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Los constituyentes de 1917
Los constituyentes de 1917
Los constituyentes de 1917
Libro electrónico1762 páginas18 horas

Los constituyentes de 1917

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Este libro es un análisis sobre el complejo y determinante proceso político que dio a luz a la Constitución de 1917. Por ello, se aboca a estudiar a cada uno de los miembros del Congreso Constituyente y su participación en la elaboración de la Carta Magna. El minucioso estudio que contiene este texto permite situar a cada uno de los participantes en su preciso contexto político y social. Así, el libro es un testimonio sobre el surgimiento de la democracia mexicana y, de paso, se convierte en un vistazo fresco a la historia constitucionalista de México
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2017
ISBN9786071650030
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    Los constituyentes de 1917 - Eber Betanzos Torres

    EBER BETANZOS TORRES Subsecretario de la Función Pública. Abogado, filósofo, economista y teólogo; especialista en Justicia Constitucional y Tutela Jurisdiccional de los Derechos y en Derechos Humanos; maestro en Estudios Humanísticos, en Políticas Públicas y en Teoría Crítica; maestro y doctor en Derechos Humanos. Profesor de licenciatura y posgrado en universidades de México y del extranjero. Integrante del Sistema Nacional de Investigadores (SNI I) del Conacyt.

    JAIME CHÁVEZ ALOR Titular de la Unidad Especializada en Ética y Prevención de Conflictos de Interés de la Secretaría de la Función Pública. Abogado por la Escuela Libre de Derecho. Ha trabajado en la Presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y en el Senado de la República. En la Procuraduría General de la República, ocupó el cargo de Director General en la Oficina de la Procuradora General de la República, y posteriormente fungió como Coordinador de Asuntos Internacionales y Agregadurías.

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


    LOS CONSTITUYENTES DE 1917

    EBER BETANZOS TORRES

    JAIME CHÁVEZ ALOR

    (coordinadores)

    Los constituyentes de 1917

    Primera edición, 2017

    Primera edición electrónica, 2017

    D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-5003-0 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    SECRETARÍA DE LA FUNCIÓN PÚBLICA

    Mtra. Arely Gómez González

    Secretaria de la Función Pública

    Mtro. Javier Vargas Zempoaltecatl

    Subsecretario de Responsabilidades Administrativas y Contrataciones Públicas

    Dr. Eber Omar Betanzos Torres

    Subsecretario de la Función Pública

    Lic. Ana Laura Arratia Pineda

    Subsecretaria de Control y Auditoría de la Gestión Pública

    Mtro. Silvano Espíndola Flores

    Oficial Mayor

    Lic. Salvador Sandoval Silva

    Titular de la Unidad de Asuntos Jurídicos

    Lic. Roberto Michel Padilla

    Contralor Interno

    Mtro. Christian Noé Ramírez Gutiérrez

    Coordinador General de Órganos de Vigilancia y Control

    Lic. Jaime Chávez Alor

    Titular de la Unidad Especializada en Ética y Prevención de Conflictos de Interés

    Lic. Dante Preisser Rentería

    Coordinador de Asesores

    Coordinación

    Eber Omar Betanzos Torres

    Jaime Chávez Alor

    Coordinación Editorial

    Manuel Alexandro Munive Páez

    Rocío Martínez Velázquez

    Colaboradores

    Alejandro Mayagoitia Stone

    Eber Omar Betanzos Torres

    Humberto Pineda Acevedo

    Jaime del Arenal Fenochio

    Manuel Alexandro Munive Páez

    María José García Gómez

    Miguel Ángel Fernández Delgado

    Miguel García y García

    Pablo Serrano Álvarez

    Pascual A. Orozco Garibay

    Rafael Estrada Sámano

    Romeo Velásquez Cabrera

    Asistentes

    Diana Laura López García

    Manuel Mansilla Moya

    Juan Pablo Vásquez Calvo

    Investigación iconográfica

    Mónica Barrón Echáuri

    Agradecimientos

    Ariadna Molina Ambriz

    Juan Carlos Sánchez Lora

    Laila Salame Khouri

    Alfonso Pagaza Orozco

    Larissa del Castillo Coronado

    Alfredo Corona Monsalvo

    Alexandra Pérez López

    Julián Alfonso Olivas Ugalde

    Jorge Pulido Vázquez

    José Manuel Gómez Bravo

    ÍNDICE

    PREFACIO

    I. INTRODUCCIÓN

    A. Introducción histórica al constitucionalismo mexicano del siglo XIX

    B. El mundo constitucional mexicano de finales del siglo XIX y principios del XX

    C. Del siglo XIX al XX. Necesidades políticas, económicas y sociales

    La presidencia bajo la Constitución de 1857

    Educación

    Las nuevas venas del territorio nacional

    La noción de propiedad y sus efectos

    Trabajo y trabajadores

    Conclusión: El cansancio de la experiencia mexicana del liberalismo del siglo XIX

    II. CONGRESO CONSTITUYENTE DE 1916-1917

    A. Prolegómenos

    Plan de Guadalupe: sus adiciones y reformas

    Decretos y adiciones al Plan de Guadalupe

    Reformas a las adiciones del Plan de Guadalupe

    Constitución y reformas: la legislación del periodo preconstitucional

    B. Convocatoria y elección al Congreso

    Elección de diputados

    Discusión del credenciales

    Composición ideológica o política

    La sede: Querétaro

    C. El proyecto de Carranza

    El proyecto

    Propósitos

    Fuentes y autores

    Una nueva Constitución

    Biografía intelectual de Carranza

    D. El Congreso

    Los trabajos

    Las sesiones

    Las comisiones

    Las comisiones de Constitución

    El núcleo fundador

    La generación del Constituyente

    Posición ideológica

    Su lugar de elección

    Por lugar y fecha de nacimiento

    Por profesión

    Por participación relevante en el Congreso

    Diputados Constituyentes

    III. DE LOS DIPUTADOS CONSTITUYENTES

    Nota preliminar

    Introducción a la historia intelectual de los constituyentes

    Liberalismo

    Positivismo

    Evolucionismo y organicismo

    Darwinismo social, eugenesia y el problema de la raza

    Socialismo y sus distintos rostros

    Anticlericalismo

    Cultura jurídica

    La Revolución como panacea

    IV. BIOGRAFÍAS DE LOS CONSTITUYENTES

    V. LAS COMISIONES DE CONSTITUCIÓN

    La primera comisión

    La segunda comisión

    VI. LEGADO

    Origen y necesidad de la Constitución

    Estado y forma de gobierno

    Pluriculturalidad

    Territorio

    Ejercicio del poder

    Las reformas estructurales

    VII. BIBLIOGRAFÍA

    Bibliografía general

    Bibliografía de diputados por Estado de la República

    Bibliografía de biografías intelectuales

    Fotografías

    PREFACIO

    Con el fin de conmemorar el Centenario de nuestra Constitución, el presente trabajo de investigación tiene como propósito fundamental examinar el pensamiento jurídico de los diputados constituyentes de 1917 y los aportes específicos de cada uno a la obra común constitucional, así como entender los procesos jurídico-ideológicos que dieron como resultado nuestra Constitución de 1917, a partir de una perspectiva histórico-jurídica.

    Para ello, se han consultado diversas fuentes bibliográficas, revistas, periódicos de la época, registros fotográficos y, desde luego, la fuente primigenia: el Diario de los Debates en las diversas versiones. Cabe comentar que en dicho proceso se presentaron diversas dificultades, tales como inconsistencias y diferencias en las versiones del propio Diario; transcripciones incorrectas o incompletas de los propios estenógrafos, por ejemplo, con nombres incompletos o capturados tal y como fueron pronunciados, etcétera.

    Se aclara que si bien nuestra Carta fundamental surgió como producto del movimiento revolucionario, la presente investigación no es sobre este movimiento, sino sobre la biografía intelectual de los diputados que generaron nuestra Constitución.

    La presente obra está dividida en tres partes. La primera consiste en una introducción general al tema conformada por un par de estudios que buscan poner en contexto al lector. El primer estudio, realizado por Jaime del Arenal, hace una referencia histórica al constitucionalismo mexicano del siglo XIX hasta el último cuarto de ese siglo; el segundo, con la colaboración de Rafael Estrada Sámano y Manuel Alexandro Munive Páez, se refiere al mundo constitucional mexicano de finales del siglo XIX y principios del XX y, por otra parte aborda algunas de las necesidades sociales, económicas y políticas que dieron lugar a la Constitución con la colaboración de María José García Garza.

    La segunda parte de la obra es la relativa al Congreso Constituyente de 1916-1917 y hace referencia al Plan de Guadalupe, sus adiciones y reformas, así como a la legislación del periodo preconstitucional, a través de la cual el movimiento constitucionalista fue poco a poco preparando las bases del contenido del proyecto presentado por el Primer Jefe al Constituyente. Este proyecto se analiza en relación con la Constitución de 1857; se señalan las diferencias entre ambos, así como también sus propósitos, fuentes y autores. Finalmente se expone una biografía intelectual del propio Carranza.

    Este capítulo —realizado con la colaboración de Rafael Estrada Sámano, Eber Betanzos, Manuel Munive y Humberto Pineda Acevedo— también aborda la convocatoria, la elección de diputados, la discusión de sus credenciales, así como los trabajos del propio Congreso y sus comisiones. Termina con una serie de datos estadísticos sobre la generación del Constituyente así como de las participaciones de los diputados en él, con el fin de que el lector pueda identificar diversas relaciones, vínculos y diferencias entre ellos.

    La tercera parte es la relativa a la biografía intelectual de los Constituyentes, integrada en primer lugar por diversos datos de su vida personal y profesional. Esta investigación fue realizada por Pablo Serrano Álvarez. En segundo término, se presenta propiamente la biografía intelectual de los diputados a la asamblea de 1916-1917, elaborada a partir de su intervención en ella por los investigadores Alejandro Mayagoitia y Miguel Ángel Fernández. Cabe resaltar que existieron casos de diputados cuya participación se limitó a asistir o simplemente a emitir su voto.

    Asimismo, Mayagoitia y Fernández nos presentan una nota preliminar a las biografías intelectuales y una introducción a la historia intelectual de los Constituyentes, finalizando con un estudio respecto del trabajo de las comisiones de la Constitución, exponiendo sus trabajos y las fuentes intelectuales que pudieron informar a los diversos miembros. Este capítulo cierra con un estudio relacionado con el legado de los Constituyentes realizado por Miguel García y García.

    Para concluir, se recalca que el propósito de este texto es aportar elementos y nuevas perspectivas para dimensionar el trabajo de cada diputado constituyente, lo cual dio origen a nuestra Carta Magna, lo que permitió la institucionalización del país y sirvió como la base fundamental de nuestra organización política, económica y social.

    La investigación iconográfica estuvo a cargo de Mónica Barrón Echauri, y se agradece la ayuda prestada por el Dr. Andrés Garrido del Toral, para la misma.

    I. INTRODUCCIÓN

    A. Introducción histórica al constitucionalismo mexicano del siglo XIX

    México nació como Estado soberano, libre e independiente en septiembre de 1821, después de que los pobladores de algunos de los territorios que conformaron el vasto virreinato de la Nueva España lucharan durante más de una década contra el dominio peninsular. Al igual que el resto de los países iberoamericanos que por entonces alcanzaron su independencia, lo hizo con escasísima experiencia de gobierno, frente a dos seductores y recientes modelos constitucionales, igualmente modernos pero diferentes —el republicano de los Estados Unidos (1787) y el monárquico de Francia (1791) y de España (1812)—, y de cara a un evidente y amenazador proceso de desintegración político-territorial. En estas condiciones, ¿cómo fue posible constituir al nuevo Estado?, ¿de qué forma se pudo prescindir del hasta entonces inconmovible centro del poder localizado en Madrid para ubicarlo ahora en la Ciudad de México para, desde aquí, convocar y controlar a las grandes circunscripciones político-administrativas que otrora conformaran el extenso virreinato de la Nueva España y cuya tendencia secesionista era ya evidente? Al igual que el resto de los estados europeos y americanos —a excepción de la Gran Bretaña—, México se dio a la tarea de formar su propia constitución escrita. Lo singular del caso mexicano —a diferencia del resto de países que surgieron del Orbe Hispánico en América— fue que su nacimiento se realizó dentro de un orden constitucional moderno: el previsto por la Constitución Política de la Monarquía Española promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812 y restablecida en España y todos sus dominios en 1820.

    Durante el siglo XIX, en buena parte del mundo occidental se estableció el Estado moderno, caracterizado por detentar la soberanía tanto al interior como al exterior de sus fronteras, y por la conformación de un orden político y otro jurídico previstos y regidos por un documento escrito, aprobado generalmente por una asamblea de ciudadanos, que instauró los límites al poder, la división de los poderes, el reconocimiento de unos derechos que la naturaleza le concedía a los hombres, y la supremacía de la ley frente a otras fuentes del Derecho. Este documento se denominado Constitución Política del Estado. Su concepción, elaboración, alcances, difusión y predominio en el mundo occidental fueron resultado de una de las mayores transformaciones habidas en la historia del Derecho, y corrieron paralelos a ese otro fenómeno que modificó para siempre la forma de aplicación de los derechos civiles, penales, mercantiles y procesales en todo el mundo: la codificación. Caras de una misma moneda —la construcción del orden jurídico moderno—, constitución y codificación pueden concebirse dentro de un propósito político común: fortalecer al Estado al concederle el monopolio de la creación del Derecho frente a otras instituciones y operadores que hasta entonces habían contribuido con éxito en la tarea de formular las soluciones, los criterios, los principios y las normas jurídicas con las cuales los hombres, las corporaciones, las instituciones, las sociedades y las monarquías habían resuelto sus conflictos. A su vez, la irrupción de las constituciones modernas implicó el surgimiento de la ciencia constitucional o estudio del Derecho constitucional como desprendimiento que fue del Derecho público surgido al amparo del moderno Derecho natural, junto con el Derecho de gentes. La consecuencia final de la aparición de los códigos y constituciones modernos fue la aniquilación del Ius commune europeo y la imposibilidad de continuar argumentando con fuentes jurídicas distintas de la legislación emanada tanto de la constitución como de la actividad de los poderes Legislativo y Ejecutivo de los distintos estados. En este sentido, el siglo XIX ha de entenderse como el siglo del Estado constitucional, surgido a finales del siglo anterior con motivo de las revoluciones estadunidense y francesa, y asombrosamente fortalecido mediante el reconocimiento y el ejercicio del monopolio jurídico asumido.

    La independencia de los países latinoamericanos, o, quizá sea mejor afirmar, la creación de los estados independientes latinoamericanos surgidos de las diversas divisiones administrativas, judiciales o militares establecidas por el gobierno español para sus territorios de ultramar se hizo, en consecuencia, en forma paralela al establecimiento o definición de los estados modernos europeos, e incluso antes de la creación de algunos de ellos, como Bélgica, Alemania e Italia. Esta coincidencia entre independencia de antiguas entidades administrativas, judiciales y militares y el consecuente establecimiento de modernos estados soberanos es un hecho que no ha sido destacado siempre; como tampoco el hecho inédito de que una de esas independencias se llevara a cabo dentro de la vigencia de un orden constitucional moderno. Éste fue precisamente el caso de México y el que le dota de mayor relevancia y singularidad respecto al establecimiento de los estados europeos y americanos que se formaron durante la mencionada centuria. Si los Estados Unidos de América hubieron de recurrir a la invención de una nueva forma de organización política —la república federal— y la Francia revolucionaria adoptó e impuso en la práctica un sofisticado e ingenioso marco teórico comenzado a elaborar desde la filosofía iusnaturalista, México nació bajo la responsable y adecuada vigencia del orden constitucional gaditano y con miras a establecer de inmediato su propia y particular constitución. En esto estriba el hecho fundacional fundamental de nuestra agitada y sorprendente vida constitucional, aquella que habrá de transcurrir hasta que el 5 de febrero del año 1917, en la ciudad de Querétaro, el Primer Jefe Venustiano Carranza (1859-1920) promulgue la todavía vigente Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, cuyo primer centenario los mexicanos —sociedad y gobierno— nos aprestamos a celebrar.

    Para comprender la singularidad y grandeza del caso mexicano, conviene apartarse de cómodas e inservibles interpretaciones tradicionales que en nada ayudan a entender la compleja y rica historia política e institucional de México. Como postulara Edmundo O’Gorman (1906-1995), hay que superar la visión esencialista de la historia según la cual el ser histórico que llamamos México ha existido siempre, desde los orígenes de la humanidad en el continente americano. No, por el contrario, México (entendido como país, dejando a un lado la denominación inicial que corresponde a una ciudad asentada en un inmenso lago) como Estado independiente, soberano y con su propia denominación, nació en septiembre de 1821, concretamente el día 28 cuando se firmó su Acta de Independencia respecto de la monarquía española y como consecuencia de la disolución y desaparición del Virreinato de la Nueva España, su antecedente político inmediato. En realidad, lo que ocurrió ese día fue que la Nueva España se independizó y, como consecuencia inmediata y necesaria, nació México. De aquí que en las intenciones de quienes condujeron esta fase final de la lucha por la independencia estuviera respetar lo máximo posible el orden constitucional establecido desde 1820 para aquélla y, a partir de él, establecer en forma soberana y libre su propia y adecuada constitución política bajo la forma de una monarquía limitada, los principios fundamentales de Independencia, Religión y Unión —las Tres Garantías— y el reconocimiento de los anhelos igualitarios y de justicia social enarbolados por los insurgentes desde el levantamiento popular encabezado por el sacerdote católico Miguel Hidalgo (1753-1811) en la parroquia de Dolores, intendencia de Guanajuato, la madrugada del 16 de septiembre de 1810.

    Esta elemental pero trascendental propuesta se ofreció a la adhesión de las más altas autoridades políticas, religiosas, militares y judiciales de los distintos territorios que entonces formaban la llamada América Septentrional, ya identificada también como la América Mexicana: el Reino de la Nueva España, la Presidencia-Gobernación de la Nueva Galicia, la Capitanía General de Yucatán, las Provincias Internas de Oriente y de Occidente, y la Audiencia y Capitanía General de Guatemala, todas las cuales en distintos momentos y bajo circunstancias diversas acabarían inclinando su voluntad a la decisión de formar entre todas una nueva entidad política —soberana y libre— bajo un orden constitucional moderno: el Imperio Mexicano, resultado y no mera traslación de aquella América y, menos, de un virreinato que por entonces se encontraba en un tris de disolverse en una variedad de entidades políticas diversas gracias tanto a la voluntad reformista de la monarquía española bajo la dinastía de los Borbones como a un natural impulso de autonomía regional ocasionado por la crisis provocada por la ausencia de un monarca legítimo desde que Napoleón incorporara España a su imperio en 1808. El proceso de fragmentación afectó a todo el llamado Imperio español y dio lugar al nacimiento de estados tan minúsculos como El Salvador, al rompimiento del Virreinato del Perú, a la fragmentación del Virreinato de Río de la Plata y al establecimiento de tres repúblicas en el otrora virreinato de la Nueva Granada. En cambio, en México ocurrió exactamente lo contrario. Sujeto el inmenso virreinato del septentrión americano hacia la segunda mitad del siglo XVIII a fuertes presiones tanto institucionales como sociales para que se fragmentase, y constituidos amplios territorios del mismo como unidades políticas dotadas de singular y efectiva autonomía respecto del poder central del virrey de México, la guerra de independencia iniciada por Hidalgo y continuada por Morelos (1765-1815) apenas y afectó a otras zonas que no fueran parte del otrora Reino de la Nueva España, constituido entonces por las intendencias de México, Michoacán, Puebla, Oaxaca, Veracruz y Guanajuato, principalmente. El posterior establecimiento de un Imperio Mexicano, formado por los territorios de esas y otras intendencias, capitanías generales, provincias internas y audiencias, fue lo que salvó a la Nueva España en su conjunto de la tendencia hacia la fragmentación política. Único caso en América, donde la monarquía sirvió no sólo para contener la dispersión, sino para construir un Estado independiente de casi cuatro y medio millones de kilómetros cuadrados. Si en los Estados Unidos la república federal sirvió para unir a colonias independientes entre sí, en México el imperio de Agustín de Iturbide (1783-1824) salvó la unidad territorial amenazada por fuerzas centrífugas que sí triunfaron en el resto de la hoy llamada América Latina. En efecto, a veces se olvida —o se desconoce— que lo que llamamos independencia de México en realidad fue el resultado de la suma de varias declaraciones de independencia que se dieron en fechas y lugares diversos, en forma autónoma y previa a su adhesión al Imperio Mexicano establecido el 28 de septiembre de 1821: las declaraciones de independencia de la Nueva Galicia a cargo del brigadier español Pedro Celestino Negrete (1777-1846); de la Comandancia de las Provincias Internas de Occidente bajo el liderazgo de su comandante Alejo García Conde (1751-1826); de la Comandancia de las Provincias de Oriente por parte de su comandante, el brigadier español Joaquín de Arredondo (1768-1837); de la Capitanía General de Yucatán, con su capitán general Juan María Echeverri —también español— a la cabeza, y la de Guatemala, declarada por su propio capitán general, de origen vasco, Gabino Gaínza (1753-1829). Estos cinco componentes territoriales, dotados o en ejercicio de facto de una gran autonomía política y administrativa, fueron los que concurrieron con el Reino de la Nueva España a la conformación del Imperio Mexicano; es decir, del nuevo Estado mexicano independiente. Iturbide únicamente había conseguido declarar la independencia del último, y convocado a los demás territorios a formar parte de la constitución del nuevo Estado bajo los principios proclamados en el Plan de Iguala el 24 de febrero de 1821, ratificados en buena medida en los Tratados de Córdoba suscritos por el propio Iturbide y el último Jefe Político Superior de la Nueva España, Juan O’Donojú (1762-1821), el 24 de agosto del mismo año.

    Este proceso, inteligente y pacífico, tuvo como base fundamental la vigencia provisional de la Constitución de Cádiz, del Plan de Iguala y de los Tratados de Córdoba, que deben considerarse en su conjunto como la primera constitución del México independiente, al margen de esa otra que desde Apatzingán rigió efímeramente en algunas zonas dominadas por los insurgentes de la Tierra Caliente, tanto michoacana como de la intendencia de México, entre 1814 y 1818. En el pasado más inmediato, la primera había regido por disposición de las Cortes españolas en toda la Nueva España y en las distintas entidades políticas que integraban el inmenso Virreinato; más atrás aún, la vieja constitución novohispana, la que definiera y estudiara Toribio Esquivel Obregón (1864-1946), ni escrita, ni moderna, pero sí efectiva y moldeada según las circunstancias del vasto y complejo territorio novohispano, quedó definitivamente derogada.

    Una vez consumada la independencia y formado el Imperio Mexicano, el proceso para darse una constitución propia dio comienzo bajo una doble posibilidad y una doble orientación: las posibilidades estaban determinadas por el respeto a la constitución histórica de la Nueva España o por la adopción del nuevo modelo de organización política propuesto por las constituciones estadunidense y francesa que arrancaron de raíz las tradicionales instituciones del Antiguo Régimen existentes en los Estados Unidos o en Francia; mientras que la orientación se debatió entre la forma establecida por los tres documentos antedichos, es decir, la monarquía constitucional o por una constitución republicana. En el fondo, la alternativa que se presentaría sería el peso de la historia o el triunfo del ideal político moderno.

    El debate entre constitución histórica —otros la han llamado constitución real— y constitución de los modernos se había ya presentado en las Cortes de Cádiz, pero se intensificó aún más con motivo de la urgencia de contar con una constitución propia. Si Iturbide propuso en Iguala la monarquía constitucional fue para conciliar dos maneras de entender la realidad política de su tiempo y las nuevas circunstancias surgidas de la crisis de la monarquía española y del surgimiento del ideal independentista: si por un lado entendió que la monarquía era la forma más ad hoc para el nuevo Estado dada la persistencia de la vigencia de un orden monárquico durante siglos, a la vez hubo que aceptar los principios fundamentales derivados de la modernidad política según los cuales dicha monarquía no podría continuar siendo absoluta sino limitada por un texto constitucional que delimitara al poder, lo dividiera y reconociera los derechos del hombre y del ciudadano. De aquí la redacción del artículo 3 del Plan de Iguala: Su gobierno será Monarquía moderada con arreglo á la Constitución; o, en la otra versión del mismo: Gobierno monárquico templado por una constitución. Disposiciones que remiten, además, al peso que se concedería según el proyecto trigarante a la singularidad histórica y social de México. La constitución del Imperio estaría condicionada, en principio, por el reconocimiento de esa realidad y de esa historia —peculiar y adaptable del Reyno o análoga al país— tal y como lo plantearía en forma por demás clara el proyecto de Constitución del Imperio atribuido al ex diputado a las Cortes españolas y cura originario de Tlaxcala, Miguel Guridi y Alcocer (1763-1828):

    Cuando se quiere formar la Constitución de México, Imperio que se presenta de nuevo con este nombre y carácter, claro está que no se trata de adaptar para acomodarle la Constitución de otra nación: porque así como un hombre no quedaría desnudo si se le apropiase el vestido ageno alargándolo o acortándolo, ensanchándolo o restrigiéndolo con proporción a sus dimensiones; pero sería lo mejor y aparecería más decente con el que se hiciese destinadamente para él desde su principio: del mismo modo será mejor y se tendrá por más decorosa al Imperio una Constitución que se forme de nuevo como corresponde al aspecto con que ahora aparece a la faz del mundo, que no cualquiera otra acomodaticia que se le aplicase.

    Esto no carecería del olor, cuando menos, de plagio, aunque muy disculpable en asuntos en que es preciso coincidir con los demás pueblos del orbe, por ser unos mismos los derechos de todos los hombres, y unos mismos los principios de razón por que deben gobernarse. Con todo siempre pareció conveniente formar una Constitución peculiar del Imperio…

    El Primer Imperio apostó, en consecuencia, por no romper de raíz con el modo de ser político de los novohispanos y propuso para ello el camino de la continuidad monárquica, pero introduciendo el elemento moderno de la limitación del poder imperial y la división del poder según el modelo propuesto por Montesquieu (1689-1755). Si su forma de gobierno fue la monarquía, su forma de Estado fue la de un Imperio, lo que se entiende si se acepta la manera en que se conformó el nuevo Estado: una especie de monarquía federativa, resultado de las distintas adhesiones territoriales que se han mencionado arriba, así como la influencia de novedosos discursos indigenistas articulados ahora para destacar y justificar precisamente lo singular y propio del nuevo proceso constituyente. Si durante los pocos meses que duró el Imperio no se llegó a promulgar la anhelada y esperada constitución, sí se llegaron a elaborar diversos proyectos; unos particulares, otros por parte de algunos diputados al primer congreso constituyente, e incluso —el más importante y todavía por desgracia desconocido— el presentado por la comisión respectiva de la Junta Nacional Instituyente nombrada por Iturbide después de disolver aquel congreso y que representa el texto más cercano a los propósitos constitucionales planteados por Iturbide en Iguala, como se verá más adelante.

    El debate constitucional surgido con motivo de la independencia del nuevo Estado no se limitó obviamente al peso y al respeto que habrían de concederse a la historia, a la realidad y al modo de ser de la otrora Nueva España y los diversos territorios que la conformaron, sino que trascendió naturalmente a la forma de gobierno que habría de asumir el novel Estado: monárquico o republicano, con la clara advertencia que de aceptarse la segunda se estaría aceptando el rompimiento radical con el pasado, lo que no dejaba de implicar —hay que repetirlo— una auténtica revolución política. Lo peculiar del caso mexicano es que durante todo este debate se mantuvo la vigencia relativa de la Constitución española, cuya derogación de facto ocurriría hasta promulgarse el Acta Constitutiva de la Federación en el mes de enero de 1824.

    La instalación de un segundo congreso constituyente significó el triunfo de la causa republicana y el inicio de la revolución política que sepultó al viejo orden monárquico con que la Nueva España había vivido durante tres siglos, llevándose consigo un conjunto de instituciones que nunca más habrían de regir en el México independiente, salvo en momentos muy acotados: monarca, audiencias, provincias internas, diputaciones provinciales, intendencias, inquisición, pueblos de indios, alcaldías mayores, corregimientos, cortes, marquesados, jurisdicciones especiales, etc. En su lugar, las constituciones republicanas establecerían congresos generales y locales, presidentes, gobernadores, tribunales superiores, supremas cortes, juzgados de distrito, vicepresidentes, consejos de estado, partidos políticos… Algunas otras tuvieron su origen en la monarquía española y se perpetuaron en la República: ejército, elecciones, fueros, cabildos y ayuntamientos constitucionales, secretarías de estado, capitanías generales, colegios y academias, instituciones de beneficencia, ciertos tribunales especiales y, sobre todo, la Iglesia y sus muy particulares instituciones, llamada a ser punto de controversias y de discordia dentro del nuevo orden republicano.

    Definida la forma de gobierno, la nueva polémica se entabló en torno a la forma que habría de asumir el Estado. Desaparecida la imperial, el debate republicano se centró en definir el carácter central o el federal. Con el precedente de las Diputaciones Provinciales previstas en la Constitución de Cádiz, el apoyo de algunos ex iturbidistas, ante el modelo exitoso de los Estados Unidos, y con la clara precepción de que ahora con la caída del Imperio se volvía a presentar una nueva amenaza para la unidad del Estado —todavía muy frágil, como se pudo constatar fehacientemente con la separación de Centroamérica—, el grupo federalista se impuso a los pregoneros de la república central que reclamaron para sí una falsa legitimación histórica derivada de una inexistente apreciación acerca de una supuesta unidad política dentro del virreinato novohispano. Fray Servando, su principal defensor, se equivocó; en ello debieron pesar tantos años vividos fuera del país. En cambio, Ramos Arizpe, el ex diputado en Cádiz que fuera víctima de su incipiente liberalismo, se impuso, y el 5 de octubre de 1824 se promulgó la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos por parte de un triunvirato que detentaba entonces en forma provisional el Poder Ejecutivo federal y que estaba integrado por Miguel Domínguez (1756-1830), el antiguo corregidor de Querétaro, y por los ex insurgentes Guadalupe Victoria (1786-1843) y Nicolás Bravo (1786-1854). Poco más de tres años después de haber alcanzado su independencia, México contaba por fin con su propia y particular Constitución. En el ínter, la de Cádiz le había permitido resolver en buena parte los problemas derivados de su ingreso al grupo de estados independientes; sin embargo, ahora tendría que resolver los provocados por una constitución que no parecía ajustarse a las necesidades y a las características de la compleja y variopinta sociedad mexicana; en pocas palabras, la Constitución federal, no obstante sus buenas intenciones, no pareció ser análoga al país o peculiar y adaptable a la República. El diseño constitucional parecía haberse hecho mirando más hacia un modelo teórico, el de los Estados Unidos y el Cádiz, que a la realidad mexicana cuya presencia parece demasiado débil en su articulado.

    Y es que el constitucionalismo mexicano y sus autores, los publicistas de la época, tenían poco de donde asirse, salvo de un buen número de autores modernos de prestigio, tanto europeos como estadunidenses, que predicaban las bondades de sistemas y formas ideales frente a una realidad que la mayor parte de nuestros publicistas desconocían, les era indiferente o, lo peor, condenaban. De aquí que se inclinaran en pro de la fuerte capacidad transformadora del Derecho natural moderno y su visión universalista del hombre, del Derecho y de la sociedad, para llevar a cabo el esfuerzo de transformar radicalmente al país a través de la nueva constitución, más que proponerle a gobernantes, ciudadanos, corporaciones e instituciones públicas y privadas un eficaz y seguro modo de convivencia política donde la singularidad de lo propio se respetase y, a la vez, se encaminase paulatinamente pero sin descanso hacia una nueva cultura política donde el carácter autoritario de una monarquía vigente durante tres siglos y el desconocimiento de los derechos del hombre se superase mediante una nueva moral republicana y democrática. Por desgracia no fue así. La elaboración de las constituciones mexicanas a todo lo largo del siglo XIX desconoció la contrastante realidad social, la existencia de grandes grupos de población indígena y la presencia manifiesta de hondas diferencias culturales y geográficas entre las diversas regiones de la nueva república. Sobre todo, la primera de nuestras constituciones falló en el hecho de haber sido incapaz de sustituir la figura del monarca, otrora el centro de la unidad de la monarquía hispana: ante el reclamo soberanista del Congreso, las facultades del Ejecutivo Federal quedaron mermadas y sus representantes sujetos a fuertes presiones por parte de aquél. De esta forma dio comienzo uno de los conflictos que habrían de caracterizar toda la historia constitucional mexicana, incluso hasta nuestros días.

    El papel de una constitución en los orígenes del constitucionalismo moderno se planteó de manera clara y simple: una vez reclamada la soberanía para el pueblo o para la nación, según los casos, no fue otro que organizar el poder del Estado mediante el establecimiento de reglas públicas que a su vez lo limitaran y le implicaran la necesidad de reconocer los derechos del hombre. Para esto se adoptaron distintas teorías filosófico-políticas, la mayoría de las cuales provenía de las dos versiones del iusnaturalismo racionalista moderno —la normativista y la contractualista—, así como de la tesis historicista del barón de Montesquieu, que incidieron para establecer las bases del Estado constitucional, cuyas principales características fueron: la existencia de un texto constitucional considerado como la base de la organización política, el instrumento para fijar la acción y facultades de los órganos del Estado, y el documento donde se reconocieron públicamente los derechos individuales de los ciudadanos, particularmente la libertad, la igualdad y la propiedad; la división del poder en tres poderes: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial; la definición del territorio estatal y la delimitación de sus fronteras; el ejercicio de la soberanía popular o nacional mediante la representación política y la activación y el uso periódico de un sistema electoral; la distribución del ejercicio del poder y el establecimiento de competencias claras para las distintas divisiones políticas del territorio estatal; la supremacía casi absoluta de la ley frente a otras fuentes del Derecho; los mecanismos de actuación frente a otros estados soberanos, y, finalmente, un mecanismo racional para la reforma o alteración de la propia constitución. Todo esto provocó un cambio radical en la cultura política de gobernantes y gobernados que comenzó a evidenciarse, tal vez, cuando desde el púlpito los sacerdotes y curas se vieron obligados a leer el texto de la Constitución de Cádiz de 1812 y las prensas de la época publicaron los diversos textos de proyectos constitucionales y de constituciones sancionadas, así como los innumerables debates parlamentarios. ¿Qué quedaba de viejo soberano, de sus prácticas políticas y leyes? ¿Cómo acostumbrarse a tomar decisiones? ¿Cómo aprender a debatir y a votar? ¿Qué hacer con el poder que ahora recaía en manos del pueblo o de la nación? ¿Cómo ejercitar los nuevos derechos reconocidos? ¿Cómo entablar relaciones con otras naciones? ¿Qué hacer para administrar eficazmente las finanzas públicas? ¿Cómo sujetar a los jueces a la aplicación irrestricta de las leyes? ¿Cómo y cuándo ejercitar la facultad de elegir? Todas estas preguntas y muchas más se debieron plantear y contestar en las distintas ciudades, pueblos y villas del interior de la vastísima nueva república que ahora reconocía, mediante el sistema federal adoptado, la soberanía o plena autonomía a esas nuevas entidades políticas llamadas estados de la federación.

    No obstante su dependencia teórica con el modelo iusnaturalista moderno —claro, sistemático y sencillo—, el nuevo texto constitucional se presentó como algo de no fácil conocimiento, interpretación complicada y difícil aplicación. De aquí la necesidad de contar con cátedras especializadas en las escuelas de Derecho y con expertos publicistas que orientaran en las correctas interpretaciones y en la búsqueda de soluciones óptimas ante las dificultades surgidas en la aplicación del articulado constitucional. Pronto se evidenció que la Constitución Federal, como cualquier otro texto jurídico de cualquier época, podía ser objeto de interpretaciones diversas y, por lo mismo, adecuado a las necesidades o pretensiones de quienes detentaran el poder político. Asimismo, fue relativamente pronto cuando la élite política y el pueblo en general se dieron cuenta de que una cosa era la Constitución escrita y otra, en ocasiones muy diversa, la Constitución real; es decir, aquella que en realidad cumplía con la razón de ser de cualquier constitución política: dar cuenta de la organización, fines, distribución, ejercicio y límites reales del poder político dentro del territorio del Estado. La distancia entre ambas constituciones será uno de los puntos que mayor interés provoquen en la historia constitucional mexicana, no sólo a nivel teórico o académico, sino dentro del propio debate constitucional y en la vida política misma. Y es que, desde sus orígenes, las constituciones modernas asumieron una posición ambigua frente a la realidad: si, por un lado, debían constituir al Estado según unas pretensiones y fines particulares, conformes a la naturaleza, carácter y condiciones del país —como entonces se afirmó—, por otro, no podían abdicar de sus deseos de transformarlo radicalmente según unos anhelos y fines generales acordes con los ideales políticos en boga, casi todos herederos de la Ilustración y del incipiente liberalismo europeo. Desde esta última posición, se pretendió transformar la realidad con la Constitución en la mano y si aquélla, obcecadamente, se negaba a hacerlo peor para sí que no para un texto constitucional considerado a priori como valioso y digno de ser obedecido durante décadas. Ésta fue la misma pretensión que, desde entonces, tuvieron las leyes aprobadas por los diversos congresos del México independiente. Por desgracia, esta separación entre constitución formal y constitución real será una constante en la vida política de México y tendrá consecuencias nefastas incluso en nuestra vida académica, donde los profesores de Derecho constitucional se limitarán durante décadas a enseñar el texto de la Constitución desde una perspectiva exegética —aderezada con algunas noticias de historia política—, sin abrirse a la posibilidad de confrontarlo con la constitución real, la que el pueblo en general —que la vive día con día— ha sabido conocer, criticar y cuestionar mejor que aquéllos.

    Es cierto que siempre resultó imposible —e inconveniente— pedir o exigir a los autores de cualesquiera de nuestras constituciones que renunciaran a plasmar en sus contenidos un modelo a futuro, un propósito por conseguir o una transformación política que realizar, pues precisamente en esto también ha constituido todo proceso constituyente. Pero lo que no se ha debido desatender es que dichos cambios, propósitos, reformas o pretensiones constitucionales tomaran en cuenta necesariamente la realidad: partir de ella y reconocerla. No obraron así la inmensa mayoría de nuestros constituyentes del siglo XIX. La historia constitucional mexicana (y en general la de toda América Latina) está plagada de desencuentros entre la realidad constitucional del país y las pretensiones de sus constituyentes, provocando en ocasiones lamentables guerras civiles, golpes de Estado, revoluciones o simplemente indiferencia frente al texto aprobado. En este sentido, será mérito indiscutible de la Constitución de 1917 someterse periódicamente a procesos de revisión profundos, en ocasiones radicales, que le han permitido ganar vigencia, aplicación y eficacia ante los recurrentes cambios habidos en la sociedad mexicana y en la vida política del país. De aquí su centenaria existencia. En cambio, la influencia de las características del iusnaturalismo moderno sobre la Constitución de 1824 quedó de manifiesto en su pretensión de regir sin reforma alguna en cuanto su contenido durante seis años, hasta 1830 y, en temas como la libertad e independencia de la nación mexicana, su religión, forma de gobierno, libertad de imprenta y división de los poderes supremos de la federación y de los estados en ningún tiempo. Constitución pétrea en este sentido, que hubo de sucumbir muy pronto pues para la segunda mitad de la década de 1830 se estableció la República central, con la consecuente desaparición de los estados. Pareció evidente que lejos de reconocer la existencia de una constitución real para modificarla paulatinamente, el fenómeno del constitucionalismo fue, ante todo, un modo de ensayar con diversas alternativas teóricas hasta encontrar la constitución ideal que fuera posible ofrecer al Estado.

    Así parecen demostrarlo los grandes debates del constitucionalismo mexicano del siglo XIX, algunos de los cuales han caracterizado y condicionado toda la historia política de México: 1) constitución real versus constitución formal; 2) monarquía o república; 3) centralismo o federalismo; 4) predominio del Ejecutivo o del Congreso; 5) primacía del Estado o de la Iglesia; 6) liberalismo o conservadurismo; 7) dictadura o democracia; 8) centro o región; 9) propiedad individual frente a propiedad comunal, y 10) modernidad o tradición. Lo singular de esa historia es que exhibe una irreductible lucha entre contrarios si sólo tomamos en cuenta las actitudes de los distintos bandos, grupos y líderes de cada una de las opciones señaladas, de las cuales resultaron un sinnúmero de conflictos, muchos de los cuales se dirimieron lamentablemente por las armas y con la sangre de hombres honorables. Cualquier análisis histórico que se pretenda hacer tanto de los textos constitucionales como de la historia constitucional mexicanos no puede evadir dar cuenta de estas tensiones o debates surgidos a partir de que en nuestro país se adoptara el modelo constitucional moderno. En este sentido, no es suficiente dar a conocer los procesos de elaboración de cada uno de nuestros textos constituciones. Historia constitucional que vaya más allá de la historia documental es lo que se ha requerido en México, como lo pusieran en evidencia Emilio Rabasa (1856-1930) al publicar La Constitución y la Dictadura hace ya más de un siglo, o, más atrás, Mariano Otero (1817-1850) en su célebre Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la República Mexicana que data de 1842. Dichas tensiones marcan en forma transversal la historia constitucional del México del siglo XIX, desde la Constitución de Cádiz hasta las últimas reformas de la Constitución liberal de 1857 y constituyen la auténtica sustancia de nuestra historia constitucional.

    Apuremos, pues, antes de entrar al análisis de su significado, la enumeración de los diversos textos constitucionales aprobados durante la conflictiva decimonovena centuria: Constitución de Cádiz de 1812, Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824, Siete Leyes Constitucionales de 1836, Bases Orgánicas de la República Mexicana de 1843, y Constitución Política de la República Mexicana de 1857, así como de los documentos que no alcanzaron el calificativo de constitución pero sí se elaboraron con la intención de preparar las tareas de un auténtico constituyente o modificaron de forma sustancial la constitución vigente: Decreto Constitucional de la América Mexicana, Plan de Iguala y Tratado de Córdoba, Acta de la Independencia Mexicana, Bases Constitucionales, Reglamento Provisional del Imperio, Proyecto de Constitución del Imperio Mejicano, Acta Constitutiva de la Federación, Bases Constitucionales, Acta Constitutiva y de Reformas, Bases para la Administración de la República, Estatuto Orgánico Provisional, Leyes de Reforma y Estatuto Provisional del Imperio Mexicano. Quedan fuera por comprensibles razones las decenas de constituciones promulgadas por las distintas entidades federativas cuando este sistema estuvo en vigor, así como los centenares de planes políticos emitidos por diferentes personas, ciudades, pueblos, caudillos, militares, e incluso sacerdotes a todo lo largo del siglo. La importancia de estos últimos nunca debe ser subestimada pues a contrapelo de lo establecido en las constituciones formales nos hablan muchas veces desde la constitución real del país tal y como lo revelan también los ensayos y artículos periodísticos de contenido político de la época.

    La Constitución Política de la Monarquía Española fue promulgada, como arriba se ha visto, el 19 de marzo de 1812. Ante la ausencia del rey Fernando VII (1784-1833), las Cortes españolas integradas por diputados peninsulares y americanos, entre los cuales hubo 19 diputados novohispanos, elaboraron este primer texto constitucional moderno que tuvo vigencia en la Nueva España en dos ocasiones: la primera entre 1812 y 1814, y la segunda, como también se ha recordado, entre 1820 y 1821. Una vez alcanzada la independencia estuvo en vigor en el nuevo Estado mexicano, primero por disposición oficial y luego de facto, hasta la promulgación de la Constitución republicana federal de 1824. Estableció la soberanía en la nación, no en el monarca ni en el pueblo, aunque aquella fuera considerada como la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Constitución monárquica que consagró por vez primera en España y en sus dominios ultramarinos la división de poderes con clara debilidad de la función judicial y un equilibrio frágil entre los poderes del monarca y los de las Cortes. Intolerante a perpetuidad en materia religiosa. Reacia a conceder cualquier tipo de autonomía a los reinos y provincias americanas, sin embargo, estableció su semilla en las Diputaciones Provinciales que anticiparon el establecimiento de los estados de la federación en México junto con las intendencias establecidas por el monarca español en la segunda mitad del siglo XVIII. En su momento se entendió como una constitución liberal, si bien sus autores pretendieron conciliar en ella modernidad con tradición. Supuso un incipiente reconocimiento de algunos derechos del hombre aunque no la ciudadanía universal. Apostó por la defensa de la propiedad individual y apoyó la desamortización de tierras de comunidades, corporaciones y mayorazgos. Estableció un sistema de elecciones mediante el voto de los ciudadanos. Orientó los trabajos de los constituyentes de Chilpancingo y su influencia se hizo sentir tanto en el Decreto Constitucional de Apatzingán como en el Reglamento Provisional del Imperio y en el Proyecto de Constitución del Imperio Mejicano, e incluso en la Constitución Federal de 1824. A su amparo, y al del Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba, se promulgaron las primeras leyes, decretos y reglamentos del México independiente.

    El Decreto Constitucional para la América Mexicana, mejor conocido como Constitución de Apatzingán, representa el aporte a la vida constitucional mexicana que hicieron los insurgentes que lucharon con desigual éxito entre 1810 y 1821 para alcanzar la independencia. Obra de un escaso número de sacerdotes, juristas, militares y publicistas que deambularon por más de un año en las tórridas regiones del sur de la Nueva España para conseguir la independencia absoluta respecto de España, establecer la soberanía originaria en el pueblo, fijar la intolerancia religiosa, sancionar la supremacía de la ley y del poder Legislativo frente a un Ejecutivo que se vio fragmentado, y, por ende, debilitado cuando más se necesitaba; y fijar algunos derechos del hombre establecidos en los documentos revolucionarios franceses agrupados bajo los conceptos de igualdad, seguridad, propiedad y libertad. Republicana y por fuerza centralista, poco pudo hacer para reglamentar las relaciones de propiedad (si bien estableció que Todos los individuos de la sociedad tienen derecho a adquirir propiedades y disponer de ellas con tal de que no contravengan a la ley), así como los poderes entre las diferentes regiones. Sancionada bajo difíciles condiciones el 24 de octubre de 1814 en el pueblo michoacano de Apatzingán, tuvo una limitada vigencia territorial y una temporalidad escasa. Su influencia ha sido discutida por los constitucionalistas mexicanos, pero es indudable que recogió algunas de las preocupaciones sociales de la insurgencia y el lenguaje político moderno implantado a través de las constituciones republicanas francesas y la monárquica de Cádiz. Se movió entre tradición y modernidad gracias, sin duda, a la presencia de juristas formados en la tradición del Ius commune europeo y sacerdotes conocedores del Derecho canónico.

    Con el Plan de Iguala y la firma de los Tratados de Córdoba se abrió el camino hacia la independencia definitiva del Virreinato de la Nueva España y sus diversos componentes territoriales, dotados por entonces de una autonomía de facto que mucho cuestionaba la jerarquía en el mando del virrey Apodaca (1754-1835), y hacia el consecuente establecimiento del nuevo Estado independiente y soberano bajo la forma de un Imperio con un monarca constitucional y los principios de Independencia, Religión y Unión como norte. Obra personal, el primero, del coronel criollo Agustín de Iturbide, y de éste y de Juan de O’Donojú el segundo, ambos documentos establecieron, como los anteriores, la más absoluta intolerancia religiosa, así como la necesidad de una constitución análoga al país, la absoluta igualdad entre los americanos, europeos, africanos y asiáticos que vivieran en el Imperio, la protección de personas y propiedades por parte del Estado, la formación del primer ejército mexicano, y la vigencia interina de la Constitución gaditana. Resultado inmediato de ambos fue la firma del Acta de la Independencia Mexicana firmada por los miembros de la Junta Provisional de Gobierno el 28 de septiembre de 1821 en la ciudad de México y que, a diferencia del documento similar sancionado en Chilpancingo ocho años atrás, estaría llamado a tener plena efectividad y vigencia permanente. Conforme a su contenido, México nació a la vida independiente mediante el libre ejercicio de cuantos derechos le concedió el autor de la naturaleza, y reconocen por inajenables y sagrados las naciones cultas de la tierra, con libertad de constituirse del modo que más convenga a su felicidad, y gozando de un sistema representativo y de una soberanía que se hizo descansar en la nación. Estos tres documentos suponen un equilibrio entre tradición y modernidad, de ahí su indiscutible éxito no sólo para conseguir de una forma rápida y casi incruenta la independencia definitiva respecto de España, sino su capacidad para convocar a las otras entidades políticas del inmenso territorio de la América Septentrional, e incluso de la Central, para, entre todas, formar un nuevo Imperio, el mexicano, bajo la órbita constitucional moderna. Con ellos, un nuevo centro de poder desplazó definitivamente a Madrid: la Ciudad de México, en adelante capital indiscutible del nuevo Estado.

    Instalado el primer Congreso Constituyente al año preciso de la proclamación del Plan de Iguala, aceptó regirse por unas Bases Constitucionales que hicieron suyo lo que hasta entonces había sido establecido en Iguala por Iturbide, ratificado en Córdoba por O’Donojú, y aceptado sin chistar por la inmensa mayoría del pueblo, incluidos los insurgentes, y por la élite mexicana, incluidos los españoles residentes en el Imperio. Sin embargo, en una sorprendente declaración de enormes y fatales consecuencias, este Congreso reclamó para sí la soberanía, no simplemente su ejercicio sino su depósito, contrariando de esta forma no sólo el espíritu de los textos fundacionales de nuestro constitucionalismo, sino la más elemental concepción de la división de los poderes públicos. Ni nación, ni pueblo soberanos; ahora, en el momento inaugural del ejercicio del poder en México, irrumpió uno de sus más recurrentes problemas a todo lo largo de sus dos siglos como nación independiente: el conflicto entre los poderes, en particular entre el Legislativo y el Ejecutivo. Los diputados que componen este Congreso, y que representan la nación mexicana, se declaran legítimamente constituidos, y que reside en él la soberanía nacional, fue la expresión utilizada. Poco pudieron entrever los miembros de ese primer Congreso Constituyente que esta declaración se voltearía como una pesada lápida sobre de ellos cuando decidieron condenar un año más tarde el programa trigarante propuesto por Iturbide. Este programa no sólo fue aceptado por la representación nacional, sino, al decir de la misma, por la propia soberanía del Estado. En consecuencia: la Independencia, la Unión, la exclusividad de la religión católica, la monarquía constitucional, la denominación del nuevo Estado, la división de los poderes, la sujeción de éstos a las leyes, y la igualdad de derechos civiles en todos los habitantes libres del imperio, sea el que quiera su origen en las cuatro partes del mundo, quedaron formalmente aceptadas como expresión de una voluntad única, la de la nación, legitimada y libre para expresarse a través del Congreso.

    Por desgracia para el país, este reclamo soberanista por parte del primer Constituyente, así como su incapacidad y negativa para discutir los proyectos de constitución presentados, aunado a la falta de recursos económicos, a la oposición de los españoles residentes en México al programa trigarante una vez que las Cortes españolas rechazaron el Tratado de Córdoba en una de las decisiones más absurdas e impolíticas que han tomado a lo largo de su historia, a la impericia y falta de experiencia en el arte de gobernar del propio Iturbide —consagrado emperador el 19 de mayo de 1822—, y a la oposición y conjuras de borbonistas y de republicanos, llevaron al emperador a disolver el Congreso y a convocar con algunos de sus diputados la formación de una Junta Nacional Instituyente que tuvo como objetivo principal discutir y aprobar la Constitución política que el Imperio exigía. Lo consiguió a medias, pues su proyecto —terminado y firmado por la comisión respectiva— nunca se discutió y en consecuencia jamás se sancionó. Por décadas, este proyecto se desconoció hasta que hace algunos años fue localizado, sin que hasta la fecha, al parecer, se haya publicado. En su lugar, otro proyecto de naturaleza constitucional sí se publicó en la época y ha sido estudiado por los tratadistas; se trata del Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano con el que se ha querido suplir el Proyecto de Constitución del Ymperio Mejicano que presenta a la Junta Nacional Instituyente la Comisión encargada de su formación. Se impone, pues, no sólo su publicación, sino su cotejo con el texto del proyecto de Reglamento. En todo caso, ambos suponen la consagración del plan constitucional trigarante desarrollado en los términos que exigía una constitución moderna: definición de la nación (La Nación Mejicana es la reunión de todos los havitantes de su territorio bajo una ley fundamental), soberanía nacional, forma de gobierno (El Gobierno de esta Nación es una Monarquía Constitucional hereditaria con el nombre de Ymperio Mejicano), intolerancia religiosa (Es un deber sagrado de la Nación Mejicana profesar la Religión Católica, Apostólica, Romana, con intolerancia de toda otra), protección a la Iglesia, denominación del Estado, división de poderes (Como la Nación no puede exercer por sí misma la soberanía, su primer deber es el nombramiento de representantes que sin apartarse de su voluntad proclamada sostengan los poderes divididos, para su más cómodo y armonioso ejercicio), sujeción a la ley, fijación de los deberes de los mexicanos, reconocimiento de los derechos del hombre, garantías a la propiedad —que se considera inviolable pero sujeta a la posibilidad de expropiación—, organización de los poderes provinciales y de los pueblos, definición de su territorio (El territorio mejicano que por ahora comprehende las Provincias de Méjico, Guadalajara, Puebla de los Ángeles, Mechoacán, Guanajuato, Zacatecas, Querétaro, San Luis Potosí, Durango, Nuevo Méjico, San Miguel de Culiacán ó Sinaloa, San Miguel de Horcasitas ó Sonora, las dos Californias, Nuevo Santander, Coahuila, Tejas, y Nuevo Reyno de León, Tlaxcala, Veracruz, Yucatán y Tabasco, Oajaca, Chiapas, Guatemala, Nicaragua y Costa Rica, Honduras y las demás que en lo sucesivo se reúnan al Ymperio, se dividirán en adelante, mas convenientemente por una ley Constitucional), lo relativo al Gobierno Municipal de las Provincias y Pueblos con relación al Supremo del Ymperio", e, incluso, la preocupación por la instrucción y la moral públicas. En el caso del Reglamento, resulta interesante saber que su artículo primero dispuso: desde la fecha en que se publique el presente reglamento, queda abolida la constitución española en toda la extensión del imperio, cosa que, desde luego, no llegó a ocurrir. Para evitar otro conflicto entre los poderes Legislativo y Ejecutivo, el proyecto de Reglamento incluyó unas Bases orgánicas de la Junta Nacional Instituyente que ésta había aprobado para sí misma el 2 de noviembre de 1822. Asimismo, la persona del emperador fue declarada sagrada e inviolable. Los diputados Toribio González, Antonio J. Valdés y Ramón Martínez de los Ríos presentaron el proyecto de Reglamento el 18 de diciembre del mismo año; mientras que los miembros de la comisión respectiva, entre quienes figuraron los tres publicistas mencionados, firmaron el proyecto de la Constitución el 4 de marzo de 1823, 15 días antes de la abdicación del emperador.

    El fracaso de la opción monárquico-constitucional, asediada por los vientos republicanos desde Veracruz, y los borbonistas provenientes de San Juan de Ulúa, y difundidos ambos desde las logias yorkinas o escocesas, respectivamente, se hizo evidente cuando Iturbide reinstaló al disuelto Congreso por presiones de sus antiguos camaradas quienes le impusieron el Plan de Casa Mata. Sin embargo, ni el emperador ni el restablecido Congreso fueron capaces de sostenerse, pues tenía minada su autoridad. El primero abdicó el 19 de marzo de 1823 y el Congreso se autodisolvió el 30 de octubre del mismo año desprestigiado sobre todo ante las provincias, no sin antes haber declarado la nulidad de la coronación del emperador, la necesidad de la nación para constituirse con absoluta libertad, e inclinarse por la adopción de la República federal. La defensa de ésta fue enarbolada por antiguos diputados novohispanos a las Cortes de Cádiz y a las de Madrid, miembros ahora del primero y del segundo congresos, como Miguel Ramos Arizpe (1775-1843), a quienes se unió el extravagante fraile dominico Servando Teresa de Mier (1763-1827). Con todo, el primero en proclamar la República en el país fue un mediocre ex militar realista originario de Veracruz, Antonio López de Santa Anna (1794-1876).

    En medio de un ambiente de franco separatismo por parte de las provincias —ambiente en el cual las provincias de Centroamérica, excepto la de Chiapas, proclamaron su independencia respecto de México— y ante la peligrosa debilidad de los poderes centrales, fue necesario, en consecuencia, convocar a la reunión de un segundo Congreso Constituyente de manifiesta inclinación republicana y federal. Las fuertes tendencias separatistas contenidas gracias al establecimiento del Imperio volvieron a manifestarse en forma radical amenazando la existencia misma del nuevo Estado. De aquí la urgencia de aprobar un texto provisional que garantizase la unión entre las provincias y su reclamada autonomía con el nuevo centro del poder. Esta garantía quedó asegurada con la promulgación del Acta Constitutiva de la Federación del 31 de enero de 1824, donde la adopción del federalismo aparece como la única posibilidad real para contener el evidente secesionismo de las provincias, más que —como mucho se ha afirmado— como imitación extra lógica del sistema federal adoptado por los estadunidenses. En este sentido, es necesario considerar a la primera República Federal como la continuación de la vocación federalista del Primer Imperio; no es gratuito que el mapa político de éste coincida casi en su totalidad con el dibujado en el artículo 5 de la Constitución Federal (estados de las Chiapas, el de Chihuahua, el de Coahuila y Tejas, el de Durango, el de Guanajuato, el de México, el de Michoacán, el de Nuevo León, el de Oajaca, el de Puebla de los Ángeles, el de Querétaro, el de San Luis Potosí, el de Sonora y Sinaloa, el de Tabasco, el de las Tamaulipas, el de Veracruz, el de Xalisco, el de Yucatán y el de los Zacatecas; el territorio de la Alta California, el de la Baja California, el de Colima y el de Santa Fe de Nuevo México. Una ley constitucional fijará el carácter de Tlaxcala), a excepción, claro está, de las cinco provincias centroamericanas; conclusión que se refuerza al advertir lo dispuesto por el artículo primero del Acta: La nación mexicana se compone de las provincias comprendidas en el territorio del virreinato llamado antes Nueva España, el que se decía capitanía general de Yucatán, y en el de las comandancias generales de provincias internas de Oriente y Occidente; es decir, cuatro de las divisiones políticas que concurrieron a la formación del Imperio, y cinco si se acepta —como lo hicieron los constituyentes— que la Nueva Galicia formó parte del virreinato llamado antes Nueva España. La Constitución Federal fue, no obstante, más explícita al incluir los territorios de la Alta y la Baja California.

    La experiencia del Imperio también debió de haber pesado en el ánimo de los segundos constituyentes mexicanos a la hora de establecer el equilibrio entre los poderes; asunto que no dejaba de incomodar a la clase política mexicana desde la ausencia del monarca español. El Acta se mostró cautelosa al respecto, al señalar que El Supremo Poder Ejecutivo se depositará por la Constitución en el individuo o individuos que ésta señale, toda vez que a la caída de Iturbide fue detentado por un triunvirato. Finalmente, la Constitución estableció el Ejecutivo unipersonal en la figura del Presidente de los Estados Unidos Mexicanos con una duración limitada a cuatro años sin posibilidad de reelección inmediata. El nombre mismo del país tuvo que ser modificado, adoptándose —aquí sí, incuestionablemente— la influencia directa de la Constitución estadunidense que todavía continúa siendo manifiesta en el nombre oficial de nuestro país: Estados Unidos Mexicanos.

    Constituido bajo la forma republicana y federal, el país sancionó también la intolerancia religiosa y la protección nacional a la Iglesia Católica y, evidentemente, los principios del incipiente liberalismo recogido en los textos anteriores, incluidos los del Imperio: la división de los poderes, algunos de los derechos del hombre —reservando al ámbito de la autonomía de los estados su establecimiento y especificación—, un incipiente sistema electoral y el régimen representativo. Aunque no se mencionó expresamente, se entendió que la soberanía residía en la Nación, si bien se continuó calificando de soberano al Congreso, ahora dividido en dos Cámaras, una representativa de los ciudadanos y otra de los estados de la Federación, también calificados como soberanos. Las otrora poderosas audiencias dieron paso a un Poder Judicial de la Federación dividido en una Corte

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