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La construcción histórica de la juventud en América Latina: Bohemios, Rockanroleros y Revolucionarios
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La construcción histórica de la juventud en América Latina: Bohemios, Rockanroleros y Revolucionarios
Libro electrónico817 páginas10 horas

La construcción histórica de la juventud en América Latina: Bohemios, Rockanroleros y Revolucionarios

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El presente libro aspira a ser una aproximación de conjunto –ni oclusiva ni conclusiva– a la historia sociocultural de las y los jóvenes en América Latina en el siglo XX, intentando comprender a la(s) juventud(es) como fenómeno, proceso y experiencia histórica, y retratando la pluralidad de formas a través de las cuales las y los jóvenes se presentan en público y son representados por las instituciones, los intelectuales, la industria cultural y los medios de comunicación. De este modo, se buscan raíces, se identifican territorios, se exponen lenguajes, valores y concepciones, tomando en consideración distintos países y periodos del siglo pasado. Desde múltiples andamiajes teórico-metodológicos, que van desde los estudios culturales y la antropología posnacional, hasta la historia oral, la obra emprende –en su primera parte–, esfuerzos de síntesis teórica e histórica que tienen como objetivo ofrecer una visión sumaria de la construcción histórica, transcultural y conceptual de la juventud en América Latina. En la segunda parte, se abordan casos nacionales de cariz temporal amplio –varias décadas, especialmente del siglo XX– y se ofrecen estudios comprehensivos de México, Brasil, Argentina y Chile. En su último apartado, se sitúan investigaciones sobre procesos, espacios geoculturales y temporales específicos, los que se desarrollan en una serie de monografías sobre trayectorias juveniles en la Frontera México-Estados Unidos, Nicaragua y Colombia.
IdiomaEspañol
EditorialCuarto Propio
Fecha de lanzamiento1 may 2016
ISBN9789562606400
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    La construcción histórica de la juventud en América Latina - Yanko González

    Ensayo / Estudios Culturales

    LA CONSTRUCCIÓN HISTÓRICA

    DE LA JUVENTUD EN AMÉRICA LATINA.

    BOHEMIOS, ROCKANROLEROS & REVOLUCIONARIOS

    LA CONSTRUCCIÓN HISTÓRICA

    DE LA JUVENTUD DE AMÉRICA LATINA

    Bohemios, Rockanroleros & Revolucionarios

    Yanko González & Carles Feixa

    •Sergio Balardini • Augusto Caccia-Bava • Hernando Cepeda

    • Gérard Lutte • Dora Isabel Paiva da Costa • José Antonio Pérez-Islas

    • Maritza Urteaga• José Valenzuela Arce

    La investigación en que se basa parte de este libro fue desarrollada con el apoyo del Proyecto Fondecyt 1130073. Los autores agradecen el aporte, para la publicación de este libro, de la Dirección de Investigación y Desarrollo y de la Vicerrectoría Académica de la Universidad Austral de Chile.

    LA CONSTRUCCIÓN HISTÓRICA DE LA JUVENTUD

    EN AMÉRICA LATINA

    Bohemios, Rockanroleros & Revolucionarios

    © YANKO GONZÁLEZ C. Y CARLES FEIXA P.

    Inscripción: Nº 223.285

    I.S.B.N.: 978-956-260-640-0

    © Editorial Cuarto Propio: Valenzuela Castillo 990,

    Providencia, Santiago

    Fono/Fax: (56-2) 2792 6520

    www.cuartopropio.cl

    Imagen de portada:

    Reclusión de 600 estudiantes en el Campo Militar

    Nº 1 posterior a la matanza de Tlatelolco (México, 1968).

    Intervención de Arturo Figueroa y Paola Lagos

    sobre archivo fotográfico de Raúl Álvarez Garín.

    Diseño y diagramación: Rosana Espino

    Edición: Paloma Bravo

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Impresión: Dimacofi

    IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

    1ª edición, junio de 2013

    Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile

    y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

    PRESENTACIÓN Y ADVERTENCIAS

    "No sin desconfianza acepta uno escribir

    otro artículo más sobre juventud"

    (Erik Erikson)

    La juventud es un Jano de dos caras: una amenaza de presentes oscuros y una promesa de futuros radiantes. Las y los jóvenes son ángeles que nos deslumbran y monstruos que nos asustan (o, para decirlo en femenino, princesas que nos encantan y víboras que nos devoran). Este libro narra la construcción histórica de la juventud en América Latina en un contexto global, tanto como realidad social y cultural, así como idea teórica y representacional. Las aproximaciones histórico-culturales y comprehensivas a las y los jóvenes se han elaborado de sobremanera a partir de perspectivas centroeuropeas y anglosajonas. Desde el trabajo clásico de Ariès (1973), que toma sus datos de la Francia medieval y moderna, a la antología de Levi y Schmitt (1996), pasando por otras obras pioneras¹, y algunas más recientes², las teorías sobre la construcción histórica de la infancia, la adolescencia y la juventud se han fraguado con cierto sesgo etnocéntrico –más precisamente eurocéntrico (Nilan y Feixa, 2006)–.

    En América Latina los acercamientos diacrónicos al mundo juvenil han tenido un lento desarrollo debido, entre otros factores, a una entrecortada tradición de estudios sistemáticos sobre juventud, la que ha privilegiado –por varias décadas– una instrumentalización desarrollista del conocimiento generado o la focalización en algunos colectivos juveniles por sobre otros (estudiantes, por ejemplo). Todo ello enmarcado en una mirada presentista y precariamente relacional, derivada –en muchas tradiciones investigativas nacionales– de la ausencia de un espesor teórico y empírico para dar cuenta de la construcción y dinámica de la(s) juventud(es) en la diversidad temporal, social y cultural en América Latina. Dicha situación se agravó durante mucho tiempo por una perspectiva historiográfica restringida al catequismo patrio de los actores importantes desde el punto de vista político-económico, lo que marginó de la historia a aquellos sujetos que se creía no tenían relevancia per se en la construcción de la misma. La historia –dirían los historiadores chilenos Gabriel Salazar y Julio Pinto– está poblada (monopolizada) por adultos de segunda o tercera edad. Tal vez, por lo anterior, es que la mayoría de las ‘definiciones’ de niñez y juventud no las asumen como sujeto histórico (2002: 9). Del mismo modo, como reconoce el historiador Igor Goicovic, los jóvenes no han convocado el interés de los historiadores ni en general ni en particular (2000: 104-105)³. En efecto, las investigaciones sociohistóricas en América Latina han desaprovechado una fuente capital para comprender el transcurso de los procesos socioculturales y políticos de nuestras sociedades desde una óptica clave para dar cuenta de sus transformaciones, como es la constitución y expresión de las identidades juveniles y la elucidación de la construcción cultural que se tiene de lo juvenil en determinado tiempo y espacio socio-cultural. Ello revela muchos de los mecanismos y recursos disponibles con los cuales la sociedad regula el ciclo vital de sus individuos, asignándoles determinados roles y status y, de sobremanera, los dispositivos por los cuales la sociedad segmenta, propone y justifica la distribución de las desigualdades.

    Sin embargo, desde mediados de los años noventa, se evidencia una diversificación teórica y tópica de los estudios sobre juventud en la región. Las compilaciones de Mario Margulis (1996); Jaime Padilla (1998); Humberto Cubides, María Cristina Laverde y Carlos Valderrama (1998); o los aportes de José Manuel Valenzuela (1997), Maritza Urteaga (1998) y Rossana Reguillo (2000), entre muchos otros, evidencian el influjo de los estudios culturales y subalternos, cuyo giro semiótico, heterodoxia metodológica y teórica contribuyeron directa o reflejamente a relevar los acercamientos a un repertorio plural, tanto de culturas juveniles, tribus urbanas, juventudes femeninas y masculinas, novísimos movimientos sociales juveniles, juventudes indígenas y rurales, así como la historicidad de dichos colectivos e identidades. Ello permite comprender el desarrollo, en algunos países de la región, de estudios que abarcan y sintetizan parte del devenir sociohistórico y cultural de las y los jóvenes en sus respectivos territorios y, consecuentemente, en sus diversas vertientes identitarias. Ejemplares resultan aquí la obra de Gabriel Salazar y Julio Pinto (2002) en Chile y la compilada por José Antonio Pérez-Isla y Maritza Urteaga (2004) en México. Junto a ellos, cabe destacar otros esfuerzos de cariz continental que abordan algunas temporalidades y colectivos juveniles específicos (estudiantes fundamentalmente), como los de Portantiero (1987) y otros de reciente aparición, como los estudios binacionales sobre movimientos estudiantiles de izquierda de Víctor Muñoz (2012) y sobre culturas juveniles ligadas al rock de Hernando Zepeda (2012)⁴.

    Aunque los actores, perspectivas y focos de investigación se han ampliado e intensificado, la superación sistemática del presentismo en los estudios de juventud es una tarea pendiente en gran parte del continente, por lo que subsisten enormes interregnos investigativos y múltiples retos en orden a reconceptualizar la juventud desde una perspectiva latinoamericana (como ámbito geográfico, académico y cultural)⁵. Dicha situación es la que intentamos contribuir a subsanar hace algunos años un grupo de investigadores e investigadoras en juventud –de diversas disciplinas científico sociales–, motivados por iniciar un proceso sistemático de estudios sociohistóricos –además de comprehensivos y contrastivos– sobre el mundo juvenil latinoamericano (Caccia Bava, Feixa y González, 2004). Dicha obra, publicada en Brasil y en portugués, recogió algunos casos ejemplares de la dialéctica y, principalmente, de la diacronía de estos colectivos en la región, particularmente del cono sur, y es el antecedente seminal del actual trabajo⁶.

    En esa obra –y desde una perspectiva global sobre las escasas investigaciones históricas, culturales y ensayos atomizados acerca del transcurso de la identidad juvenil latinoamericana– pudimos establecer que existe una intensificación en la aparición de este segmento social que se mueve desde los que disfrutaban del privilegio de aquella condición –pertenecientes a las elites económicas e ilustradas–, hasta una visibilidad mayor y posterior masificación y exclusión, iniciada con la expansión social de las instituciones educativas. El hito emblemático inaugural se situaría en el movimiento de Reforma Universitaria de Córdoba, Argentina, en 1918⁷.

    Así, y en forma progresiva, las juventudes latinoamericanas se irán asentando al amparo de los espacios que las mismas conformaciones sociales de la región irán construyendo, posibilitados por la expansión educativa y la ampliación de las capas medias urbanas. Todo ello en el contexto de la modernización y las políticas desarrollistas operantes en América Latina, donde los jóvenes comienzan a ser definidos como sujetos de derecho y sujetos de consumo (aceleradamente en las décadas del cincuenta y sesenta). De este modo se comprende un transcurso más o menos complejo que va desde los que disfrutan hasta los que padecen la juventud. El trayecto incluye la proliferación de juventudes políticas y movimientos juveniles revolucionarios de base urbana y rural (Cuba, Nicaragua y sus influencias), y diversos movimientos estudiantiles, cuyos dirigentes engrosarán las elites gubernamentales de los diversos Estados Nacionales, en un marco internacional de protagonismo juvenil y emergencia del mercado adolescente; hasta la aparición de amplios sectores juveniles marginados y pauperizados en la década de los ochenta y noventa –ejemplares resultan las juventudes urbano-populares, rurales e indígenas–, producto de la recesión mundial y los reajustes estructurales. La ruta, en gran parte del continente, incluye la visión estatal de una juventud a educar y disciplinar en los años cincuenta a una juventud a controlar y sancionar en los años sesenta, y donde recién en los años ochenta, como tendencia más generalizada, se comenzará a tomar consciencia de la crítica situación de los jóvenes fruto del riesgo potencial que representa este colectivo para la sociedad como agente social dañado.

    En la misma senda de nuestro trabajo del año 2004, el presente libro aspira a ser una aproximación de conjunto –y algo más ambiciosa– a la historia de las y los jóvenes en América Latina en el siglo XX, intentando comprender a la(s) juventud(es) como fenómeno, proceso y experiencia histórica, y retratando la pluralidad de formas a través de las cuales las y los jóvenes se presentan en público y son representados por las instituciones, los intelectuales, la industria cultural y los medios de comunicación. De este modo, se buscan raíces, se identifican territorios, se exponen lenguajes, valores y concepciones, tomando en consideración distintos países y periodos del siglo pasado. Creemos que ello se hizo posible a partir de la convergencia permeable entre dos énfasis disciplinarios para dar cuenta de la dialéctica identitaria en el mundo juvenil: la antropología sociocultural y la historia. Si la condición juvenil es construida culturalmente y hunde sus determinaciones en los contextos históricos específicos, estos énfasis disciplinarios son capaces de desentrañar algunos de los elementos con los cuales esta condición identitaria se articula. La antropología de la juventud –o de las edades– en su análisis de la alteridad cultural, ha dado las claves sincrónicas donde esta condición se asienta; por su parte, la historia fue capaz de distinguir los contenidos, mecanismos y procesos que constituyen dichas identidades en contextos y tiempos particulares. En este sentido, la mirada diacrónica tuvo una ventaja fundamental para dar cuenta del fenómeno: es un mosaico que contiene los catalizadores y las piezas capitales con las cuales las distintas adscripciones juveniles se van construyendo.

    Como el lector podrá apreciar, el libro se organiza en torno a tres ejes. El primero aborda esfuerzos de síntesis teórica e histórica que se traducen en dos capítulos que preludian la obra. Si bien dichas tentativas tienen como objetivo ofrecer una visión sumaria –muy condensada– de la construcción histórica, transcultural y conceptual de la juventud en América Latina, su característica fundamental es la de sostener una mirada relacional y contrastiva, ya en el interior del continente, ya con su exterior. Estos apartados introducen, enfatizan y muchas veces iteran –con cierta pulsión ordenadora y dirigida a un público más amplio que el especializado– muchos de los aportes desarrollados en los siguientes apartados de la obra.

    En el segundo eje del libro se abordan casos nacionales de cariz temporal amplio –varias décadas, especialmente del siglo XX– y se ofrecen estudios comprehensivos de México, Brasil, Argentina y Chile. El lector podrá adentrarse aquí, a partir de un conjunto de hitos procesuales, a aproximaciones sociohistóricas y culturales extensivas sobre el devenir de las identidades juveniles situadas en aquellos estados nacionales. Por otra parte, en el tercer eje de la obra se sitúan investigaciones sobre procesos, espacios geoculturales y temporales específicos, los que se desarrollan en una serie de monografías sobre trayectorias juveniles en la Frontera México-Estados Unidos, Nicaragua y Colombia. La particularidad de estos capítulos no es solo su mayor focalización, sino también, sus andamiajes teórico-metodológicos, que van desde los estudios culturales y la antropología posnacional, hasta la historia oral.

    El conjunto de estos ejes, esperamos, logre ahondar en el conocimiento histórico-cultural del mundo juvenil, visibilizando y amplificando aquellas voces que posibilitaron la emergencia de nuevas generaciones de latinoamericanas y latinoamericanos jóvenes en el siglo XXI. No obstante, aunque esta sumatoria de esfuerzos constituye un avance –esperamos significativo–, resulta evidente que aún faltan muchos espacios, territorios e identidades generacionales en las múltiples y polisémicas temporalidades del continente. Baste decir que desde su génesis –hace ya más de una década– los suscritos han pensado y proyectado una obra tentativa, abierta –como ésta y la precedente de 2004–, ni oclusiva ni conclusiva, cuya constante será su permanente incremento e intensificación investigativa. Se trata, al fin y al cabo, de proponer sistemática y pertinazmente, una nueva forma de entender la ciudadanía en la América Latina del siglo XXI: ya no solo como un proceso de incorporación al estado-nación de los sujetos y los grupos históricamente marginados u omitidos (vistos como un todo culturalmente homogéneo), sino como un proceso de inscripción sociohistórica de las diferencias, particularmente de las generacionales, a las nuevas identidades nacionales y transnacionales en construcción.

    Para finalizar, quisiéramos agradecer a los/as destacados/as y generosos/as investigadores/as que han colaborado en esta dilatada quimera, que ya es libro. Al mismo tiempo –y aunque nombrar es olvidar–, reconocer la valiosa asistencia editorial de Sebastián Figueroa, Coordinador de la Oficina de Publicaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile y Paloma Bravo, editora de Cuarto Propio.

    Yanko González & Carles Feixa,

    Valdivia y Lleida / 2002-2013

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    1 Ver, entre muchas otras obras: Musgrove (1964); Demos y Demos (1969); Ariès (1973); Kett (1977); Crubellier (1979); Alba (1975); Gillis (1981); Mitterauer (1986); Postman (1990); Griffin (1993); Palladino (1996).

    2 Ver: Dogliani (2000); Knopp (2001); Savage (2007); Mir (2007); Souto (2007); Fowler (2008); Turmel (2008); Leccardi et al. (2011).

    3 Cabe citar como excepción la reedición de textos de los cronistas de indias (Sahagún, 1985); algunos estudios sobre la educación y el sistema de cargos en la América prehispánica (Carrasco, 1979; Díaz, 1988); así como las numerosas publicaciones sobre el movimiento estudiantil de 1968 (por ejemplo, Zermeño, 1984; Poniatowska, 1988).

    4 Ver también una excelente compilación sobre los movimientos juveniles frente a las dictaduras militares (Jelin y Sempol, 2006) y las aportaciones del GT de CLACSO Juventud y nuevas prácticas políticas en América Latina (Alvarado y Vommaro, 2010).

    5 Los autores de este texto hemos venido trabajando bajo esta perspectiva desde el comienzo de nuestras labores investigativas. A mediados de los años ochenta Carles Feixa realiza una investigación sobre la condición juvenil en una ciudad media del interior de Cataluña, basada en la observación participante y en la construcción de historias de vida (1988); con posterioridad lleva a cabo una historia oral de cinco generaciones juveniles que presenta como tesis doctoral (1990) y publica un libro (1998) en el que aborda varios ejemplos transculturales que se desarrollan en el capítulo siguiente, tema que ha retomado recientemente en un texto publicado en una revista internacional de neurociencias sobre el cerebro adolescente (2011). Yanko González hace lo propio en un distrito rural del sur de Chile, indagando la construcción sociocultural de la juventud en el mundo campesino y mestizo a lo largo del siglo XX a partir de una etnografía histórica; investigación que se trasforma en su tesis doctoral (2004). Posteriormente ha publicado varios artículos especializados sobre historia y antropología de la juventud chilena en el siglo XX (2002, 2010, 2011). Ambos colaboraron en un primer intento de esbozar un marco conceptual para el análisis transcultural de la juventud en América Latina (Feixa y González, 2005, 2006).

    6 Igualmente, en 2002 Carles Feixa presentó un working paper titulado La construcción cultural de la infancia y la juventud en América Latina, en un encuentro realizado en la Universidad de Marilia (Brasil), fomentando un interesante debate on line (2002). Ese mismo año coeditó tres volúmenes que incluían diversos estudios sobre movimientos juveniles en la Península Ibérica y América Latina (Feixa, Costa y Pallarés, 2002; Feixa, Saura y Costa, 2002; Feixa, Molina y Alsinet, 2002). Ver también Feixa (1998, 2011).

    7 Sobre la reforma universitaria de Córdoba, además del clásico ensayo de Mariátegui (1988 [1928]) y de otro más reciente de Faletto (1986), ver los trabajos de Portantiero (1987), Balardini (2002) y Tünnermann (2008).

    PRIMERA PARTE

    La construcción histórica de la juventud:

    Teorías y representaciones

    Capítulo 1

    El nacimiento de la juventud:

    Hacia una historicidad transcultural

    Carles Feixa

    Yanko González

    Nuestra sociedad está perdida si permite que continúen las acciones inauditas de las jóvenes generaciones.

    Estamos viviendo una época difícil. Sobre la juventud pesan buen número de interrogantes, de problemas de difícil solución. No hay trabajo. Los jóvenes llegamos a los 25 años y la vida estalla con flores de mil colores en nuestro interior. Queremos luchar, fundar una familia, ser felices. Pero no hay trabajo... somos una carga para la familia, llamemos a la puerta que llamemos, todo el mundo nos responde ¡Hay crisis! ¿Qué porvenir nos espera?

    A nadie le extrañaría leer estas frases en el periódico de la mañana, escucharlas en el metro o en el supermercado. La primera podría haberla pronunciado el ministro de educación (inquieto por el creciente malestar estudiantil), el jefe de la policía (asustado por el descaro de los jóvenes manifestantes), el padre de familia (atemorizado por la crisis de su autoridad) o el líder empresarial (quejoso del rechazo al trabajo industrial que manifiesta la nueva generación). Y, sin embargo, la frase pertenece a una inscripción de más de 4.000 años, proveniente de una tabla encontrada en Ur, Caldea. La segunda podría ponerse en boca de cualquier joven cesante, líder estudiantil o militante de una organización de jóvenes en los años ochenta –la llamada década perdida en América Latina–. Y, sin embargo está entresacada de un editorial (traducida del catalán) de la revista de las Juventudes Comunistas Ibéricas de la ciudad de Lleida, fechado en julio de 1936, en los albores de la Guerra Civil española¹.

    Nada más lejos de nuestra intención que predicar la eterna repetición de la historia: la secular persistencia de los problemas de los jóvenes. Por el contrario, lo que a nuestro entender las citas sugieren, es la necesidad de afrontar el estudio diacrónico y transcultural de esa construcción que conocemos como juventud, con el objeto de escapar de planteamientos etnocéntricos y ahistóricos y así arribar a nuestro intento por comprender la condición juvenil en nuestros días. Para aproximarnos a esta realidad utilizaremos un enfoque panorámico, que nos permitirá llevar a término un fugaz recorrido histórico-cultural por diversas sociedades y momentos que ilustran la enorme variedad con que se presenta ese complejo fenómeno que conocemos como juventud.

    Pero antes de iniciar este viaje, es preciso plantear algunas cuestiones teóricas de cariz más general². Entendida como la fase de la vida individual comprendida entre la pubertad fisiológica (una condición natural) y el reconocimiento del estatus adulto (una condición cultural), se ha afirmado que la juventud constituye un universal de la cultura, una fase natural del desarrollo humano que se encontraría en todas las sociedades y momentos históricos, explicado por la necesidad de un periodo de preparación y maduración entre la dependencia infantil y la plena inserción social. Incluso, se ha llegado a afirmar que las crisis y conflictos que caracterizan a este periodo serían también universales, en tanto que están determinados por causas biológicas propias a toda la especie humana. Estas teorías difundidas hoy entre pedagogos y psicólogos fueron formuladas de una manera explícita a principios del siglo XX por G. Stanley Hall, un psicólogo americano, en su monumental libro Adolescence: its Psychology and its Relations to Physiology, Anthropology, Sociology, Sex, Crime, Religion and Education (1904). Cuando Margaret Mead inició su trabajo en Samoa, allá por los años viente, estas teorías estaban muy en boga y no ha de extrañarnos que su investigación se planteara con el objetivo explícito de rebatirlas. Mostrando la ausencia de conflictividad de las adolescentes samoanas, Mead vendría a desenmascarar la universalidad de las tesis de Hall:

    La adolescencia no representaba un periodo de crisis o tensión, sino por el contrario, el desenvolvimiento armónico de un conjunto de intereses y actividades que maduraban lentamente (1985: 153).

    El debate sobre la universalidad de la juventud ha seguido planteándose, aunque en otros términos. Por una parte, hay quien defiende que la juventud no es una fase natural del desarrollo humano sino una construcción cultural históricamente relativa. Tales son las tesis defendidas por Gérard Lutte en su libro ¿Sopprimere l’adolescenza?:

    La adolescencia no es un periodo natural y universal de la existencia humana, sino una fase cultural que aparece en ciertas sociedades en un determinado momento de su devenir histórico (...). Los etnólogos nos hacen conocer numerosas sociedades tradicionales en las cuales no existe la adolescencia. En estas sociedades, los muchachos y muchachas, en un periodo aproximadamente coincidente con la pubertad fisiológica, pasan directamente de la infancia a la edad adulta, asumiendo todos los deberes y derechos de los adultos. Este paso está a menudo, aunque no siempre, caracterizado por ritos de iniciación o de paso que no pueden llamarse adolescencia en el sentido que nosotros damos a este término, como una fase de desarrollo que dura muchos años y que se caracteriza por un estatus social diferente al del niño y al de adulto (1984: 17).

    Lutte, que ve la adolescencia como una fase de marginación y de exclusión social, considera que es posible suprimirla con un cambio revolucionario de la sociedad que devuelva a los jóvenes su protagonismo. Por otra parte, José Luis de Zárraga (1985: 18) ha intentado rebatir esta tesis. Para él la juventud es, en cualquier sociedad, y no sólo en las sociedades modernas, un proceso esencial, sin el cual no es posible la reproducción de los agentes sociales. Sus críticas se dirigen tanto a la tesis del tránsito inmediato en sociedades primitivas como a la posibilidad de suprimir la juventud en una sociedad mejor organizada:

    Hay que rechazar, por lo que respecta a las sociedades llamadas primitivas, el mito ingenuo del tránsito inmediato de la infancia a la condición adulta. Por una parte, se confunde el fenómeno, relativamente reciente, de la prolongación extraordinaria del periodo de tránsito, con la existencia misma del proceso de juventud... Por otra parte, se toman los ritos de paso con lo que estas sociedades marcan a veces el inicio del proceso como si en ellos se realizase inmediatamente la transición del niño al adulto confundiendo el signo que lo marca con el proceso marcado (...). La idea de que pudiera haber una sociedad mejor organizada en la que desapareciera el espacio de esa demora (la juventud) es no solo utópica sino equivocada en su valoración. La demora no deriva fundamentalmente de las dificultades de la sociedad para integrar a los jóvenes –aunque en determinados periodos históricos como el actual esas dificultades pueden prolongar la demora necesaria–, sino del hecho de que tal integración sea un proceso social largo y complejo, tanto más cuanto más desarrollada es la cultura y más complejo el sistema de relaciones de la sociedad. La demora necesaria solo desaparece, excepcionalmente, por efecto... de guerras y revoluciones. En tales circunstancias, puede decirse que los jóvenes se hacen adultos inmediatamente, porque se ven forzados a asumir –como buenamente pueden, que suele ser malamente– el papel de adultos en sentido pleno, sin ninguna transición (1985: 12-18).

    Más que discutir en abstracto ambas teorías, resulta más interesante analizarlas a la luz de los datos etnohistóricos concretos que pasamos a reseñar. Hemos agrupado los estudios en ciertos tipos de sociedad que corresponden a otros tantos modelos de juventud –desde los púberes de las llamadas sociedades primitivas sin Estado; hasta los muchachos de las sociedades industriales avanzadas, por ejemplo–. No pretendemos trazar un panorama evolutivo –ni completo, ni monolítico–, sino únicamente presentar algunos estudios de caso que sirvan para ilustrar la enorme diversidad con la cual se presenta, en el espacio y en el tiempo, la fase de la vida comprendida entre la infancia y la vida adulta³.

    I. La juventud en las sociedades originarias

    En el amplio abanico de sociedades primigenias –es decir, de sociedades segmentarias, sin Estado–, no es fácil distinguir un modelo único de ciclo vital: de las pausadas transiciones de las adolescentes samoanas a las rígidas clasificaciones por clases de edad de algunas sociedades del África subsahariana, la duración y la misma existencia de la juventud es algo problemático. Lo único que comparten la mayoría de estas sociedades es el valor otorgado a la pubertad como linde fundamental en el curso de la vida, básico para la reproducción de la sociedad en su conjunto. Para los muchachos, la pubertad desencadena los procesos de maduración fisiológica que incrementan la fuerza muscular y que aseguran la formación de agentes productivos. Para las muchachas, la pubertad conlleva la formación de agentes reproductivos. Ambos procesos son esenciales para la supervivencia material y social del grupo. Ello explica que, a menudo, sean elaborados en términos rituales, mediante los llamados ritos de iniciación, que sirven para celebrar el ingreso de los individuos (casi siempre los muchachos, aunque también a veces las muchachas) en la sociedad, su reconocimiento como entidades personales y como miembros del grupo. A partir de ahí, las diferencias son notables: la iniciación puede coincidir con la pubertad fisiológica o ser muy posterior; puede comportar el acceso a la vida adulta de pleno derecho o bien el ingreso en un grupo de edad semidependiente previo al matrimonio. Las diferencias dependen de múltiples factores, como las formas de subsistencia (caza-recolección, pastoreo, horticultura, agricultura intensiva) y las instituciones políticas (bandas, tribus, cacicazgos). En general, puede afirmarse que a mayor complejidad económica y política, mayores serán las posibilidades de una etapa de moratoria social equivalente estructuralmente a nuestra juventud.

    I.1. La juventud en sociedades cazadoras-recolectoras

    Para los pigmeos el elima no es un rito de pubertad consagrado a las jóvenes; es una celebración de la edad adulta y vale tanto para los varones como para las muchachas. En el caso de Akidinba y Kidaya habían sobrevenido ciertos cambios fisiológicos que las caracterizaban como mujeres, pero en los varones tales cambios no son tan evidentes por sí mismos. Tienen que demostrar su virilidad (Turnbull, 1961: 207).

    Las culturas basadas en la caza y en la recolección se fundamentan, en general, en un alto grado de igualitarismo social y de cooperación entre sus miembros. De todos los individuos (incluso de los niños) se requiere una contribución a las tareas colectivas, no porque se encuentren al borde de la subsistencia (pues disfrutan muchas veces una pausa de tiempo libre muy superior a la nuestra), sino porque de ello depende la integración de la comunidad. A pesar de que la edad (con el sexo) es el principio regulador de la división del trabajo, ello no funda necesariamente una jerarquización entre las edades. La temprana inserción en la sociedad suele comportar también una temprana maduración social.

    El caso de los pigmeos Bambuti, pueblo nómada que vive en la selva Ituri (Zaire), es quizá uno de los más significativos y mejor conocidos, gracias a la fascinante obra de Colín Turnbull El pueblo de la selva, publicada en 1961, que rebatía gran cantidad de mitos difundidos sobre este pueblo. Los pigmeos que estudió (los Bambuti) vivían en los años cincuenta en pequeños campamentos itinerantes en bandas compuestas por unas 20 familias, y se dedicaban a recoger lo que la selva les ofrecía (animales cazados con red o lanzas, aves, frutos silvestres); en estas tareas coopera toda la población (incluyendo mujeres y niños) y la autoridad y la responsabilidad se reparten de manera equitativa, sin que existan instituciones jerárquicas. Por ejemplo, cuando la banda decide trasladarse de un lugar a otro, incluso los niños participan en las discusiones y decisiones. Desde pequeños se integran en las actividades de los adultos y sus juegos son una imitación de las rutinas de los mayores, donde aprenden gradualmente a realizarlas. El fin de la infancia se celebra con el rito del elima. Se trata de una ceremonia que se celebra cuando una muchacha ha llegado a la pubertad, marcada por la primera aparición de la sangre menstrual. El acontecimiento es un don para la comunidad que lo recibe con gratitud y regocijo. Ahora la muchacha puede ser madre, porque puede tomar marido orgullosamente y con derecho (Turnbull, 1961: 195). En tal ocasión, la muchacha inicia un periodo de reclusión en una choza especial acompañada de sus amigas y permanece ahí por un mes, incluyendo diversos festejos, al fin del cual se le considera ya una mujer madura.

    Para Turnbull el elima significa el ingreso a la edad adulta, tanto para las jóvenes como para los muchachos. Esto lo consiguen de dos formas. En primer lugar, han de acostarse con una de las muchachas recluida en la cabaña del elima para lo cual han de conseguir una invitación y burlar la guardia permanente establecida por el grupo de muchachas:

    El elima permite que los varones y las jóvenes lleguen a conocerse íntimamente y tales amistades desembocan a menudo en el matrimonio. Por otra parte, ofrecen a los amantes la posibilidad para saber que no están hechos el uno para el otro y esto sucederá antes que se comprometan oficialmente (1961: 197).

    En segundo lugar, han de matar un animal auténtico:

    Es decir, no un animal pequeño, como podría hacer un niño, sino uno de los antílopes más grandes –un búfalo–, lo cual demostrará que no sólo es capaz de alimentar a su propia familia sino también de ayudar a la alimentación de los miembros más viejos del grupo (1961: 207).

    Para Turnbull una vez que el individuo ha adquirido las capacidades económicas y sexuales de reproducción es admitido sin más dilaciones en el mundo de los adultos. A partir de ahora compartirá la caza con los mayores, participará en los debates y en los rituales, aprenderá las canciones y saberes tradicionales y podrá casarse. En cuanto a las muchachas, en la choza una pariente mayor y respetada les habrá enseñado las artes y habilidades de la maternidad, así como las canciones que entonan las mujeres adultas. Después de un mes de cánticos y festejos nuevos individuos están preparados para participar plenamente de los derechos y deberes de la comunidad. A pesar de su atractivo, la descripción de Turnbull no escapa a la idealización propia de una determinada visión del primitivo. Por otra parte, las investigaciones de diversos antropólogos marxistas franceses en sociedades africanas, como las de Meillassoux (1980), demuestran la existencia de relaciones de poder entre adultos y jóvenes en comunidades cazadoras-recolectoras⁴.

    Los Inuit nos ofrecen otro ejemplo de sociedad relativamente igualitaria en la que se da una temprana inserción de los jóvenes en la sociedad a través de la actividad económica. Esto es, al menos, lo que sugiere la autobiografía de Nathan Kanianak recogida por C. C. Hughes (1964) que aporta datos sobre la socialización de un joven esquimal de la isla de Saint Lawrence (mar de Bering) entre los años 1930-1940 (momento en que la cultura inuit está padeciendo en profundidad los impactos aculturadores de la sociedad occidental). Según cuenta Nathan la obsesión de todo niño era ser lo suficientemente hombre como para poder participar en las expediciones de pesca y caza de su padre. A los seis años Nathan participa por primera vez en una de ellas: aunque no dispara, se siente ya un hombre y un verdadero cazador: Se considera al niño un adulto en miniatura cuyas posibilidades están latentes y esperan solo una apropiada tutela y atento adiestramiento para madurar (Hughes, 1964: 395). Con la progresiva participación en las expediciones de caza, el camino hacia la edad adulta procede sin barreras relevantes y las relaciones con los adultos revisten cada vez un cariz más igualitario. Sin embargo, la institución escolar impuesta por la colonización rompe este modo de socializar, lo cual es vivido de manera traumática por Nathan, objeto ahora de una forma de infantilización social⁵.

    I.2. La juventud en sociedades horticultoras

    La ceremonia, aunque ligada en cierta manera a la madurez fisiológica, es en esencia independiente de ella. El acento se pone sobre todo en el paso de un estatus social a otro: no es un rito de pubertad, es un rito de madurez. La clave de la institución es el conferimiento de privilegios sociales y no la asistencia en un momento específico del desarrollo orgánico (...) De un sólo golpe se hace consciente (al adolescente) de su posición en la comunidad de su dependencia de los otros, de la subordinación a ellos como grupo y de su particular valor personal para ellos. Se le confiere un nuevo estatus, y su madurez se le hace manifiesta, cuando, por ejemplo, se le admite ahora en las reuniones de los adultos y no se le prohíbe específicamente la relación sexual (Firth, 1963: 408, 445).

    La invención de la agricultura supuso una mayor inversión de trabajo humano y una pérdida de tiempo libre. No es de extrañar, por ello, que la relevancia económica de los jóvenes sea en estas sociedades fundamental. Sin embargo, con los excedentes aparecen los primeros signos de jerarquización social y, en ciertas ocasiones, esto repercute en una desigual repartición del poder entre edades. Ejemplos de sociedades de cultivadores primitivos que demuestran este fenómeno, los podemos extraer de las culturas de la Polinesia, en donde se han realizado algunas de las más conocidas monografías antropológicas.

    Los Tikopia, habitantes de la isla homónima en el Archipiélago de las Islas Salomón, cultivadores primitivos y pescadores, fueron estudiados por Raymond Firth cuando apenas habían iniciado el contacto con la cultura occidental (We The Tikopia, 1936 [1963]). Como en el caso de los pigmeos y los esquimales, Firth ve que una temprana inserción en la actividad económica permite una rápida maduración social:

    Esta pronta toma de contacto con la vida económica representa un mecanismo educativo muy importante. Dado que el niño es llevado a participar gradualmente en los deberes del momento y es así introducido casi de manera imperceptible en una de las mayores esferas de la actividad futura. En consecuencia, no se determinan verdaderas fracturas de paso en la vida, el periodo del juego infantil, el periodo educativo de la infancia y la adolescencia y el periodo del trabajo adulto no se demarcan netamente como en las modernas comunidades urbanas (1963: 137).

    Existe un rito de iniciación tribal que se celebra cuando el muchacho tiene entre 9 y 14 años mediante una operación análoga a la circuncisión, pero que no comporta violencia física. Para Firth, el rito señala la definitiva asimilación del individuo en el grupo de los adultos y no el inicio de un periodo de reclusión y marginación, ni una institución que sanciona de manera violenta una neta demarcación entre jóvenes y adultos, ni tampoco una verificación de la virilidad y madurez mediante crueles sufrimientos físicos.

    El estudio más famoso de la juventud en una cultura primitiva es, sin duda, el de Margared Mead (Coming of Age in Samoa, 1928), tanto por la crítica a las teorías de G. Stanley Hall a las cuales ya hemos aludido, como por la imagen paradisíaca y armoniosa que la antropóloga traza de esas islas del pacífico. En Samoa, la adolescencia sería, para Mead, un periodo libre de preocupaciones, sin responsabilidades y durante el cual se goza de escarceos amorosos y festivales. Durante la infancia niños y niñas se reúnen en grupos basados en vínculos de vecindad y parentesco. Uno o dos años después de la pubertad, varones y mujeres se reúnen en agrupaciones de edad (aumaga para los chicos y aualuma para las chicas), similares a las de los adultos y se les confieren privilegios y obligaciones definidas en la vida de la comunidad. Sus funciones serán diferentes para ambos sexos, pues mientras la organización de los varones cumple importantes tareas económicas y rituales (pescas, trabajar en la plantación, construir casas, organizar los festivales de recibimiento a los visitantes...), la organización de las jóvenes es únicamente ceremonial. Para ellas, éste es un periodo de privatización y reclusión en las tareas domésticas. El carácter cooperativo de los trabajos masculinos contrasta con el carácter individual de las tareas femeninas (lavar, cocinar, tejer estores...).

    A la aumaga se accede cuando el adolescente ha pasado la pubertad, mediante el ofrecimiento que el cabeza de su familia (matai) hace al grupo de hombres adultos de una raíz de kava. A partir de ahora, el joven entra a formar parte de un grupo de edad, cuyos integrantes permanecerán unidos de por vida encargados de asegurar la subsistencia de la tribu. Su organización refleja la estructura del consejo de ancianos (fono) y, para poder entrar en él, dedicará el joven todos sus esfuerzos en conseguir los títulos suficientes (empezando por el título de matai, cabeza de familia). "Todos los años que median entre su incorporación a la aumaga y al fono son años de esfuerzos (...) para ser ubicado entre los señores de la aldea y separado para siempre de las actividades colectivas de los jóvenes" (1985: 181-182), lo cual le permite abandonar las actividades de subsistencia. Sin embargo, esto no sucederá hasta que tenga 30 ó 40 años. Puede comprobarse, pues, que la transición a la vida adulta va asociada al estatus que confiere la adquisición de títulos. El matrimonio, por ejemplo, no comporta cambios importantes. Cuando se casa, la joven pareja se queda a vivir en la casa principal de uno de los cónyuges, recibiendo únicamente un cojín de bambú, un mosquitero y una pila de estores para su cama. En el caso de las mujeres, Mead no observa diferencia entre las mujeres solteras y las mujeres casadas:

    No se trazan divisiones entre jóvenes casadas y solteras, sino entre mujeres adultas y adolescentes en lo que toca a la actividad industrial, y entre esposas de Matais y sus hermanas menores, en lo referente a cuestiones ceremoniales. La joven de 22 ó 23 años, soltera aún, abandona su actividad despreocupada de la adolescencia. Es adulta, tan capaz como las jóvenes esposas de sus hermanos; se espera que colabore con ellas en las tareas de la casa (1985: 177).

    Mead concluye que

    La adolescencia no representa un periodo de crisis o tensión sino por el contrario, el desarrollo armónico de un conjunto de intereses que maduraban lentamente. El espíritu de las jóvenes no quedaba perplejo ante ningún conflicto... Vivir como una muchacha, con muchos amantes durante el mayor tiempo posible, casarse luego en la propia aldea cerca de los parientes, y tener muchos hijos tales eran las ambiciones comunes y satisfactorias (1985: 153-154).

    A pesar de esta imagen idílica descrita por Mead, lo cierto es que, a nuestro entender, el caso de Samoa pone de manifiesto los inicios de una jerarquización social en función de la edad, y la creación de un largo periodo de dependencia en el cual la notable contribución económica de los jóvenes va acompañada de un estatus de subordinación al poder de los Matais, que puede alargarse hasta los 30 ó 40 años. Entre las muchachas, el periodo de adolescencia supone la reclusión en las tareas domésticas, en un contexto de dependencia familiar⁶.

    I.3. La juventud en sociedades pastoras

    No existen tres categorías de edades diferentes de muchachos, guerreros y ancianos a través de las cuales pasen los grupos, pues un muchacho iniciado a la vida adulta permanece en esa categoría durante el resto de sus días. A los guerreros no les está prohibido casarse y no gozan de privilegios ni sufren restricciones diferentes de las de otros hombres adultos (Evans Pritchard, 1977: 271).

    Entre las sociedades de pastores nómadas del África central y oriental encontramos los ejemplos más elaborados de sistemas de clases de edad, relacionados frecuentemente con una organización bélica, y en los que puede existir un periodo adolescente para los varones que se extiende desde la pubertad hasta los 25 ó 30 años. Durante este periodo, se encarga a los jóvenes la defensa del ganado y del propio grupo contra los ataques depredadores de otras tribus. Con frecuencia, la clase de guerreros es enaltecida simbólica y ceremonialmente, pero a nivel social es un grupo marginado: a nivel espacial, viven en grandes cabañas, fuera del poblado, no tienen derecho a casarse ni los recursos económicos para hacerlo y se les excluye del poder político.

    Los masai, pastores neolíticos de substrato hamita, nos proporcionan un primer ejemplo (Bernardi, 1985). En el momento de la conquista europea, presentaban una estructura de grupos de edad muy marcada, especialmente entre los varones. Los masai pasaban por tres estadios a lo largo de su vida: niño, guerrero y adulto. Llegados a la pubertad, los muchachos de un campamento forman un grupo de la misma edad y visitan distintos campamentos, donde recaudan regalos que entregarán a los adultos más influyentes para que organicen la ceremonia de su iniciación. El periodo de iniciación dura de tres a cuatro años y tiene como punto culminante la circuncisión, que se realiza en el propio campamento. Una vez todos los chicos del grupo de edad han sido circuncidados, pasan por el rito definitivo, común a diversos poblados, que los convertirá en guerreros: el corte de los cabellos. Todos aquellos que participan en estas ceremonias forman un grupo de edad de dos secciones, y obtienen un nombre común que, a lo largo de toda su vida, les permitirá mantener unos vínculos especiales. El grupo de los guerreros vive en un campamento en compañía de algunas muchachas, separado del resto de la sociedad. En cada campamento hay un máximo de tres grupos de edad. Los guerreros se dedican a defender el territorio de los poblados y a procurar el aumento de su ganado mediante robos y saqueos en los alrededores. El periodo de guerrero dura de 10 a 15 años, a lo largo de los cuales pasarán por diversas ceremonias hasta que el grupo de edad sea sustituido por otro.

    La estricta regulación de estos grupos y subgrupos cumple la función de conseguir la formación y continuidad de un ejército siempre preparado y en pie de guerra. En pueblos dedicados exclusivamente al pastoreo, existe la ventaja de poder disponer de un excedente de mano de obra, pero también el inconveniente de tener que asegurar la defensa de un territorio de pasto amplio y extenso. Ambas condiciones hacen posible y necesaria la existencia del grupo de edad de los guerreros. En el caso de los masai, esta interpretación aparece como muy relevante: los jóvenes entre 15 y 30 años constituyen una fuerza de trabajo exsedentaria al descender del norte para asentarse en sus territorios actuales, por lo que tuvieron que conquistar y someter aquellos pueblos que se dedicaban a la agricultura. Al llegar los europeos, si reunían los guerreros de los diferentes poblados podían llegar a ser de 1000 a 3000 lanceros prácticamente invencibles en la zona. El estatus de guerrero tenía, sin embargo, algunas compensaciones que, en ciertos periodos no bélicos, podían considerarse como privilegios. En este sentido es muy significativo el caso de los kypsigis del África oriental, pueblo vecino a los masai y contra los cuales luchaban enérgicamente durante la estación seca (Balandier, 1975). Los kypsigis también estaban organizados en clases de edad. Cada 7 años un gran ritual celebrado por los ancianos debía consagrar a todos aquellos jóvenes de entre 14 y 21 años en el estatus de guerrero, que abandonaban siete años más tarde al finalizar los años de servicio militar para casarse y convertirse en padres de familia. Durante este periodo no realizaban trabajo alguno, no comían sino carne y recibían cada noche la visita de las muchachas más bonitas en su cabaña de guerreros, donde todo les era permitido excepto la paternidad. Cuando llegaba la hora de adiós a las armas protestaban de acuerdo a la tradición, pues todavía querían seguir sirviendo, aunque muchos ya habían sido abatidos por las lanzas de los masais y el resto acababa cediendo a la vida adulta.

    La Pax Británica cambió todo el panorama dado que las razzias estaban prohibidas. Cuando al cabo de 7 años los viejos acudieron para convertirlos en padres de familia, no se sintieron dispuestos a cargar con tal responsabilidad y se negaron. Lo mismo sucedió al año siguiente. Se hubiera podido suponer que serían guerreros hasta el fin de sus días si, durante este tiempo, los adolescentes no hubieran crecido y, con una edad de 17 a 24 años (no de 14 a 21 como era lo normal), lanzaran la jabalina más lejos que ellos, no obstante, estos adolescentes conservaban su estatus infantil, ordeñaban las vacas y obedecían a los adultos. La situación se mantuvo hasta que los más jóvenes se cansaron y se congregaron en el maquis para atacar los poblados y, en vez de luchar contra los masai, lanzaron las jabalinas contra los guerreros ociosos hasta que éstos depusieron su actitud, renunciando a los privilegios y cediéndoles el lugar. El asunto se arregló gracias a la intervención de los ancianos que, al fin, pudieron realizar los ritos de paso⁷.

    En los ejemplos extraídos de sociedades pastoras, el tema de la organización por clases de edad tiene gran raigambre en la historia de la antropología. Es necesario hacer algunos apuntes sobre él, aunque nos veamos obligados a caer necesariamente en la simplificación⁸. Los grupos o clases de edad, que para algunas sociedades (sobre todo las africanas) son el principio básico del sistema social, se constituyen como organizaciones plurifuncionales, que pueden cumplir tareas económicas, políticas, sociales y religiosas. En palabras de Bernardi, el motor de las clases de edad suele ser la iniciación de los jóvenes (1985: 303). Aunque suelen durar toda la vida (para los varones), las clases de edad cobran especial relevancia en el periodo juvenil. Ya hemos visto la importancia que tenían en los casos de los masai kypsigis, vinculadas a las necesidades bélicas. Uno de los casos más conocidos es el de los Nuer, gracias a la clásica monografía de Evans-Pritchard sobre su cultura (1940); aunque se trata de un caso opuesto a los anteriores, no tienen unas funciones específicas de guerrero como en otras tribus ni es muy manifiesta la diferencia entre una y otra clase de edad. Los jóvenes suelen iniciarse entre los 14 y 16 años; cada año se celebra una ceremonia ritual por la cual se inicia un grupo en cada aldea. Todos los muchachos son iniciados mediante una operación muy dolorosa (gar): con un pequeño cuchillo se les hace 6 largos cortes en la frente que van de oreja a oreja. Después de las incisiones, los muchachos viven en un aislamiento parcial y están sujetos a varios tabúes; es ésta una época de cierta licencia y salen de ella mediante un rito especial. El día de los cortes y del fin del aislamiento se hacen sacrificios y se celebran fiestas, que incluyen juegos licenciosos y canciones lascivas. Todos los chicos iniciados durante una serie de años pertenecen a un grupo de edad llamado ric. Cada periodo, el hombre del ganado anuncia que va a separar los grupos y celebra una ceremonia en virtud de la cual todos los muchachos iniciados hasta entonces entran en un nuevo grupo, y todos los iniciados a partir de ese momento entran en otro (1977: 269 ss.). El autor contó la existencia de 6 grupos de edad en el curso de su trabajo de campo, de los cuales los dos más viejos contaban con muy pocos miembros. Cada grupo se subdividía, a su vez, en diversas subsecciones.

    La iniciación ha alterado el estatus del individuo. Pero, según Evans Pritchard, no se puede decir que la pertenencia a un grupo de edad determine de manera global el comportamiento, ni que haya diferencias entre los miembros de uno y otro grupo:

    Al pasar de la niñez a la vida adulta se produce un cambio repentino de posición, pero las formas de comportamiento que diferencian estas dos categorías no distinguen a un grupo de edad de otro, pues los miembros de todos los grupos disfrutan por igual de los privilegios de la vida adulta (1977: 272).

    La juventud no aparece como una categoría definida sino como una posición relativa en los sistemas de clase de edad, institución que se basa en la sucesión de las generaciones, como un mecanismo que asegura la reproducción diacrónica del sistema social en su conjunto: La autoridad correspondiente a la veteranía de edad es insignificante, y los grupos de edad no desempeñan funciones administrativas, jurídicas o de dirección (1977: 278). El hincapié que hace Evans Pritchard en el carácter igualitario de las relaciones entre las edades, ha contribuido a difundir una imagen aconflictual de las relaciones entre las generaciones en las sociedades primitivas, como corresponde a la visión integrativa en que se basa su teoría funcionalista. Meyer Fortes, por ejemplo, ha afirmado que las organizaciones por grupos de edad resuelven y movilizan al servicio de la sociedad las tensiones y conflictos potenciales entre las sucesivas generaciones y entre padres e hijos (Fortes, 1984: 117; ver también Eisenstadt, 1956). Esta visión, sin embargo, tiende a menospreciar el carácter conflictivo y desigualitario de las relaciones que fundan y las tensiones que encubren. En muchas ocasiones sirven para legitimar un desigual acceso a los recursos, a las tareas productivas, a los deberes y derechos reconocidos. Podríamos interpretar los grupos de edad como categorías de tránsito muy formalizadas, equivalentes estructuralmente a nuestra juventud, ritualizadas simbólicamente mediante las ceremonias de iniciación, cuya función es legitimar la jerarquización social y económica entre las edades, inhibiendo el desarrollo de un conflicto abierto (pues los jóvenes acaban siendo adultos) y asegurando la sujeción de los jóvenes a las pautas sociales establecidas.

    I.4. La juventud en sociedades agricultoras

    Considero que en la explotación de los jóvenes por parte de los viejos se realiza el proceso de producción y apropiación de los bienes, y no tanto en el de los intercambios matrimoniales y las prestaciones concomitantes (Terray, 1977: 131).

    Resulta extremadamente difícil generalizar sobre la condición juvenil en la variada gama de culturas dedicadas a una agricultura intensiva de carácter sedentario, pues las estructuras sociales y el poder político se entrelazan con los modos de subsistencia a la hora de determinar la forma y la función del periodo juvenil. Sin embargo, cabe recordar que la aparición del Estado, y las formas de estratificación social que esto comporta, suele ir vinculada a la agricultura intensiva. Es por tanto probable que no nos encontremos con un mayor número de sociedades donde se dé un periodo juvenil más marcado, y una mayor jerarquización entre las edades. El caso del reino Abrón de Gyaman, al noreste de Costa Marfil y Ghana, estudiado por Emmanuel Terray, nos ofrece un buen ejemplo. En este reino conviven unas comunidades campesinas de la etnia Kulango con una asistencia militar de la etnia Abrón sobreimpuesta y con esclavos cautivos de otras tribus productos de razzias guerreras. En el caso de las comunidades agricultoras Kulango, Terray observa que su funcionamiento se basa en el poder que los viejos ejercen sobre las mujeres y los jóvenes, dominación de carácter económico y simbólico. Los jóvenes están sometidos a la autoridad que ejerce el cabeza de caserío, quien organiza el trabajo, distribuye la producción y acumula determinados bienes de prestigio (joyas y vestidos).

    La posesión de estos bienes es lo que define la condición de anciano. Pueden ser considerados como tales todos aquellos que sea cual sea su edad disponen de estos bienes, activa o potencialmente; dicho de otro modo: los jefes de caseríos y sus herederos. Al mismo tiempo serán considerados como jóvenes aquellos que están excluidos de tal posesión. Pero por otra parte, la única función social de los bienes de prestigio es la de ser propiedad de los ancianos, y de manifestar materialmente su hegemonía de modo que el sobre trabajo de los jóvenes sirve para producir los símbolos de su propia dependencia (Terray, 1977: 131).

    Esta clara explotación económica queda mistificada por su carácter transitorio dado que los jóvenes acabarán siendo ancianos: La emancipación progresiva de los jóvenes es un obstáculo para percibir la explotación de que son víctimas (1977: 156). Existe, además, una especie de tribuno de los jóvenes que defienden sus intereses ante los cabezas de caserío, los jefes de más alto rango y los jefes aldeanos. Llevan el título de Nkwankwaahene, que viene a significar jefe de los jóvenes y es elegido por los mismos jóvenes. Organiza las sesiones de trabajo colectivas a las cuales éstos son invitados periódicamente con el objetivo de realizar tareas de interés general, como el mantenimiento de los caminos, arbitraje de los conflictos entre los jóvenes, pudiendo, incluso, imponer multas. También los representa ante el consejo de jefes de caserío, que asiste al jefe de la aldea, e interviene en su nombre en todos los asuntos de ésta. El enfrentamiento entre jóvenes y ancianos no se manifiesta únicamente de forma explícita y oficial mediante controversias entre el Nkwankwaahene y los jefes de caserío. También se expresa de una manera más soterrada, en las acusaciones de

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