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Globalización e identidades nacionales y postnacionales
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Globalización e identidades nacionales y postnacionales
Libro electrónico297 páginas6 horas

Globalización e identidades nacionales y postnacionales

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Grínor Rojo plantea que es necesaria la crítica para el desarrollo democrático, y por ello explora cada una de estas nociones, su desarrollo en la historia, hasta cómo se entienden hoy en día. En este ejercicio los ciudadanos pueden desenmarañar ideas que no son ajenas, pues tienen repercusiones en las decisiones que se tomen respecto de las vidas de cada uno. Esas vidas individuales y comunitarias dependen del ejercicio crítico y democrático de todos y no solamente de aquellos que se proclaman como técnicamente aptos.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 nov 2015
ISBN9562828050
Globalización e identidades nacionales y postnacionales

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    Globalización e identidades nacionales y postnacionales - Grínor Rojo

    Grínor Rojo

    Globalización e identidades

    nacionales y postnacionales…

    ¿de qué estamos hablando?

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2006

    ISBN: 956-282-805-0

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2688 52 73 • Fax: (56-2) 2696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Para María del Carmen Fayos Casares

    Tal vez a função do escritor, do artista,

    do intelectual, seja dizer não…

    José Saramago.

    Conferencia de Pekín

    Prólogo

    Ha sido mi aspiración en este libro averiguar de qué estamos hablando realmente cuando usamos un grupo de términos que yo estoy muy de acuerdo en que son importantes para el discurso contemporáneo de las humanidades y las ciencias sociales pero que encuentro que andan por ahí empleados a la buena de Dios. Como son términos técnicos, que contienen nociones que podrían y quizás deberían llegar a ser conceptos, esto es, ideas claras y distintas sobre lo que los seres humanos somos y hacemos y, en particular, sobre los que somos y hacemos en el marco de una circunstancia histórica con cuyas verdades a medias (y con cuyas mentiras a medias) tenemos que tropezarnos a diario, me ha parecido conveniente dedicarle algún tiempo a este esfuerzo de definición. Mis objetivos son modestos y ambiciosos a la vez: modestos porque no intentan ingresar ningún tema nuevo en un repertorio que está a estas alturas saturado hasta el desborde y ambiciosos porque contradicen mucho de lo que la doxa canónica afirma acerca de él.

    Que quede claro entonces que si en las páginas que vienen se advierte una cuota significativa de crítica, ello no se debe a un capricho mío pueril por desacatar las ceremonias de un jolgorio al que asisten convidados de derecha y (es lo que se dice) también de izquierda sino a que yo considero que la crítica, además de saludable en sí misma, es un artículo de primera necesidad en medio del empobrecimiento democrático que actualmente nos aqueja. Necesario alimento para una ciudadanía cada vez más desapoderada, menos segura de sus potencialidades, más abandonada al arbitrio y las decisiones de quienes ella presume que son los que saben. Con todas las excepciones y matices que le hacen falta al maridaje foucaultiano del saber con el poder, no se puede negar que existe entre nosotros una suerte de sacralización de al menos un cierto tipo de saber, el saber burocrático y tecnocrático, y que esa sacralización es la que inhibe y finalmente neutraliza los intentos y hasta los deseos que los ciudadanos tienen o podrían tener para participar en los debates que atañen a la vida de sus comunidades.

    Al ciudadano común contemporáneo se le ha hecho comprar así, como si se tratara de un artículo de la mejor calidad, el liberalismo restrictivo que Benjamin Constant difundió hace ya casi dos siglos, aquel liberalismo que argumenta que, dados el tamaño y la complicación de las sociedades en que vivimos los modernos (y sobre todo los postmodernos, parece), es preciso incrementar las atribuciones de que goza el dominio de la representación de manera tal que los que saben más deben por eso mismo poder más, por lo que el único lugar en que a él le es posible tener iniciativa, el único sitio en el que le cabe reclamar sus derechos legítimamente, es el que se encuentra puertas adentro en el interior de su casa. Cuando ese discurso antidemocrático va flanqueado por un ideologismo conyugalista y familiarista más o menos pegajoso, por un estrechamiento y un envilecimiento de los espacios de la comunicación y opinión públicas y por un repliegue de hecho y simultáneo del Estado en lo relativo a sus deberes para con la educación del pueblo y, por lo tanto, de las posibilidades que el ciudadano en cuestión tiene para apropiarse con independencia y en igualdad de condiciones de los conocimientos que él concuerda en que son necesarios para intervenir con eficacia en los negocios del mundo, la cosa se pone aún peor. Porque el poder de que ahora disfrutan los burócratas y los tecnócratas, oportuna y diligentemente abastecido con el trabajo de los intelectuales orgánicos de un sistema económico y político al que unos y otros sirven con una devoción que premia bien, es el antiguo poder suyo. Convencido de su incapacidad para ejercerlo idóneamente, dejó que fuesen los que él se imagina que saben los que se hicieran cargo de él.

    Este libro proviene de las notas que tomé para dictar una conferencia en Marshall University, Estados Unidos, en octubre de 2003, por invitación de mi amiga la profesora María del Carmen Fayos Casares, a quien, por esa y por las demás muestras de afecto de que me ha hecho un receptor afortunado a través de los años, he querido dedicárselo. Los contenidos de esas notas, yo tengo la esperanza que en mejor forma que en su redacción primitiva, se disponen aquí a lo largo de diez capítulos: sobre la identidad y la diferencia, sobre las categorías y/o niveles de la identidad, sobre la nación, sobre la globalización, sobre el papel de la ciencia y la técnica en el desarrollo histórico en general y de hoy, sobre el capitalismo y algunas de las dificultades con que está teniendo que enfrentarse contemporáneamente, sobre el trance no menos escabroso por el que también están cruzando en estos momentos las identidades nacionales, para concluir mi trabajo con dos comentarios: uno que se ocupa de Jürgen Habermas y de las consecuencias que a su juicio tiene el salto hacia el postnacionalismo y otro que reconstruye la ruta que Fanon y Said cartografiaron desde la colonia a la nación y a la postnación. Añado a eso un epílogo nostálgico sobre La identidad y la literatura. Con todo, repito que es el aparato terminológico o una parte del aparato terminológico con que operan esos que dicen que saben, sus verdades a medias y sus embustes a medias, el que constituye el objeto prioritario de mi investigación.

    Leyeron prolija e inteligentemente el manuscrito y me obligaron a repensarlo y profundizarlo en varios puntos Ignacio Álvarez, Paula Miranda, Cristián Montes, Alicia Salomone, Lucía Stecher, Valentina Vega y Claudia Zapata. Para ellas y ellos, mis agradecimientos más sinceros.

    También doy las gracias a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, que apoyó este proyecto a través de su programa de incentivo a la investigación.

    Grínor Rojo

    La Reina, enero de 2005

    I. La identidad y la diferencia

    1

    Voy a poner en marcha este primer capítulo recordando que, si bien es cierto que acerca de nuestro tema existen algunas anticipaciones fragmentarias en los escritos de Parménides y Platón, el concepto de identidad se encuentra ya completo en la lógica aristotélica. Pudiera ser además que la más acabada de sus reformulaciones posteriores sea la que aparece en los escritos filosóficos de Leibniz, a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, o al menos eso es lo que aprendo en las enseñanzas de estudiosos diversos. En lo que dice relación con Aristóteles, aunque él no se haya tomado la molestia de elaborarlo especialmente, mencionándolo solo de paso en varios lugares de su obra, nada cuesta inferirlo en su fórmula característica, que es aquélla en la que ha llegado hasta nosotros, de algunos de los párrafos del Libro IV de la Metafísica, cuando el Estagirita discute la que según él es la principal dentro de las que después terminarían institucionalizándose como leyes del pensamiento: la de no contradicción. Escribe ahí Aristóteles: El principio más firme de todos es, a su vez, aquel acerca del cual es imposible el error. Ese principio, que él se declara en condiciones de asegurar que es el más conocido y que no es hipotético, sostiene que es imposible que lo mismo se dé y no se dé en lo mismo a la vez y en el mismo sentido. Y explica unos párrafos más adelante: si la opinión que contradice a otra opinión es su contraria, es evidente que es imposible que el mismo individuo crea que lo mismo es y no es¹ .

    De este modo, cuando sobre una persona o una cosa el lógico aristotélico nos dice que ella no puede ser y no ser a un solo tiempo, lo que en resumidas cuentas nos está diciendo es que esa persona o esa cosa está obligada a ser lo que es y que es únicamente en virtud de su ser lo que es, a partir de la cabalidad con que se realiza en el sujeto significado en el juicio esta predicación de principio (Es ignorancia el desconocer de qué cosas es preciso y de qué cosas no es preciso buscar una demostración, advierte nuestro autor un poco más abajo), que acerca del mismo se puede afirmar que él se comporta de la manera que presumiblemente es la suya incontestable y que a fortiori se pueden pronunciar los dictámenes de verdad a su respecto. En cuanto a la certidumbre de la verdad de las actuaciones de ese sujeto o a la certidumbre de su autenticidad, si es que nos estamos refiriendo a los seres humanos, ella queda en descubierto cuando los términos por medio de los cuales el lógico pone en relación el interior y el exterior, el fondo y la superficie, la esencia y la apariencia, calzan el uno con el otro en todas y cada una de sus partes (cuando son conmensurables íntegramente o cuando disfrutan de una misma extensión, creo que es lo que dictaminan sobre dicho suceso los especialistas). Esto no difiere del pensamiento posterior de Leibniz, entre otros textos suyos en uno que lleva por título [Verdades primeras] CA. 1689, donde se estipula que Verdades primeras son aquellas que enuncian lo mismo de sí mismo o niegan el contrario del propio contrario. Tales como A es A, o A no es no-A; si es verdad que A es B, es falso que A no es B o que A es no-B² .

    De lo que se desprende que, según Aristóteles y Leibniz, en cualquier situación de discurso en que nosotros recurramos al concepto de identidad vamos a estar haciéndolo a partir de un uso de la proposición primera, incuestionada e incuestionable a la que aludíamos en el párrafo precedente y que los términos que la integran son A, llamémosle , para el sujeto, y otra vez A, llamémosle , para el predicado. Así, cuando observamos en una persona que él o ella posee un fuerte sentido de su propia identidad, cuando en el lenguaje de todos los días proclamamos a los cuatro vientos que esa es una persona genuina o consecuente, por ejemplo, lo que estamos diciendo es que él/ella se conduce de completo acuerdo con un cierto algo (A², o sea la esencia de Aristóteles o el sí mismo leibniziano) que es previo a sus acciones (A¹). Ese algo previo, que antecede a y constituye el referente de sus acciones, también antecede a y constituye el referente de su identidad.

    2

    Sin que con ello estemos cambiando la dirección que deseamos darle a este escrutinio preparatorio en la genealogía del concepto, conviene que le vayamos haciendo un lugar en él ahora a la práctica teórica y a la práctica práctica que consiste en la determinación de identidades por el camino de la diferencia. También su fundamentación filosófica posee una historia extensa y prestigiosa, la que hasta donde nosotros sabemos va de Platón a Plotino a Porfirio a Nietzsche a Freud a Heidegger y a Adorno, para nombrar solo a algunas de las cabezas más luminosas que en los dos mil quinientos años de la historia de la filosofía de Occidente han asumido la tarea de pensarla (el capítulo de Hegel y los hegelianos tiene un carácter que es parecido a primera vista, pero distinto a la larga, según intentaremos demostrarlo dentro de un rato), todo ello hasta desembocar en el Derrida de La différance, la famosa charla de 1968, incorporada después en Marges de la philosophie (1972), que es donde sobrepujando a Saussure, con el cambio de la e por la a, Derrida convierte el différer de la difference no en un reemplazo de la presencia por la ausencia sino en un aplazamiento sine die de la presencia.

    Por mi parte, quiero que quede establecido de inmediato, y no sin cierto énfasis, que a mí no me cabe ni la menor duda de que esta estrategia de diferimiento infinito del significado, al que el filósofo descontruccionista prejuzga en un contubernio aborrecible con la metafísica de la presencia, es la que lo deja en seguida en posición de argumentar (¿prolépticamente?) que ningún concepto significa nada por sí solo. Escribe: Todo concepto está por derecho y esencialmente inscrito en una cadena o en un sistema en el interior del cual remite a otro, a los otros conceptos, por un juego sistemático de diferencias. Un juego tal, la diferencia, ya no es entonces simplemente un concepto, sino la posibilidad de la conceptualidad, del proceso y del sistema conceptuales en general³.

    O sea que, en opinión del autor de De la gramatología y dándonos con ello la impresión de que sigue así al pie de la letra los consejos del Ferdinand de Saussure que en el Curso de lingüística general nos educa acerca del carácter arbitrario y diferencial del signo, es la diferencia y no la esencia el elemento que confiere y administra la significación. Empeñado en extraerle a este prurito suyo de radicalización de la diferencia el máximo de su rendimiento dogmático, Derrida busca apoyo en un párrafo clave de Saussure, que copia sin comilleo y sin cursiva: "en la lengua no hay más que diferencias. Todavía más: una diferencia supone, en general, términos positivos entre los cuales se establece: pero en la lengua solo hay diferencias sin términos positivos. Ya se considere el significante, ya el significado, la lengua no comporta ni ideas ni sonidos que preexistan al sistema lingüístico, sino solamente diferencias conceptuales o diferencias fónicas resultantes de este sistema"⁴ .

    Pero con esta carta ganadora, que Derrida arroja sobre la mesa en apoyo de su plataforma de principio según la cual cualquier afirmación de positividad no es más que una treta metafísica, él hace la vista gorda respecto de un par de asuntos que a mí no me parecen obviables. Porque en primer lugar Ferdinand de Saussure es un lingüista, por lo que en la cita que yo acabo de reproducir no se está refiriendo al orden del mundo sino al sistema de la lengua y extrapolar lo que él declara acerca de este último, que es el objeto de conocimiento de una disciplina específica, que el ginebrino recorta/construye tomando toda clase de precauciones en el capítulo III de la Introducción y en el capítulo I de la Primera parte de su libro, al orden del mundo constituye una desmesura inconsulta, un abuso de confianza que no se justifica y que no creo que él hubiese autorizado. Saussure es riguroso para circunscribir el alcance de sus expresiones, harto más riguroso que Derrida y sus acólitos, embarcados estos otros en una empresa extremadamente problemática de lingüistificación de lo real.

    Pero aún si esa extrapolación fuese admisible, el lector del libro completo de Saussure no podrá menos que advertir que éste pone a un lado la significación y en el otro el valor de los signos, y que al hacerlo reintroduce en su tratamiento del problema que aquí nos interesa una perspectiva metodológica dual. Para elaborarla, coquetea homológicamente con la oposición que establecen los economistas entre el valor de uso y el valor de cambio de los objetos. La significación lingüística es para él algo así como el valor económico de uso, o sea que es la idea en estado puro, el concepto inicial, el significado o, lo que es lo mismo, la contraparte de la imagen auditiva, el significante. Por el contrario, el valor lingüístico, que depende de las potencialidades de contacto y sobre todo de comparación (de intercambio mediado, en sentido estricto) que poseen los signos, se asemejaría en su opinión al valor económico de cambio que en los objetos sobreimponen sus actuaciones en el mercado o, mejor dicho, su desempeño en aquellas transacciones en las que actúa el dinero a modo de tertium comparationis.

    El valor lingüístico se incorpora entonces, en este mapa lingüístico saussureano, en el capítulo VI de la Segunda Parte del Curso…, solo en tanto cuanto se produce la relación intermediada entre un signo y los demás del sistema al que ese signo pertenece. El valor de la palabra, precisa Saussure a mayor abundamiento, no está fijado mientras nos limitemos a consignar que se puede ‘trocar’ por tal o cual concepto, es decir, que tiene tal o cual significación; hace falta además compararla con los valores similares, con las otras palabras que se le pueden oponer. Su contenido no está verdaderamente determinado más que por el concurso de lo que existe fuera de ella. Como la palabra forma parte de un sistema, está revestida no solo de una significación, sino también, y sobre todo, de un valor, lo cual es cosa muy diferente⁵ .

    A partir del corto análisis que acabo de completar, yo pienso que puede llegarse responsablemente a la conclusión de que en aquel episodio inaugural de la historia de la moderna ciencia del lenguaje, cuando el padre fundador de la misma nos advierte que en la lengua no hay más que diferencias y que ya se considere el significante, ya el significado, la lengua no comporta ni ideas ni sonidos que preexistan al sistema lingüístico, lo que nos está advirtiendo no es que los signos carezcan de una significación que es suya y nada más que suya, que respondan a tal o cual concepto, como él escribe, sino que ellos poseen además un valor relacional, el que surge cuando se produce el intercambio consabido entre el signo y otros signos.

    Por otra parte, a Saussure le importa refutar también la postura que afirma que existe una motivación directa de (o una representación directa en) la significación de las palabras por (de) lo que sea que se encuentra fuera de ellas, lo que como se recordará era o fue la falacia onomatopéyica en que perdieron el seso los etimologistas de los siglos XVII y XVIII y que todavía gozaba de algún crédito en el momento de la escritura del Curso... El significado y el significante se encuentran ya en el sistema, él mismo lo dice. Muy distinto es que, como hemos visto que también ocurre con el valor, esa significación ya instituida sea ella igualmente un dato de índole social y, en consecuencia, arbitrario y mudadizo. No se trata de un fenómeno de la naturaleza, por lo tanto, dotado de la durabilidad que tales fenómenos tienen o que a nosotros se nos antoja que ellos tengan, sino un constructo de la historia.

    3

    También a los sociólogos y sobre todo a los antropólogos contemporáneos sus investigaciones de campo los inducen a poner el acento mucho menos en la identidad que se forma a base del sí mismo de uno mismo que en la que se forma como una consecuencia del contacto (de la circulación en el mundo: cotejo/contraste) entre ese sí mismo de uno mismo y el sí mismo de los otros. Y me apunta mi colega la etnohistoriadora chilena Claudia Zapata que a menudo llevando a cabo su trabajo de una manera tal que acaban desencadenando con él un efecto teórico y práctico de boomerang, cuando también ellos radicalizan la política de defensa antiesencialista de la diferencia hasta el punto de darle una vuelta completa, convirtiéndola al fin en un axioma de carácter absoluto (o, lo que es lo mismo, esencial), que no solo hace suyas sino que además cientifiza las aspiraciones de excepcionalidad de las comunidades con que se vinculan.

    Porque, aunque es comprensible enteramente que esas comunidades endurezcan sus posiciones al empeñarse a sí mismas en una campaña de autoafirmación identitaria, como respuesta reactiva después de una larga historia de discriminación y de odios, no es comprensible ni aceptable que los profesionales que se dedican a estudiarlas suscriban sin reservas la lectura que por tan buenas razones ellas hacen de su propio malestar. Me refiero a la lectura políticamente correcta pero filosóficamente especiosa que transforma al reclamo de identidad por el camino de la diferencia en un arma disasociadora hipertrofiada, dándole la forma de un discurso de ghetto, con un desenlace que es devastador a la postre y respecto del cual nuestro deber crítico es ponernos en guardia. Por lo demás, la nota precautoria en cuanto a los riesgos ominosos de esta estrategia de repliegue del sujeto subalterno no es nuestra solamente. Como nos cuidaremos de documentarlo en el momento oportuno, Alain Touraine, en ¿Podremos vivir juntos?…, y Manuel Castells, en el volumen segundo de La era de la información…, se han ocupado ya de ella con lucidez y con fuerza.

    Pero escuchemos ahora una de las voces más atendibles que nos llegan desde el ruedo antropológico: Como científicos, nosotros entendemos que esa pretensión de instalar esencias eternas está basada en ficciones. Sabemos, en primer lugar, que los grupos que afirman tener atributos en común en virtud de la descendencia cambian con el transcurso del tiempo. Sabemos que esos atributos se mantienen activos en determinadas situaciones y caen en el olvido en otras. Sabemos también que tales entidades siempre existirán en presencia de otras etnias, pueblos, naciones; que ellas se mezclan y se funden con otras, tanto biológica como culturalmente; y que, por consiguiente, las entidades sociales y culturales y las identidades no son dadas sino construidas en el torbellino de los cambios. Es este un pronunciamiento de Eric R. Wolf ⁶ , quien como puede verse dirige su mirada hacia la fragilidad que es constitutiva de las construcciones identitarias, así como hacia la gravitación que en el permanente configurarse y reconfigurarse de esa fragilidad tienen los otros, lo que subraya hasta el borde de la fanfarronada con la anáfora del verbo sabemos (nosotros los científicos sabemos), y que yo traigo a colación en estas páginas porque él es, lo repito, uno de aquellos que más y más concienzudamente defienden la idea de que las identidades nacionales son, siempre o en la mayor parte de los casos, constructos que asimismo se hacen y rehacen. Esos constructos emergen, es lo que añade Wolf, en el curso de ciertas dinámicas transformadoras cuyo punto de arranque es por lo común externo a los individuos que las experimentan, y sus resultados son los que pueden interpretarse antropológicamente en términos de aculturación, que es el concepto clásico por el que este antropólogo opta en sus escritos tempranos, o de contienda hegemónica, en los tardíos.

    Pero para nuestros objetivos actuales la contribución de Wolf al debate en torno al problema de las identidades, aunque merecedora de respeto, no es la que recaba la cuota mayor de autoridad. Ella se ocupa del origen no esencial del referente (A²) y no cuestiona para nada ni la entereza de los términos ni la estructura diádica de la relación que se entabla entre ellos: un sí mismo entero, habiéndose constituido por reproducción o por discrepancia respecto de otro sí mismo entero, fija el rumbo hacia donde se orientan los actos de quien quiera que sea el sujeto colectivo acerca de cuya identidad el especialista wolfiano en ciencias sociales se habrá parado a investigar.

    Por eso es que a mí me parece que va ser provechoso contrastar aquí sin más demora la ganancia teórica que se desprende de las reflexiones metaantropológicas de Wolf (y que como quiera que sea es la mayoritaria en el contexto de su disciplina: nosotros los científicos sabemos) con el argumento postcolonialista de Gayatri Spivak, quien, dándole a la fragilidad de las estructuras identitarias wolfianas una vuelta de tuerca más vigorosa todavía, transforma en bandera de lucha el axioma según el cual tampoco la conciencia del sujeto subalterno es recuperable (en rigor, que no es concebible y representable) tectónicamente, lo que

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