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Conmemoraciones y crisis: Procesos independentistas en iberoamérica y la Nueva Granada
Conmemoraciones y crisis: Procesos independentistas en iberoamérica y la Nueva Granada
Conmemoraciones y crisis: Procesos independentistas en iberoamérica y la Nueva Granada
Libro electrónico643 páginas8 horas

Conmemoraciones y crisis: Procesos independentistas en iberoamérica y la Nueva Granada

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La propuesta principal de este título, el segundo volumen de la Colección 2010, es conectar las historias de conformación de la nación ibérica y las emergentes naciones americanas e identificar las concatenaciones entre las conmemoraciones y las representaciones en imágenes con el fin de crear nuevos campos de reflexión y análisis de los procesos independentistas. Al mismo tiempo, busca entender el lenguaje de las independencias iberoamericanas como modelo único de experiencias históricas sociales, políticas y culturales. Con ese objetivo en común, diecisiete especialistas examinan las potencialidades de la memoria de lo acaecido a los dos lados del Atlántico, antes y después de las batallas de Ayacucho y Boyacá.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jul 2010
ISBN9789587167672
Conmemoraciones y crisis: Procesos independentistas en iberoamérica y la Nueva Granada
Autor

Varios autores

<p>Aleksandr Pávlovich Ivanov (1876-1940) fue asesor científico del Museo Ruso de San Petersburgo y profesor del Instituto Superior de Bellas Artes de la Universidad de esa misma ciudad. <em>El estereoscopio</em> (1909) es el único texto suyo que se conoce, pero es al mismo tiempo uno de los clásicos del género.</p> <p>Ignati Nikoláievich Potápenko (1856-1929) fue amigo de Chéjov y al parecer éste se inspiró en él y sus amores para el personaje de Trijorin de <em>La gaviota</em>. Fue un escritor muy prolífico, y ya muy famoso desde 1890, fecha de la publicación de su novela <em>El auténtico servicio</em>. <p>Aleksandr Aleksándrovich Bogdánov (1873-1928) fue médico y autor de dos novelas utópicas, <is>La estrella roja</is> (1910) y <is>El ingeniero Menni</is> (1912). Creía que por medio de sucesivas transfusiones de sangre el organismo podía rejuvenecerse gradualmente; tuvo ocasión de poner en práctica esta idea, con el visto bueno de Stalin, al frente del llamado Instituto de Supervivencia, fundado en Moscú en 1926.</p> <p>Vivian Azárievich Itin (1894-1938) fue, además de escritor, un decidido activista político de origen judío. Funcionario del gobierno revolucionario, fue finalmente fusilado por Stalin, acusado de espiar para los japoneses.</p> <p>Alekséi Matviéievich ( o Mijaíl Vasílievich) Vólkov (?-?): de él apenas se sabe que murió en el frente ruso, en la Segunda Guerra Mundial. Sus relatos se publicaron en revistas y recrean peripecias de ovnis y extraterrestres.</p>

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    Conmemoraciones y crisis - Varios autores

    Pontificia Universidad Javeriana

    Universidad Eafit

    CONMEMORACIONES Y CRISIS

    Procesos independentistas en Iberoamérica y la Nueva Granada

    Juan Camilo Escobar Villegas, Sarah de Mojica, Adolfo León Maya Salazar

    Editores

    © Pontificia Universidad Javeriana

    © Universidad Eafit

    © Autores:

    Carmen Elisa Acosta, Justo Cuño Bonito, Sarah de Mojica, Antonio Elías de Pedro Robles, Juan Camilo Escobar Villegas, Sebastián Jansasoy, Adolfo León Maya Salazar, Cristina Lleras Figueroa, Jorge Orlando Melo, Carlos Monsiváis, Lisímaco Parra, José M. Portillo Valdés, Joanne Rappaport, Leonardo Reales, Carlos Rincón, Jorge Tomás Uribe, Javier Vilaltella

    Primera edición: Bogotá, D.C., agosto del 2012

    ISBN: 978-958-716-767-2

    Editorial Pontificia Universidad Javeriana

    Carrera 7a n.° 37-25, oficina 13-01.

    Edificio Lutaima

    Teléfono: 320 8320 ext. 4752

    editorialpuj@javeriana.edu.co

    www.javeriana.edu.co/editorial

    Bogotá - Colombia

    Directores de colección

    Carlos Rincón,

    Carmen Millán de Benavides

    Corrección de estilo

    Leonardo Realpe

    Francisco Thaine

    Diagramación

    Carlos Vargas - Kilka Diseño Gráfico

    Diseño de cubierta y montaje

    Carlos Vargas - Kilka Diseño Gráfico

    Búsqueda de imágenes

    Santiago Martínez Caicedo,

    Pamela Montealegre Londoño

    Desarrollo ePub

    Lápiz Blanco S.A.S

    Agradecemos a los archivos de la Biblioteca Nacional de Colombia, a la Biblioteca Luis Ángel Arango y al Museo de Antioquia por el préstamo y autorización para el uso de las imágenes de este texto.

    Conmemoraciones y crisis : procesos independentistas en Iberoamérica y la Nueva Granada / editores Juan Camilo Escobar Villegas, Sarah de Mojica y Adolfo León Maya Salazar.

    -- 1a ed. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2011. -- (Colección 2010).

    440 p. : ilustraciones ; 24 cm.

    Incluye referencias bibliográficas.

    ISBN: 978-958-716-508-1

    1. AMÉRICA LATINA - HISTORIA - GUERRAS DE INDEPENDENCIA, 1806-1830. 2. AMÉRICA LATINA - HISTORIA - SIGLO XIX. 3. COLOMBIA - HISTORIA - SIGLO XIX.

    I. Escobar Villegas, Juan Camilo, 1960-, Ed. II. Mojica, Sarah de, Ed. III. Maya Salazar, Adolfo León, Ed. IV. Pontificia Universidad Javeriana.

    CDD 980.02 ed. 21

    Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

    ech. Marzo 9 / 2012

    Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

    PRESENTACIÓN

    CONMEMORACIONES Y CRISIS. CENTENARIO, SESQUICENTENARIO, BICENTENARIO

    Carlos Rincón

    En tiempos en que las experiencias del pasado han perdido su posible simetría con las expectativas que se proyectan, estas cinco consideraciones a propósito de Conmemoraciones y crisis en Colombia, —relacionadas con las celebraciones del Centenario, los ciento cincuenta años, la recién iniciada década del Bicentenario y con las crisis que enmarcaron en 1910, en 1960 y hoy esas celebraciones—, buscan un objetivo a la vez anticipatorio y recapitulados Más que bosquejar, intentan evocar los contornos del marco de reflexión en que se han suscitado las Reconsideraciones sobre el curso y devenires de los movimientos de Independencia iberoamericana y neogranadina que se proponen en este volumen.

    I

    Las celebraciones de 1910 estuvieron selladas por la derrota histórica que significó para Colombia la secesión de Panamá y por las huellas vivas de la guerra civil de comienzos del siglo XX. Es decir, por consecuencias no buscadas, pero que se hicieron inevitables por la forma tan sui generis como fue solucionada en el caso colombiano la crisis de hegemonía que se precipitó entre 1875 y 1880 en todos los países latinoamericanos, dentro de la nueva fase del proceso de globalización en el que entonces ingresaba el mundo entero. Su solución en otras latitudes de América Latina fue, junto con la adopción de conceptos culturales en la definición de la nación, una visión espontánea del tiempo histórico como de ascenso continuo, con un afianzamiento escalonado y permanente del Estado nacional y de la secularización de la comunidad política. Ante la incapacidad del Estado para asegurar su presencia en todo el territorio y afirmar su control, la solución impuesta en Colombia conllevó dos hechos claves: puso tareas propias en manos de la única institución que sí conseguía hacerse presente, la Iglesia católica; e implementó un proyecto excluyente cuyo único común denominador fueron la lengua castellana y el catolicismo llegado de España.

    A partir de esto, tras la guerra civil y la separación de Panamá, fue indispensable para sobrevivir y legitimarse como sociedad y Estado inventar un gran pasado nacional. La invención de la Edad de Oro colombiana debía ser prenda del retorno al Paraíso. Ocasión bienvenida para esa empresa hubiera podido resultar la celebración del Centenario, pero esta se redujo a ser casi local, con actos oficiales que se llevaron a cabo en Bogotá. Celebrar debía ser recordar, retener, repetir, conmemorar un acontecimiento fundacional, un momento inaugural que sobrevivía como mito. Sin embargo, no era solo que el Código napoleónico de 1802 —repudiado ya en 1810 en Santafé por Manuel del Socorro Rodríguez en su periódico La Constitución Feliz— apenas se había implantado en parte, en la versión edulcorada de Bello a fines del siglo XIX. Lo difícil fue situar las continuidades y las legitimaciones derivadas de ese mítico acontecimiento. Con todo, para el Centenario, la recién fundada Academia de Historia y Antigüedades se propuso dotar al país de un espacio concreto que albergara las sombras de héroes y mártires, dándole una connotación especial a ese término de próceres que no correspondía: ni founding fathers ni peres fondateurs.

    El régimen colonial de hermandades y cementerios había acordado que en la Iglesia de la Veracruz —sobre la plaza de mercar de San Francisco y frente a la Capilla del Humilladero, cuya primera edificación se había realizado tiempo antes antes de la fundación de Santafé— se sepultaran sin señal alguna y a veces en fosa común a los condenados al patíbulo. La generalidad de los fusilados entre junio y diciembre de 1816 en Santafé fueron cabezas de la rebelión de este Nuevo Reino de Granada: reos condenados a muerte por traición y crímenes varios en Consejo de Guerra fueron enterrados también en el suelo de esa iglesia. Un temblor la destruyó en 1827; en 1878 fue demolida la Capilla del Humilladero; en una fecha tan tardía como 1904, Julián Lombana comenzó a construir una iglesia neoclásica utilizando los terrenos de las antiguas edificaciones eclesiásticas. En 1910, después de una nueva restauración promovida por el párroco, se declaró Panteón Nacional a esa nueva Veracruz, mientras que para Popayán se proyectó otro panteón, en donde se encuentran las cenizas de los próceres payaneses, como les llamó Guillermo Valencia. Entre ellas, en una urna se depositaron las cenizas de Camilo Torres, y en otra los restos de una figura tan controvertida como Julio Arboleda.

    De manera que esa clase de panteón, además de alguna estatua importada de Caldas por Raoul-Charles Verlet —la que hizo de Policarpa Salavarrieta en cemento Dioniso Cortes para los arrabales de Bogotá y la Apoteosis de Nariño encargada a Henri-León Greber e hijo—, mal podía cerrar una secuencia que venía bosquejándose desde los tiempos de la Gran Colombia. A los procesos de narrativización y a las narraciones de lo vivido y lo sucedido en las guerras de Independencia, les siguieron los de visualización, que se prolongaron durante cincuenta años, con utilización de contadísimas técnicas imaginísticas, hasta conseguir concretizaciones icónicas de aquellos a quienes se consideraba protagonistas. Un siglo ha debido ser tiempo más que suficiente para que en un Estado-nación moderno los hubiera puesto en escena ritualmente y los hubiera monumentalizado en formas de alcance nacional.

    La secuencia narración-visualización-monumentalización no se realizó. No había sido así hasta entonces y tampoco ocurrió así durante el Centenario. Lo buscado no había sido precisamente conseguir formas de simbolización nacional para la república ni construir el espacio democrático de lo político para conferir sentido, significado y orientación a la acción individual y política de los ciudadanos. El objetivo principal fue obtener a través de esas celebraciones patrias y fiestas públicas algo cuya carencia experimentaban tanto el Estado como los organizadores: legitimidad. Solamente en términos de mito fundacional continuó existiendo la Independencia para los colombianos. Como tal, como mito de origen, se encontraba incorporada a la memoria cultural en formación, y así continuó.

    No debe por eso pasarse por alto, de ninguna manera, otro hecho. Fruto de un concurso convocado entonces, fue un manual de historia de Colombia que proporcionó una versión conciliadora y le dio al país orígenes felices. Escrito por Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, ese manual dominó como libro de enseñanza por cerca de medio siglo.

    II

    En la segunda posguerra, dentro de las estrategias de la Guerra Fría, en países que se descubrían en ese momento como subdesarrollados, se impusieron gobiernos militares para manejar las vicisitudes de la industrialización y la modernización. Esos gobiernos autoritarios o dictatoriales resultaron ser no una solución, sino más bien parte del problema. La solución finalmente pactada en Colombia en 1958 por los partidos Conservador y Liberal copió la adoptada en 1875 en España entre los líderes del partido Conservador liberal y el Fusionista: una democracia formal restringida, con alternación en el ejecutivo como sistema de representación de los diferentes intereses. Pero ya a esas alturas del siglo XX, la transformación de los modos de constitución de experiencias sociales y culturales había desembocado en Colombia en un marcado cambio de los discursos intelectuales que se asomaban al escenario de una recién reconstituida y limitada esfera pública. Por eso, en el encuentro entre los horizontes del pasado y el futuro nacionales tenían que articularse, con ocasión del Sesquicentenario, visiones disyuntivas.

    Por un lado, hubo dos variantes revisionistas claramente perfiladas. El periodista e historiador Arturo Abella acogió la tesis sobre lo prematuro de la Independencia para agregarle una comprobación de orden social. Su consideración de la condición básica no de individuos y menos de ciudadanos que imperaba en la jerarquizada sociedad neogranadina —donde los sujetos eran antes que nada miembros de corporaciones, haciendas, cofradías, comunidades, hermandades, clanes familiares y cuerpos mayores como las parroquias— llevó a Abella a señalar que todos los involucrados en el movimiento emancipador en el Virreinato eran parientes entre sí. Abella iba un poco más lejos, en materia de poder efectivo, dinámicas económicas, políticas y sociales, lo mismo que sus mecanismos para interrelacionarse:

    El 20 de julio de 1810 empezó el 6 de agosto de 1538. Unas cuantas familias criollas, dueñas de las tierras, los resguardos, el cabildo, las contadurías, los títulos y las prerrogativas hicieron la revolución, pero en la Nueva Granada, a diferencia de las demás naciones 'una sola familia' abonó el terreno y empuñó el mando. Los apellidos que fueron clave en las jornadas revolucionarias, los Caicedo, Vergara, Vélez Ladrón de Guevara, Santamaría, Camacho, Prieto Salazar, Ortega, los Lozano de Peralta, Álvarez del Casal, González Manrique Flórez, Rivas, Morales, Falavís, Groot, Nariño, Rodríguez Lago y García de Tejada, entre otros, se entretejen uno a uno hasta formar una familia en la que todos firman una nómina oficial. (Abella 5)

    Por otra parte, interesado en los conflictos sociales, el político e historiador Indalecio Liévano Aguirre había publicado puntualmente, en vísperas de las efemérides del Sesquicentenario, en un magazín de noticias un artículo de gran resonancia sobre el 20 de julio de 1810, que ponía en cuestión la narrativa patriótica canonizada. En este sostuvo:

    Vano ha resultado y ha de resultar todo intento de uniformar tardiamente la opinión pública alrededor de aquellos personajes que en 1810 confundieron la Independencia Nacional con la independencia de una oligarquía, que tuvo buen cuidado de negarle a nuestro pueblo las prerrogativas y ventajas que reclamó para ella. (Liévano 394)

    Las realizaciones del lado oficial se monumentalizaron en esa ocasión en ladrillo, madera, cemento y piedra con la invención por Luis Alberto Acuña de una imaginada Casa del 20 de julio en una de las esquinas hoy siniestras de la Plaza de Bolívar. La construcción de un aventurado relato está cincelado en una placa, sobre cómo en esa casa habría nacido la república, o surgido la libertad patriótica colombiana. También se realiza el cambio de función de un monumento, iniciado por el gobierno militar para legitimarse honrando a los soldados muertos desde 1948 en emboscadas, accidentes o escaramuzas con guerrilleros, convertido entonces en Monumento a los héroes.

    III

    Pero tanto en el Centenario como en el Sesquicentenario, no se reparó en la significación de acontecimientos como la abdicación de los Borbones en Bayona, el fracaso en los propósitos de transformar la monarquía católica española en una nación, el levantamiento del general Rafael del Riego cuando debía zarpar hacia Venezuela, el Nuevo Reino de Granada y la Plata, otra expedición de veinte mil soldados de infantería y tres mil de caballería, o las políticas de la Santa Alianza. Hasta los mitos exaltantes acerca del 2 de mayo madrileño y las guerrillas antinapoleónicas —puestos entre tanto en su lugar por la reciente historiografía española— se pasaron en silencio. No tuvieron cabida cosas que hoy resultan patentes dentro de la dimensión transatlántica de la crisis de la monarquía católica hispana ni lo propio y determinante de la diversidad de dinámicas regionales, como fue en definitiva la Guerra a Muerte para la Capitanía de Venezuela y el Virreinato del Nuevo Reino de Granada.

    Ciertamente, es indispensable tener en cuenta tanto a los Founding Brothers, sobre los que escribió hace una década en su celebrado libro Joseph J. Ellis, como también a los Atlantic Cousins, comenzando por Jacques-Pierre Brissot, quien se contaba entre los Visionary Friends de Benjamin Franklin. Hay que hacer, sobre todo, sus tareas. Eduardo Posada publicó en la década del Centenario, en El 20 de julio. Capítulos para la revolución de 1810 (1914), la carta que envió Camilo Torres a su pariente Ignacio Tenorio a Quito. No creyó necesario el ejercicio filológico mínimo para establecer los párrafos que Torres tomó sin comillas de Brissot, cuando responde a la pregunta: ¿Qué debemos hacer, qué medidas debemos tomar para sostener nuestra independencia y libertad?. Hubiera sido interesante preguntar entonces si habrían acabado por llevarlo tal vez hasta Thomas Paine. En la década del Sesquicentenario se publicó una edición fascimilar de La Bagatela (1811-1812) (1966). Un trabajo filológico mínimo de edición habría bastado para establecer qué tomó, qué suprimió, qué montó Nariño en la traducción del texto de Denis Diderot —incluido en la Histoire des deux Amériques—, que publicó sin indicación de autor. Habría sido un trabajo con el que se hubiera llegado a dar con las imágenes francesas de William Penn y sus Quakers.

    Hago estas anotaciones teniendo en mente sobre todo que después de la deconstrucción filosófica del tema del origen y de las investigaciones con que se dejó atrás en Francia e internacionalmente la problemática de la Ilustración como origen de la Revolución francesa, pocos debates resultan tan datados como ese que hizo correr tanta tinta de historiadores en tiempos del Sesquicentenario, acerca de lo que les resultaba el gran interrogante. ¿Era tomista-suarista o era ilustrada la base de la ideología de los precursores y próceres que constituía el origen de la revolución neogranadina? Del mismo tenor eran los términos en que se plantearon el problema de la crisis constitucional. Hay una página de quien fue uno de los personeros de la Revolución en marcha, Darío Echandía, a cual más de sintomática, sobre ese debate. Las referencias que hace en este resumen a la revolución y los revolucionarios son, obviamente, a la Révolution frangaise:

    No es difícil comprender cómo nuestros próceres, sin dejar de ser católicos, aceptaron los postulados de la revolución; debieron considerarlos como consecuencia natural y lógica de las filosofías cristianas en que se habían formado. Es posible que vieran en la declaración de la constituyente, el fundamento de un derecho político ordenado por fin racionalmente. Habían aprendido, además, en Suárez, que el gobierno se funda y legitima por un contrato entre el pueblo y el gobernante. En virtud de ese pacto, el monarca contrae con los gobernados obligaciones cuyo inclumplimiento determina una manera de resolución del contrato. Ese incumplimiento justifica, pues, el derecho de insurrección. Pero qué estipulaciones debía contener el pacto? Los revolucionarios les enseñaron en qué consisten esas estipulaciones esenciales, esas obligaciones del gobernante cuyo incumplimiento implica la ruptura de su contrato con el pueblo. Se reducen a garantizar a los súbditos el ejercicio de unas libertades fundamentales imprescriptibles, de unos derechos naturales, que son anteriores al Estado y cuyo mantenimiento constituye la finalidad suprema del gobierno. A buen seguro, que los hombres de la generación de 1810 entendieron la declaración de los derechos humanos como una forzosa consecuencia de las doctrinas, tomistas y suarecistas, de la ley natural y del contrato entre el pueblo y el gobernante [...]. (Echandía en Gómez XIII)

    Trabajos de las últimas décadas, entre los que ocupan lugar descollante los del historiador del derecho José María Portillo Valdés, no solo han invertido la vieja óptica según la cual los movimientos independistas americanos llevaban al hundimiento de la monarquía católica hispana. Al analizar esa quiebra a los dos lados del Atlántico, han marcado el point of no return para la investigación actual. La consagración del fracaso de la política de los Borbones, desde los tiempos de Carlos III, para establecer un imperio en ultramar, distinto a esa monarquía, hace de la crisis de 1808-1810 tanto la conclusión de la decadencia española, como también la primera disolución moderna de un Imperio.

    Las tesis por discutir hoy son, en esa línea, las formuladas acerca de la retroversión o el depósito temporalde la soberanía hasta el retorno del Deseado. Esa parece ser la cuestión, ya se vea en aquella una situación pre-estatal, de anterioridad al establecimiento de un nuevo pacto, según el contractualismo más clásico, o una coartada constitucional que, fundida con el mito de la presión de Napoleón, sirvió para declarar ilegal la abdicación en Bayona y escamotear el hecho inadmisible: la traición de la familia real. Soberanía corporativa o delegada, que residiría originaria o esencialmente en los pueblos o en el Pueblo, con consecuencias que van de la autonomía a la independencia, he ahí la problemática que está puesta sobre el tapete. Incluidos, por ello mismo, el catolicismo y la catolicidad, o la cuestión católica, determinada en América más en términos sociales que institucionales, según destaca Portillo Valdés.

    IV

    ¿Y qué podríamos intentar sostener hoy, como parte de una teoría del presente, en cuanto a la relación actual entre celebración y crisis? En primer lugar, lo difuso del concepto mismo de ‘crisis’, si se intenta designar con él, por ejemplo, la situación colombiana existente desde 1978 hasta hoy, con la "Refundación de la patria y la Reconfiguración del Estado", o si por otra parte se quiere situar el núcleo de las crisis globales actuales en la forma de funcionamiento del sistema económico. En segundo lugar, en que si a algo pueden remitir las fantasías que pretendieron desplazar todo el manejo social para ponerlo en manos del mercado, es en nuestro caso a esa crisis que se prolonga desde Ayacucho, donde se enfrentaron dos ejércitos compuestos cada uno de ellos por indígenas quechuas en cerca o más de la mitad, y la oficialidad que luego dominó la vida en sus respectivos países —¡manes de Benito Pérez Galdós!— por casi medio siglo. Quizás podemos referirlo a la inexistencia de cualquier vínculo solidario entre aquellos grupos de españoles americanos y españoles peninsulares que se establecieron en el poder en ciudades y regiones del antiguo Virreinato de la Nueva Granada, con la obligatoria ausencia de cualquier proyecto de nación que se desprendió de allí. Y a la ineficacia radical de los enfoques económicos de cuanto se imaginó en las regiones sueltas para conectarse con el mercado internacional del proyecto republicano, bajo las condiciones de continuidad del antiguo orden y de las estructuras política, jurídica, burocrática predemocrática tradicional.

    No existe hoy una teoría general de la industrialización. Se dieron protoindustrializaciones en China, Japón, en el mundo musulmán, en regiones del Imperio mogul, donde luego hubo recepción entusiasta del ilustrado tardío Jeremy Bentham. Después de eclipsarse, el término ‘Revolución industrial’ retornó a finales del siglo XX para ser aplicable exclusivamente a Inglaterra. Es inquietante y es conmovedor comprobar la imposibilidad de ver, la ceguera absoluta que hubo en la Gran Colombia, tanto ante el paso del capitalismo comercial al capitalismo industrial como ante la suplantación del oro y la plata monetarizados por el papel moneda, los cheques y el crédito que tenían lugar en Inglaterra, y que pronto repercutió en Francia. Todo esto lo percibieron a su manera poetas como Goethe y Shelley, y cuyas causas y consecuencias teorizó List en sus estudios sobre economía política nacional. En esas condiciones, el proyecto republicano neogranadino se condenó a la noria de los empréstitos ingleses. Así como república se asimiló a laissez faire y no significó democracia, ni intentos por establecer un aparato estatal implicaron construir una nación, nada de nacional parece haber habido entonces en el proyecto republicano. Es mucho lo que los investigadores de historias contrastadas y los arqueólogos de las ciencias humanas nos pueden decir sobre esto.

    Se impone aquí inevitablemente una digresión. Romper con la narración y con la actitud positivista frente al documento, y de esa manera romper con el acontecimiento único, que había sido su material, para pasar a la construcción de problemas, fue un desarrollo francés particular de la primera posguerra. Culminó, como es sabido, en 1929 con la fundación de la escuela de los Annales. Dada la institucionalización propia de los estudios historio-gráficos en Francia, el proyecto inicial de Marc Bloch y Lucien Fabre había tenido que ser reajustado en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Cuando Germán Colmenares escribió en 1977 sobre la historiografía científica del siglo XX, aludió a ello. Medio siglo después de la aparición de Annales, la fórmula nouvelle histoire se generalizó hasta el punto que Jacques Le Goff reunió en 1988 trabajos de historiadores cuya gama de posiciones no podía ser más heterogénea, precisamente bajo el título La Nouvelle Histoire. Ya para entonces, publicados por la Editorial Planeta, circulaban los volúmenes de la Nueva historia de Colombia.

    No sé a ciencia cierta cuándo se acogió en el país la traducción de esa fórmula para designar a las dos primeras generaciones de historiadores con formación universitaria en ese campo, lo que les diferenció de los cultivadores de la historia patria y los historiadores de la república liberal. Considerarlo una característica común o un rasgo de sus trabajos es exagerado; su abstención de abordar el periodo de las guerras de Independencia me parece más bien un pequeño enigma historiográfico colombiano. En cualquier caso, ha sido una historiadora española, Juana María Marín Leoz, quien ha explicado recientemente los fenómenos de orden social que posibilitaron lo que denomina el monopolio del poder efectivo y el prestigio social por una élite neogranadina de españoles peninsulares y americanos, establecida en Santafé, que ejerce dominación desde la época del establecimiento del Virreinato hasta tiempos de la República.

    V

    Como lo sostenía Reinhart Koselleck a propósito de las puestas en escena políticas en el siglo XX y lo sensible del poder, el lenguaje es quizás el hermeneuta de todos los sentidos corporales. Al mismo tiempo, como formas de producción de significados y de hacer visibles estructuras de sentido, las concentraciones icónico-sensibles que se realizan en todo el espectro de los símbolos e imágenes han sido decisivas para la fundamentación unitaria de los conglomerados políticos modernos. De allí la relevancia que ha venido adquiriendo el universo de las imágenes en la reconsideración de los movimientos del periodo independentista.

    En una línea investigativa cercana a la abierta por Aby Warburg y sus colaboradores, Michel Vovelle subrayó en su momento, en el libro que editó hace veinte años sobre las imágenes de la Révolution frangaise, la excepcional riqueza de la imagen, que conviene valorar en todas las dimensiones de lo que ellas nos pueden aportar. No solo dejó así de considerarlas, desde su perspectiva de historiador de las mentalidades, como simples ilustraciones, sino que además se propuso decifrarlas como testimonio de representaciones colectivas, dentro del propósito de historiar una nueva modalidad que inauguró la Revolución: la mentalidad colectiva revolucionaria. En el caso neogranadino es menester tomar en cuenta que las nuevas formas visuales de producción de sentido en la época de la Independencia —aun cuando la cantidad de ellas sea tan reducida— contribuyeron de manera crucial a la constitución a largo plazo de la memoria cultural de los colombianos. Por tanto, las maneras como se las produjo no fueron menos significativas y características que aquellas con que se las administró o se administran.

    El 15 de enero de 1820 el Correo del Orinoco señalaba que como parte del triunfo que se había celebrado en Santafé el 18 de septiembre de 1819 en honor del Libertador y su ejército, dos grandes genios alegóricos levantaban en una mano un dosel con los colores de la bandera ideada por Miranda, y en la otra las armas de Venezuela y la Nueva Granada. En las celebraciones bolivarianas del 7 de agosto de 1824, según relataba tres años más tarde John Potter Hamilton, quien había asistido a ella, uno de los eventos centrales de la fiesta —al igual que en rituales bolivarianos en otras latitudes— fue la escenificación con todos sus detalles de una táctica de combate de los jinetes llaneros venezolanos, que se había hecho legendaria. Se presentó el vuelvan caras a galope tendido, con que de repente los guerreros con su larguísimas lanzas se metamorfoseaban de acosados perseguidos en implacables aniquiladores.

    La pintura que se conserva en la Sociedad Bolivariana de Bogotá, como otras alusivas al Triunfo de Bolívar y su ejército realizadas desde la década de 1920, no conserva huella alguna del emblema mencionado y el ejército que muestra tiene muy poco que ver con el que se celebraba a cuatro años de Boyacá. Se ve a Bolívar en un caballo, a sus lados los generales José Antonio Anzoateguí y Francisco de Paula Santander. Ya han entrado en la plaza principal que, como espacio simbólico culturalmente construido, se constituyó con el nombre de Plaza de Bolívar, a partir de 1846, en lugar clave dentro de la autocomprensión de los sectores dirigentes de la Nueva Granada. Lo espera una vestal con una corona de laureles en las manos. En el marco de la plaza se ven espectadores y, como se aprecia también en Firma del Acta de Independencia de Coriolano Leudo, allí también aparece el único elemento constante en las recodificaciones del centro simbólico del país que realizaron las pinturas que se produjeron a partir de 1920: la catedral.

    Concluyo con una consideración extemporánea o intempestiva. Entre las historias políticas que están por escribirse, se encuentra la de ese significante visual primordial de la retórica política en la Colombia moderna, que es esa plaza. Desde el Sesquicentenario, su trazado actual, conclusión de periódicos rediseños, la convirtió en el espacio abierto que es hoy, un pasado futuro de moderna visibilidad democrática transparente, proyectado por Fernando Martínez Sanabria, quien había llegado hasta Bogotá como niño trasterrado catalán en tiempos de la Guerra Civil Española. Espacio definido no solo por ese elan utópico y por el monumento que lo centra desde 1846 —la estatua de Bolívar, con su lamentable pedestal—, sino por sus otras dos construcciones monumentales más caracterizadas, además de la catedral del fraile valenciano Domingo de Petrés, construida entre 1807 y 1811. Son el Capitolio Nacional, iniciado por el inglés Thomas Reed en el año siguiente a la instalación del monumento al Libertador, hecho por el italiano Pietro Tenerani, y concluido tras medio siglo de problemas técnicos, políticos, financieros y estéticos por el arquitecto francés Gaston Lelargue, a quien se debe también la edificación privada que ocupa en el mismo marco la Alcaldía de la capital.

    Pero la Plaza de Bolívar fue sobre todo lugar en donde el despligue del poder del Estado ha debido ser constantemente demostrado. Han tenido lugar centenares de desfiles militares, de concentraciones de escolares; decenas y decenas de tomas de posesión y de instalaciones del ejecutivo y el legislativo; y de eventos, acciones y acontecimientos que la han hecho sitio donde se amalgaman memoria colectiva e identidades. Hay fotografías de Rafael Uribe Uribe con las fracturas que le causaron los golpes de hachuela que le dieron muerte; de la Marcha del silencio de Jorge Eliécer Gaitán; de un tranvía y el Palacio Arzobispal en llamas; de un tanque blindado que ha subido escalones y entra por una puerta.

    Son historias demasiado diversas y complejas para que la Plaza de Bolívar pueda expresar un mensaje político coherente. Es por eso también que en estos días se echan tanto de menos historias políticas como esas, que no han tenido quien las escriba. Pero cuán reconfortante y notable ha sido su registro, con los poderes del democratismo radical del norteamericano Herman Melville, en el que el pintor colombiano Gustavo Zalamea ha logrado representarla retrospectivamente, en términos de un desciframiento histórico-poético, desde la perspectiva de una contramemoria.

    Y es así, como contribución a la historia del presente, como cumple el milagro, como consigue tener El mar en la plaza, según reza el título de su gran ciclo.

    Referencias

    Abella, Arturo. El florero de Llorente. Bogotá: Antares, 1960. Impreso. Gómez Hoyos, Rafael. La revolución granadina de 1810. Ideario de una generación y de una época. Prólogo de Darío Echandía. Bogotá: Editorial Temis, 1962. Impreso.

    Liévano Aguirre, Indalecio. Reflexiones sobre el Sesquicentenario!. Mito, N.° 30 (1960): 393-394.

    MEMORAR, CONMEMORAR Y REPRESENTAR LAS INDEPENDENCIAS IBEROAMERICANAS

    Juan Camilo Escobar Villegas Adolfo León Maya Salazar

    El lenguaje conmemorativo. Usos y abusos de la memoria cultural

    Existen unos estrechos vínculos entre lo sucedido y lo narrado, entre las acciones sociales y políticas los sujetos de una época específica, y las palabras, los conceptos y los sentimientos de aquellas acciones y de aquellos sujetos que se construyen desde diversas narrativas, entre los acontecimientos de carácter social y político para un conglomerado determinado y la producción cultural de significaciones que se elaboran a través de gestos festivos y conmemorativos.

    La primera reconsideración que este libro propone gira en torno a la creación de un nuevo campo de reflexión y análisis de los procesos independistas en Iberoamérica y Nueva Granada con una perspectiva trasatlántica que incluye las historias conectadas de la conformación de una nación en la península ibérica y en las emergentes naciones americanas. En este campo de reflexión sobresalen las conexiones entre las conmemoraciones y los lenguajes que se han producido alrededor de las independencias iberoamericanas, en el trascurrir de los últimos doscientos años.¹

    En las primeras décadas del siglo XXI, varios de los países iberoamericanos están celebrando el bicentenario de lo que, en principio, debería llamarse ‘independencia política de los centros ibéricos de dominación’. Aunque esta dominación no fue exclusivamente política, baste recordar el régimen cultural imperial ibérico expandido por América. Sin embargo, a partir de las conmemoraciones como prácticas fundantes de nuevas naciones y de la memoria política de las sociedades, es necesario analizar los múltiples usos de esta memoria, que se expresan en los actos celebrativos y en la producción de sus consecuentes lenguajes conmemorativos.

    Desde el siglo XIX, una corriente historiográfica en Iberoamérica ha planteado que el conjunto de acontecimientos, personajes y lugares presentes en las memorias nacionales constituyen el punto axial, es decir, el punto cero de cómputo de las fundaciones y materializaciones de los sentimientos nacionales iberoamericanos. Esta perspectiva tradicional ha venido revisándose para dar paso a una nueva manera de pensar determinadas políticas de la memoria conmemorativa. Esta revisión se hace desde corrientes historiográficas para las cuales lo social, lo económico, lo cultural y lo político se estudian como procesos, en la construcción del mundo instituido de sentido. No se piensan, simplemente, como acontecimientos heroicos y geniales, tal como lo han narrado muchas de las élites políticas gubernamentales y la mayor parte de las corrientes historiográficas oficiales que, desde su creación alrededor de las academias nacionales de historia, han promovido variadas estrategias políticas de las memorias conmemorativas.

    En últimas, una nación es una amalgama de experiencias y narraciones. Siguiendo a Benedict Anderson (1936), las naciones son también invenciones, comunidades imaginadas, que tienen, entre sus primeras ebulliciones, un lenguaje conmemorativo. Las naciones modernas, resultantes de los procesos de transición monárquica hacia órdenes republicanos liberales, han sido elaboraciones de los relatos, las letras, los gestos, las imágenes, las memorias y las representaciones que se cruzan entre el pasado y el presente cada vez que se conmemoran sus actos fundacionales.

    Las conmemoraciones y las celebraciones son estrategias simbólicas que, en palabras de Roger Chartier (1945), determinan posiciones y relaciones [...] y construyen, para cada clase, grupo o medio, un ser-percibido constitutivo de su identidad (11). En esta dirección, es posible advertir, en el recorrido de los doscientos años de independencia, una nueva sacralización de carácter civil que ha levantado, en torno a unas fechas conmemorativas, una especie de ritualidad político-religiosa que postula la memoria histórica como el eje estructurante y dispensario de la anhelada identidad nacional. La independencia colombiana ha sido conmemorada: a lo largo del siglo XIX, cada 20 de julio, cada 7 de agosto o cada natalicio y aniversario de la muerte de un sujeto heroizado; durante su centenario, en 1910; en las reminiscencias de batallas y gestos heroicos de soldados desconocidos; en las exaltaciones de las miles de mujeres que buscan un sitial de honor; en las añoranzas de los gestos fundacionales o en la dramatización de los reales actores sociales que lucharon con ideas y armas; o ahora, en el pomposo, mediático y académico bicentenario de 2010. Conmemorar mitifica fechas, institucionaliza relatos patrios, mitologiza acciones, replica actos públicos, nacionaliza ideas y prácticas intercontinentales, monopoliza el pasado y hegemoniza posiciones de clase.

    El lenguaje conmemorativo obra, en general y en abstracto, en calidad de mediador entre los ciudadanos y los proyectos de nación que los partidos políticos ponen en funcionamiento. Como sujetos de derechos y garantías en las nuevas repúblicas independizadas, los ciudadanos encuentran, en las celebraciones nacionalistas, momentos y espacios para regocijarse como miembros de una comunidad real e imaginada y de un proyecto de país que santifica sus historias, con el fin de crear una especie de velo intocable sobre el pasado, como si este se convirtiera en un santuario hacia donde peregrinaría la memoria que se construye en el presente. El lenguaje conmemorativo reconcilia los antiguos adversarios al invitarlos a dar discursos de reconocimiento, a caminar en procesiones por las calles de las ciudades engalanadas, a inaugurar lugares de memoria y a firmar acuerdos para seguir soñando con el progreso y la civilización, derivados de las independencias.

    Las celebraciones y conmemoraciones son también dispositivos discursivos de representaciones sociales, culturales y políticas que se exponen públicamente, con pretensiones de convertirse en soportes de una memoria histórica construida desde el estado. Esta operación permite a los sectores agrupados en bloque alrededor del poder pontificar sobre la verdad del relato histórico, preconizar la coherencia de la narración del pasado, definir el tono del verso poético que merece la gente heroizada y oficializar la crónica y los anales del estado. Para lograr lo anterior, los fastos de estado usan el teatro, el discurso, la pintura, la escritura, el museo, el catecismo, la exposición, la bendición religiosa, el periódico, la misa campal y otras variadas representaciones sociales. Los grupos al mando de las fiestas celebratorias producen con frecuencia genealogías del poder, construyen lazos familiares con los gobernantes de antaño y estatuyen estirpes glorificadas por el pasado. Así, logran crear un hilo conductor entre los referentes de los orígenes y la historia contemporánea del estado, en donde encajan y coinciden sin mayor tropiezo.

    En el caso de Colombia, a partir del llamado grito de Independencia del 20 de julio de 1810, los neogranadinos van a referenciar como letras patrias, fiestas patrias o acciones heroicas de la patria todo aquello para lo cual la patria existe como una comunidad que une las diferentes poblaciones del territorio en que el estado ejerce o puede ejercer su soberanía. En palabras de Carlos Monsiváis (1938-2010), escritor mexicano y gran figura de la cultura latinoamericana (a quien se honra aquí con la publicación del tiposcrito original con correcciones de su puño y letra), la literatura patriótica de los siglos XIX y XX, las letras de los himnos nacionales y los poemas épicos a los héroes y heroínas de la nación se saturan del amor que, supuestamente, el pasado profesa al porvenir. El autor mexicano agrega, en este mismo sentido, que en América latina, la historia se inicia forzosamente como un proyecto de beatificación y canonización de los martirizados por la defensa de su patria (124).

    Ahora bien, el lenguaje conmemorativo produce una especie de mercadotecnia de la nación, como lo dice Monsiváis en su texto aquí publicado. Conmemorar es, a la vez, una práctica del mercado de los bienes simbólicos en la cual las representaciones lingüísticas e iconográficas sobredimensionan las acciones de los actores de la independencia², grafican un camino tortuoso y lleno de sorpresas en cuanto a la capacidad, inicialmente precaria y de desdicha, de quienes se empeñaron en la insurrección en pos de la independencia. En este sentido, el intelectual Tulio Ospina Vásquez (1857-1921), en calidad de presidente de la Academia de Historia Antioqueña, en la sesión celebrada en Medellín para conmemorar el centenario de la independencia de Antioquia en 1913, se refirió a los antiguos pobladores de Antioquia como apocados, refrendando aquella idea de Mon y Velarde de hombres bien hallados con su pobreza y desdicha [...] poseídos de idiotismo y preocupaciones [pero] profundamente religiosos (Ospina 707), capaces de neutralizar la competencia de teorías filosóficas o políticas, como lo afirmaba el progenitor de don Tulio, uno de los líderes políticos del siglo XIX, Mariano Ospina Rodríguez.

    El lenguaje conmemorativo moviliza la necesidad de reconocimientos al acudir a diferentes géneros narrativos, entre ellos, el clásico ensayo, el amplio tratado de los historiadores oficiales, la fábula para niños, la leyenda que circula en la memoria colectiva o el adornado panegírico, omnipresente en las celebraciones periódicas. Estos géneros pretenden inmortalizar, glorificar y santificar el tránsito de una precedente poquedad a una posterior suficiencia, que permitiría afrontar cualquier inesperada situación. Así lo expresó Tulio Ospina el 11 de agosto de 1913, ante ilustrados representantes de todas las secciones del país, para explicarles por qué los antioqueños constituían una raza superior: Había en el carácter de esos pobres humildes montañeses una nota dominante: altiva dignidad y celosa independencia. De una Arcadia feliz a un pueblo de guerreros incansable: primer efecto glorioso y sorprendente de los acontecimientos que hoy conmemoramos (708). En consecuencia, el discurso conmemorativo se ratifica como un lugar estratégico de poder; quien conmemora lo hace, con frecuencia, desde las poltronas oficiales del estado, la academia, el periodismo o la literatura. La Independencia y sus posteriores celebraciones instituyen así una literatura política patriótica en donde la palabra se romantiza y nacionaliza, honrando, encumbrando, alabando y deificando la memoria de los héroes. En otras palabras, sería pertinente preguntarse si las independencias funcionan también como mitos fundantes de nuevas esperanzas colectivas que marcan, al mismo tiempo, la ruptura política con un pasado nefasto y tiránico e inauguran un sentimiento sociocultural de futuro armonioso entre las poblaciones.

    Sin embargo, es preciso decir que el lenguaje conmemorativo también construye exclusiones con palabras, imágenes y representaciones. Cada vez que se crean mausoleos, se establecen lugares de memoria o se levantan huellas de historicidad, al mismo tiempo se marginan actores, se borran espacios queridos y se olvidan rastros del pasado. El lenguaj e conmemorativo conlleva una dialéctica de la memoria y el olvido, en la cual, normalmente, la visión de los vencedores es la que triunfa y circula. Siguiendo la pista a la preocupación por las formas como se levantan altares de la patria y panteones nacionales, es importante decir que estos fenómenos socioculturales pasan, primero, por una decisión política del uso de la memoria, del silenciamiento y de la abstracción.

    En efecto, la conexión surge porque, simultáneamente, en 1910, se escenifican conmemoraciones por toda Iberoamérica bajo criterios similares. Incluso, la casa editorial Sociedad de Publicidad Suramericana Pedro Domecq y Compañía Limitada³ pone a circular las siguientes obras patrióticas y nacionalistas: La República del Paraguay en su Primer Centenario (1911), El Brasil en el Primer Centenario de su Independencia (1922) y El Perú en el Primer Centenario de su Independencia (1922). Es posible advertir los gestos de los oferentes, así como el uso o abuso de la recordación histórica, utilizada políticamente tanto para aliviar los estados anímicos de aquellas naciones imaginadas en los poemas a los héroes, como para promover esos mismos países reales que ahora se desangran y se venden al mejor postor.

    En Colombia, dos heridas de país durante el tránsito del siglo XIX al XX tratan de ser sanadas con las fiestas y las pompas patrias: la que dejó la guerra bipartidista de los Mil Días y la que creó la separación de Panamá. La conmemoración centenaria se aprovecha como bálsamo o ficción patriótica de las crisis. Se utiliza la conmemoración para pasar del país trágico a la patria armónica, republicana, idealizada y democrática que los proyectos modernizadores mueven por el planeta desde el siglo XVIII.

    En 1910, Iberoamérica conmemoraba su centenario independentista mediante la búsqueda de la internacionalización de la economía. Deseaba modernizar sus instituciones políticas, participar con más fuerza en los intercambios internacionales de mercancías que el capitalismo imperialista aceleraba, quería ahondar su proyecto decimonónico de progreso y civilización y anhelaba que cada país se convirtiera, al fin, en un estado-nación. En Colombia, estos deseos se expresaron al tenor del lema de su presidente Rafael Reyes (1904-1909): menos política, más administración. En esos contextos los conceptos civilización, progreso y bienestar son los que más circulan en el imaginario de las élites intelectuales o políticas de Iberoamérica y sirven para organizar y delinear las celebraciones de 1907 y 1910. Así, por ejemplo, la exposición industrial y agrícola que se organiza en Bogotá, en 1910, se asume como la vitrina del optimismo y la superación de las crisis de país. Tanto el presidente de la república, Ramón González Valencia (1909-1910), quien convocó en 1910 a la Asamblea Constituyente que reformó la Constitución de 1886, como Lorenzo Marroquín, hijo del presidente que perdió a Panamá y uno de los más connotados organizadores del Centenario, ven en la ocasión una oportunidad para pronunciar discursos entusiastas. El primero declara: [...] resulta de todo encomio y profundamente alentador el esfuerzo que se ha hecho, que casi puede calificarse de gigantesco [...] La confianza íntima que tengo en el impulso que hoy en adelante va a darse en el país a todo lo que signifique progreso y bienestar (211). El segundo, Marroquín, en un tono más elocuente, habla de raza colombiana, de la raza nueva, la raza neolatina, tan versátil que es apta para el combate y apta para la industria [capaz de] conquistar la libertad por la espalda y a la naturaleza por el arado (Primer Centenario 214).

    Todo este escenario de celebraciones, en el cual existen nuevas representaciones de la riqueza, el trabajo, el pasado y las relaciones internacionales, postula a las clases dirigentes como las administradoras del progreso económico y el bienestar social, pero también de los usos de la memoria y el olvido. Los centenarios independentistas se vivieron bajo la perspectiva de las esperanzas transformadoras, la implementación de un modelo liberal de desarrollo, en lo económico, y un modelo de modernidad republicana, en lo político, en los países iberoamericanos. En el caso colombiano, el contexto trágico general que se respiraba en los preludios del siglo XX hizo coincidir la celebración centenaria con la reforma constitucional. En 1910, se liberalizó un poco la católica, autoritaria e intolerante constitución política de 1886 y se reunió a los viejos adversarios de partido en las comisiones y en los eventos que alababan la ruptura colonial con España. El Centenario dio ocasión a un ambiente no solo celebrativo sino, ante todo, reconciliador.

    Ahora bien, si nos trasladamos cien años más adelante, al año 2010, a los actos conmemorativos de los bicentenarios, volvemos a encontrar el mercado de la memoria con algunas diferencias. Ha sido común escuchar, en los diferentes países iberoamericanos, programas para celebrar la memoria fundacional. El gobierno de Colombia propuso, bajo el lema cultura es independencia, una amplia oferta de actividades públicas para refrendar aquello de que cultura es el espíritu de la nación. Por tal razón se crearon centros municipales de memoria, que dieran cuenta del valor de la memoria local; se orientó la resignificación de la memoria hacia las representaciones sensibles con escenas de la Independencia, expresión del teatro comunitario; en el ámbito pictórico, apareció Independientemente un nuevo salón nacional de artistas. Asimismo, el Ministerio de Cultura de Colombia asumió la dirección, promoción e instalación de veintidós proyectos, en todo el territorio, bajo la promesa política de una conmemoración con visión de futuro, participativa, respetuosa de las diferencias e incluyente. Para coronar las anteriores iniciativas con lo que hace cien años se llamaba civilización, el gobierno patrocinó cuatro colecciones literarias para proveer la red de bibliotecas públicas; impulsó la renovación arquitectónica para preservar el patrimonio cultural material; y definió la realización de rutas culturales históricas —Comuneros, Mutis, Libertadores y Convención—, como una manera programática de fortalecer la relación entre memoria, historia y política.

    En cierta forma, en cada uno de los países iberoamericanos, incluso en los de la península ibérica, la gran mayoría de las actividades cotidianas se tiñeron de esfuerzos patrióticos, de celebración bicentenaria, y, así, vimos imprimir muchas veces el logotipo que los estados iberoamericanos oficializaron para conmemorar los doscientos años de independencia. El mapa estrellado con los colores de la bandera colombiana se hizo común: apareció en libros, en afiches, en televisión, en

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