eran indispensables para adaptar la Constitución de 1857 a las necesidades más hondas y a las nuevas aspiraciones del pueblo mexicano, y en la sesión final de 31 de enero de 1917 el propio presidente denominó la nueva Constitución de 1857 a la obra llevada al cabo por esa Asamblea Constituyente y reformada en esa ciudad.

    Es así, dice Martínez Báez, que podemos afirmar, con mucha seguridad, que en la asambleas nacionales constituyentes reunidas en los años de 1856 y 1916, que dieron como sendos frutos las constituciones federales de 1857 y 1917, solamente fueron objeto de especiales deliberaciones aquellos preceptos novedosos o que contenían reformas sustanciales respecto a la ley suprema inmediata anterior, o bien se discutieron algunas modificaciones de detalle, de cifras o de simple estilo de los preceptos sometidos a revisión o enmienda; de igual forma se discutió que en la actuación de ambas asambleas varios de los principios políticos fundamentales, dogmas y fórmulas programáticas enunciados en la obra del segundo Congreso Constituyente, reunido en los años de 1823-1824, tuvieron una recepción legislativa, literal o íntegra, sin el menor debate sustancial, ni examen crítico alguno y, consiguientemente, sin dejar ninguna huella escrita en las actas parlamentarias o en las transcripciones de los discursos de los diputados en los periódicos de las respectivas épocas.¹⁷

    Con la argumentación precedente, espero haya quedado documentada la continuidad de los principios contenidos en el Acta Constitutiva y en la Constitución de 1824 y, con ella, la extrema importancia que para la historia del constitucionalismo mexicano tienen los debates habidos y los acontecimientos que rodearon al Congreso Constituyente, que iniciara sus tareas con su instalación, el 7 de noviembre de 1823 y concluyeran el 4 de octubre de 1824 con la aprobación de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos. No menos importante es cómo fue aplicada en sus años de vigencia, esto es, la forma en la que se interpretó.

    El lector encontrará que en este trabajo una parte sustancial se encuentra en las aportaciones y debates habidos en las sesiones del Congreso Constituyente y que mucho de este material no esta citado entre comillas o en cursivas. Si se hizo así fue para aligerar la lectura, no obstante, se procuró que el texto registrado estuviese lo más apegado posible a la fuente de la que proviene, que por lo demás está claramente identificada. También es advertible la discontinuidad cronológica en los debates citados, que se explica porque ante la falta de consenso sobre algún tema, éste se dejaba inconcluso y se pasaba a otro, posponiendo su continuación y votación para mejor coyuntura. Y aquí se hace notable una muy importante característica del espíritu que animó a los debates: el afán de conciliar, la búsqueda por tender puentes entre las posiciones encontradas; de ahí que sean frecuentes las soluciones de compromiso, como las adoptadas sobre la organización del Poder Ejecutivo o la del federalismo y, no menos frecuentes, los sincretismos entre las concepciones de Antiguo Régimen con las liberales.

    Para explicarnos lo anterior debemos tener en consideración la situación de peligro ante la que se encontraba la Nación. En el exterior, la amenaza siempre presente de la tentativa de reconquista por parte del Imperio español o la vuelta de Iturbide. En el interior, los intentos separatistas de las provincias impacientes que urgían la adopción del federalismo y el amago permanente de brotes insurreccionales a todo lo largo y ancho del territorio, que tuvieron lugar durante la celebración del Congreso Constituyente y que se prolongaron durante décadas.

    A lo largo de la elaboración del trabajo, quien esto escribe contrajo numerosas deudas de gratitud, que no debo dejar de mencionar. En primer término, con la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, en donde sirvo cátedra desde hace más de tres decenios y que ha sido un estímulo para esta investigación; con su director, el doctor Fernando Castañeda Sabido, por su apoyo para la culminación de ésta. A mis colegas y amigos del Seminario de Historia del Derecho debo sugerencias, ideas y aclaraciones, producto de sus presentaciones y discusiones en las sesiones sostenidas. De especial manera agradezco a Elisa Speckman, a María del Refugio González y a Andrés Lira. Mi gratitud a Pablo Mijangos, por su una lectura experta de una versión del trabajo y valiosas observaciones que me ayudaron a mejorarlo. Agradezco también el trabajo de corrección del maestro Javier Sanvicente Añorve. No hubiera sido posible la culminación de este trabajo sin la comprensión, paciencia y cálido apoyo de Jacqueline, mi esposa y compañera, y el estímulo cariñoso de mis hijos, Juan Pablo, Yuriria, María José y Julia, y el de mis nietos Ana Fernanda, Rodrigo y Abril.

    Ciudad Universitaria, Coyoacán

    Marzo de 2015

    ¿Qué hemos tenido en la carrera pública que no deba su origen al principio fecundo de la Constitución de 24?

    PONCIANO ARRIAGA

    I. ANTECEDENTES

    1. LOS ANTECEDENTES MÁS REMOTOS

    No se pueden entender el espíritu y el funcionamiento de las instituciones políticas de la naciente república, consagradas en su flamante Constitución de 1824, sin traer a revisión, así sea somera, ciertos elementos que se remontan a la época de la dominación colonial y a la del proceso de la independencia.

    Primeramente, las instituciones políticas peninsulares experimentaron una profunda transformación durante el reinado de los Austrias. De limitada y moderada, la monarquía devino absoluta, con lo que se modificó sensiblemente la estructura del poder central. La nobleza y el Estado llano fueron desplazados de sus tradicionales e históricas posiciones políticas, al concentrar el rey todos los atributos estatales: tanto las facultades legislativas como las gubernamentales fueron asumidas por el monarca, haciendo que las Cortes perdieran las competencias adquiridas durante el medioevo. La consecuencia del absolutismo se expresó en una acabada centralización, llevada a cabo por delegados del monarca, llamados corregidores, que cumplían en las regiones tareas gubernativas, judiciales, militares y fiscales. Con todo, si bien los estamentos perdieron su participación en las decisiones sobre los altos asuntos del Estado, al servicio de la Corona, asumieron el ejercicio concreto y directo de las funciones públicas. El rey reinaba, pero nobles y burgueses gobernaban y administraban.¹

    Por otra parte, la Nueva España estuvo regida por una serie de principios político-legales que podrían ser considerados como su constitución, una especie de constitución histórica que fue el punto de referencia de los teóricos de la independencia. Tuvo asimismo una organización sui generis del poder. Esos principios, formulados en momentos diferentes y recogidos después por la Recopilación de Indias, fueron grosso modo los siguientes:

    La religión católica era la religión de Estado y el fin de éste era su propagación.

    El dominio estaba fundado de justos títulos: los reyes de Castilla eran los señores de las Indias por donación de la Santa Sede y otros títulos justos y legítimos.

    La América formaba parte de la Corona castellana: esto se manifestaba en que las Indias estaban incorporadas a la Corona de Castilla.

    Los indios eran hombres libres y no sujetos a servidumbre.

    Los indios eran vasallos directos de la Corona: la consecuencia justa y razonable era que los indios pagaran tributo a los reyes castellanos en reconocimiento al señorío y servicio a que estaban obligados como súbditos y vasallos.²

    Debe considerarse como hecho determinante que la inmensidad de los dominios y la accidentada geografía desarticulaban el territorio novohispano y hacían muy difícil y lenta la comunicación con la metrópoli, ya de suyo distante, y de ésta con los distintos centros políticos y comerciales de importancia. Este hecho impuso fatalmente un menor rigor o mayor laxitud del absolutismo en América. La deficiente información sobre una realidad desconocida y la imposibilidad de una consulta rápida obligaban a la Corona a dejar una mayor libertad de decisión y de ordenación o reglamentación a las autoridades coloniales superiores. Todo ello condujo a una mayor descentralización política y administrativa, que restaría eficacia al control de las autoridades superiores sobre las inferiores y hacía a menudo imposible que éstas recabaran la aprobación o consejo de aquéllas.³ De esta suerte, contra el lugar común, acríticamente aceptado,⁴ la experiencia gubernamental de la Nueva España, lejos de ser centralizadora tuvo una larga vida de autonomía y descentralización regionales, que alentó la formación de élites con un acendrado sentido de pertenencia a la patria chica y la cristalización de poderosos intereses igualmente locales.⁵ La pretensión de autonomía y la de hacer respetar como derecho propio y heredad intocable lo ganado por los conquistadores, primero, y lo edificado con esfuerzo por los colonizadores, después, son, a decir de Miranda, la raíz inicial del espíritu criollo.⁶

    En abono de todo lo anterior podemos invocar también los precedentes coloniales más remotos: Los estudiosos del tema han puesto en claro que, por medio de un pacto informal, la Corona cedió a los descendientes de los conquistadores una parte de sus poderes en la esfera local y regional, esto es, en el espacio colonial interno y, por su parte, los descendientes de los conquistadores aceptaron que la Corona controlara totalmente el gobierno central colonial, es decir, el espacio colonial-metropolitano, a través de sus funcionarios. La consecuencia de ello fue que la Corona pudo ejercer su poder sin necesidad de dar vida a una estructura militar; el Estado colonial se configuró, así, como un Estado mínimo, en una primera fase, que iría del siglo XVI hasta mediados del XVIII. De esta suerte, la dominación colonial se caracterizó al inicio por un mínimo control político-militar y máxima libertad colonial concedida a los grupos de notables en la gestión económica y social del territorio. Es así que, a nivel estructural por lo menos, la dominación colonial se caracterizó como una dominación indirecta.

    Un elemento que contribuía a la autonomía y regionalización fue el consulado, esa corporación de comerciantes que, instituida en 1598 para agrupar a los grandes comerciantes, se convirtiera en árbitro de la vida comercial gracias a su poder económico.⁸ Más tarde operaría como intermediario financiero de la Real Hacienda Virreinal, funcionando de manera similar a un banco de inversión, del que se diferenciaba porque carecía de patrimonio propio, y sólo podría recibir depósitos de capital que devengaban réditos cuando lo autorizaba la Corona, ya para auxiliar al erario, ya para financiar obras de infraestructura.⁹

    En esas condiciones, la Ciudad de México jugaba el papel de centro coordinador y organizador del espacio colonial novohispano: era no sólo punto de conexión de los diferentes territorios en que se había conformado progresivamente el espacio, como consecuencia del crecimiento social y económico de los mismos, sino que también era una palestra de mediaciones institucionales en donde se conjugaba la función comercial con la política y la administrativa.¹⁰

    Ahora bien, la multiplicación de espacios coloniales internos, posible por la expansión de la agricultura y sobre todo por la ganadería extensiva, permitió la emergencia de unidades territoriales diferenciadas, dotadas de amplia autonomía informal por parte de las élites que se irían conformando a partir de los cabildos y de la articulación entre los intereses de los notables.¹¹

    En la Nueva España el gobierno era ejercido en tres niveles: el central, desde la metrópoli, por el Rey y sus consejos; el virreinal, y el local de los municipios. El control local lo ejercía la Corona por medio de los corregidores, sus representantes en los municipios, pero al mismo tiempo concedió a las élites locales la consolidación de su poder al convertir los cargos municipales en propiedad de sus representantes y con el derecho de transmitirlos hereditariamente a sus descendientes. El desarrollo económico del virreinato dio lugar a que las jerarquías administrativas se convirtieran en instancias mediadoras, dispuestas a llegar a componendas con los intereses locales de los que obtenían beneficios. Se neutralizaban, así, los mecanismos de control burocrático y se propiciaban alianzas entre autoridades locales y virreinales. Una abundante y, a menudo, contradictoria y poco clara legislación permitía que estas alianzas encontraran resquicios legales para oponerse a las disposiciones venidas de la metrópoli y, aunque la Corona trató de contrarrestarlo, no lo logró.¹²

    El sistema colonial novohispano se podría caracterizar, en suma, por una delegación de funciones político-administrativas a nivel local —corregidores, alcaldes mayores, etc.— y también por una delegación de funciones político-económicas a la Ciudad de México como centro coordinador de los dos ejes geohistóricos que iban, uno, de Veracruz a Acapulco y, otro, de norte a sur. El gobierno indirecto aparecía así como el elemento fundamental del espacio colonial de la Nueva España en el curso del siglo XVII y del primer tercio del XVIII.¹³

    La llegada de los borbones cambió la orientación, el tono y los énfasis en el gobierno de la Nueva España. Se inició una serie de cambios tendientes a centralizar el gobierno desde la metrópoli, sanear las finanzas y reorganizar las fuerzas armadas. La antigua concepción que consideraba a sus dominios como reinos federados fue trastocada por la pretensión de la nueva dinastía de hacer una España unida y centralizada que reinara sobre sus colonias de ultramar. El proyecto modernizador pretendía racionalizar la administración y hacer a los reinos más productivos; se trataba también de reorganizar el espacio territorial. A los reformadores borbones les preocupaba el grado relativamente alto de control que sobre sus propios asuntos tenían las élites locales propietarias del poder económico, control que les permitía ejercer influencia política y frente a las cuales los representantes del gobierno central se veían constreñidos a colaborar y a transigir, a fin de poder medianamente gobernar. Impulsados por la idea de una administración secularizada, formada por burócratas civiles y militares y la de un Estado que afirmaba su supremacía sobre la Iglesia y capaz de promover la prosperidad y el bienestar de la monarquía, emprendieron, aún con una oposición considerable de las élites locales, un proceso de profundas transformaciones, que iría a ser de considerables consecuencias.¹⁴

    El primer intento a gran escala lo promovió el visitador general José de Gálvez y se dio en medio del descontento y reprobación, pero no se hizo realidad sino hasta que éste se convirtió en ministro de las Indias. El Plan de Intendencias no fue llevado a la Nueva España sino hasta 1786 y aunque tuvo éxito en lo concerniente al mejoramiento del gobierno de las provincias, en el aumento de la recaudación del impuesto y en el fomento al desarrollo económico regional, su saldo final fue el impulso al regionalismo. Las medidas, en efecto, dislocaron los lazos políticos y económicos aún existentes entre las élites locales y las de la capital virreinal, dando oportunidades de movilidad social y económica en el plano provincial. El propósito de centralizar el aparato administrativo desde la metrópoli se frustró y en realidad fortaleció los intereses regionales.¹⁵ Aunque esta forma de organización pretendía responder a la integración de los mercados locales y de las redes comerciales que se habían constituido, contribuyó, junto con otras reformas fiscales y comerciales, a desarticular la vida económica, política y administrativa del reino.¹⁶

    Pese al parcial fracaso de las reformas político-administrativas borbónicas, las élites tradicionales interpretaron bien qué género de peligro corrían con la nueva orientación que la nueva monarquía daba con sus políticas, así que reaccionaron tratando de apoderarse de los espacios políticos que abrieron las reformas. De ahí su renovado interés por los cabildos, las milicias, las diputaciones mercantiles y mineras, los cargos de subdelegados, etcétera.¹⁷

    Otro capítulo de la mayor importancia fue el relacionado con la Iglesia, a la que los reformadores borbónicos consideraban un obstáculo en su plan modernizador. Dadas la gran influencia que ejercía y la enorme cantidad de riqueza que acumulaba, se la consideraba un parásito improductivo que agobiaba a la sociedad y que, al mantener la tierra en un régimen de manos muertas, privaba al Estado de ingresos y a la sociedad de riqueza. Una medida de consecuencias fue la expulsión de los jesuitas en febrero de 1767, seguida de otras, como la transferencia a juzgados seculares de la autoridad para juzgar sobre títulos de propiedad de la tierra y otra clase de propiedades eclesiásticas, así como la restricción de la inmunidad personal del clero a la persecución y arresto por funcionarios seculares. Por otra parte, debido a los cambios y realineamientos sucedidos en el ámbito internacional, España se vio obligada a participar en diversas guerras europeas, lo que afectó profundamente su comercio exterior y quebrantó sus finanzas públicas. Con el fin de afrontar la emergencia, se aumentaron los impuestos; se acudió también al consulado de México, cuyo papel de intermediario financiero permitió a la metrópoli extraer gran parte de los recursos disponibles para ser colocados a rédito mediante la contratación de empréstitos.¹⁸ Se ordenó también la expropiación de propiedades eclesiásticas, pero, sobre todo, la medida de mayor trascendencia fue la de haber hecho extensivo a la Nueva España en 1804 el Real Decreto de Consolidación de los vales Reales que, con el fin de redimir estos vales y liquidar otras deudas de guerra, autorizaba a los funcionarios a subastar y embargar bienes inmobiliarios de la Iglesia y obligaba a remitir, como préstamo a la Corona, el dinero que la Iglesia prestaba, pero que debido a que ésta funcionaba en Nueva España como banquero principal o casi único, significaba la ruina económica para el virreinato. Con esta medida se asestaba a éste el golpe más duro a sus intereses.¹⁹

    Por lo demás, se habían venido experimentando cambios en la Nueva España desde la década de 1780 que, acumulados a mediano plazo, producirían desastrosos efectos. La expansión de la agricultura comercial transformó a las regiones más prósperas del país, desplazando a los campesinos a zonas marginales o fuera de las tierras. Una serie de crisis agrícolas provocó escasez de alimentos, hambruna y mortandad. Después de etapas de prosperidad, la minería y las manufacturas textiles entraron en una etapa de estancamiento. El incremento de la competencia europea menoscabó aún más la producción interna. Todo ello significó que para 1810 la ruina financiera de la Nueva España era un hecho.²⁰

    Un dato significativo fue también la transformación intelectual de gran envergadura que representó en todo el reino la influencia de la Ilustración, que en su modalidad hispánica no fue tan radical ni anticristiana como la francesa: más que una doctrina o una teoría, encarnó una forma de concebir al mundo y a la vida, compartiendo con ésta su admiración por la Antigüedad clásica, la preponderancia de la ciencia y la razón sobre la autoridad y el conocimiento práctico sobre la teoría. Tanto en la metrópoli como en la Nueva España fueron traducidas, difundidas, leídas y debatidas las obras de autores franceses e ingleses y las constituciones francesas y norteamericana, lo que creó, como en el continente europeo, un clima intelectual propicio al intercambio de nuevas ideas como la libertad, la autonomía de la razón y abierto a los avances científicos de la época y a las reinterpretaciones del pacto social y de los mitos y de la historia nacionales.²¹

    Sería más adelante cuando, a decir de Miranda, el liberalismo mexicano comenzaría a diferenciarse del europeo, pues si éste desde un principio pudo abordar el problema del cambio del régimen político, el mexicano tuvo que atacar antes el de la independencia nacional. Como había un objeto distinto, se acudió a argumentos diferentemente presentados, recurriéndose a los provenientes del arsenal teórico legal español; se contestó al enemigo con sus propias armas extraídas de la tradición teórico-institucional hispana: cortes, consejos, fueros y con los principios liberales modernos de origen francés, adoptados en las Cortes de Cádiz.²²

    2. LA CRISIS DEL IMPERIO²³

    La crisis la precipitó la invasión napoleónica a la península ibérica, coincidente con el intento de deponer del trono a Carlos IV, llevado a cabo por los seguidores de su hijo Fernando, quienes, cansados de los excesos del favorito de la reina, Godoy, veían en el delfín su tabla de salvación. Usando como pretexto el diferendo, Napoleón obligó en Bayona a abdicar a uno y a renunciar a sus derechos hereditarios a la Corona, al otro, para imponer a su hermano José como rey de España, a lo que el pueblo español respondió con un levantamiento generalizado.

    Ante el colapso de la monarquía, hubo una reacción similar, tanto en España como en sus dominios americanos. Los pueblos de ambas regiones, inspirados en ideas comunes, se unieron en búsqueda de soluciones semejantes ante la crisis.

    En efecto, apoyados en la teoría del pacto entre el trono y el pueblo, elaborado por el pensamiento teológico del Siglo de Oro, pero fundamentalmente por Suárez, sostenían que la titularidad del poder político por derecho natural correspondía a la misma comunidad civil. Ahora bien, esa comunidad no era, en cambio, la causa eficiente de ese poder: la comunidad civil actuaba meramente como condición. Esto significaba para esta escuela que Dios, como autor del orden natural, había conferido a la comunidad política el poder de gobernarse a sí misma y que ésta, si así lo estimaba conveniente, lo podía transmitir a alguno o algunos, para ser más prudentemente gobernada.²⁴ Esta concepción de la soberanía, con claras resonancias escolásticas, no corresponde todavía a la idea de soberanía como autogobierno del pueblo, sino más bien a la de soberanía-autorización, esto es, a la que se expresaba como límite al poder del rey y en ese sentido es más bien el derecho a la resistencia al tirano.²⁵

    Se reivindicaba también la existencia de una especie de constitución histórica —integrada por costumbres inmemoriales, textos históricos como las Siete partidas, etc.— de acuerdo con la cual se habían constituido a todo lo largo y lo ancho del Imperio y en ambos lados del océano cuerpos intermediarios de la monarquía, juntas o cabildos. En la Nueva España, como en los otros virreinatos, ante las noticias de la metrópoli relativas a la invasión napoleónica, a las abdicaciones de Bayona y al levantamiento del pueblo, los cabildos acudieron a la idea de que, ante la ausencia del Rey, la soberanía revertía al pueblo al tiempo que protestaban su fidelidad a Fernando, su condena a la invasión y su determinación de defender el suelo patrio.²⁶ Esta idea de la reasunción de la soberanía por los pueblos tuvo un efecto pulverizador, que veremos más adelante, en la medida en que significaba que las élites locales se apoderaban en la práctica de dicha soberanía.

    Conforme los acontecimientos siguieron su curso y la crisis se fue asimilando, la inicial coincidencia de miras fue transformándose con posiciones antagónicas entre las élites. Grosso modo, los peninsulares se manifestaban por el reconocimiento de cualquier autoridad que aún operara en España, en tanto que los criollos estaban a favor de una forma autónoma de gobierno, llevando a cabo un intento provisional de ello, con la anuencia del Virrey Iturrigaray, que culminara con el arresto de éste y el de los impulsores del intento y con el convencimiento de los autonomistas de que sólo las armas les darían la razón.²⁷

    Así, no quedó otro camino que la insurrección, iniciada en 1810. La lucha armada iría a profundizar aún más la crisis y la desvertebración del territorio novohispano: extensas áreas quedaron bajo el control fiscal y militar ora de los insurgentes, ora de los comandantes realistas, y tanto unos como otros, a causa de la guerra y de las distancias, ejercían de manera autónoma el gobierno y la administración de los territorios. Esta fragmentación dislocó la recolección de rentas, el comercio y demás actividades productivas, asestándole el golpe final al orden político y social edificado a lo largo de tres siglos.²⁸ Entre los cambios que la guerra había generado se deben destacar el debilitamiento del poder virreinal y el fortalecimiento de los autogobiernos locales encabezados por los subdelegados comandantes, gobernadores-comandantes, etc., así como la participación de la población civil en las decisiones políticas y en la defensa militar, pues el plan de pacificación de Calleja abrió la participación a la población en general, al permitir que los milicianos nombraran a sus dirigentes por votación y al incorporar a los indios a los cuerpos de milicias. Con ello se daba inicio a la democratización de los puestos públicos y hacía desaparecer las diferencias étnicas o de casta, para sustituirlas por las diferencias de clase, entre la gente de bien y la plebe. En otros términos, ante la falta de medios para reprimir la rebelión, pues las fuerzas militares existentes no fueron capaces de someterla, Calleja delegó en las élites locales y en las propias poblaciones la responsabilidad de pacificar sus respectivos territorios.²⁹

    En la primera etapa de la insurrección convocada por Hidalgo participaron y se expresaron dos movimientos, el de los criollos y el de los pueblos. Los criollos habían planeado un levantamiento organizado en el que sólo participarían las fuerzas militares y las élites

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