Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Cómo hacer funcionar nuestra democracia: El punto de visa de un juez
Cómo hacer funcionar nuestra democracia: El punto de visa de un juez
Cómo hacer funcionar nuestra democracia: El punto de visa de un juez
Libro electrónico451 páginas5 horas

Cómo hacer funcionar nuestra democracia: El punto de visa de un juez

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Estudio sobre la Suprema Corte de los Estados Unidos desde la perspectiva pragmática de un juez. El libro aborda el problema de la legitimidad democrática y su relación con la Corte, a través de ejemplos históricos que documentan los casos en que algunas resoluciones han sido ignoradas o desobedecidas.

El autor propone enfoques prácticos para analizar la ley y explicar cómo la legitimidad de la Corte debe ser mantenida a partir de sentencias e interpretaciones que ayuden a que la Constitución funcione en la práctica, labor que exige aplicar principios inmutables a circunstancias cambiantes y establecer relaciones con otras instituciones como el Congreso, el Poder Ejecutivo, los estados de la federación, las Cortes de otras jurisdicciones y las Cortes históricas. Finalmente, la obra aborda los desafíos que el Tribunal Supremo enfrenta en materia de protección de libertades individuales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jul 2018
ISBN9786071656094
Cómo hacer funcionar nuestra democracia: El punto de visa de un juez

Relacionado con Cómo hacer funcionar nuestra democracia

Libros electrónicos relacionados

Tribunales para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Cómo hacer funcionar nuestra democracia

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Cómo hacer funcionar nuestra democracia - Stephen Breyer

    Constitución.

    PRIMERA PARTE

    LA CONFIANZA DE LA GENTE

    La primera parte aborda el problema de la legitimidad democrática; esto es, cómo se ha ganado la Suprema Corte la confianza de la población, incluso cuando sus resoluciones son notoriamente impopulares. Los esfuerzos de la Constitución para garantizar una democracia constitucional factible carecerían de significado si las personas ignorasen tajantemente aquellas interpretaciones de la Constitución que no comparten. Ahora suponemos, sin más, que cuando la Corte se pronuncia sus resoluciones serán acatadas. Sin embargo, hubo momentos en nuestra historia en que las decisiones de la Suprema Corte fueron cuestionadas, desobedecidas o ignoradas, incluso por el presidente o el Congreso.

    Esta parte del libro describe la importante facultad de control constitucional: cómo es que la Suprema Corte asumió primeramente las atribuciones que ahora tiene para interpretar la Constitución de manera vinculante y para declarar inconstitucionales leyes expedidas por el Congreso. En los capítulos siguientes se exponen algunos episodios históricos que ilustran cómo, con algunos altibajos, la Suprema Corte ha llegado a ser reconocida como guardián confiable de la Constitución. Los casos expuestos incluyen uno en el cual el presidente y el estado de Georgia se negaron a cumplir una decisión de la Corte destinada a proteger a los indios cherokees; incluyen también el caso Dred Scott, donde la propia Corte, malinterpretando la ley, sus propias facultades y la probable reacción de la gente, negó la justicia a una persona debido a su raza; y, finalmente, un ejemplo en el cual el presidente tuvo que enviar tropas a Little Rock, Arkansas, porque un número importante de lugareños, incluido el gobernador, se rehusaba a cumplir la sentencia de la Corte en el caso Brown v. Board of Education, la cual declaraba inconstitucionales las escuelas segregacionistas. Estos ejemplos nos ayudarán a comprender la importancia y el valor, la incertidumbre y los inconvenientes, que precedieron a la actual aceptación de las decisiones de la Corte como legítimas entre el común de las personas. Ayudan también a demostrar que la aceptación popular no es automática, y que la Corte y las personas deben trabajar de manera conjunta en una especie de sociedad de respeto y entendimiento mutuo.

    I. CONTROL CONSTITUCIONAL: LA ANOMALÍA DEMOCRÁTICA

    LA SUPREMA CORTE puede declarar inconstitucionales las leyes que, de acuerdo con su interpretación, contradigan los principios de la Constitución. ¿De dónde proviene esta facultad? La Constitución no la contiene explícitamente. De hecho, es fácil imaginar una Corte que carezca de atribuciones para patrullar las fronteras constitucionales.

    Por ejemplo, aunque la Suprema Corte canadiense cuenta con las atribuciones necesarias para calificar una ley como contraria a su Constitución, no tiene forzosamente la última palabra al respecto. El Poder Legislativo canadiense puede, en algunos casos, revertir la decisión de la Corte y preservar la vigencia de la ley tildada como inconstitucional, sin modificar para ello la Constitución. De manera similar, las cortes en Gran Bretaña y en Nueva Zelanda cuentan con facultades para interpretar leyes que provienen del Parlamento y asegurar su compatibilidad con su tradición constitucional y —más recientemente— con sus cartas de derechos fundamentales (para el caso de Gran Bretaña, la Convención Europea sobre Derechos Humanos). Si una corte de cualquiera de los dos países no puede encontrar una interpretación que haga compatible la ley en cuestión con los derechos fundamentales protegidos por la normativa constitucional, hará una declaratoria de incompatibilidad. Esta declaratoria, sin embargo, no invalida automáticamente la ley en cuestión. Más bien, una vez que alguna de estas cortes emite una declaratoria de esta naturaleza, corresponde al Parlamento decidir si enmienda o deroga la ley caracterizada como violatoria de los derechos de la ciudadanía. En todo caso, el Parlamento puede optar por preservar la vigencia de la ley, a pesar de lo decidido por la Corte.¹

    Muchos analistas, personas expertas, académicas y ciudadanía en general califican la facultad de control constitucional de la Suprema Corte de los Estados Unidos como algo fuera de lugar en una democracia. ¿Por qué debería un régimen democrático, fundamentado en la representación y la rendición de cuentas, ceder la última —o casi última— palabra en decisiones tan significativas para un país a una Judicatura que no ha sido votada y que parecería ajena o refractaria al impacto directo de la opinión pública?

    Existen varias respuestas parciales a estas interrogantes. En primer lugar, algunas decisiones deben tomarse de manera poco democrática; por ejemplo, las que involucran el juicio que se sigue a un acusado impopular. Los derechos del acusado son derechos de los que éste debe gozar aun contra la voluntad de la mayoría; otros derechos constitucionales comparten esta característica. Además, nuestro sistema democrático de gobierno no se basa exclusivamente en la voluntad de las mayorías; es, más bien, una democracia de mayorías con límites impuestos por el propio diseño constitucional y por los derechos que la misma Constitución asegura a los individuos y las minorías contra los deseos de la mayoría. Igualmente, casi todos reconocemos que un gobierno democrático —de hecho, cualquier gobierno— requiere estabilidad, la cual no se conseguirá con un sistema jurídico que se modifica cotidianamente de acuerdo con los vaivenes de la opinión pública. En tercer lugar, un gobierno moderno descansa en la posibilidad de delegar la toma de decisiones. Esto significa, en consecuencia, que el contenido de los tratados internacionales, de las decisiones administrativas e incluso de las propias leyes puede no reflejar exhaustiva o particularmente el sentir de todo el electorado o, incluso, de buena parte de éste. Estas decisiones terminan por reflejar, más bien, el conocimiento bien fundamentado que se produce como resultado de esa delegación de poder. En conclusión, la mayoría de nosotros sabemos que toda democracia real contempla una serie de instituciones y procesos que no son puramente democráticos.

    Por último, la gente entiende que a veces la facultad para interpretar la Constitución no difiere en mucho de la facultad para interpretar una ley. Además, el rezago, la brevedad de los periodos legislativos, el desinterés de las personas, así como la reticencia del público a la idea de revertir o modificar una sentencia judicial causan que el Poder Legislativo no siempre sea capaz de invalidar una decisión judicial, aunque cuente con las facultades para hacerlo. Esta reticencia legislativa, unida a lo impopular que resultaría invalidar una decisión que se propone la protección de derechos humanos, ha provocado, por ejemplo, que el Parlamento canadiense haya invalidado muy pocas veces —si no es que ninguna— las decisiones constitucionales de su Corte, pese a tener la facultad legal.²

    Estas breves respuestas no satisfacen la interrogante principal que nos hemos planteado. El problema primordial sigue siendo la facultad casi absoluta de la Corte para interpretar la Constitución de forma vinculante. Esta facultad a menudo concierne a asuntos de gran importancia para la nación, porque puede enfrentar seriamente a la Corte con otras instituciones de gobierno. Consideremos, por ejemplo, las decisiones de la Corte en materia de redistritación electoral, las cuales modificaron radicalmente los métodos para trazar límites entre distritos electorales y, con ello, los resultados de las elecciones en muchos estados de la federación, o bien, sobre las acciones afirmativas, las cuales restringieron el uso de la raza como criterio para, por ejemplo, asignar estudiantes a una escuela secundaria con el fin de incrementar la diversidad en su composición racial; y qué decir de sus decisiones en materia de aborto, que invalidaron leyes que impedían a las mujeres interrumpir voluntariamente un embarazo. Pensemos también en las decisiones de la Corte que resolvieron que rezar en las escuelas públicas era inconstitucional; estas decisiones, sin duda, perfilaron el debate público sobre la relación entre el gobierno y la religión. Pensemos también en cómo las decisiones de la Corte en materia de pesquisas y cateos cambiaron la forma en que operan muchos departamentos de policía. Pensemos, por último, en las decisiones de la Corte contra la segregación racial y cómo modificaron lo que podría entenderse como un sistema de castas en el sur de los Estados Unidos.

    En resumen, a través del control constitucional, la Corte ha propiciado cambios trascendentales y permanentes. El control constitucional ejercido por la Corte ha puesto límites importantes a las acciones de otros poderes del Estado, delineado el debate público y definido la vida cotidiana de la ciudadanía estadunidense. Por eso, sigue siendo necesario preguntarse por qué el Poder Judicial tiene o debería tener esta facultad, que llega a ser más poderosa que la facultad de interpretar la ley.

    Hay quienes responden esta pregunta argumentando la necesidad de garantizar la viabilidad del sistema democrático. Por ejemplo, gracias a la libertad de expresión el electorado puede decidir por quién votar de manera informada, pues ésta facilita que se tenga acceso a distintos puntos de vista, incluidos aquellos que resultan extremos o poco convencionales. La igualdad ante la ley garantiza que el gobierno no preste mayor atención a la voz de un ciudadano por encima de las de otros. Así, ejercer facultades que buscan asegurar la viabilidad democrática no resulta, en sí, antidemocrático.

    Otros argumentan que es una cuestión relacionada con la distribución de competencias entre tantos cuerpos gubernamentales distintos. En su opinión, esta distribución exige un árbitro. Otros más justifican la existencia de la Corte en la necesidad de protección de los derechos de las minorías. La democracia, insisten, es un sistema que descansa en la voluntad de las mayorías, la cual puede resultar contraria al respeto igualitario de los derechos de las minorías. Cuando se mira la historia del siglo XX, durante el cual gobiernos democráticamente electos trataron mal a las minorías e incluso abandonaron por completo el modelo democrático, es fácil entender el control judicial, en Estados Unidos y en otros países, como un contrapeso que contribuye a estabilizar el tipo de democracia que respeta los derechos de las minorías y evita que el pueblo ebrio socave la voluntad del pueblo sobrio.³

    Estas respuestas ayudan a explicar la anomalía, pero no bastan para aclarar por qué la Corte tiene, por ejemplo, la facultad para deducir de la palabra libertad, contenida en la Constitución, ciertos derechos que no están estrictamente relacionados con el funcionamiento democrático ni con la protección de los derechos de las minorías. Además, todavía podemos insistir en preguntarnos por qué los constituyentes otorgaron a la Corte la última palabra respecto a la inconstitucionalidad de leyes emanadas del Congreso. ¿Por qué ese documento otorga a la Suprema Corte la facultad de invalidar una ley por ser contraria a la Constitución?

    LA RESPUESTA DE LOS CONSTITUYENTES

    Muchos constituyentes —federalistas e, incluso, algunos republicanos—* esperaban que, al menos de vez en cuando, una Corte no emanada del escrutinio democrático dejara sin efecto leyes que, en opinión de ese tribunal, resultaran contrarias a la Constitución. James Madison, por ejemplo, señaló que la Carta de Derechos Individuales protegería a las personas de los abusos de las mayorías. De inmediato añadió: Tribunales de justicia independientes se considerarán los guardianes de esos derechos; constituirán un dique infranqueable frente a cualquier exceso de poder del Legislativo o del Ejecutivo; estarán obligados a resistir cualquier abuso sobre los derechos explícitamente consagrados en la Constitución por la declaración de derechos.

    En sus documentos de The Federalist, Alexander Hamilton coincide con esta afirmación. En esta serie de artículos periodísticos en los cuales él, James Madison y John Jay defendían la adopción de una constitución, Hamilton expresó que los límites de la Constitución: sólo podrán mantenerse, en la práctica, mediante la actuación de tribunales, cuyo deber sea invalidar cualquier acto contrario al tenor manifiesto de la Constitución [De lo contrario], todas las reservaciones de derechos o prerrogativas particulares de las personas perderán relevancia.

    El Congreso Constituyente y el proceso de ratificación de la Constitución adoptaron este mismo lenguaje. Entre los que apoyaron la facultad del control judicial estuvieron Elbridge Gerry de Massachusetts: [El Poder Judicial posee] facultades para decidir sobre el apego a la Constitución [de una ley]; Rufus King, otro delegado de Massachusetts: [El poder judicial no requiere poder de veto, ya que] sin duda alguna, detendrán la aplicación de cualquier ley que parezca ‘repugnante’ a la Constitución; y James Wilson, en uso de la palabra en la Convención de Ratificación (de la Constitución) en Pensilvania, menciona que [cuando la Judicatura] considere los principios [de una ley] contrarios a la jerarquía suprema de la Constitución, será su deber decretar su nulidad. Un experto de la actualidad asegura que al parecer ningún delegado al Congreso Constituyente cuestionó las repetidas referencias a las facultades de la Judicatura para ignorar leyes inconstitucionales. De igual forma, nadie se sorprendió por las constantes referencias a las facultades de control constitucional del Poder Judicial: precisamente lo opuesto a la reacción que sería de esperarse si esa facultad no contara con la aceptación general de los constituyentes.

    Ahora bien, ¿de qué forma explicaron los constituyentes estadunidenses su postura frente al control constitucional? Hamilton, en los números 78 y 81 de The Federalist, sostuvo que la Constitución prevalece sobre cualquier ley ordinaria. En su opinión, la Constitución es el documento fundamental de la nación, representa la voluntad popular y es la fuente de las facultades del órgano del cual emanarán las leyes. Por su parte, una ley ordinaria surge del ejercicio de las facultades delegadas por la Constitución y refleja la voluntad popular sólo de manera indirecta, pues la ley es emitida, en realidad, por sus representantes. Por tanto, concluye Hamilton, donde la voluntad del legislador, expresada en leyes ordinarias, se oponga a la voluntad del pueblo, consagrada en la Constitución, la Judicatura […] deberá adoptar sus decisiones con base en la ley fundamental, y no en las que carecen de esa característica.

    Hamilton, entonces, dedujo que los conflictos entre las leyes y la Constitución no podrían resolverse simplemente dejando la decisión a la voluntad popular. En efecto, si bien parte de la ciudadanía podría reconocer que una ley que violara la Constitución debería invalidarse —después de todo, aquellos beneficiados hoy por una ley inconstitucional podrían resultar perjudicados mañana—, lo cierto es que otra parte bien podría colocar sus intereses personales inmediatos por encima de los principios de la Constitución. La inestabilidad social de la década de 1780 —en especial la Rebelión de Shay— es un claro ejemplo de este riesgo.

    Hamilton se opuso a que las facultades de último intérprete de la Constitución fueran concedidas al Ejecutivo. En su opinión, esto le conferiría demasiado poder. Después de todo, el Ejecutivo no sólo dispensa los honores, sino que sostiene la espada de la comunidad. También se opuso a que la autoridad final para interpretar la Constitución recayera en el Poder Legislativo, pues sería extraño que ese poder decidiera a favor de los principios constitucionales si éstos contradecían leyes que hubiese aprobado recientemente. ¿Cómo, se preguntaba, podemos esperar que las personas que han incumplido la Constitución en su carácter de legisladores estén dispuestas a corregir su error al fungir como jueces?

    Sólo quedaba el Poder Judicial. La interpretación de las leyes, señaló Hamilton, es el ámbito propio y natural de los tribunales. La Judicatura posee un mayor dominio en esa materia: frecuentemente reconcilian leyes en apariencia contradictorias, estudian los precedentes y tienen pericia en las leyes. Los legisladores, por el contrario, rara vez […] resultan electos en razón de las cualificaciones que facultan a los hombres para la posición de jueces. Efectivamente, no habrá libertad a menos que la facultad para juzgar sea separada de las facultades ejecutivas y legislativas.

    Además, conceder al Poder Judicial la facultad para resolver los conflictos entre las leyes y la Constitución no constituiría una amenaza para las personas, pues en tanto el Poder Judicial carece de los poderes de recaudación y administración de los recursos (la bolsa) y el poder coactivo (la espada), termina siendo el más débil de los poderes del Estado. Hamilton menciona que la naturaleza del Poder Judicial, la manera en que se ejerce, la debilidad comparativa de los jueces y la incapacidad de éstos para apoyar cualquier usurpación […] violenta reducen a un mero espejismo el supuesto riesgo de que la Judicatura invada las competencias del Poder Legislativo.¹⁰

    Hamilton vio en la tendencia opuesta un mayor riesgo: que los jueces comprometieran su deber de custodiar fielmente la Constitución cuando la intromisión legislativa fuera instigada por una voz dominante en la comunidad. Enfrentarse a la opinión pública requeriría de una fortaleza fuera de lo común; requeriría que los jueces permanecieran en el puesto por periodos largos y recibieran una compensación garantizada constitucionalmente. Por todas estas razones, la Judicatura era el albergue seguro y obvio para la facultad de control constitucional. ¹¹

    Otro miembro de la generación fundadora, el ministro de la Suprema Corte James Iredell, profundiza los argumentos de Hamilton al incluirlos en un voto concurrente emitido en el caso Calder v. Bull en 1798. En ese voto, Iredell argumenta la necesidad de una institución con competencia para invalidar las leyes inconstitucionales; de lo contrario, la legislatura podría simplemente ignorar la Constitución.¹²

    Iredell seguramente evaluó la posibilidad de la ciudadanía para que por sí misma optara por mantener al legislador dentro de las fronteras constitucionales: podría, por ejemplo, elegir miembros distintos al Congreso; exigir que una ley inconstitucional fuera abrogada, o rehusarse a cumplirla. Aun sin considerar la inestabilidad inherente a un sistema de tal naturaleza, esta forma de operar, en el mejor de los casos, garantizaría la prevalencia del punto de vista de las mayorías. ¿Qué tal si la legislatura promulga una ley inconstitucional pero ampliamente aceptada? En esos casos —Iredell mismo lo explica en una carta que escribiera en la década de 1780— será necesario que cada ciudadano: cuente con una mayor garantía para sus derechos constitucionales que la sola sabiduría o posible actuación de una mayoría de sus conciudadanos, quienes, siempre que sus propios derechos estén a salvo, poco se preocuparán por los derechos de los otros.¹³

    Parece, entonces, que entre la Corte y la legislatura debe optarse por la primera para confiarle la última palabra. Dado que la libertad individual es un asunto de la mayor importancia, si no hay "control sobre las pasiones de las mayorías, [la libertad individual] está en grave riesgo. Teniendo en sus manos el poder, las mayorías se ocuparían de sí mismas; pero ¿qué ocurriría con las minorías, si el poder del otro es

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1