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En las páginas de este libro, Molano atraviesa las fronteras para ponernos en contacto con la cara oculta de México, Cuba, Sicilia, el Sahara, Vietnam, Tailandia, Camboya, Perú, la Orinoquia y los parajes de América del Sur que recorrió la figura legendaria del Che Guevara antes de caer asesinado en Bolivia. Son nueve relatos absolutamente maravillosos, en el sentido exacto de la palabra; fueron escritos con la sensibilidad, la inmediatez, el brío y la frescura que distinguen al autor, y el lector encontrará en todos ellos la huella de un auténtico talento literario.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2013
ISBN9789585781283
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Autor

Alfredo Molano

Alfredo Molano es sociólogo, periodista, viajero empedernido y escritor de tiempo completo. Ha publicado con El Áncora Editores varios libros memorables, entre ellos Selva adentro: una historia oral de la colonización del Guaviare [1987], Siguiendo el corte: relatos de guerras y de tierras [1989], Aguas arriba: entre la coca y el oro [1990], Del Llano llano: relatos y testimonios [1995], Rebusque mayor: relatos de mulas, traquetos y embarques [1997], Los años del tropel: crónicas de la Violencia [2000], Desterrados: crónicas del desarraigo [2001], Espaldas mojadas: historias de maquilas, coyotes y aduanas [2005], y más recientemente Ahí les dejo esos fierros [2009] y Del otro lado [2011], publicados por acuerdo entre Aguilar y El Áncora Editores.

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    Otros rumbos - Alfredo Molano

    Editores.

    MÉXICO: LA REVOLUCIÓN RECUPERADA

    éxico está sembrado en mis más íntimos recuerdos de niño. Graciela –la muchacha de la casa que se hacía llamar por sus amigos Eufemia– tenía las paredes de la alcoba empapeladas con fotos de Jorge Negrete, Pedro Infante y Miguel Aceves Mejía; limpiaba la casa oyendo Radio Metropolitana, que transmitía sólo rancheras, y cuando cocinaba y planchaba, cantaba corridos con su voz chillona. Yo quería a Eufemia porque sabía perdonarme de veras y en ella comencé a sentir a México.

    En el colegio estuve a punto de completar el álbum Los Reyes del Ring, una colección de héroes de la lucha libre en la que Santo, el Enmascarado de Plata, Chorro de Humo y el Médico Asesino saltaban de página en página. Cuando comencé a capar clase y a cambiar las tediosas tardes deportivas por programas de cine doble, las películas mexicanas se volvieron mi pequeño mundo: caballos, carabinas, tequila y puños. Vi muchas veces Ay Jalisco no te rajes, Nosotros los pobres, La cárcel de Cananea y Juana Gallo, con María Félix, la Doña. Sin olvidar, desde luego, las películas en blanco y negro de Cantinflas y de Tintán.

    Después vino la universidad con La región más transparente, de Carlos Fuentes; Los de abajo, de Mariano Azuela; Pedro Páramo y El llano en llamas, de Rulfo. Rulfo siempre. Las puertas de la Revolución Mexicana se me abrieron de par en par: Villa y sus caballos; Zapata y sus bigototes; Lucio Blanco, el leal; Felipe Ángeles, el cañonero. El México insurgente de John Reed y el mismo John Reed se convirtieron en una obsesión que, como los corridos de Heraclio Bernal el Siete Lenguas, La Valentina –y la revolución– tienen la maña de irse sólo para poder volver.

    Cuando a mí ya se me había olvidado México, los zapatistas saltaron a escena y se tomaron San Cristóbal de las Casas, Ocozingo, Las Margaritas. Fue el primero de enero de 1994. Pensé que se trataba de un pataleo de ahogado –una intentona utópica pero trasnochada dirigida por algún antropólogo– que el Ejército mexicano aplastaría con brutalidad, la misma que usó para ahogar en sangre el movimiento estudiantil del 68. Confieso que tenía sobre ellos la idea de Octavio Paz: restos del gran naufragio de las ideologías revolucionarias del siglo XX .

    Pero los días pasaban y los zapatistas no se rendían. Los muertos de siempre eran pocos: cinco muchachos amarrados con alambre, fusilados en Ocozingo, y otros tantos indios muertos en la cuneta de una autopista. Más aún, entre cable y cable de las agencias internacionales de prensa se colaban ideas un tanto extrañas: No somos una guerrilla clásica que pega y huye, sino que pega y avanza, y vamos para el D. F ... Intentamos poner en práctica la legalidad basada en nuestra Carta Magna... nuestra lucha se apega al derecho constitucional. Hay ricos que comen tranquilamente sentaditos en su mesa mientras los campesinos se andan pelando el lomo... el TLC es el acta de defunción de las etnias indígenas de México.

    La resistencia armada desembocó en una tregua gracias a la mediación de la Iglesia, de la sociedad civil, de la proximidad de las elecciones y del bochorno que Salinas sentía ante gringos y canadienses, sus socios en el TLC . Se habían movilizado más de 5.000 indígenas y copado una zona tan grande como nuestro departamento del Valle. Los náufragos, pues, no eran náufragos corrientes.

    Las ganas de conocer esta Utopía Armada de escopetas viejas y fusiles de palo se disparó cuando Carlos Fuentes volvió a abrirme los ojos con un artículo ya clásico que tituló: Chiapas, donde las piedras gritan: La insurrección chiapaneca ha venido a confirmar una sospecha nacional: sin reforma política, la reforma económica es frágil y, aun, engañosa... El sistema político y económico mexicano, antidemocrático e injusto, es el responsable del estallido chiapateco... La insurrección ha tenido la ventaja de despertar a México de su complacencia y autocongratulación primermundista.

    Después de sobrevolar el pico de Orizaba y los volcanes-nevados de Popocatepelt e Iztaccihuata, que silenciosos han visto pasar imperios, ejércitos y constituciones, aterricé en Ciudad de México, el D. F., con sus 18 millones de habitantes, considerada una de las zonas más contaminadas del mundo. Sin embargo, no se ven vehículos fumando, como en Bogotá, y si no fuera por los plantones –o sea las marchas de protesta–, la circulación urbana sería más o menos llevadera. Al Zócalo –la plaza mayor del D. F.– llegaron el año pasado más de 3.000 manifestaciones. En México existen asociaciones de todo: de latoneros de Monterrey, de choferes de Jalapa, de tortilleras de Oaxaca, de caballistas de Torreón, de usuarios de terrazas del D. F., de terratenientes de Chiapas. Es decir, desfilan por las principales avenidas no menos de 10 manifestaciones diarias. Lo que da cuenta clara no sólo de la multitud de rostros que tiene la llamada sociedad civil –que en México es una poderosa realidad cotidiana–, sino del clima de libertad que existe aun en condiciones políticas tan difíciles para el Gobierno como las que creó el levantamiento de Chiapas. Logros de la vieja revolución. Camacho Solís siendo alcalde del D. F. se vio ante el dilema de prohibir los plantones o aguantar los madrazos en los trancones, y optó por lo segundo, y se hizo tan popular que se convirtió en el rival del malogrado Colosio. México está volviéndose hoy un hervidero. El PRI –Partido Institucional de la Revolución, que gobierna desde hace 60 años– cumple en política el mismo papel de invernadero que tiene la densa polución que cubre el D. F. y que no deja respirar a México y recalienta su clima.

    El PRI es un partido de corte imperial que, además de liquidar la revolución, ha monopolizado el poder mediante el clientelismo, la corrupción y la manipulación de la oposición. En México se combinan el despotismo y el populismo de una manera tan sorprendente, que hay algo histórico en esa mezcla. Hay una tradición de imperio que viene de Montezuma, continúa y se fortalece con Hernán Cortés, con Iturbide, con el inocente Maximiliano de Austria, y se prolonga en el Porfirato y en lo que llaman hoy el Prirato. Por eso, quizá, la democracia es tan peculiar: el presidente en ejercicio escoge a dedo su sucesor y la maquinaria del PRI pone los votos para elegir al candidato ya elegido de hecho. El pueblo, en verdad, refrenda la elección del sucesor sin tener opción distinta. Una democracia aclamativa.

    Pero bajo esta tendencia están las fuerzas que siguieron al cura Hidalgo, a Juárez, a don Francisco I. Madero, a don Venustiano Carranza y a Lázaro Cárdenas, las mismas que firmaron la Constitución de 1917 que consignaba la separación de la Iglesia y el Estado, la jornada laboral de ocho horas, la reforma agraria y la nacionalización del petróleo. Esta voluntad, sin embargo, se fue secando en el PRI con la presidencia de Miguel Alemán –durante la Guerra Fría– hasta convertirse en una verdadera pirámide de piedra con los presidentes De la Madrid y Salinas.

    El sistema político –que es el mismo PRI– ha impedido el surgimiento de un partido verdadero de oposición apelando a un clientelismo tan grosero como el nuestro, a una corrupción más institucionalizada que la nuestra y a la cooptación de la intelectualidad, tan patética como la nuestra. El clientelismo ha erosionado la legitimidad de la democracia porque tiende a sustituirla; el Estado se ha convertido en una bolsa con la que se paga todo respaldo político; y los artistas e intelectuales son hoy vulgarmente comprados por el Estado-Partido. Octavio Paz, un ejemplo, recibirá del Estado mexicano hasta su muerte 4.000 dólares mensuales. Lo mismo sucede con muchos escritores, ensayistas, poetas, etc, etc.

    El sistema tampoco descuida su cola. El sindicalismo –de corte cooperativista– es manejado todavía por una especie de José Raquel Mercado de 96 años. Los sindicatos son meras agencias de empleo. El movimiento campesino es un instrumento electoral que ahogó la reforma agraria y se conforma con hacerles la segunda voz a los terratenientes. Por su lado, los indígenas –más de tres millones– son reconocidos y santificados sólo en los textos de antropología, en los museos y en las guías turísticas; de resto son ignorados, discriminados, excluidos.

    El Estado-Partido mexicano ha dividido a México en dos. Uno, el rico, el que entró pisando recio con sus botas texanas al Primer Mundo y desayuna con cornflakes, y el otro, el llamado México Profundo, de huraches, que camina ligerito y come tortilla. Son Méxicos que el neoliberalismo divorcia cada vez más. Los asalariados mexicanos perdieron 257.500 millones de dólares, mientras 13 familias, según la revista Forbes, amasaban una fortuna calculada en 22.900 millones de dólares. La privatización dio como resultado siete millones de desempleados y el surgimiento de 24 multimillonarios, dentro de los que se encuentran algunos favoritos del régimen salinista.

    Hospedado en el Hotel El Principal –como decir Residencias Dorantes en Bogotá–, a pocas cuadras del Zócalo, comencé a buscar con sumo cuidado y sigilo el contacto que me pondría en camino de los zapatistas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando por teléfono, Epigmenio Ibarra –un conocido periodista mexicano cuyo número llevaba desde Colombia– me dijo que el viaje a la zona de operaciones se estaba poniendo difícil porque la tregua se podría romper en cualquier momento, pero que de todos modos hablar con el subcomandante Marcos iba a ser imposible porque el hombre estaba preparando la guerra. Yo sudaba frío y para que nadie oyera lo que me decía, escondía el teléfono entre mis piernas. Uno no está acostumbrado a tanta libertad. Colgué asustado y me dispuse a matar el tiempo. Entré a una librería cualquiera. Cogí al descuido los Cuadernos de Rulfo, que acababan de salir al mercado; notas y borradores de sus trabajos mayores y de travesuras menores –como un poema– que habían permanecido inéditos. Abrí el libro en la página 20 y leí:

    ¿Dónde estabas?

    ¿Dónde estabas? Parecía encontrarte

    entre los ruidos más pequeños

    en aquellos que baten sus sonidos y se confunden

    con las palpitaciones

    con el murmullo de la tierra

    con la canción de un pájaro

    con el grito de la sangre.

    Parecía encontrarte

    apenas devuelta como iris

    de una constelación sin esperanza.

    Me faltabas. Eras como un sueño

    que nunca llega y que remotamente

    nos espera entre dos estaciones.

    No había duda. Yo estaba en México, en la Avenida Insurgentes con Avenida División del Norte.

    ENTREVISTA EN COYOACÁN

    Esperando el contacto para llegar a Guadalupe Tepeyac –donde presumiblemente tendría lugar la entrevista con los zapatistas–, me dediqué a recorrer avenidas, parques y museos.

    En México todo es grande. Las avenidas y los edificios públicos han sido planificados para hacer del D. F. la capital de un imperio. Contrasta tanta imponencia con el enjambre de desempleados que en los semáforos se arremolinan revendiendo frutas, cigarrillos o condones.

    El Museo de Antropología, que agrupa parte de lo que se logró salvar de la conquista castellana, es el testimonio mudo y doliente de lo que fue destruido. Se sale en silencio. Un silencio parecido al que hay en el fondo del pueblo mexicano: mitad melancolía, mitad orgullo.

    No se tiene la misma sensación en Xochimilco. A pesar del turismo que todo lo falsifica, hay algo auténtico y alegre en el goce de la gente que va a pasear por los canales, a comer chilaquiles y a tomar tequila al son de violines y trompetas. Xochimilco ha sido desde los aztecas, un jardín.

    Las guías turísticas recomiendan también la Plaza Garibaldi. Llegar no es fácil porque está en el mero centro del D.F. Hay que franquear las avenidas y calles adyacentes colmadas de vendedores ambulantes, ladronzuelos y putas. Es un lugar similar al sector de los Mártires en Bogotá. Pero ya en la placita se siente algo muy familiar: mariachis y conjuntos norteños cantando o acompañando a quien quiera cantar. Un despechado susurrando Paloma negra, paloma negra, ¿dónde andarás?; una cuarentona borracha que trata de sostenerse en el hombro de un músico; una pareja que se derrite oyendo María Bonita. México sabe cantar.

    Coyoacán es un pueblo en medio del D. F. que no se ha dejado engullir por el monstruo. Vive a otro ritmo, no tiene afán de llegar a ningún lado. Las casas son grandes, tienen solares y tapias, árboles y flores. Viven artistas, intelectuales, profesionales. En una casa azul y amarilla se amaron y se odiaron Frida Kalho y Diego Rivera. Y a pocas cuadras queda la casa donde vivió Leon Trotsky y donde fue asesinado por órdenes de Stalin.

    Los domingos la plaza de Coyoacán se llena de alegría y sol: hay titiriteros, artesanos, poetas y, claro está, cantantes que entonan a voz en cuello canciones viejas. Los falsetes arrancan aplausos frenéticos al público que los espera en éxtasis.

    Mientras la tarde cae pausada y plácida, conversamos con un grupo de vecinos ricos de Coyoacán que llevan 30 años reuniéndose en el mismo sitio para platicar sin guión. Quise catearlos con respecto a Chiapas y a Chiapas llegué a pesar de las vueltas.

    Los vecinos de Coyoacán ven la situación grave. Desde el año 1928, en que mataron al general Álvaro Obregón, vencedor de Villa y de Zapata, aquí cerca, en un restaurante que se llamaba La Sombrilla de San Ángel, en el país no había habido un magnicidio. Hoy los mexicanos respiran un aire de tristeza por Colosio y por Ruiz Matieu. No obstante, piensan que el gobierno de Salinas ha sido un mandato extraordinario.

    Se habla mucho de que dentro del PRI hay una división enorme porque el pueblo ya está cansado de votar siempre por candidatos impuestos. Nadie, absolutamente nadie, quería votar por ese partido. En esta preciosa villa de Coyoacán la mayoría de la gente es panista (del Partido de Acción Nacional). El PRI lleva siendo el partido único 58 años; es un partido donde un presidente pone al otro y el otro al otro: el auténtico dedazo. La gente está cansada del dedazo porque es una manera de disfrazar la reelección, que en México es un pecado que no se perdona porque por las reelecciones de Porfirio Díaz comenzó la Revolución Mexicana.

    Creen que la reforma hecha por Salinas al artículo 27 de la Constitución –que permite privatizar los ejidos y las tierras comunales– preparó el camino al TLC. Los ejidos son tierras que la Nación reparte a los campesinos para que las trabajen, pero no las da en propiedad privada, sino en posesión. El ejido viene desde Emiliano Zapata. Todos los presidentes de México han sido revolucionarios y, lógicamente, han respetado el ejido. Pero respetar el ejido, en nuestro sentir, es un error porque con una o dos hectáreas no se puede hacer nada.

    La reforma del Artículo 27 de la Constitución permite escriturar las tierras del ejido a los particulares. Antes el ejidatario sólo tenía posesión sobre la tierra, ahora puede vender o comprar, alquilar e hipotecar y así hacer propiedades grandes y rentables. En Estados Unidos unos pocos producen para todos. La Reforma del 27 va a acabar con los flojos que no quieren ni saben trabajar. El flojo que no tiene medios económicos sale del mercado. Va a tener que vender su tierra. Va a pasar de todo, el capital extranjero se está llevando todo. En manos del capital extranjero está quedando la América entera. Lo que interesa es que el país produzca y no tenga que importar ningún grano. Que venga quien sea con tal de que se produzca. Si viene el capital extranjero, bienvenido. Así no habrá tierra ociosa.

    La Iglesia Mayor de Coyoacán.

    La industria tendrá que ser competitiva. Hoy, si no se es competitivo, no se sobrevive. Es el reto en todo el mundo. Hay otro capítulo muy importante: las maquiladoras, obreras que rematan confecciones, cosen partes o arman pequeñas maquinarias con piezas traídas. Están contempladas en el TLC muy ampliamente por el desempleo tan grande que existe dentro de la clase trabajadora. Las maquiladoras van a ganar dos o tres veces más que hoy. De 15 pesos diarios pasarán a ganar 45.

    No obstante, en México la pequeña industria casi, casi, ha desaparecido porque por la calidad, el producto mexicano no es competitivo. No hay buen terminado ni control de calidad. El que no sea competitivo no vende.

    Los vecinos no entienden cómo el levantamiento en Chiapas se demoró tanto. Porque los gobiernos anteriores nunca se dejaron sentir allá. El Centro Indigenista lo dirigían extranjeros, el Gobierno nunca miró hacia allá. A la fecha hay una mujer –me parece que es sueca o suiza– que se quedó en la selva. Es la protectora de los indios, la madre de toda esa gente. Las familias ricas se apoderaron de las tierras que tienen más valor, tanto en los Altos como en los Bajos de Chiapas. Era lógico que, en un momento determinado, viniera la protesta. La protesta fue y el Estado no hizo nada, nada. Esto es para la historia de México. La mayoría de la gente estuvo de acuerdo con el conflicto porque esa era la única manera de que el Gobierno mirara hacia allá.

    A los hacendados les han quitado las tierras invadiéndolas. Aquí hay formas de que los avivatos se queden con la tierra. Los vivos han tenido apoyo político. A través de muchos engaños y de muchas trácalas, los indios se fueron quedando con las tierras.

    Lo primero que tiene que hacer el gobierno de Zedillo es solucionar el problema de tierras en Chiapas, pero inaugurar un gobierno con un problemón como ese, no es bueno. Eso termina en fusiles.

    Salinas fue al diálogo y paró todo; hizo un alto al fuego y dijo: vamos a concertar. Pero no se ha resuelto nada precisamente porque hay muchos intereses y mucho político que está metido en ese problema.

    A la larga las aguas vuelven a su cauce. Hay que devolver la tierra a sus propietarios. El movimiento de Chiapas es muy fácil disolver: nada más devolviendo la tierra a los hacendados.

    La Iglesia ha jugado un papel muy importante en Chiapas, monseñor Samuel Ruiz ha sido el abanderado del movimiento; dicen que es el verdadero comandante de la revuelta. Por eso será que a Marcos lo llaman subcomandante.

    En México el problema es la tierra, no la droga, no hay fábricas de droga, pero es un puente entre Colombia y Estados Unidos. La droga la traen de Colombia.

    DON SAMUEL, LA FE

    Al tercer día, por fin, apareció el contacto. Me dijo simplemente que nos encontráramos en el próximo vuelo que salía para Tuxtla Gutiérrez, mil kilómetros al sur de Ciudad México. Así fue. En el viaje se me acercó y me dio el nombre del hotel en que debería hospedarme en San Cristóbal de las Casas. Agregó –sin más– que un tal Gregorio pasaría a recogerme a más tardar en dos días.

    Tuxtla Gutiérrez es la capital del Estado de Chiapas. Una ciudad del estilo y el tamaño de Villavicencio. Vive del petróleo, la generación de energía eléctrica y la gran ganadería. Acaté el consejo que da el subcomandante Marcos en un folleto titulado CHIAPAS: el sureste en dos vientos, una tormenta y una profecía, publicado en enero del 94: En Tuxtla Gutiérrez no se detenga mucho, es sólo una gran bodega.

    La carretera a San Cristóbal atraviesa el valle del río Grijalva, un río idiota, dice Rulfo: Miles de metros antes de su desembocadura, ya cuando viene por lo planito y puede echarse a descansar para siempre en el golfo de México, le entra lo loco y se desborda hacia todos lados como cualquier animal matrero que no quiere enderezar camino. Como decía, la carretera sube trabajosamente hasta los Altos de Chiapas entre cultivos de maíz y bosques de pino; un matrimonio para nosotros extraño. Tan extraño como los cultivos de flores de exportación –también en galpones cubiertos de plásticos como los de la sabana de Bogotá pero trabajados por ejidatarios–. Poco a poco los letreros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) pintados en las paredes se hacen más frecuentes y alternan con los de Coca-cola es Revolución que anuncian la introducción al mercado de un nuevo envase de 1.500 milímetros cúbicos.

    San Cristóbal de las Casas es el Popayán de México. Una ciudad de 100.000 habitantes. Conserva intacta buena parte de la arquitectura colonial, tiene obispo, cuartel del Ejército y es centro de un gran mercado regional indígena. Es muy visitada por antropólogos y turistas europeos que suelen dejar al comercio anualmente más de 80 millones de dólares. Dice Marcos, el subcomandante, que por cada mil turistas hay 14 camas; en cambio por cada mil chiapanecos hay 0,3 camas de hospital, y remata: Aquí todo es caro menos la muerte.

    Me hospedé en el hotel Diego Mazariego –espléndido y carísimo– a esperar el nuevo contacto. Mientras tanto recorrí muchas veces las calles principales de la ciudad, cuyo primer pastor fue el célebre Fray Bartolomé de las Casas, quien –como se recordará– adelantó un aguerrido alegato para demostrar que los indios tenían alma y por tanto no podían ser sometidos a la esclavitud. Quizás esta defensa a ultranza se conservó en silencio durante más de 450 años en la memoria colectiva de los indios y ha sido la base de la acción evangélica de don Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal desde los años 60. En las calles y plazas, en los almacenes y restaurantes, por todos lados, vendían fotos de Marcos, camisetas de Marcos, afiches de Marcos, y los indígenas han hecho para vender por miles, muñecos de trapo con ojos azules y pasamontañas.

    Don Samuel –como todo el mundo lo llama– fue el personaje más importante de Chiapas hasta el primero de enero del 94, cuando apareció el subcomandante Marcos, cabeza visible del EZLN. El obispo es hijo de uno de esos campesinos cristeros que en los años 20 y al grito de ¡Viva Cristo Rey! –como nuestros conservadores y chulavitas– se alzaron contra la revolución mexicana tratando de restablecer la perdida influencia de la Iglesia católica sobre el Estado mexicano. Estudió teología en Roma, rápidamente ascendió en la jerarquía y fue nombrado Obispo Titular de Chiapas por su Santidad Juan XXIII en 1959. Monseñor Ruiz era un purpurado ordinario de anillo y báculo hasta cuando, por allá a finales de los años 60, fue invitado a una reunión previa a la II Conferencia Episcopal Latinoamericana en Melgar –nuestro Melgar– por monseñor Valencia Cano, obispo de Buenaventura. Soplaban los vientos del Vaticano II y de la Alianza para el Progreso. Las tropas norteamericanas invadían a Santo Domingo y en Patio Cemento moría Camilo Torres. En la reunión, Gerardo Reichel–Dolmatoff dictó una conferencia en la que sostuvo, sin más, que la evangelización en el continente es simple y llanamente un atropello contra las culturas locales y un acto de dominación. El planteamiento –recuerda don Samuel– me dejó aturdido, confundido. Entonces le pregunté al doctor Reichel si en las culturas indígenas la religión era algo secundario, y él me respondió: ‘En todas las culturas indígenas la religión es un elemento definitivamente aglutinante’. Desde ese día la cultura es para don Samuel una manifestación de Dios, es decir, una forma del Verbo divino. La civilización blanca, occidental y formalmente católica aplasta a las minorías étnicas y les impide encontrar su propio camino hacia la Iglesia autóctona. Respetar la cultura indígena es, ni más ni menos, respetar a Dios.

    El siguiente paso lo da don Samuel, asociado a monseñor Sergio Méndez, obispo de Cuernavaca, con la doctrina

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