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Clásicos latinoamericanos Vol. II: Para una relectura del canon.  El siglo XX. Vol. II
Clásicos latinoamericanos Vol. II: Para una relectura del canon.  El siglo XX. Vol. II
Clásicos latinoamericanos Vol. II: Para una relectura del canon.  El siglo XX. Vol. II
Libro electrónico676 páginas13 horas

Clásicos latinoamericanos Vol. II: Para una relectura del canon. El siglo XX. Vol. II

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José Enrique Rodó, Mário y Oswald de Andrade, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y Julieta Kirkwood son los autores de que trata este segundo volumen de los Clásicos latinoamericanos de Grínor Rojo, el dedicado al siglo XX. Como en el volumen que se ocupó del XIX, cada capítulo tiene aquí como centro de gravedad una pieza canónica: Ariel, las revistas brasileñas de vanguardia Klaxon y la Revista de Antropofagia, El Sur, Alturas de Macchu Picchu, Cien años de soledad y Ser política en Chile. Los nudos de la sabiduría feminista. Y de nuevo, el propósito del autor ha sido leer otra vez, pero leer de otra manera, a sabiendas de la necesidad imperiosa en que nos encontramos hoy los latinoamericanos de recobrar la actualidad de nuestros clásicos, de convencernos de que ellos existen y que tienen cosas grandes que contarnos, no solo respecto del tiempo en que produjeron su trabajo, sino también respecto de nuestro anémico presente. A despecho de los impetuosos de siempre, los que por las razones que sean no hallan la hora de globalizarnos, haciéndonos partícipes y sobre todo pacientes de una cultura que es tan extensa como de magro calado, así como también a despecho de los que no ven otro modo de responder a ese desafío que arrinconándose en los ghettos de la diferencia, Grínor Rojo piensa que el ejercicio de releer a los clásicos latinoamericanos puede convertirse en una actividad reenergizadora y liberadora. La reflexión grotescamente tosca según la cual sus obras son documentos institucionales, que instalan, defienden y promueven las perspectivas e intereses del poder, carece para él de sentido.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
Clásicos latinoamericanos Vol. II: Para una relectura del canon.  El siglo XX. Vol. II

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    Clásicos latinoamericanos Vol. II - Grínor Rojo

    Grínor Rojo

    Clásicos latinoamericanos.

    Para una relectura del canon

    Volumen 2: El Siglo XX

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2011

    ISBN: 978-956-00-0268-6

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Prólogo

    Este es el segundo volumen de Clásicos latinoamericanos: para una relectura del canon, el que se ocupa del siglo XX. Como no tengo ninguna razón para restarme a la antiquísima sabiduría del lugar común, admitiré de inmediato que no están aquí todos los que son, aunque sí estoy seguro, y muy seguro, de que son todos los que están. Son siete en total: el uruguayo José Enrique Rodó, los brasileños Mário y Oswald de Andrade (yo espero que ellos me disculpen desde la tumba por haberlos alojado en un mismo capítulo), el chileno Pablo Neruda, el argentino Jorge Luis Borges, el colombiano Gabriel García Márquez y la chilena Julieta Kirkwood. En cuanto a sus textos, aquéllos en cuyo examen concentro mis mayores (y ojalá mejores) energías, que son los textos desde donde salen y hasta donde van a parar cada una de mis exposiciones, pero que por supuesto no son los únicos que en ellas considero, se trata respectivamente de los siguientes: Ariel (1900), Klaxon (1922) y la Revista de Antropofagia (1928-1929), Alturas de Macchu Picchu (1946), El Sur (1953), Cien años de soledad (1967) y Ser política en Chile. Los nudos de la sabiduría feminista (1986).

    Los principios que guiaron mi trabajo en este volumen son los mismos que me sirvieron para la elaboración del anterior. En primer lugar, una idea del texto clásico que lo entiende como aquel que es dueño de un potencial sémico que se encuentra incorporado en él desde antes de ser leído, aun cuando en definitiva sea un potencial activable de maneras distintas en épocas distintas. Desde este punto de vista, los clásicos serían textos cuya durabilidad es grande sin duda, pero sin que eso los haga inmunes ni a la extenuación ni al desfase. Aunque su durabilidad es mayor que la determinación epocal, que como todo el mundo sabe fija los límites de vigencia del texto común, no es ni puede ser mayor que la historia de la cultura en cuyos avatares ellos se encuentran involucrados. Mientras esa cultura amplia con la que los textos clásicos dialogan mantenga su vitalidad, esos textos mantendrán también la suya. Ubicados por su parte en tiempos diversos, experimentando oportunidades y urgencias diferentes, los lectores de tales obras participan también del espacio cultural en cuestión, y así rescatan, reformulan y enriquecen con su trabajo de lectura la cuota de verdad que las ha constituido.

    En segundo lugar, me interesa volver sobre una idea que expuse en el prólogo al primer volumen de este proyecto: la de que hay textos nuestros, esto es, textos producidos en América Latina que merecen y reclaman el calificativo de clásicos. Estoy pensando no solo en algunos de la era republicana, que son los que a mí me han preocupado en este libro y en el que lo precede, sino también en varios de la era prehispánica y colonial. La Nueva crónica y buen gobierno de Guamán Poma de Ayala, los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega y la Respuesta a sor Filotea de la Cruz de sor Juana Inés de la Cruz son, en mi opinión, textos tan clásicos como la Carta de Jamaica de Simón Bolívar, Nuestra América de José Martí o Alturas de Macchu Picchu de Pablo Neruda. En ellos y en otros que son como ellos se deposita mucho de lo mejor de cuanto los latinoamericanos hemos sido y somos todavía. Constituyen así el testimonio de nuestro tránsito por la tierra, el de los que los escribieron y el de los que (aun sin haberlos leído) hemos habitado, habitamos y es de esperar que sigamos habitando en esta región del planeta.

    Tercero: quisiera insistir también en este prólogo en la necesidad imperiosa en que nos encontramos hoy los latinoamericanos de recobrar a nuestros clásicos, de convencernos de que ellos existen y que tienen cosas grandes que contarnos no solo respecto del tiempo en que fueron producidos, sino también respecto de nuestro anémico presente. A despecho de los impetuosos de siempre, los que por las razones que sean no hallan la hora de globalizarnos, haciéndonos partícipes y sobre todo pacientes de una cultura que es tan extensa como de magro calado, así como también a despecho de los que no ven otra manera de responder a ese desafío que arrinconándose en los ghettos de la diferencia, yo pienso que el ejercicio de releer a nuestros clásicos puede convertirse en una actividad reenergizadora y liberadora. La reflexión grotescamente tosca según la cual estos son documentos institucionales, que instalan, defienden y promueven las perspectivas e intereses del poder y nada más, simplemente carece de sentido.

    En cuarto lugar, ahondando ahora en la definición que bosquejé más arriba, me parece que lo que los marginalistas no acaban de entender es que, no obstante esa carga sémica que es la suya propia, un texto clásico no es siempre igual a sí mismo y que por lo tanto los que nosotros poseemos en Latinoamérica pueden ser leídos hoy de un modo distinto, de un modo que empiece por extricarlos de las garras docilizadoras de la cultura oficial y que en seguida los provea con nuevas significaciones. El canon no es un campo de flores bordado, sino un campo de batalla. Por lo tanto, a su respecto no caben ni la servicialidad ni el marmolismo. No hacer entonces de los clásicos colaboradores en la exclusión, la opresión y la explotación, que como bien sabemos han sido y son el pan de cada día de la historia latinoamericana, ni tampoco hacer de ellos figuras ornamentales, buenas solo para el monumento y la ofrenda floral, es, debe ser, nuestro primer compromiso. Si Bolívar, Bello, Machado de Assis, Darío, Martí, Rodó, Mário y Oswald de Andrade, Neruda, Borges, García Márquez y Julieta Kirkwood siguen concitando nuestra admiración es porque siguen vivos o, mejor dicho, porque nosotros, leyéndolos desde nuestras urgencias, formulándoles nuestras preguntas, podemos hacer que ellos lo estén. El Neruda que sube hasta Machu Picchu para interrogar a las ruinas por las lecciones que en ellas se guardan, pero que lo hace desde las desgarraduras, la fragmentación y la inconclusión de un hoy que es tan suyo como de su amor americano, podría ser, me parece, un modelo capaz de guiarnos en este cometido.

    Reitero finalmente que, como el anterior, este libro que ahora entrego no es un libro sobre la literatura latinoamericana, sino un libro sobre la escritura latinoamericana. El concepto de literatura se nos ha desdibujado en los últimos años y, aunque yo pienso que tendremos que recuperarlo en el mediano o largo plazo o, lo que es lo mismo, reconstruirlo para los fines y con los instrumentos que son los propios del tiempo en que nos ha tocado vivir, por ahora debemos contentarnos con un programa de emergencia.

    ***

    Mis agradecimientos son, como de costumbre, múltiples. Vayan al Fondo Nacional de Investigación Científica y Tecnológica del Estado de Chile (FONDECYT), que me becó, una vez más y para este proyecto, entre el 2000 y el 2003; a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, donde soy profesor del Departamento de Literatura y dirijo el Centro de Estudios Latinoamericanos; a mis colegas y compañeros en el Centro, Alejandra Araya, Natalia Cisterna, Leonel Delgado, Darcie Döll, Alfredo Jocelyn-Holt, Irmtrud König, José Luis Martínez, Horst Nitschack, Alicia Salomone, Alejandra Vega y Claudia Zapata; a mis ayudantes, Javier Osorio y Romina Pistacchio; a mi familia, que son mi mujer Valentina, mis hijos Eduardo y Paula y mis hermanos Juan y Sara; a mis amigos, tanto en Chile como fuera de Chile, y en fin, a todos aquellos espíritus bondadosos que me han ayudado a empujar este carro hasta su meta y a los cuales nombrar uno por uno sería un cuento interminable.

    Grínor Rojo

    La Reina, diciembre de 1998-abril de 2010

    1900: Rodó a pesar de todo

    I

    Pienso que, así como no hay ninguna razón para que continuemos prisioneros dentro de la jaula en la que nos puso Sarmiento en el Facundo, confirmando o negando que la civilización es la civilización o que la barbarie es la barbarie, tampoco tendría que haberla para que continuemos cautivos en la capacha en la que nos encierra Rodó en su Ariel, la que él toma de Shakespeare y explica de la siguiente manera:

    Ariel, genio del aire, representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, el término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida.¹

    Con la ayuda de esta metáfora bimembre y antagónica, lo que Rodó consigue es dividir, la población del mundo no en dos sino en cuatro: los buenos (los Arieles), los malos (los Calibanes), los que han de escoger entre esos dos (la juventud de América o la juventud at large, eso poco importa por ahora) y el magíster ludi que les enseña cómo tienen que hacerlo (Próspero). Se trata de una división sospechosamente fácil, por supuesto, y hacen bien todos aquéllos que, como Julio Ramos, se excusan de emplearla razonando que si nos la sacamos de encima, podremos evitarnos el riesgo de incidir en cierta lógica binaria que tiende a definir la diferencia latinoamericana en términos de su desplazamiento, a veces paródico, de los modelos europeos.² Sí, Rodó estaba en lo cierto y los buenos son los Arieles; no, Rodó estaba equivocado y los buenos son los Calibanes.

    Porque de mantenernos encerrados dentro de este calabozo hermenéutico, ya sea en el espacio de los tradicionalistas que reafirman las atribuciones positiva y negativa de Rodó, ya sea en el espacio de los revisionistas que las refutan, no solo no nos habremos movido ni un centímetro de la lectura rodoniana de Shakespeare, sino que habremos admitido que las reglas de recepción que él nos propuso para La tempestad son las únicas utilizables y, como si lo anterior fuera poco, también las únicas que nos permiten acceder hoy con pie seguro a su propio trabajo. ¿Qué quiso decir Rodó exactamente con las virtudes de Ariel? ¿A quién se refería exactamente con las perfidias de Calibán? Preguntas que la crítica sobre la obra del ensayista uruguayo se ha formulado, se formula y a lo peor se seguirá formulando hasta el crepúsculo de los tiempos,³ aun cuando en el mismo Shakespeare las cosas sean bastante menos claras de lo que parece. Porque hay pocas anécdotas de significación más elusivas que esta de Próspero, duque de Milán, quien pierde su poder político por dedicarse al estudio de las artes liberales y las ciencias ocultas. Exiliado en una isla caribeña (no invento nada, según se lee en la pieza de Shakespeare la isla de marras se encuentra en algún lugar próximo al archipiélago de las Bermudas), en compañía de su hija Miranda y de sus esclavos-servidores, Ariel, genio del aire, y Calibán, esclavo salvaje y deforme, Próspero se nos aparece en numerosos parlamentos de la comedia shakespereana menos como la víctima de un destino aciago que como un hábil titiritero, dueño de sí y de los otros, como una mezcla de mago y savant renacentista, que, a través del ejercicio de sus conocimientos, de la movilización de sus espíritus, como él dice, es capaz de conducir a los personajes de la historia a su gusto y discreción: Mi proyecto va tocando ahora a su fin. Mis encantos no pierden su poder; obedecen mis espíritus, y este período crítico de mi vida se cumple a tenor de mis deseos (Acto V, primer parlamento de la escena única)".⁴ Llegados al desenlace de las acciones de La tempestad, sus lectores/espectadores vamos a enterarnos de que en el arreglo político que prevalecerá en el ducado de Milán a contar de ese instante, el saber vence al poder o, mejor dicho, que el saber se reencuentra con el poder, que el principio (tan rodoniano) que exige que sean los intelectuales los que gobiernan la república, ha sido debidamente restaurado.

    Rodó lee todo eso y lo interpreta de la manera ceñida y poco imparcial que bien sabemos. Es decir, lo cierra. Nada subsiste en su interpretación de las argucias y las genuflexiones de Ariel, de la condición despojada de Calibán o de las no siempre gentiles actitudes de Próspero. Más todavía, hay algunos personajes de la pieza shakespeareana (Miranda, el primero de todos, ya que es el que a los críticos psicoanalíticos les permite configurar la escena freudiana del padre con la hija,⁵ pero también el rey de Nápoles, que encabeza una acción que es secundaria respecto de la que protagoniza Próspero pero paralela en su desarrollo y sus implicaciones) y hay motivos (el de la relación entre el poder y el saber, al que yo me referí más arriba, o el que se deriva del evidente prurito metaficcional de Shakespeare, puesto que al menos desde un cierto punto de vista parece claro que su texto constituye la alegoría, y yo me atrevo a decir que muy deliberada, de su producción) que no solo son del mayor interés en/para cualquier análisis que se haga de ella, sino que, pudiendo haberla tenido, porque cabía enteramente dentro el campo de sus preocupaciones, no tienen incidencia alguna en la interpretación que de la misma nos brinda el pensador uruguayo.

    Pero lo más sorprendente de este asunto es que los comentaristas de Rodó –si no todos, una buena porción de ellos– lo leen, leen Ariel, leen la interpretación que Rodó hizo en él de la obra del dramaturgo inglés, la interpretan a su vez, v.gr.: interpretan la interpretación, y la vuelven a cerrar. Candado sobre candado, en consecuencia. Un texto no demasiado inambiguo, el de Shakespeare, lo que en alguna medida explica su buena fortuna posterior como origen de especulaciones sin término, varias de ellas anteriores a Rodó y otras muchas posteriores,⁶ es hecho decir por Rodó una cierta cosa que presumiblemente él considera que constituye su verdad. Un texto tampoco demasiado compacto, que es el suyo propio, es hecho decir por sus exégetas respectivos la de nuevo presunta verdad de sí mismo.

    Con lo que los lectores actuales de Ariel pareceríamos estarnos moviendo entre tres alternativas, de las que al menos dos se encuentran en este mismo nivel de generalidad abstracta al que yo acabo de referirme, en tanto que la tercera se abre hacia lo que pudiéramos caracterizar, y sin ánimo de calificación ni negativa ni positiva, como una lectura historicista. Ellas son las siguientes: i) podemos confirmar que Rodó leyó bien a Shakespeare, es decir, que leyó lo que estaba en La tempestad y que lo leyó todo o su mayor parte; ii) podemos comprobar o tratar de comprobar que Rodó leyó mal, que no leyó lo que estaba en su texto de referencia o que lo leyó defectuosamente; y iii) podemos hipotetizar que Rodó leyó solo lo que él podía leer, y en el mejor de los casos todo cuanto podía leer, dadas las posibilidades de lectura que ponía a su servicio la formación textual y discursiva correspondiente a su espacio y tiempo de enunciación, el Uruguay (y, por extensión, América Latina) en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX. En apoyo de esta tercera hipótesis obra un dato incontrovertible: las desatenciones que tienen que existir por fuerza, y que como hemos visto existen efectivamente, dentro de un texto, Ariel, cuyo interés primordial no es, no fue nunca, el de proporcionarnos una lectura exhaustiva de La tempestad. En Ariel, el interés por La tempestad es, pasa por el aprovechamiento de sus buenos oficios para propósitos que son heterogéneos o aleatorios respecto del fundamento significacional de la pieza, lo que a decir verdad no se contradice para nada con la conducta ordinaria en Rodó en este aspecto, acostumbrado, como bien sabemos, a acarrear agua para su propio molino mediante la cita oportuna y prestigiosa. Rodó se vale así de la obra dramática de Shakespeare (como se vale de muchos otros intertextos. Clemente Pereda, Glicerio Albarrán Puente, Carlos Real de Azúa, Gordon Brotherston y Ottmar Ette han hecho un rastreo meticuloso de ellos) para construir un escenario y movilizar un relato. Toma la forma que la creación shakespereana le depara y reconoce en ella algunos significados que pudieron a lo mejor estar en la cabeza del dramaturgo de El Globo y otros que, aunque no estuvieron, son compatibles con su escritura de todas maneras.

    Si esto es efectivo, y yo creo que lo es, entonces no es cosa de que nosotros interpretemos (o evaluemos), de nuevo, la interpretación que Rodó hizo de Shakespeare, porque eso es irrelevante o poco menos. Pero tampoco me da la impresión de que sea asunto nuestro interpretar, o sea volver a medir, a estas alturas, el aprovechamiento que Rodó hizo de Shakespeare teniendo en cuenta su propia circunstancia vital, porque eso ya se hizo en un sinnúmero de ocasiones e intentarlo de nuevo sería incurrir por lo bajo en un pecado de redundancia. Para quienes se colocaron en esta última posición, recordemos solamente que las preguntas esenciales fueron dos: ¿En qué consistió la determinación que su espacio y su tiempo ejercieron sobre la lectura o sobre el aprovechamiento de la lectura que Rodó hizo de Shakespeare? ¿Cómo se hizo cargo él de esa determinación? Las respuestas que se dieron a esas dos preguntas centrales fluctuaron de lo más a lo menos gaseoso: Rodó habría reivindicado los derechos del espíritu frente al materialismo de su época; Rodó habría defendido la civilización latina (o hispánica o la conjunción de la tradición clásica grecorromana con el verdadero cristianismo) frente a la barbarie germánica y protestante; Rodó habría percibido el advenimiento en América Latina del imperialismo estadounidense y sus consecuencias ideológicas (la peste de la nordomanía, entre otras) y salió, cual Quijote montado en Rocinante, a batirse con ellos; Rodó habría captado la deformidad de nuestro capitalismo periférico, antidemocrático, caudillesco, corrupto, brutal, y levantó frente a sus muchos desmanes el escudo civilizador de la (alta) cultura; Rodó reaccionó frente a la rudeza foránea de la muchedumbre inmigrante; etc. Todo esto se ha dicho y se ha vuelto a decir, con más o menos erudición, con más o menos lucidez.

    Dando por sentado, cada uno de esos intérpretes, que ellos leían lo que Rodó quiso decir, en realidad solo reiteraban el ademán epistemológico rodoniano respecto de la comedia de Shakespeare. No eran al fin de cuentas sus intérpretes los que nos descubrían la verdad de Rodó, sino Rodó el que nos descubría la verdad de sus intérpretes. Abocados éstos a la lectura de Ariel, y con el propósito de explicar lo que en Ariel se propuso hacer su autor, o a lo peor lo que él logró hacer sin ninguna duda, esas personas no hacían otra cosa que leer la obra desde su ángulo particular de intelección, reconstituyendo y cerrando la práctica escrituraria del maestro de la misma manera en que el maestro había reconstituido y cerrado (porque no podía evitarlo, porque eso es algo que ningún crítico puede evitar) la práctica escrituraria de Shakespeare. Su propio tiempo interpretó así a Rodó de la única manera en que podía interpretarlo, los años veinte lo interpretaron de otra, los cincuenta de otra y los sesenta y setenta de otra más. En cada una de tales coyunturas, lo que se estaba reproduciendo no era, aunque tal hayan creído los practicantes del ejercicio hermenéutico del caso, la verdad del texto en sí sino la verdad del texto en y para una determinada situación.

    ¿Pero significa esto de que Ariel carece de toda sustancia, que se encuentra ahí a la mano para que nosotros digamos sobre él, con él, aprovechándonos de él, cualquier cosa que se nos pase por la cabeza? Pienso yo que no, y siento que Rodó nos arroja una cuerda para extricarnos también de esta trampa relativista. Su práctica de lectura nos demuestra que uno es un intérprete que realiza su trabajo desde una doble determinación: la que le impone un texto al cual no es de buena crianza hacerle decir lo que él no puede decir (cito a San Agustín en la lectura que hace Eco de su metodología hermenéutica en De Doctrina Christiana: Cualquier interpretación que se le dé a una cierta porción de un texto puede aceptarse si se confirma y debe rechazarse si se ve desafiada por otra porción del mismo texto. En este sentido, la coherencia textual interna controla a las de otra manera incontrolables pulsiones del lector),⁷ y la que le imponen los modos discursivos ejemplares que se encuentran vigentes en la época en que uno ejecuta su trabajo y de los cuales uno depende para la configuración y confirmación de sus lecturas. Ariel nos proporciona entonces una cierta lectura de un cierto fundamento que incuestionablemente existe en La tempestad, pero una lectura que se halla doblemente condicionada y modulada, por La tempestad misma, por lo que le fue posible leer a Rodó en La tempestad sin hacerla desaparecer, esto es, sin pasar por encima de lo que Agustín y Eco hubiesen definido como la coherencia textual interna de la pieza que él estaba compulsando, y por lo que éste podía leer dados los modos discursivos ejemplares que se hallaban disponibles en Montevideo y en otras capitales de América Latina en aquellos años, los últimos del siglo XIX y primeros del XX. Por eso La tempestad es un clásico, y por eso Ariel también es un clásico, porque ambos son textos cuya perdurabilidad depende quizás menos de su grandeza específica que de su papel de soportes de un núcleo de significación que es legible de maneras distintas por gente distinta y en circunstancias distintas.

    Porque, seamos francos, ni la comedia fantástica de Shakespeare, según los especialistas la última que él escribió, es la mejor de sus creaciones dramáticas, ni el Ariel de Rodó es uno de los ensayos más iluminados e iluminadores de la literatura latinoamericana del siglo XX. Sin embargo, sobre ambas obras se ha reflexionado en el pasado, se reflexiona en el presente y lo más probable es que se vuelva a reflexionar en el futuro. Algo hay en estas páginas que pertenece a la base (estuve a punto de escribir a la esencia, pero me contuve) de nuestra cultura y que es y seguirá siendo potencialmente reactivable mientras esa cultura continúe existiendo y cada vez que las circunstancias así lo requieran.

    II

    Nos cuesta disfrutar hoy de la escritura ensayística de José Enrique Rodó. Esta es una penuria que admiten hasta sus lectores menos rezongones, ésos que no quieren objetarle ni una línea al discurso del maestro, lo que de inmediato pone en marcha la máquina de las explicaciones. La más socorrida de todas consiste en argumentar que si bien es cierto que Rodó escribió la mayor parte de su obra en el siglo XX, en realidad él era un hombre del siglo XIX, y que ése y no otro es el contexto en que nosotros lo tenemos que leer. Eso es lo que sugirió, por ejemplo, Emir Rodríguez Monegal en su Introducción general a las Obras completas, de 1957.⁸ Una opinión aún más rotunda que la suya es la que dio a conocer Mario Benedetti nueve años más tarde:

    Es abusivo confrontar a Rodó con estructuras, planteamientos, ideologías actuales. Su tiempo es otro que el nuestro, y eso resulta palmario en una lectura minuciosa y total como la que he debido efectuar antes de compaginar este volumen [se refiere a Genio y figura de José Enrique Rodó…] Rodó no fue un adelantado, ni pretendió serlo. Es cierto que penetró en el siglo XX, pero más bien lo visitó como turista, incluso con la curiosidad y la capacidad de asombro de un turista inteligente; su verdadero hogar, su verdadera patria temporal, era el siglo XIX, y a él pertenecía con toda su alma y con toda su calma. Pero los capítulos de historia (así sea de la historia literaria) no solo están hechos por quienes los anuncian, sino también por quienes los culminan. Rodó no fue un precursor de la literatura nerviosa, conflictiva, torturada, de este siglo, pero fue un lujoso remate de una época que se extinguía.

    No quiero insistir mucho en la debilidad de estas afirmaciones. Me limitaré a observar que si Rodó no fue un hombre del siglo XX, como arguye Benedetti, y solo lo visitó como un turista, inteligente o no, no se explica cómo sus obras, y en particular Ariel, tuvieron la duradera resonancia nacional, continental e inclusive hispánica at large que el mismo Benedetti documenta. Tampoco se explica cómo lo elogiaron hombres con la solvencia crítica de Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, cómo existió una corriente de pensamiento hispanoamericano durante las primeras décadas del siglo pasado que se autodenominó el arielismo, cómo fue que los reformadores universitarios de los años veinte enarbolaron el libro en múltiples oportunidades, los de derecha y los de izquierda, desde Córdoba a La Habana (Julio Antonio Mella, por ejemplo, le rindió pleitesía), y cómo hasta los años cincuenta, que son los años en que yo completé mis estudios de enseñanza media, todavía en buena parte de los establecimientos educacionales de nuestra región las alocuciones de fin de curso seguían teniendo por detrás, como si estuviera ahí agazapado un consueta de teatro, las edificantes palabras de Próspero. Lo que Benedetti está tratando de explicar, y a propósito de lo cual se le pasa la mano evidentemente, es otra cosa. Está tratando de aclararnos que para el lector que es él, ahí, a mediados de la década del sesenta, en medio de una coyuntura histórica revolucionaria, Rodó no tiene la relevancia que había tenido para cientos y acaso para miles de hispanoamericanos hasta no mucho tiempo antes. Porque bien sabemos de la rebeldía de los años sesenta, que esos años se movilizaron en América Latina en el carro de intuiciones ideológicas y políticas de muy diferente naturaleza y que fue para esas otras intuiciones que el culturalismo rodoniano, como iba a demostrarlo en 1971 Roberto Fernández Retamar, no era el más eficaz de los aliados.

    Digamos entonces que si un escritor pertenece al siglo XIX y el lector actual no logra acceso a su trabajo si no es retrotrayéndose a sí mismo al siglo XIX, entonces el valor de ese escritor es puramente arqueológico, él es una pieza más dentro del museo de las estatuas olvidables, apenas un eslabón anónimo entre los muchos que conforman una cadena de mediocridades cuya importancia se reduce a servir de plataforma para que otro u otros sobresalgan y permanezcan. Rodó no es eso, obviamente. Puede habérselo parecido a Benedetti en los años sesenta, pero por razones que tienen que ver más con el propio Benedetti y su tiempo que con Rodó y el suyo.

    Con todo, las dificultades de lectura subsisten y, cualesquiera sean las explicaciones que se les den, sería obcecado negar que sus ensayos nos resultan corrientemente de trabajoso consumo, para empezar porque de continuo tenemos la sensación de hallarnos frente a un poeta que quiere ser un académico y frente a un académico que quiere ser un poeta. No acabamos de acomodarlo en ninguna de esas dos posiciones, ni qué decirse tiene. Y esto no por un afán nuestro de encapsularlo en tal o cual compartimento discursivo, sino por el más modesto de conocerlo en condiciones de mínima legibilidad. Caemos por fin en la cuenta de que Rodó no llega a ser un académico porque, aunque su erudición sea mayor y más reflexiva que la de Sarmiento, como Sarmiento no es propietario de un saber organizado. No obstante los esfuerzos que desplegó durante los cuatro años en que tuvo a su cargo una cátedra de literatura en la Universidad de la República (1898-1902), el crédito prácticamente sin restricciones que le extiende su biógrafo, editor y crítico, Emir Rodríguez Monegal, no le impide a éste reconocer que la erudición de Rodó era dispersa y que su vocación era la de un autodidacta reacio a la sistematización.¹⁰ Pero tampoco es un poeta, porque carece del genio que hace falta para eso (lo que tampoco significa que todos aquellos que fungen de poetas lo posean).

    El resultado de estas comprobaciones elementales es menos halagüeño de lo que nos comunican los críticos que aplauden en los libros de Rodó la novedad de un estilo que no se casa con ninguno de los paradigmas de la escritura finisecular latinoamericana. Esta otra línea de interpretación, que toma las dificultades con viento a favor, fue inaugurada por Alfonso Reyes hace ya más de ochenta años, cuando refiriéndose a Motivos de Proteo lo designó cabeza de serie de una nueva y completa teoría del libro, la teoría del libro amorfo, que como trasunto fiel e inmediato de los estados de ánimo es cosa absolutamente distinta del libro entendido a la manera clásica.¹¹ Bien vista, esta es una tesis que no se diferencia demasiado (que es potenciadora, diría yo) de la que, aliñada con los aderezos del lenguaje postmoderno, aparece en algunos trabajos deleuzianos de Ottmar Ette. Por ejemplo cuando éste arguye que "‘la ramificación de ideas y motivos’, en Motivos de Proteo, no recurre tanto a un modelo plenamente orgánico sino que busca más bien una estrutruración proliferante y descentrada que podríamos calificar de rizomática.¹² Alfonso Reyes ha de haberse sonreído en su tumba al enterarse de adónde habían ido a parar sus más que fiables observaciones de la década del veinte.

    Por mi parte, yo voy a permitirme discrepar tanto de las opiniones de don Alfonso, a quien mucho admiro, como de las atribuciones post de mi colega alemán, y mi razonamiento para hacerlo consiste en sostener que en el caso de Rodó nos encontramos en presencia de un discurso que es medroso y embaucador a la vez. Medroso porque es un discurso que no se arriesga a ser literatura y nada más que literatura, compensando su falta de coraje con el empleo de un nutrido repertorio de trucos seductores, o sea la literatura en su función ancilar, que decía el mismo Reyes (algunos de los favoritos entre tales trucos son la parábola, el período largo y marmóreo, las aliteraciones, los paralelismos, la adjetivación antepuesta doble o triple, la comparación casi siempre lexicalizada y el tono profesoril y presuntuoso), y embaucador porque añade a esa literatoide falta de atrevimiento, que como he dicho lo caracteriza inclusive a simple vista, el despliegue de una erudición vasta y tácticamente aturdidora.

    En cuanto a la línea gruesa del pensamiento temprano que lo alimenta, lo distintivo de ese discurso es su deslizamiento en puntas de pies entre las corrientes filosóficas, políticas y estéticas dominantes en la cultura uruguaya e hispanoamericana de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Por lo menos hasta la época en que se transforma en un incomprensible enemigo de los designios colegialistas de Batlle, Rodó no concibe su quehacer de intelectual si no es empujándolo dentro de los cauces que a aquéllos que manifiestan una vocación como la suya les ofrece el sistema de opciones de la cultura hegemónica. No muy distante del poder, pero tratando de hacerlo mejor, eso es cierto (básicamente, de hacerlo un poco más urbano de lo que es), pero sin que se le ocurra en ningún momento recomendar su reemplazo (o el reemplazo de sus símbolos canónicos) por otro/s distinto/s. Sin perjuicio de algunas osadías menores y de sus continuas quejas por la incomprensión de los poderosos, Rodó mantiene su pensamiento en el lado de acá de lo aceptado y lo aceptable. Benedetti aventura a propósito de esto una frase de connotaciones oscuras: demostró, dice, ciertos rasgos de heroísmo intelectual, frenados muchas veces por una evidente cortedad para la acción.¹³

    No sería justo hablar a su respecto de oportunismo, sin embargo. Menos aún de que José Enrique Rodó haya construido su personalidad de escritor a la manera del intelectual orgánico decimonónico, colaborador convencido y laborioso del Estado que le cancela sus sueldos mensualmente. Ni una cosa ni la otra. En cambio, aspira desde su adolescencia a establecer una relación de continuidad entre esa persona intelectual que él es o que él va a ser, si es que su programa de vida y actividad se cumple de acuerdo a lo que tiene previsto, y el ejemplo de los fundadores, el de los grandes intelectuales latinoamericanos de mediados del siglo XIX, los mismos cuya herencia literaria y política el advenimiento de la marejada modernizadora finisecular había puesto por aquel entonces en tela de juicio. Rodó no es así un rupturista, sino un continuador, pero no en el sentido en que lo pensó Benedetti hace cuarenta años, sino en el de un hombre que recoge, en otras circunstancias, para otras necesidades y con todas las modificaciones que deben suponerse y que existen sin duda, el bastón de relevo que unos predecesores epónimos le alargan desde atrás. En la biblioteca de su padre catalán tiene acceso a los clásicos españoles, pero junto con ellos también a El Comercio del Plata y El iniciador, así como a las demás publicaciones de los proscriptos argentinos de 1840 (Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Gutiérrez, principalmente). Ahí se educa, como él mismo lo reconocería y lo recomendaría algún tiempo después, en la literatura que el natural desenvolvimiento de la vida ha modelado para nosotros,¹⁴ hasta acabar sintiéndose más a sus anchas en la frecuentación de aquel grupo de próceres insignes que en la de sus contemporáneos modernos. Estudia y entiende a Darío, acerca de ello no hay duda. No solo eso, sino que se apresura a sugerir que él, como Darío, es un modernista también.¹⁵ Pero el tipo de escritor que desde su adolescencia ha tenido en perspectiva no es el que le ofrece Darío sino el que encarnan Juan María Gutiérrez, por un lado, y Juan Montalvo, por el otro.

    La introducción del constructo edípico bloomiano, el de El Precursor con el Efebo, deviene casi obligatoria en este momento. Rodó no escribe sobre Juan María Gutiérrez y Juan Montalvo por un simple prurito de conocimiento, me interesa que esto quede bien claro. Escribe sobre ellos porque en sus escritos y sobre todo en su conducta descubre rasgos que le parecen emulables. De Gutiérrez se ocupa desde temprano, en uno de los artículos que entregó para la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales,¹⁶ y regresa sobre él una década más tarde, como si en el perfeccionamiento de su retrato previo del padre de la historiografía literaria argentina estuviese recogiendo las nuevas adquisiciones incorporadas con el correr de los años en su propio perfil. En la espléndida generación de los románticos rioplatenses, ella misma sucesora de los tiempos de la Independencia, cuando con el advenimiento del romanticismo la literatura, que solo en desiguales ráfagas había cruzado por el tema de la anterior generación, inspira los primeros eficaces anhelos de una cultura literaria propia,¹⁷ Gutiérrez descuella, nos informa Rodó, por su armoniosa y señera figura, por cierto sosiego magistral, por su personificación de la tendencia a convertir el liberalismo desordenado de sus contemporáneos en obra consciente de sus fines y dueña de sus rumbos (672-673). Y si Alberdi poseyó más habilidad filosófica que él, Gutiérrez fue dueño en cambio de un mayor desinterés artístico, más pasión por la pura belleza literaria. Otro dato que no es desdeñable: entre la generación de los neoclásicos y la suya, la de los románticos, Juan María Gutiérrez representa para Rodó un término de transición. Cito:

    Mientras que, por una parte, le mantuvieron siempre en fiel amistad con la antigua literatura lo acrisolado y persistente de su cultura clásica y ciertas naturales afinidades de su espíritu, por la otra fue un principal cooperador en los propósitos de libertad y de verdad que despertaba el impulso revolucionario, a cuyo desenvolvimiento asistió, si no con la pasión romántica, con interés asimilador y benévola amplitud (673).

    A través de la carrera intelectual de Gutiérrez, Rodó está aludiendo aquí a la suya propia, eso es algo que a mí me parece que nosotros podemos aceptar sin reservas, de la misma manera en que en Ariel había hablado de sí mismo (de ese que él es o más bien, de ese que él está tratando de ser) ocultándose por detrás de la pose y palabras de Próspero. El pensador sosegado en tiempos revueltos, el que sabe lo que quiere y desde ese saber emprende la investigación y la crítica, el intelectual que une al derroche del conocimiento y la inteligencia el amor por la belleza, el pensador de espíritu ecuánime, que actúa de puente entre dos generaciones y entre dos perspectivas estéticas y políticas disímiles, el que respeta a los viejos y entiende a los jóvenes, aunque no siga a estos otros hasta las últimas consecuencias, permaneciendo junto a ellos por puro interés asimilador y benévola amplitud, ése es Rodó.

    En cuanto al ecuatoriano Juan Montalvo, dándose impulso desde sus espaldas Rodó se remonta por encima de la geografía ríoplatense y abarca el mapa grande de Hispanoamérica. Descubre así en Montalvo la síntesis entre Sarmiento, poderoso y genial, pero de una cultura inconexa y claudicante, de gusto semibárbaro, de producción atropellada y febril, y Andrés Bello, de firme y armónica cultura, de acrisolado gusto, de magistral y bien trabada dialéctica, pero falto de aliento creador y de unción y arranque en el estilo.¹⁸ En otras palabras, ha descubierto, esta vez en el autor de Los capítulos que se le olvidaron a Cervantes, la amalgama del enciclopedismo y el buen juicio neoclásicos, que para él representa el rector de la Universidad de Chile, con la fuerza creadora romántica y postromántica, que es la especialidad de Sarmiento. El mejor camino consiste de nuevo en poner al uno al lado del otro, en equilibrar, en armonizar, en introducir conciencia lúcida, sentido de las proporciones, madurez filosófica y gusto estético en una naturaleza, la americana, amorosa y pródiga como ninguna otra pero necesitada todavía de un mayor refinamiento. También, y éste no es un aspecto menor, le llama a Rodó la atención fuertemente el casticismo de Montalvo, sobre todo su manejo a lo Pierre Menard de la lengua de Castilla, algo que no había contado antes y que tampoco contaba por aquel entonces con partidarios convencidos en el Río de la Plata. La familiaridad del ecuatoriano con la cultura, la lengua y la literatura del Siglo de Oro español, su haber logrado (lo que constituye otra fusión emulable) el empalme del liberalismo moderno con las fuentes tradicionales de la cultura hispánica constituye un logro sustantivo a los ojos del autor de Ariel.

    En conclusión: Rodó está extrayendo del mensaje que desde el medio siglo rioplatense e hispanoamericano le transmiten esos dos precursores edípicos el hecho de haber construido ellos patria con su talento y con su sabiduría, así como con el concurso de una cierta memoria histórico-cultural. Ambos se pensaron como los herederos civiles de la epopeya de la independencia, de la patria libre pero todavía silvestre, horra de refinamiento letrado, que les legaron y les encomendaron los héroes, para que ellos, desde y con su lucidez, su erudición y su memoria, empujaran hasta nuevas y aun más excelsas alturas las tareas de la emancipación y la construcción nacional. Revistos a la luz de estas consideraciones, el ensayo casi infantil de Rodó sobre Bolívar, que después él corrige y enriquece, y su precoz culto de los grandes hombres y los héroes, que confirmó oportunamente en las páginas del Thomas Carlyle de Heroes, Heroe-Worship and the Heroes in History y en las del Ralph Waldo Emerson de Representative Men, cobran todo su sentido. En tiempos de Rodó, y sobre todo en un país como era el Uruguay de las postrimerías del siglo XIX, en el que el Estado no había logrado estabilizarse aún y donde los reventones caudillescos y hasta los asesinatos políticos andaban a la orden del día (intentaron asesinar al dictador Máximo Santos en 1886 y asesinaron en efecto al presidente Idiarte Borda, en 1897), éste es un programa que adquiere rasgos de necesidad: el intelectual emancipador y constructor de nación de antaño es, tiene que ser, hogaño, un intelectual regenerador y perfeccionador de nación.

    No otra es la motivación fundamental que tendrá la cruzada educativa de Rodó. Porque esa es una actividad intelectual que él desarrolla para consumo de su entorno inmediato, así como también, porque podía extenderla –porque la modernidad latinoamericana nos había llegado y se iba a quedar con nosotros lastrada por toda clase de residuos premodernos, algo acerca de lo cual la obra arcaizante de Montalvo constituye una prueba excelente–, para consumo del resto de América Latina. Para ello, su delgado progresismo comteano y su aún más delgado evolucionismo spenceriano y bergsoniano le sirven con generosidad: regenerar, perfeccionar, progresar, evolucionar hacia un futuro nacional y regional en el que las cosas van a ser incomparablemente mejores. En Las corrientes literarias en la América Hispánica, Pedro Henríquez Ureña, que lo quería bien, resumió este programa en una sola frase: predica, dijo verdades fundamentales, por más obvias que parezcan.¹⁹

    Por debajo se agita otra tentación, por supuesto. Divisamos nosotros ahí, en lo que viene a ser algo así como el subterráneo freudiano de su conciencia, la húmeda nostalgia del camino no tomado: el anhelo de lo prohibido, la seducción de los paraísos artificiales, el canto de la sirena exiliada y transgresora. En pocas palabras, el modelo del poeta rebelde, ése que desde sus propias trincheras le están soplando al oído los más jóvenes, el poeta modernista (en cualquier caso en su versión decadente, es lo que Rodó, tal vez a instancias de Clarín, decía), que lo visita por las noches, como quien dice de contrabando, que lo invita a salir de farra, pero de cuya compañía él se reprime puesto que el desempeño existencial de ese sujeto no se aviene para nada con su otro y más alto programa de vida. Por eso, acusa que "En América, con los nombres de decadentismo y modernismo, se disfraza a menudo una abominable escuela de trivialidad y frivolidad literarias, una tendencia que debe repugnar a todo espíritu que busque ante todo, en la literatura, motivos para sentir y pensar".²⁰ Pero la verdad es que a Rodó ese poeta decadente y modernista le hace guiños desde lejos, y a esto se asocia la tan comentada ambivalencia que muestra en su tratamiento de la figura de Rubén en el célebre ensayo sobre Prosas profanas. A Darío lo define mejor de lo que que ningún crítico fue capaz de definirlo en su propio tiempo y mejor (yo mismo lo he dicho en otra parte) que muchos, que casi todos después de él, pero Darío también le infunde pánico, por su desparpajo, por su desaprensivo cosmopolitismo, por su fría deliberación, por su irresponsable esteticismo.²¹ Nada de eso coincide con la seriedad de aquello en lo cual Rodó cree o cree creer. Opta por contenerse, en consecuencia, y lo hace, al menos hasta su etapa postrera, la que se inaugura con su distanciamiento de Batlle, hacia 1910, y termina con el abandono de sí mismo y con una muerte desterrada y solitaria en un hotel palermitano el 1 de mayo de 1917.²² Pero ése es solo el final, cuando lo oscuro que él guardaba celosamente en el sótano de su conciencia emerge a la superficie y acaba con su vida.

    En la primera época, sin embargo, la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales (obsérvese el nombre estrepitoso de la publicación, y no basta con argumentar que estas son pomposidades típicas del siglo XIX, porque no lo son o no lo son necesariamente. La revista que fundó Manuel Gutiérrez Nájera, en México, en 1894, se llamaba darianamente Revista Azul; la que publicó Francisco Contreras, en Santiago de Chile, en 1897, tuvo por nombre el muy chileno y muy siútico de Lilas y Campánulas, y la de Herrera y Reissig, en Montevideo, en 1899, se llamó Revista a secas), que apareció entre 1895 y 1897, cuando Rodó tenía entre los veinticuatro y los veintiséis años de edad, de la que él fue uno de los cuatro socios fundadores y su director, y que le sirvió de catapulta para la forja de una nunca más declinante reputación doméstica e internacional, fue un fiel espejo de su personalidad. Respetuosa de los grandes nombres, los uruguayos, los hispanoamericanos y los españoles, fue una revista sin mezquindades, que les ofreció tribuna a articulistas de procedencias y convicciones muy dispares, pero que se manifestó siempre mejor dispuesta para recibir la colaboración conservadora e influyente de los viejos que la díscola e inconsecuente de los jóvenes. En este aspecto, no deja de ser revelador que el número del 5 de junio de 1895, uno de los primeros que se publicaron, traiga un artículo de Rodó dedicado nada menos que al bardo español Gaspar Núñez de Arce,²³ de quien Martí había dicho quince años antes que no era un verdadero poeta²⁴ y del que Darío se había burlado cuando todavía estaba en Chile, en 1887, diciendo que el poeta hispano imitaba a François Coppée pero que tan grande era en él el brillo de la forma que los rasgos del autor francés desaparecen envueltos en la pedrería de las estrofas.²⁵

    Rodó, que abandona a Núñez de Arce poco tiempo después, no deja de procurarse por eso el patrocinio de otros peninsulares ilustres, el de Alas, el de Unamuno, el de Altamira, el de Valera, el de Menéndez Pelayo, el de Jiménez, aun cuando en su fuero interno se considere más próximo a la sensibilidad de los franceses, Michelet, Brunetière, Guyau, Quinet, Fouillée, Bourget, Renouvier, Bergson, Boutroux, Begehot, Bérenger y sobre todo Taine y Renan. También se sabe que desde 1904 ó 1905 tuvo deseos de echar el ancla en Europa y que así se lo confió en una carta a su amigo Juan Francisco Piquet, pero que en el tramo final de su carrera y cuando finalmente pudo emprender el gran viaje esa aspiración acabó circunscribiéndose a los límites del distrito de París.²⁶ Pero en la época de la Revista Nacional… el río de sus adhesiones se bifurca todavía entre españoles y franceses, teniendo como común denominador el doble principio de la prudencia y del buen gusto, lo que redunda en una apropiación desconfiada de la modernidad, que es el consejo que le dan los españoles, al fin y al cabo no mucho más modernos que él, y en una actitud ecléctica y conciliadora respecto de la pugna positivista/idealista, que es la recomedación de los franceses. Un ademán correlativo de respeto por el establishment, esta vez el político, podemos percibir en su record de hombre público, por lo pronto en su hoja de servicios parlamentarios, en la que dígase lo que se diga no es gran cosa lo que se puede espigar (las Obras completas traen una lista de sus discursos en la Cámara y la verdad es que, con dos o tres excepciones, como las de los discursos que se refieren a la reforma constitucional y a la libertad de expresión, la mayor parte de ellos resulta prescindible), un record respecto de cuyo espíritu, y yo me imagino que sin mala intención, Rodríguez Monegal se explaya así: una actitud reflexiva y serena, un respeto por la legalidad que supera las conveniencias partidistas, una posición mesurada que se apoya fuertemente en la visión teórica sin descuidar las exigencias prácticas, un sentido de la tradición del partido que le hace solidarizar (según dijo en marzo de 1910) el destino del Partido Colorado con los destinos mismos del país.²⁷ De estas palabras de Rodríguez Monegal yo extraigo un retrato óptimo de Rodó, o en cualquier caso un retrato óptimo del primer Rodó, el mismo que no habiendo cumplido aún los treinta años y echándose encima la capa de un viejo y venerado maestro exhorta en el Ariel a la juventud de América y la anima a entregar una porción de su alma para la obra del futuro.

    III

    Para profundizar un poco más en este escrutinio de sus preferencias estéticas y filosóficas en aquellos tiempos primerizos, voy a detenerme ahora en un texto de 1896, muy manoseado y que, según nos informan Mabel Moraña y otros, habría sido su primer trabajo de resonancia.²⁸ Me refiero a El que vendrá. En realidad es un ensayo no de los mejores que Rodó escribió, por lo que él mismo lo desconsideró posteriormente, pero que contiene no solo in nuce, sino que desarrollado en buena medida el núcleo de su pensamiento.

    En primer lugar, quiero que se advierta que Rodó percibe, piensa y escribe en El que vendrá desde el mirador que le ofrece la actualidad histórica europea, más que nada la francesa. Cuando él declara en este ensayo que todo, a nuestro alrededor, palidece y se esfuma,²⁹ uno tiene que entender que ese alrededor al que se está refiriendo, que es el suyo y presumiblemente también el de todos aquellos que son como él, no es el escenario provinciano y profundamente desigual en el que él desempeña sus funciones cotidianamente, un escenario en el que se ha ido ahondando como nunca la brecha entre el campo y la ciudad y donde un año después el caudillo popular Aparicio Saravia se pondrá a la cabeza de unas masas desharrapadas que lo único que querían era aire libre y carne gorda.³⁰ Es, en cambio, el de la historia y la cultura de allá, que es como o que debería ser como la historia y la cultura de acá. No debiera haber para Rodó diferencia entre unas y otras; hablar de América en América tiene que ser como hablar de Europa en Europa. Lo que les pasa a ellos nos pasa o nos debiera pasar a nosotros también.³¹ Es importante que no perdamos de vista el punto de hablada que aquí se está estableciendo, porque él va a constituirse en el locus sistemático de la enunciación del discurso rodoniano posterior, no solo en Ariel sino también en los ensayos que siguen a Ariel, los que no obstante su nacionalismo, su americanismo y todo lo demás, que el andar de los años traerá consigo y que sus críticos profesionales no se cansan de recordarnos, se mantiene hasta el fin sin variaciones sustantivas. Entre los escritores uruguayos del novecientos, nos informa a propósito de este mismo asunto Carlos Real de Azúa, tenían plena vigencia esas adhesiones emocionales, intelectuales y hasta casi deportivas hacia las diversas sociedades y culturas céntricas, las que valían muy a menudo por un pleno, total y muy definitorio compromiso personal. Y agrega Real de Azúa: No era esto todo, aún se concebían las emergentes culturas periféricas como un discipulado muy atento de ciertos períodos cenitales del pasado [el del centro, claro], fijados para siempre, cuajados suprahistóricamente en una ejemplaridad sin mácula.³² Pensar América va a seguir siendo entonces, para el ensayista maduro que llegará a ser Rodó en los años que vienen, pensar la región en el marco de un espacio y un tiempo más grandes, el de la cultura y la historia de Occidente, puesto de manifiesto de manera insuperable por el paradigma francés.

    Si tenemos esto presente, no tiene por qué sorprendernos que el diagnóstico de la coyuntura finisecular que Rodó nos entrega en El que vendrá se corresponda punto por punto con una de las especulaciones europeas más comunes acerca del tema. Para formularlo, Rodó echa mano, como tantos otros, como Spencer, como Nordau, como Le Bon, y como se extremaría hasta el paroxismo un par de décadas después en el Spengler de La decadencia de Occidente, de la ideología y retórica organicistas. El siglo XIX, que se abrió cien años antes con una aurora, se cierra cien años después con un ocaso. La historia de la humanidad habría completado uno más de sus ciclos naturales, por lo que en esos mismos momentos se debate ante la evidencia de un término reglamentario y calibrando las alternativas aún no cuajadas de un nuevo comienzo.

    El ocaso al que entonces se asiste importa una crisis doble, nos ilustra Rodó en seguida. Ella es por un lado la crisis del positivismo, por lo menos en la lectura más común de esa filosofía, ya que en lo esencial se trata de un cuestionamiento de su reduccionismo cientificista, de su desdén por el misterio y de su apego a una inalterable Objetividad (146), y por otro es la crisis del parnasianismo. En cuanto al positivismo, Rodó no se priva de rendir en El que vendrá un cálido homenaje, aunque sin dar su nombre, al iniciador que asombró con el eco lejano y formidable de sus luchas, nuestra infancia, a Augusto Comte (147). También homenajea, pero ahora dando los nombres respectivos, a dos discípulos de Comte, éstos más afines a su propia experiencia de crítico y ensayista puesto que como él fueron intelectuales que ejecutaron su trabajo en los dominios de la Prosa (Ibid.). Me refiero a sus muy admirados Taine y Renan. Respecto de la literatura de los poetas parnasianos, Rodó la lee como una respuesta esteticista, cuya falta de responsabilidad a él le parece reprobable, aunque no por eso menos comprensible y explicable, a las turbulencias y convulsiones de la civilización decimonónica. Es cierto que no elabora sus ideas de manera suficiente, pero a mí me parece que no es pedirle demasiado a este artículo juvenil si afirmamos que Rodó vislumbra y debate en él, tempranamente, el significado que la filosofía neokantiana le atribuye al espacio artístico como un refugio posible frente a la alienación y depredaciones del capitalismo:

    Hubo una escuela que creyó haber hallado la fórmula de paz, proscribiendo de su taller, donde amontonó el tributo de luz y de color que impuso regiamente a las cosas, todos los angustiosos pensamientos, todas las crueles dudas, todas las ideas inquietantes, y buscando la non curanza del Ideal en Brazos de la Forma. Puso en su pecho las flores que simbolizan el imperio del color sin perfume; colmó su copa del nephente que trae el bien del olvido. Obedeciendo a Gautier, cerró su pensamiento y su corazón, en los que reinó la paz silente del santuario, al estrépito del huracán que hacía estremecer sus vidrieras; y fue impasible mientras las llamas de la pasión devoraban en torno a su mesa de trabajo las almas y las multitudes; amante del pasado, evocadora de sus sombras, cuando más real era el interés del hecho vivo; desdeñosa y serena cuando la tempestad de la renovación y de la lucha precipitaba más frecuentes e impetuosas sus ráfagas sobre la frente de un siglo batallador. Pero esta escuela que olvidó que no era posible desterrar del alma de los hombres, como lo soñó el monarca imbécil, la fatal manía de pensar, fue condenada por los dioses del Arte que no consienten el triunfo del vacío más que los dioses de la Naturaleza.

    Esto culmina en el fracaso parnasiano:

    Entonces, la triste escuela dobló la cabeza sobre el pecho, para morir, guardando aún en la actitud de la muerte, la corrección suprema de la línea… (147-148).

    Todo lo cual quiere decir que el espectáculo histórico europeo y latinoamericano sobre el que Rodó posa la mirada hacia 1895 ó 1896 es el de un caos preocupante. Para aquel Rodó de los veinticuatro o los veinticinco años, la contemporaneidad es un tiempo de dispersión de voluntades y de fuerzas, de variedad inarmónica, que es el signo característico de la transición (149). Es así una época cuyos comportamientos no obedecen ya a las reglas del pasado, pero que tampoco está mostrando ni la imaginación ni la fuerza para generar un orden propio. Por eso es caótica, y ese caos es el que pretenden neutralizar aquellos que demandan un retorno a la interioridad, los de la cultura del yo y los buscadores del símbolo en un idioma que está hecho de imágenes (148). El crédito otorgado al artificio, a la ilusión y a la credulidad constituyen para el joven Rodó la

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