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Avatares de la memoria cultural en Colombia: Formas simbólicas del Estado, museos y canon literario
Avatares de la memoria cultural en Colombia: Formas simbólicas del Estado, museos y canon literario
Avatares de la memoria cultural en Colombia: Formas simbólicas del Estado, museos y canon literario
Libro electrónico814 páginas11 horas

Avatares de la memoria cultural en Colombia: Formas simbólicas del Estado, museos y canon literario

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Existen tres acepciones del término avatares. Se llaman así, según la mitología indú, las diez formas diferentes en que se encarna en la tierra la diosa Vishnu. Con el sentido de cambio de figura el término pasó, en segundo lugar, a la lengua francesa hablada y de allí al castellano. Más recientemente, con ese nombre se designan en los nuevos medios digitales los dibujos y siluetas animadas que se asemejan al cuerpo y realizan acciones en la red. La inexistencia de un estado-nación condicionó, en el país que desde 1886 se llamó República de Colombia, la debilidad de los símbolos que pretendían asumir representación general. Pudo existir por más de un siglo sin un mapa-logo, enarbolar la misma bandera de Catalina de Rusia, tener un escudo con un atributo y el lema más contradictorios, y recurrir al Sagrado Corazón como ícono unificador. Que el oro de los indios se fundiera hasta 1940, no se requiriera de colecciones e instituciones que correspondieran a alguna clase de necesidades sociales de desarrollo de una memoria nacional, y acabaran por derrumbarsen clásicos y canon de una literatura que no cumplió las tareas de las literaturas nacionales, constituyen otros tantos avatares pertenecientes a la memoria cultural colombiana tratados en este libro
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 abr 2015
ISBN9789587810103
Avatares de la memoria cultural en Colombia: Formas simbólicas del Estado, museos y canon literario

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    Avatares de la memoria cultural en Colombia - Carlos Rinón

    Pontificia Universidad Javeriana

    AVATARES DE LA MEMORIA EN COLOMBIA

    Formas simbólicas del Estado, museos y canon literario

    Carlos Rincón

    ©

    © Pontificia Universidad Javeriana

    © Carlos Rincón

    © Fotografías: Jorge Mario Múnera

    Primera edición: Bogotá, D. C.,

    septiembre del 2015

    ISBN: 978-958-716-846-4

    Número de ejemplares: 400

    Impreso y hecho en Colombia

    Printed and made in Colombia

    Editorial Pontificia Universidad Javeriana

    Carrera 7a número 37-25, oficina 13-01

    Edificio Lutaima

    Teléfonos: 320 8320 ext. 4752

    editorialpuj@javeriana.edu.co

    www.javeriana.edu.co/editorial

    Bogotá - Colombia

    Directores de colección

    Carlos Rincón, Carmen Millán de Benavides

    Corrección de estilo

    Nelson Arango

    Diagramación

    Claudia Patricia Rodríguez Ávila

    Montaje de cubierta

    Claudia Patricia Rodríguez Ávila

    Desarrollo ePub

    Lápiz Blanco S.A.S

    Agradecemos a Jorge Mario Múnera por el préstamo y autorización para el uso de las imágenes de este texto.

    Rincón, Carlos, autor

    Avatares de la memoria cultural en Colombia. Formas simbólicas del Estado, museos y canon literario / Carlos Rincón ; fotografías Jorge Mario Múnera. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2015.

    496 páginas ; ilustraciones, fotos ; 24 cm

    Incluye referencias bibliográficas.

    ISBN : 978-958-716-846-4

    1. IDENTIDAD CULTURAL - COLOMBIA. 2. EMBLEMAS NACIONALES - COLOMBIA. 3. HIMNOS PATRIÓTICOS - COLOMBIA. 4. MEMORIA COLECTIVA - COLOMBIA. 5. MUSEOS - COLOMBIA. 6. LITERATURA COLOMBIANA. 7. COLOMBIA - VIDA SOCIAL Y COSTUMBRES. I. MÚNERA, JORGE MARIO. II. Pontificia Universidad Javeriana.

    CDD 306.09861 ed. 21

    Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero

    Cabal, S.J.

    bnc.                                                                        Agosto 04 / 2015

    Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

    BESTIARIO

    Las series de fotografías de Jorge Mario Múnera son conceptos del mundo codificados en las imágenes de quien lo mira con la cámara, para despertar en quien las observa una mirada que se dirige hacia lo imaginario. Huellas del mundo, sus fotografías logran ser a la vez imágenes del recuerdo y de la imaginación, como si el mundo comenzara a existir con ellas. La duración que hay en la temática de las fotografías de este Bestiario, parte de sus trabajos sobre fiestas populares en Colombia, es la de una intemporalidad particular, pues el término debe entenderse aquí en tres sentidos.

    Primero está la duración propia del tiempo de la fiesta popular como ritual histórico-cultural, en que una comunidad se celebra a sí misma poniendo en crisis, durante un lapso determinado, los ordenamientos de su existencia. Es la duración de un tiempo fuera del tiempo, tiempo mítico espacializado en que todo es simultáneamente posible.

    Un segundo aspecto de esa duración intemporal adquiere rasgos que dependen específicamente del medio de la fotografía. Residen en la postura que adoptaron delante de la cámara los hombres que se disfrazaron de animales para la festividad: posan para la eternidad.

    La tercera, como dimensión antropológica, es quizá la de más alcances, pues al nivel de la duración se define como puesta en escena lúdica de un oscilar y una tensión entre mimicri y mimesis. Mimicri designa la participación en esquemas muy arcaicos de humanización, de acomodamiento corporal orgánico. Para asegurar su supervivencia física, seres humanos en vías de hacerse tales se asemejaron a un animal poderoso en el mundo circundante, como manera de afirmarse frente al mundo infundiendo pavor. En sus rituales, los chamanes con su dominio de la naturaleza y de la capacidad mimética, ejercieron mucho después una pre-imitación. Mimesis resulta capacidad y posibilidad definitorias de los hombres, acción sobre un mundo ya simbólico, que los diferencia de los animales, afirmación frente a la naturaleza que sirve de base a su autoconciencia.

    Esa oscilación y esa tensión en el ámbito de las fiestas populares se hace en las fotografías de Jorge Mario Múnera restauración de un punto de partida perdido, en que la fruición en el igualamiento con la naturaleza equivale a la asimilación completa con los seres naturales, transformación corporal que implica una afinidad absoluta del ser humano con la naturaleza, parte de él mismo. Vista en términos antropológicos, esa realización de la corporalidad viva en las relaciones con la naturaleza, interna y externa, es la precondición para la empatia con los demás hombres, la capacidad de sentir lo que otros sienten.

    La experiencia estética que deparan estas fotografías, tomadas en todo el territorio colombiano, contiene componentes que están objetivamente en ellas, en el encuentro que posibilitan con lo otro en nosotros, con lo enigmático. Y son obra de duelo. Quienes vemos son encarnaciones mágicas atemorizantes en el espacio de exilio que les daba la fiesta. Los desplazamientos obligados los arrancaron de sus entornos. También les dieron muerte a las fiestas.

    Cachacero; San Martín, Meta.

    Cachacero; San Martín, Meta.

    Cachacero; San Martín, Meta.

    Oso bailarín; Barranquilla, Atlántico.

    Cacique; Males, Nariño.

    Tigre de mopa-mopa; Pasto, Nariño.

    Rey Golero; Tamalameque, Cesar.

    Felino tikuna; Mitú, Vaupés.

    PROEMIO

    Enfoque, propósitos y forma de este volumen, que cierra la presentación de resultados del escrutinio acerca de las relaciones entre memoria cultural y procesos de invención de la nación en Colombia, insisten en lo que puede considerarse investigación básica. Cada una de sus tres secciones está dedicada a una de las problemáticas principales que constituyen las formas simbólicas del Estado (bandera, escudo, himno, mapa-logo, Sagrado Corazón de Jesús), museos y colecciones (en particular los llamados Museo Nacional, la Casa Colonial o Museo de Arte Colonial y el Museo del Oro), los clásicos y el canon literario, que como saber autorizado no solo pudo haber representado un capital cultural, sino organizar la memoria cultural colombiana. El interés que se dedicó en las décadas de 1950 y 60 a su inexistencia y a la carencia de cualquier valor normativo de la literatura colombiana, permiten abordar al final de la tercera sección la significación de Cien años de soledad (1967).

    Las publicaciones oficiales y la exposición del Museo Nacional, realizadas en 2010 con motivo del Bicentenario de la Independencia, han movido a que la voluntad principal al tratar de esos temas como cuestiones de investigación básica haya sido por principio sacarlos de lo que pasa en ellos por evidente. Un ejemplo de lo sucedido con los llamados símbolos patrios, sirve para ilustrarlo. Se da por sentado, como algo obvio, que los símbolos patrios existieron desde siempre y que la geografía de Colombia es eterna. Con Eduardo Posada y Roberto Cortázar, los escolares y maestros aprendieron durante la primera mitad del siglo XX que:

    El que cumple bien sus deberes con la patria se llama patriota y se le apellida buen ciudadano. [...] La patria tiene sus insignias, que son: la bandera, el escudo y el himno. [...] El corazón patriota se llena de júbilo cada vez que resuena en los aires el eco de ese himno triunfal, despertador de las más puras glorias nacionales. [...] Todo buen ciudadano debe conocer los elementos principales de la historia y de la geografía de su país. [...] Son vecinos de Colombia: Panamá, por el noreste; Ecuador, Perú y Brasil, por el sur; y por el oriente Brasil y Venezuela. (8, 10, 14)

    En sus 205 páginas ese libro tenía además, en su vigésima novena edición (1957), cinco ilustraciones: una reproducción del escudo (10), un mapa-logo (15), un retrato de Bolívar (21), otro de Pío XII (53), y un último de Francisco de Paula Santander (69).

    Veinticinco años antes, en septiembre de 1932, con la ocupación por civiles armados y soldados peruanos del puerto colombiano de Leticia sobre el río Amazonas, había estallado un conflicto fronterizo entre Perú y Colombia. Los veintiséis editoriales que Luis Cano dedicó al tema entre el 19 de septiembre de 1932 y el 28 de enero de 1933, muy seguramente en constante contacto con el presidente Enrique Olaya Herrera, muestran a un alto dirigente político y periodista liberal en una situación en que no sabía con certeza lo que iba a traer el día siguiente, pero era capaz de darle a las poblaciones -no puede hablarse con propiedad de ciudadanía- el sentimiento de estar protegidas y de recibir la orientación que necesitaban, comenzando por la de saberse amparadas por el derecho internacional.

    La cuestión es ¿cómo pudo conseguirlo? La respuesta relativiza por completo lo que el manual de Posada y Cortázar daba por establecido desde los orígenes de la patria. Periodistas sin nombre, corresponsales de los diarios de la capital y redactores de periódicos publicados fuera de ella van dando cuenta día a día de cómo en el mundo de la vida, en la realidad cotidiana de las poblaciones, en circunstancias tan fortuitas como eran las de ese conflicto limítrofe y las movilizaciones que provocó, fue tomando forma una inédita realidad social y cultural histórica muy específica. Luis Cano se refirió a ella en su primer editorial sobre el tema como espléndido ensayo de movilización espiritual:

    En menos de cuarenta y ocho horas ha hecho el país un espléndido ensayo de movilización espiritual, que constituye por sí solo demostración objetiva de que está en actitud de afrontar todos los riesgos y de sufrir todos los sacrificios que puede exigir eventualmente la defensa de los derechos territoriales en la vasta región amazónica. En este breve espacio cesaron las contiendas internas, se olvidaron las preocupaciones individuales, desaparecieron los conflictos de índole regional y se reconciliaron fraternalmente las voluntades enemigas, para formar un frente de resistencia al peligro exterior, con el criterio emocional y exacto de que los pueblos no tienen obligación de vivir eternamente sino de cumplir una misión histórica. (El Espectador 19 de septiembre de 1932)

    En la situación cotidiana irrumpió y se estabilizó una realidad forjada, el lugar para lo que Henri Bergson había descrito en 1889 como una representación espacial y social (177). Se trató de una realidad intermedia, con la que se estableció algo que hasta entonces no existía: las poblaciones creyeron que la nación colombiana era suya y que formaban parte de esa nación. Realizaron así actos de política simbólica, que repetían a su manera lo que podía haber sucedido en otras latitudes: en Prusia, a comienzos del siglo XIX, en la nueva guerra contra Napoléon, también las parejas entregaron al Estado sus joyas y el oro de sus anillos matrimoniales -aunque allí a cambio de piezas en hierro. Y como efectos de una desconocida intermedialidad -la de las técnicas de reproductibilidad del disco gramofónico, las rotativas, las máquinas de imprimir, sus relaciones entre sí y las de orden referencial- quienes en 1932 reunidos en plazas y calles se imaginaron colombianos dispusieron, como resultado de azares y necesidades, además de una bandera que cada quien pudo enarbolar, de otras cosas que no conocían: de un mapa-logo y un himno que por fin fueron divulgados y adoptados masivamente. De esa manera, duró más de un siglo, desde los lejanos tiempos de la Nueva Granada (1831-1857), de la Confederación Granadina (1857-1861) y de los Estados Unidos de la Nueva Granada (1861-1863), la producción de una territorialidad y de esa forma representacional clave del orden político de un Estado-nación moderno que es el mapa-logo. Casi tanto como la vigencia que tuvo el Voto nacional al Sagrado Corazón de Jesús y su iconización como símbolo del orden establecido en Colombia. Y se aprendió el coro de un himno que no se había conseguido hacer cantar en medio siglo.

    Algo semejante ocurre con los museos. Antes de los años 1930-1940 no hubo en Colombia ningún museo que pudiera hacer suya la definición que propone hoy el Consejo Internacional de Museos: una institución permanente, que sirve a la sociedad y a su desarrollo, forma parte de la esfera pública y es accesible al público, y que colecciona, conserva, investiga, comunica y exhibe testimonios materiales del hombre y de su medio ambiente, con objetivos de estudio, formación y esparcimiento. El examen de los museos colombianos y sus colecciones llevó a considerar que entre 1938 y 1948 existió una década colombiana de los museos, en que estos cobraron existencia fáctica, así fuera harto deficitaria. Correspondería a la proclamación internacional realizada en los años treinta del siglo XX como el siglo de los museos. Políticos colombianos, ante todo Eduardo Santos, estuvieron ligados a ese proceso, en que la intervención de algunos de quienes Laura Fermi llamó illustrious immigrants y Martin Jay estudió más recientemente, fue decisiva, como es el caso de Paul Rivet. Pero sin basamentos teóricos ni investigación sistemática o de otra clase acerca de la proveniencia, no existió diálogo entre las colecciones y las instalaciones arquitectónicas, acondicionadas a medias; y sin estudios de museografía, historia del arte y formación en disciplinas auxiliares, se careció de personal idóneo y experto.

    Dos cuestiones son, para unas instituciones museísticas como esas, puntos ciegos. La primera es la dependencia actual de la reputación de un museo, en el mundo globalizado de la cultura, de la capacidad que ha podido tener o tiene para enfrentar su propia historia, establecer las responsabilidades que pueden corresponder y hallar formas de asumirlas. El otro punto ciego se torna álgido con batallas como las ganadas por Jacques Lang, realizaciones del tipo de la ampliación del Rijksmuseum y cobra rasgos insoslayables con el debate al que consiguió dar lugar la Humboldt-Box en Berlín, con la cuestión de las relaciones entre palimpsesto urbano de dos siglos y construcciones simbólicas nacionales. Tocan hoy en la capital colombiana no solo con el llamado Palacio de San Francisco, concluido en 1933, la monumental estación del Ferrocarril de la Sabana, o instituciones tan cuestionables como la que funciona en el edificio neoclásico construido entre 1920 y 1926 por Alberto Manrique Martín, con pórtico que coronan dos esculturas de Félix María Otálora, en la carrera novena con calle novena, y en la casa dieciochesca del Marqués de San Jorge. Es un punto ciego para el antiguo Panóptico, sede del Museo Nacional, y para el gran complejo arquitectónico de la primera Societas Jesu en Santafé. Han pasado tres décadas desde que esos dos temas -enfrentar y asumir su propia historia, repensar instalaciones y emplazamientos- definieron agendas internacionales. Voluntad mistificadora o desconocimiento craso, el asunto es que apenas consiguieron significado en Colombia. En oposición a actitudes y tomas de partido, esa tercera parte presenta resultados investigativos acerca de la que se denomina la Década colombiana de los Museos.

    La consideración del tema de los museos permanece incompleta si no tiene en cuenta finalmente que la conciliación entre política y arte, en el sentido de Friedrich Schiller, pide en una sociedad democrática actitudes frente al arte y la literatura que sean traducibles institucionalmente en términos museísticos. En una célebre intervención de 1970 sobre historia del arte, Martin Warnke recordaba que las obras de arte nunca han sido ni son objetos a cuyo encuentro se llega desprovistos de intereses y de conceptos de valor, sino que cada generación siempre les da el tratamiento que se da a sí misma (97). No existe en Colombia institución que siquiera se parezca de lejos a la Tate Gallery o al Hamburger Bahnhof. En cuanto a literatura se refiere, los textos de biógrafos, críticos literarios, columnistas, periodistas y familiares colombianos de Gabriel García Márquez, incluidos en las dos ediciones especiales, de más de 150 páginas, que publicó El Espectador de Bogotá con el título de El nuevo Quijote en abril de 2014 con motivo de su muerte en México, pueden considerarse representativos de un promedio. Confirman, sin proponérselo, que jamás fue un desiderátum en Colombia la existencia de un museo de literatura o un archivo de manuscritos y tiposcritos por el estilo, por ejemplo, del de Marbach.

    La tercera parte del volumen está dedicada al problema de los clásicos de la literatura colombiana, y a la cuestión de la producción y lugar en la vida que tuvo el posible canon. Para su examen es requerimiento indispensable establecer un horizonte temporal que no está dado automáticamente por lo nacional de la literatura colombiana. Internacionalmente, la problemática del canon literario revistió actualidad científica y político-cultural hasta 1990, con su vinculación a determinaciones de raza, etnia, género y clase, lo mismo que a temas relacionados con la transmisión de identidades colectivas bajo condiciones de experiencias de alteridad o de trauma. Pero ya desde la década anterior venía desplazándose el interés por los cánones nacionales de literaturas mayores o menores, hacia constelaciones no nacionales o posnacionales (Rincón 177-181; Heydebrand 78-80). De modo que el repliegue de la cuestión del canon hacia el campo de la didáctica de la literatura fue en el año 2000 un hecho cumplido.

    La sección se abre con una lectura doble de textos que Hernando Téllez y Theodor W. Adorno dedicaron al episodio de las sirenas en la Odisea, escritos al concluir la Segunda Guerra Mundial. La consideración de la preponderancia, hasta entrado el siglo XX, de los trabajos historiográficos de José María Vergara y Vergara sobre literatura neogranadina, y la imposibilidad en Colombia de que la historiografía literaria se hiciera de la competencia de una filología nacional, se completan con la discusión de lo que fue la categoría de lo nuevo para el grupo que se denominó en los años veinte Los Nuevos. La reconstrucción de los procesos y las intervenciones principales que en las décadas de 1950-1960 establecieron la falencia de la literatura colombiana como expresión e instrumento de la cultura nacional, se completa con una consideración del surgimiento de intelectuales reunidos alrededor de revistas exclusivas muy minoritarias en una época de represamiento de la modernización cultural, como Mito, Prometeo y Sino. Estos intelectuales, al llegar los años de 1980, estuvieron en Colombia al frente del Estado, en el gabinete ministerial o en la oficina de cultura de la presidencia.

    La enrarecida atmósfera intelectual inmediatamente anterior al 9/11, y las redefiniciones posteriores a él, tuvieron entre otras muchas consecuencias una en particular. Dentro de la teoría cultural, las narrativas de exclusión con agentes subalternos dejaron de gravitar en torno a la agenda del grupo centrado en planteamientos de teoría y crítica poscoloniales. En el campo de los estudios literarios, con el replanteamiento de lo global, pasaron a primer plano cuestiones que venían perfilándose desde los años 1990 y con ellas los términos République des lettres y Weltliteratur. Con el primero, proveniente de la temprana época moderna, la atención se dirige hacia webs y networks que han operado por encima de límites culturales, geográficos y lingüísticos (Republic of...). El caso del Caribe como laboratorio de la modernidad resultó congenial con ese interés, como puede comprobarse en los estudios acerca de la dialéctica señor-esclavo en la Phanomenologie des Geistes (1807) (Fenomenología del Espíritu) de Georg Friedrich Hegel, la Revolución de Saint Domingue (Haití) y la filosofía de los Droits de l’homme (Los derechos del hombre). El libro de Benedict Anderson sobre José Rizal, publicado en 2005, lo mostró conectado en 1890 con la comunidad de las letras de un mundo globalizado. En ella el anarquismo internacional era el vehículo corriente de la oposición global al capitalismo industrial, la autocracia, el latifundismo y el imperialismo (4).

    El interés por la Weltliteratur remite a Johann Wolfgang von Goethe, incluye también las búsquedas de la literatura comparada, desde la historia de las representaciones de Erich Auerbach hasta las lecturas contrapuntísticas de Edward W. Said, y se concentra en las interconexiones, lo cual la hace una y desigual en el contacto entre las culturas. La sección Las letras colombianas y los horizontes temporales, concluye por ello con el análisis de un episodio emblemático de Cien años de soledad y de la forma como se replantea después de García Márquez la cuestión de la Weltliteratur.

    El epílogo de este libro, como intento de hallar formas de pensar el presente, está destinado a considerar sucintamente la cuestión de la nación, orientaciones del Neoliberalism y el Neoconservatism que inciden de manera directa en el caso de Colombia desde hace décadas, y aspectos de los intentos de Nationbuilding que como parte de esas directrices se pusieron en práctica después del 9/11 en territorios del Oriente Medio, cuyos límites fueron establecidos después de la Primera Guerra Mundial según los intereses exclusivos de los colonialismos inglés y francés por el acuerdo secreto Syren-Rat, que afectan hasta hoy la política mundial. El intento de acercarse al presente colombiano pasa por su consideración como posible masa de activos de la quiebra de todos sus pasados futuros, y de que la violencia de más de medio siglo, el narcotráfico y el paramilitarismo forman parte de la textura de la identidad colombiana. Mientras que el resto de la sección introductoria de que forma parte este Proemio se concentra en la cuestión de cómo entender qué es en el campo estudiado investigación básica.

    Causa gran aflicción no poder entregar a Guillermo Hoyos Vásquez, Director del Instituto Pensar fallecido en Bogotá en 2013, el primer ejemplar de este libro, que tanto le debe. El intercambio permanente con Sarah de Mojica y Carmen Millán de Benavides, Codirectora de la Colección 2010, ayudaron a prepararlo y concluirlo. A Gerda Schattenberg-Rincón quiero manifestarle mis agradecimientos muy especiales por su dedicación y su apoyo permanente. Doy las gracias a la Fritz Thyssen Stiftung für Wissenschaftsforderung, al Programa Herder del Servicio Alemán para el Intercambio Académico (DAAD) que me permitió, durante la permanencia en Colombia en calidad de profesor invitado, la revisión final del manuscrito, al Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana, al Lateinamerika-Institut de la Freie Universitat Berlin, y sobre todo a la Editorial Pontificia Universidad Javeriana, que ha asumido las labores para realizar la edición de este cuarto volumen con el que cerramos la Colección 2010. A ellos mi permanente gratitud.

    LA NECESIDAD DE INVESTIGACIÓN BÁSICA: SOBRE EL MITO PATRIÓTICO ORIGINARIO DE LOS COLOMBIANOS Y ALGUNAS DE LAS ESTRATEGIAS QUE LO FLANQUEAN

    ¿Qué segunda oportunidad sobre la tierra le ha sido negada a las estirpes de novelistas condenados a escribir y escribir ficciones sobre el Libertador Simón Bolívar? Si hay quien pueda creer que faltarían pruebas de que solo se puede vivir en Colombia con y del mito patriótico originario (Rincón 72-74), basta con que acuda a cualquiera de sus páginas. Volver sobre ese mito patriótico originario de los colombianos, en lo que tiene de práctica paradigmática ultimativa, permite abrir una cadena de links entre este y las estrategias e instancias que con su constitución de audiencias y agenciamientos flanquean su funcionamiento. Entre los que aquí se examinan están las fantasías del árbol genealógico, la producción de monumentalizaciones idealizadoras y las puestas en escena de lo idílico. Sus descripciones densas no exigen repetir discusiones de hace cuarenta años sobre estatus y procedimientos de la crítica, ni solo dejar de imaginar que categorías y conceptos son armas y utilizar un instrumental interdisciplinario, de modo que la meta de tales descripciones no se reduce a las de la crítica ideológica de hace medio siglo, ni al develamiento de fata morganas político-identitarias. Pueden sobre todo redimensionar la gama de sus efectos. Pero para comenzar, se vuelve directamente sobre el mito (Rincón 63-93).

    ¿Qué hacer con los indios?

    El 15 de septiembre de 1776 el funcionario de la Corona Josef de Gálvez envió al virrey Manuel Flórez en Santafé una carta que acompañaba dos materiales manuscritos. El primero de ellos era una copia del Diario que Antonio de Arévalo, coronel del ejército de Su Majestad e ingeniero de las fortificaciones de Cartagena de Indias, había llevado durante el recorrido que acababa de hacer por territorios donde los indios goagiros (wayú) venían sublevándose desde 1769. Leído hoy, es la principal fuente escrita de origen hispánico sobre la nación wayú, acerca de lo que un siglo después pasaron a institucionalizarse como estudios antropológicos o etnográficos y de demografía, debida a quien con ese Diario resulta ser el mayor conocedor externo de los wayú en la historia de la Nueva Granada.

    El otro material de Arévalo enviado junto con el Diario era un Proyecto para su entera pacificación. Dentro del trámite burocrático virreinal, en la primera hoja de la misiva remisoria se hizo este resumen:

    Al virrey de Santa Fe. Adjunto incluye el Diario N° 53 que manifiesta haver concluido la expedición al Rio del Hacha, y quedar fundada la Población de Santa Ana del Valle; el proyecto que propone Arévalo para su entera pacificación; y cuanto juzga conveniente para la transplantación de los Indios Goagiros a la Isla de Santo Domingo en cumplimiento de la Real Cédula del 15 de septiembre de 1775.

    De un total de población de 110.460 indios, el número de indios en armas que consignaba Arévalo en el Diario era de 60.960. En la cédula del Consejo de Indias el monarca de las Españas ordenaba que la reducción y el trasplante de los goagiros a una isla del Caribe se ejecuten precisa y prontamente por los medios que son más convenientes a mi Real Servicio. La mayor ansiedad y el más inquietante temor provenían de que los indios goagiros, estereotipados racialmente para ser al mismo tiempo reconocidos y rechazados por ser tan rebeldes y apóstatas como valientes y osados, podían llegar a aliarse y sublevarse con los indios del Darién.

    Las operaciones de las tropas y funcionarios de la Corona española para la reducción y la trasplantación de cien mil wayús a una isla del Caribe fracasaron. Una estrategia de recambio, la edificación de poblados españoles fortificados, también fracasó, fueron arrasados por los wayú. El tratamiento que han tenido estos acontecimientos hace parte exactamente del concepto de memoria impuesta por las exclusiones, silenciamientos, omisiones e interpretaciones que ha involucrado. La pregunta ¿qué hacer con los indios?, se les planteó no solo a los funcionarios de la Corona en la península y en el virreinato, sino a los creadores de pasados y árboles genealógicos durante los siglos republicanos. Algo semejante ocurrió con los esclavos de proveniencia africana.

    Jesús María Henao y Gerardo Arrubla en 1910, en su galardonada Historia de Colombia para la escuela secundaria, de muy duradera herencia (Melo 233-234), definieron normativamente con una narrativa de la civilización qué debía ser constitutivo de la memoria patria:

    La raza indígena se sublevó en diferentes ocasiones y lugares y produjo alguna vez grandes conmociones; nuestros Comuneros, no por un sentimiento de independencia sino para reconquistar el derecho de propiedad, se levantaron en masa contra el sistema, pero aquella raza y los Comuneros tenían que ser vencidos porque no siendo dueños de las fuerzas vivas sociales, no representaban la causa de la civilización. (II, 106)

    A los imperativos de esa lógica pertenecía en esa misma página la transformación de los españoles americanos (los criollos) en los desheredados por la fuerza del sistema, y la manera como inteligentes, más ilustrados y enérgicos, con anhelos y propósitos patrióticos, debían amar la tierra con pasión y sentir los deseos de ser libres.

    Tres aspectos de lo sucedido en esta historia y con ella son de retenerse aquí, a partir del hecho de que nunca se haya publicado el informe del coronel Arévalo. Primero que todo, el envolvimiento del saber producido por este y la comitiva militar que lo acompañó, en medidas de ejercicio de poder tan devastadoras, represivas y bárbaras como las dictadas por el Consej o de la Corona, recomendadas también por él.¹ En segundo lugar, la incapacidad para relacionar la clase de incidencia que podía tener el incremento de los costos del pie de fuerza de Su Majestad en el puerto de Cartagena de Indias, en el régimen de impuestos modificado por Carlos III para el virreinato, y la clase de conexiones que podía haber con la protesta de los cultivadores de tabaco en otra región. Todo ello en la imposibilidad de ver lo propio de las estrategias de resistencia de los indios wayú en y desde su territorio, por encima de lo que fueron en los siglos XIX y XX futuras pretendidas fronteras nacionales, y junto con ello lo que se puede llamar su inconmensurabilidad en términos político-militares. Y en tercer lugar, su relación con el polo patológico que representa, a falta de capacidad fáctica de control, la decisión de proceder a una deportación masiva de semejantes proporciones -el trasplante por mar de cien mil indios- bajo condiciones reales de incapacidad militar, financiera, y logística de llevarla a cabo.

    El cómo y el porqué de la muy tardía transformación, bajo la República liberal, por el ensayismo de Germán Arciniegas y trabajos historiográficos ¹ como los de Horacio Rodríguez Plata, de una revuelta sin asomo alguno de la recuperación de componentes culturales que hubo en el alzamiento de Túpac Amaru, en precursora de la independencia colombiana toca directamente con la invención de genealogías. En ella, sin discrepancia entre programas y efectos en una sociedad de la soberanía y el castigo, con los gritos de Viva el Rey. ¡Muera el mal gobierno! se trató de hacer algo imposible: en tiempos de introducción del monopolio del tabaco bajo el régimen de los borbones y de la guerra hispano-inglesa, retornar a los términos del pacto colonial de comienzos del siglo XVII. Las formas del castigo impuesto a algunos sublevados, fue algo tan poco estudiado como el nombramiento posterior de un funcionario a la vez arzobispo y virrey y su habilidad política para dar cumplimiento a algunas medidas pactadas con el ánimo de no serlo, por parte de los representantes de la Corona.

    Las fantasías del árbol genealógico y los inventos historiográficos

    El árbol genealógico fue, en general, una representación visual esquemática de las relaciones de parentesco de una familia. Los modelos bíblicos textuales y de relación texto-imagen de Mateo 1,1-16 e Isaías 11,1 consistieron en un gran tronco brotado del pecho del profeta, de David y sus ramas con los antepasados de Cristo. Tal esquema sirvió de matriz básica, réplicas seculares incluyeron rasgos semejantes: fijación de procedencia u origen, unidad, pasos que van de generación en generación. En las sociedades estamentales europeas, genealogía y árbol genealógico sirvieron para darle un lugar legitimado a sus miembros, y en esas funciones fueron instrumentos integradores. Posteriormente, resultaron manifestaciones de oposición a la monarquía absolutista ante la pérdida de poder político de la nobleza.

    En los dominios de la monarquía que rigió sobre españoles e indios, procedencia y orígenes, en términos de familia y región, se unieron a la obsesión castellana particular de la limpieza de sangre. Aquí solo cabe aludir a ella en relación al estatus de los naturales de Granada después de 1492, españoles-granadinos o españoles-moriscos, y la necesidad de crearle una historia cristiana a Hispania, borrando lo ocurrido en Al-Ándalus desde 711, que se experimentó antes de lanzarse a luchar contra paganos, infieles, herejes y protestantes. La prolija invención de profecías, santos y relatos históricos para crear esa historia cristiana, en particular la historiografía apócrifa, fue ya objeto de examen positivista por José Godoy Alcántara, en su Historia crítica de los falsos cronicones (1868), y estos vienen siendo objeto de revisión. El punto de interés reside en que prefigura la doble operación que se realizó en Colombia, apoyándose en la idea colonial de linaje.

    En los islotes agrarios y mineros, con poblados pero desconectados entre sí, que conformaron el país hasta entrado el siglo XX, excelsitud y prominencia dependieron del linaje, en el sentido lato de proveniencia familiar y territorial. Ese principio jeraquizador, por completo ajeno a la modernidad, presidió también la necesidad y las estrategias para hacerse semejante, en calidad de descendiente, de las características proyectadas en figuras de ancestros míticos. La doble operación para imaginarle un árbol genealógico a la patria, consistió en proceder a la gestación, lenta y difícil como tantas otras gestaciones, no de descendientes sino de ancestros, para hacerse descendiente de esos antepasados. Es lo ocurrido con el gaditano José Celestino Mutis, ordenado sacerdote en Santafé a los cuarenta años. Llamado el oráculo del Nuevo Reino, el maestro de la generación independentista, el introductor de la Ilustración en la Nueva Granada, Mutis tiene con José Félix de Restrepo un Doppelganger en Popayán. A su vez, alumno de Restrepo y uno de los principales colaboradores de Mutis, Francisco Antonio Zea resulta por su trayectoria el más cumplido ejemplo de la invención de ese tipo tan particular de antepasados, que los próceres representan en Colombia.

    JOSÉ CELESTINO MUTIS

    En la adjudicación de las calidades citadas, lo primero que salta a la vista en el caso de Mutis es lo muy tardío de su invención como ancestro, y el signo bajo el que se adelantó su elaboración. En Colombia no existió mayor registro, en las décadas de su publicación en Madrid, de los resultados de las investigaciones sobre Mutis adelantadas por Diego Mendoza (1909) y Federico Gredilla (1911). Por otra parte, las condiciones en que se comenzó a celebrarle no dejaban lugar a equívocos. El 23 de agosto de 1924 Roberto Cortázar escribía: El busto que en la tarde de hoy va a ser descubierto a la admiración pública, es como un símbolo de reconocimiento hacia la Madre Patria por los esfuerzos en pro de sus colonias, y con homenaje a la memoria del sabio, no reclamado por él, sino buscado por nosotros para satisfacción de la conciencia nacional (116).

    En cambio, en los ecos que hubo a comienzos de la República liberal de las celebraciones en Cádiz en 1932 del segundo centenario del natalicio de a quien se llamó entonces en la península ibérica una insigne figura, a cada paso se tropieza con ambigüedades. Se las puede apreciar no solo en que la reedición del libro de Gredilla sobre Mutis por la muy conservadora Academia Colombiana de Historia, careció de resonancia. Están lo mismo en las intervenciones políticas de Felipe Lleras Camargo en la entrega de la placa en honor de Mutis en el Observatorio Nacional, que en el discurso de Daniel Ortega Ricaurte a los niños de las escuelas ante el busto de Mutis, y en la nota para la ocasión del sacerdote y botánico Enrique Pérez Arbeláez (El Tiempo 10 de abril de 1932). No se acertaba a saber por qué Mutis, para qué Mutis, qué inclusiones e incorporaciones al precio de qué dislocaciones en cuál sistema debían tener lugar.

    Apenas en 1953, las páginas que Jaime Posada dedicó a Mutis y su aventura, invitando a erigirle otro monumento, dirimieron la cuestión, al proporcionarle una nueva base: Un bloque severo, un busto escueto, un jardín bien cuidado, dirían mucho a las generaciones sobre el temperamento laborioso, discreto, de un investigador que impuso una substancial transformación en la órbita de pensamiento del Virreinato (15). Era su forma de decir, en términos de astronomía, una revolución. Ni más ni menos que lo realizado por Copérnico. Se requirió sin embargo medio siglo para que entre 1991 y 2005, a través de considerar a Mutis creador de una cultura y de intentos de talante positivista para fijar la influencia de Mutis en la cultura nacional (Bohórquez Casallas), se resumieran sus logros en un tema reiterado. En aras de la construcción de nación, de la formación de una tradición científica como parte de la invención de una Ilustración neogranadina, en tiempos en que por decreto las universidades colombianas incluyeron por fin en 1992 la investigación entre sus objetivos, el mérito de Mutis pasó a cifrarse en una fórmula: la introducción de una cultura newtoniana en el Colegio-seminario de Nuestra Señora del Rosario, en calidad de educador de la élite neogranadina.

    Ponerse al amparo del ancestro así construido parece haber resultado de más interés que tomar en cuenta mínimamente qué pasó desde la publicación de los Philosophiae naturalis principia mathematica en 1687,² hasta más allá de una célebre y provocadora nota puesta a pie de página. Se trata de la que colocó el párroco Johann Friedrich Zollner en un artículo contra el divorcio que publicó en el número de diciembre de 1783 de la Berliner Monatsschrift. La nota decía: ¿Qué es Ilustración? ¡Esa pregunta, que es casi tan importante como qué es la verdad, tendría que ser respondida por completo, antes de comenzarse a propagar las luces! Y sin embargo, no la he encontrado respondida en ninguna parte (Bahr 3). Pues aquella había partido un siglo atrás de poner en cuestión la imagen de un dios todopoderoso e interrogarse por orígenes.

    Tan pronto circularon los Principia, el procedimiento inductivo-experimental fue acogido como sinónimo de cientificidad moderna (Casini), pero ya en 1690 con An Essay concerning Human Understanding, de John Locke, tuvo lugar la mutación ilustrada decisiva, al establecer en ese ensayo sus fundamentos cognoscitivos en términos sensualistas. Locke abrió así el camino por el que, en la interpretación de la gravedad, la expansión dejó de ser la única propiedad de la materia. Entre las principales que se le descubrieron estuvo el movimiento y con él la idea de desarrollo, trasladada paulatinamente a todos los campos. Nada de esto formó parte del horizonte de Mutis.

    Mutis también fue ajeno al propósito de clasificación de plantas, animales y minerales según un sistema unitario, con el que el Systema naturae (1735) de Carl von Linné hizo visibles relaciones de parentesco entre las clases y los géneros, de modo que flora y fauna dejaron de ser iguales para todos los tiempos. En la concepción metafísica de Mutis, el hombre no podía estar integrado dentro del conjunto de las leyes de la naturaleza, y como botánico-médico apenas entrevió que la mecánica no bastaba para la investigación de la vida. Su interés por los saberes de chamanes, curanderos e indígenas en general no parece haber sido mayor. En cuanto a los problemas modernos de la preservación, restauración y prospección de la biodiversidad (Hayden; Flora and Fauna...), Mutis no conoció el aspecto ilustrado clave de lo público. Como buen cristiano y buen imperialista borbón, en acceder a Wolffio, a Christian Wolff, y en una obsesión por hallar nuevas fuentes de riqueza para la Corona -de ahí su dedicación a las quinas y a la minería-, parece haber residido para él lo decisivo (Ortiz Rodríguez). Que para esa minería ni él ni sus colaboradores construyeran uno solo de los aparatos o las máquinas del diseñador de instrumentos James Watt va de suyo.

    Sin embargo, en 1957, haciendo el Elogio fúnebre de Don José Celestino Mutis en la Catedral de Bogotá, Álvaro Sánchez, presbítero, miembro de las Academias de la Lengua y de Historia, y subdirector del Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, proclamaba a Mutis precursor de nuestra nacionalidad, repitiendo una afirmación de Marcelino Menéndez Pelayo: Por donde se ve cómo el sabio José Celestino Mutis, sin apenas pensarlo, fue el verdadero precursor de la nacionalidad colombiana (Sánchez 249).

    JOSÉ FÉLIX DE RESTREPO

    La construcción de la figura de José Félix de Restrepo como el otro gran iniciador de la Ilustración neogranadina en el Seminario-colegio de Popayán, corresponde a intereses y recortes de perspectivas parejos, con una especificación de interés: su inclusión dentro de la mitologización del reducido centro urbano de la esclavocracia del sur de la Nueva Granada. También hasta el siglo XXI se ha experimentado en Colombia la necesidad de convertir en su caso la metafísica de Wolff en sinónimo de Ilustración. Pero si algo definió las posiciones de este, fue la reluctancia a separar la política de la esfera de la fe, para fundamentarla en principios de razón, como ha sido vuelto a mostrar con la contraposición Wolff-Voltaire en la educación como príncipe heredero del futuro Frederick II de Prusia. Wolff no pudo pasar de la metafísica a la historia, dentro de la transformación de las antiguas imágenes religiosas y filosóficas del mundo, y de los sistemas de orientación (Oelmüller 18-19, 120135). Por eso la significación metafísica, moral y política que Wolff le otorgó a las creencias cristianas sobre el destino post mortem del alma (Bronisch).

    Después de que la mitologización de Popayán parecía haber llegado a sus límites extremos como reflejo de las Descriptiones y Laudes urbium, conseguida por la pintura al óleo de Efraín Martínez y el Canto a Popayán de Guillermo Valencia, resultó posible lo sucedido con las cuarenta páginas que le dedicó Daniel Samper Ortega al Cauca y a Popayán en Nuestro lindo país colombiano (1937). Ese libro ganó un Concurso de Geografía Patria y condujo a su autor a la Presidencia de la Academia Colombiana de Historia en el gobierno de Eduardo Santos. En las páginas aludidas reprodujo un Elogio y una Semblanza de Popayán, debidos a Ricardo Nieto y Armando Solano. La esclavitud -la esclavocracia- no fue mencionada una sola vez. Finalmente, la hipérbole monumentalizadora suprema tuvo lugar en 1946. Fue la identificación Firenze = Popayán que aventuró Alberto Lleras Camargo el 6 de enero de 1946 en el Paraninfo de la Universidad del Cauca, para agradecer un Doctorado honoris causa que le fue otorgado. En 1901 Philippe Monnier había mostrado en una forma al alcance de cualquier escolar que el Quattrocento representa un momento esencial de la formación del espíritu moderno (1-8). Por lo menos desde Marcel Proust las alegorías mitológicas de Sandro Botticelli como su Primavera, cuya coreografía sigue fielmente el himno a Venus de De rerum natura de Lucrecio, han determinado la imagen de la Florencia renacentista (véase Botticelli...). La esclavista Popayán resultó en el discurso de Lleras Camargo, siendo entonces presidente de Colombia, un suceso tan extraordinario y sorprendente como algunas ciudades italianas del cuatrocientos, sin que concluyan a formarlo los cauces claros que determinaron la corriente avasalladora del Renacimiento, que dominó la tierra, sin el concurso de las armas. Solo que aquí es puramente intelectual y pasional, no sensual (43). Ironizar supone percibir la inconsistencia que una afirmación tiene en su contexto, lo que le da una significación completamente distinta, y es a lo que invitan cada una de las ideas expuestas. Mejor que eso es remitir a los trabajos con los que apenas en 1979 se inició el desmonte historiográfico del mito de Popayán (Colmenares). Sobre Florencia pueden verse las páginas recientes en donde Stephen Greenblatt contó sobre The Swerve. How the World Became Modern (2011) (El giro. Cómo el mundo se hizo moderno). Por lo demás, el Siglo de las Luces cambió revolucionariamente la relación con el cuerpo propio y la sexualidad, de modo que en la Ilustración tardía Jeremy Bentham pudo proponer su conocida tesis según la cual, aquella es el mayor de todos los placeres, un bien común al libre acceso de todos.

    FRANCISCO ANTONIO ZEA

    Con Restrepo y Mutis en calidad de antepasados, con el mito de Popayán en sus elaboraciones por Martínez, Valencia y Lleras Camargo, se relaciona la imagen de Francisco Antonio Zea que en 1966 se consideró adecuada para celebrar el segundo centenario de su nacimiento (Ortiz). Pero a comienzos del siglo XXI, cuando ya la invención de los próceres hubiera podido darse por cerrada, se le hizo pionero de los empréstitos internacionales de América Latina, una caracterización que hace volver sobre la coincidencia en recoger inmediatamente después de su muerte un nombre que Zea buscó se le otorgara en vida. El Fósforo de Popayán y una publicación de la capital coincidieron en sostener sobre Zea: ha merecido el título que se le ha dado de Franklin de Colombia por sus esfuerzos crédito-científicos y consideración personal que ha refulgido en bien de la nación (La Gaceta de Colombia 16 de marzo de 1823).

    Ha permanecido sin realizarse el paralelo biográfico a que invitaba ese título pretendido, con todas las desproporciones del caso: para John Kenneth Galbraith en The Affluent Society (1958) (La sociedad de la abundancia) Benjamin Franklin es "el arquetipo sagrado del American Genius" (202), mientras que el retrato más conocido de Zea solo fue pintado por Constantino Franco 55 años después de la muerte. Pero es factible hallar paralelos entre the incredible life de Franklin, en la que aquél tuvo sucesivamente las identidades y los valores de un Gentleman británico, un British Imperialist, un Patriot, un American (Wood), y el trayecto de Zea. Fue Zea aquél adlátere directivo con intereses privados propios en la pequeña empresa virreinal de la Expedición Botánica, redactor de periódicos oficiales tan variados como La Gaceta de Madrid y el Correo del Orinoco, y protegé del Príncipe de la Paz Manuel Godoy, funcionario del rey Josef Bonaparte en el Ministerio del Interior y, como prefecto de Málaga, Director del Jardín Botánico de Madrid. De allí pasó en 1821 a ser Vicepresidente de Colombia, embajador extraordinario en París y Londres, poseedor de un restringido conocimiento de los mecanismos del mercado de capitales de esa ciudad (Liehr 163). Con provisiones, comisiones y negocios que no correspondieron a lo que en la época se consideraba actuar dignamente, Zea obtuvo en 1822 con el banquero Erick Bollmann, quien quebró en 1826, el empréstito que merced a toda clase de componendas financieras acabó de pagarse más de un siglo después.

    La arqueología de la forma como se confeccionaron esos míticos ancestros ilustrados, para darles papeles fundacionales y hacerse descendientes suyos, como cuestión relacionada con la investigación básica de la memoria cultural colombiana supone ir más allá en la investigación sobre Mutis del examen de asuntos trillados. Los juicios divergentes acerca de sus esfuerzos por apoyarse en la congregación de los agustinos contra la de los dominicos para divulgar en Santafé a fines del siglo XVIII De revolutionibus orbium coelestium (1543) de Nikolaus Kopernikus, y cotejar, por ejemplo, las actividades de los círculos de Mutis y Restrepo con los dephilosophes, como el que animaba el Barón d’Holbach (Blom). Mientras que los paralelos biográficos Franklin-Zea tendrían que partir de la comprensión de lo que The Birth of America (El nacimiento de América) tuvo de A Great Improvisation (Una gran improvisación) (Schiff), y de cómo la financiación por Louis XVI de la guerra de independencia de las trece colonias inglesas en Norteamérica puso al borde de la quiebra las finanzas del reino de Francia, en camino a la Révolution de 1789. Y de situar vidas como la de Zea en el marco de la crisis de las numerosísimas provincias esparcidas en ambos mundos a los dos lados del Atlántico, que formaban un vasto cuerpo con el nombre de monarquía española, a que se refería la Proclama de Quirino Lamachez, adjudicada a Camilo Henríquez (Silva Castro 46). Para enfrentar una pregunta que no es redundante sino urgente: ¿Qué (no) es Ilustración? (Parra 217) en las antiguas posesiones españolas.

    La monumentalización idealizada de identidades imaginarias

    La operación doble de gestar ancestros ilustrados, por el estilo de Mutis, de Restrepo y Zea, para convertirse en descendientes suyos, ha tenido en el sistema escolar su espacio de reproducción por excelencia. La tarea paralela de monumentalización idealizada de imaginarias identidades dio lugar a realidades edificadas. En los llamados Palacios Echeverri (Gaston Lelargue-Alberto Manrique Martin, 1900-1914), y de San Francisco (Gaston Lelargue, 1918-1933), pastiches del Renacimiento francés y del neoclasicismo decimonónico, ese carácter aparece de manera difusa en sus exteriores. Fue en cambio lo más propio de las monumentalizaciones góticas colombianas, que se dieron en las cuatro primeras décadas del siglo XX, así en el Gothic Revival inglés del siglo XVIII la orientación eclesiástica y la Gothic Novel hayan acabado por ser paralelas, y el artículo ditirámbico de Goethe Von Deutscher Kunst (Del arte alemán), en donde die Gotik fue declarado por él arte alemán, hubiera sido escrito en 1772, sin saber que los modelos de las catedrales alemanas habían llegado del otro lado del Rhin.

    A propósito del templo católico de Nuestra Señora de Lourdes, construido en la localidad de Chapinero, sector entonces aledaño a Bogotá, Cristóbal Bernal escribía en 1923:

    En la iglesia de Chapinero se han perpetrado tantos delitos artísticos, que aun puede dudarse de su gotismo; es quizá una caricatura del gótico y nada más. Para construir un estilo gótico se necesitan dos cosas, una de las cuales, que es la fe al estilo medieval, vamos perdiendo, y la otra, que es una riqueza ingente, nunca la hemos poseído. El gótico no producirá entre nosotros sino obras truncas y contrahechas, como la iglesia de Chapinero y el nuevo seminario. (119)

    Por cuestiones de actualidad, de fechas y de reducción espacial, Bernal se refirió también al Pasaje Cuervo, que pasaba entonces por ser la más moderna edificación bogotana. Según Bernal es célebre, porque en él pueden estudiarse todos los defectos cometibles en una construcción, empezando por el ridículo ‘pórtico tetrástilo’ (119). Pero por esas mismas razones dejó por fuera de sus consideraciones sobre palacios y templos bogotanos las dos realizaciones mayores del Gothical Revival en Colombia: el castillo que se hizo construir Lorenzo Marroquín, el hijo y brazo derecho del presidente golpista José Manuel Marroquín después de la Guerra de los Mil Días, y la catedral de Manizales, edificada en la década de 1930 después del último gran incendio de aquel poblado. El Castillo Marroquín no puede separarse de la casa-hacienda de Yerbabuena, la composición de la novela satírica y en clave que se titula Pax (1904), y de la crisis de masculinidad que se dio entonces en la capital colombiana. La catedral en cemento fue levantada casi tres siglos después de la destrucción de la catedral gótica de Saint Paul en Londres y a un siglo, como parte de un movimiento que venía desde el XVIII, de la reconstrucción del Palace of Westminster en ese estilo en esa misma ciudad (Aldrich). Y después de cerrado el lapso 1789-1914, en que alemanes y franceses celebraron sus catedrales como símbolos nacionales (Les Cathédrales..).

    ¿Qué clase de filiación y de pasado querían darse en esa forma quiénes, por qué y para qué en un país como Colombia y dentro de culturas regionales específicas, sin huellas posibles de ningún Gothic Survival?, ¿qué concepciones se asociaban con este estilo eminentemente eclesiástico para otorgarle actualidad en qué presente?, ¿cuáles eran las evocaciones imaginadas que podían pretenderse, después de que ese estilo se había puesto al alcance de las clases medias inglesas a comienzos del siglo XIX en viviendas semiestandarizadas, y de que John Ruskin había incluido el capítulo sobre The Nature of Gothic (La naturaleza del Gótico) en The Stones of Venice (1853) (Las piedras de Venecia) (Siegel 209-223)? Si esos interrogantes pueden tener alguna validez para los productos tan desfasados de la transferencia a Colombia del Gothic Revival, proliferaciones imaginarias unidas a la operación de traslado del culto y los milagros de Notre-Dame de Lourdes a Chapinero, agrega otros más específicos: ¿a qué presente y de qué mundo se pretendía pertenecer o participar con esas idealizadas monumentalizaciones de identidad postizas?, ¿qué instancias eclesiásticas llevaron hasta allí la aparición milagrosa de la Virgen María y la curación del asma alérgica de la pastora adolescente Bernardette Soubiroux en 1858?, ¿cómo se realizaban operaciones de esa clase?, ¿cuáles eran las representaciones del cuerpo en juego entre los miracles de la Viérge, si los hubo en Colombia, y más en general de los peregrinos al templo del Lourdes bogotano, después del descubrimiento del milagro de los rayos X por Wilhelm Conrad Rontgen?³

    Las identidades idílicas puestas en escena hasta mediados del siglo XX: flores, café, esclavitud, exterminio

    La construcción de esos antepasados, y esos pasados construidos e inventados, acaba por conducir al tema de las supuestas identidades idílicas que, en medio de los estallidos de violencia en campos y ciudades colombianas, se propusieron en la década de 1950. Crearlas fue el objetivo de actividades como la Fiesta de las flores institucionalizada en Medellín, la iconización a nivel internacional de la marca Juan Valdés para el café de Colombia, o la reconstrucción de la casa-hacienda de El Paraíso en el Valle del Cauca.

    En 1950, dentro de una Semana cívica que se celebraba anualmente en Medellín en el mes de mayo, se estableció un ‘Día de las flores’, y en 1954 tuvo lugar, organizada por el Club de Jardinería integrado en su mayoría en Medellín por esposas de hacendados, la I Exposición de flores, con 10 secciones de muestra, entre ellas una de hortalizas y otra de frutas. En cada nueva oportunidad, en los años 55 y 56, se buscó tener una actividad particularmente destacada. Así sucedió en 1957 con una concentración de Reinas y Señoritas. Pero ya un año antes el cultivador de flores Carlos Enrique Arteaga, junto con José León Hernández, habían inventado para los campesinos de la vereda de San Cristóbal, en los alrededores de Medellín, las silletas y el papel de los silleteros. Las silletas fueron imitadas de los armazones que se colocaban a las mulas para transportar canecas de leche, construyéndolas con rejillas de varas delgadas. Adornadas con flores y hortalizas, se las podía llevar a la espalda como un morral. Cerca de 40 silleteros desfilaron en esa primera ocasión hasta la iglesia de la Veracruz, donde funcionaba la Plaza de las flores.

    Solamente en 1972 fue establecida propiamente la Feria de las flores, para servir de adorno a la Feria equina que se encargó de organizar el Fondo ganadero. Pero en el curso de la década un sector de la comunidad gay de la ciudad la transformó en su versión de los Riots neoyorkinos de 1969, y el obispo Tulio Botero Salazar la hizo suspender. En 1985, cuando ya Medellín estaba en trance de convertirse en una de las ciudades más violentas del mundo, la celebración se reanudó, sumando elementos que debían comunicarle belleza y nostalgia: una toma a caballo de la ciudad, de sus principales calles y avenidas (El Mundo 31 de julio de 1994), a la que se agregaron un gran desfile de autos clásicos y antiguos (El Colombiano 8 de septiembre de 1996), exposiciones de orquídeas, pájaros, flores, con un reinado nacional, tablados andaluces de fiesta y, tal como había sucedido diez años atrás, el desfile de silleteros que pasó entonces a ser recibido por el obispo Botero Salazar en el atrio de la catedral.

    A finales del siglo XX eran más de 400 los adultos y de 50 los niños de un núcleo de familias que, organizadas por la oficina de Fomento y Turismo, desfilaban cargando silletas emblemáticas, comerciales y monumentales, con un peso entre 50 y 100 kilos. Salían de la vereda de Santa Elena desde antes de media noche para llegar a Medellín en las horas de la tarde del día siguiente. Entre tanto, gracias al microclima regional, la floricultura se había afianzado como sector agroindustrial de exportación. La teatralización de una avenida del centro como lugar de un desfile procesional, dio lugar a que silleteros y silletas florales pasaran con esa forma de puesta en escena a servir de fetiches identitarios. Resultaron garantes en el presente violento del contacto con un mundo armónico intacto que nunca existió, poblando ese presente con fantasmagorías idealizadas y recuerdos imaginados de ese arcádico mundo en orden. Tal como en las culturas sin escritura, la memoria está confinada y es confiada a ritos, con cuya repetición puede ser cultivada y mantenida.

    De las tres clases de sentidos (simbólico, obvio, obtuso) que Roland Barthes distinguió en 1970 al analizar fotogramas de Sergej Eisenstein, fue le troisiéme sens (el tercer sentido) (43-58), el que más destacó. Durante la Feria de las flores, riqueza, variedad, colorido, esfuerzo en el ritual del desfile de los silleteros transmitieron directamente un sentido simbólico de celebración identitaria. Mientras que el sentido obvio, vinculado por Barthes a un sistema completo de destinación, se inscribe en toda la organización simbólica de esa puesta en escena como malestar en un presente que nunca acababa de ser moderno y repliegue a un pasado distinto de cualquiera relativo y real, en contacto por puentes temporales con el presente. Ese pasado único, exclusivo, valorizado y jerárquico, era poseedor de la sacralidad de los orígenes y las culminaciones, era el de lo auténtico y substancialmente bueno, impoluto y significativo, y en él residiría la antioqueñidad primordial sub specie aeternitatis -con un ligero cambio de acentos en el nombre de la capital de la provincia siria del Imperio Romano y las epístolas patrísticas. Al nivel de ese sentido obvio, dependiente del malestar en el actual presente, el ritual remitía a la represión y lo reprimido -die Verdrangung, en la terminología de Freud-, con lo que se rechaza o busca mantener en el inconsciente imágenes, ideas, huellas.

    El sentido obtuso en Barthes se acerca al disfraz y es parte de un dialogismo tan intenso que no es posible garantizar su intencionalidad (49). En la puesta en escena de la antioqueñidad ese sentido puede descifrarse en la imagen clave del silletero cargado de flores, como retorno de lo reprimido. Se trata aquí de una imagen muy fuerte, cifra muy poderosa del sojuzgamiento y la dominación cuya iconicidad se definió, en el sentido más sencillo de Charles S. Peirce, por su relación de semejanza con la realidad del mundo exterior: los cargadores indios, los indios silleteros que transportaron viajeros llevándolos sobre sus espaldas. Los lectores habían podido encontrarlos en Alexander von Humboldt, y con Robert Cooper West en su libro de 1952 sobre Colonial Placer Mining in Western Colombia, retornaron precisamente como una (re)aparición. A finales del siglo XVIII, en la región de Popayán, el deterioro absoluto de los caminos del intercambio prehispánico y la ausencia de construcción de vías durante la época colonial hizo que reaparecieran los cargadores, quienes habían pertenecido a la conquista temprana. En las décadas de 1820-30 había ya en Ibagué, prestos a atravesar el Paso del Quindío, entre 300 y 400 silleteros indígenas. El carácter fragmentado de un mosaico de piezas cuasi autónomas aisladas entre sí económica, social, política y culturalmente que tenía el país se cimentó, en tanto unos contados enclaves de producción

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