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La velocidad del pánico
La velocidad del pánico
La velocidad del pánico
Libro electrónico142 páginas1 hora

La velocidad del pánico

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Un crítico literario ha sido asesinado brutalmente. Las sospechas recaen sobre S, un periodista que padece un severo trastorno mental. Recluido en un hospital psiquiátrico, nuestro protagonista reflexionará sobre el funcionamiento de la realidad y los peligros que entraña.
Narrada desde distintos puntos de vista, La velocidad del pánico es una novela sobre la amistad y el amor, y también un thriller sobre escritores enfermos de literatura. Pero es, sobre todo, un recorrido por los laberintos de una mente delirante.

Stuart Flores (Huancayo, 1986). Estudió periodismo, profesión que ejerció durante algunos años hasta que el agotador ritmo de trabajo terminó por hartarlo. Apartado de la prensa escrita, comenzó a probar suerte en áreas mejor pagadas, como la docencia y los premios literarios. Nació el mismo día que Eielson y Kaspárov, hecho que podría explicar su persistente ambición en los terrenos de la poesía y el ajedrez. A raíz de un afortunado accidente, disfruta de un severo insomnio que le permite leer y escribir en las horas más tranquilas. Consecuencia de esto es su libro de cuentos La muerte es una sombra (2013) y el poemario ele (2018). La velocidad del pánico fue finalista el 2016 del 8.° Premio de Novela Breve de la Cámara Peruana del Libro. Recientemente obtuvo el premio Cope de Oro en la categoría Cuento. Su cima literaria, sin embargo, fue haber compartido una larga conversación con Juan Bonilla (café y cigarrillos incluidos).
IdiomaEspañol
EditorialNarrar
Fecha de lanzamiento27 nov 2020
ISBN9786124835803
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    La velocidad del pánico - Stuart Flores

    Kazbek

    1

    Lila está empacando la maleta. Llevo unas cuantas novelas (luego me hará llegar otras conforme vaya acabando las del equipaje), ropa, una libreta, productos de higiene personal, algo de dinero y un poco de su tristeza. Es inevitable que una parte de esta se deslice entre mis pertenencias. No necesito más.

    Las partidas son siempre infelices y absurdas. Pero ahora la tristeza está justificada. Lila sabe que ya no volveré, así que se pone a llorar con mucho decoro y en silencio. Es tolerable un llanto así porque es respetuoso. Quizá por la sinceridad cruda que se hace ostensible con sus lágrimas. Las mejillas le brillan. Pienso que es una mujer muy bella. Llevo su foto en algún bolsillo de la maleta.

    Aún es temprano, sin embargo. El calor me saca de quicio. Mientras esperamos a que vengan a recogerme, aprovechamos para preparar una limonada. Subimos por la escalera de caracol y miramos la calle desde la ventana de su dormitorio. El policía está sentado en una esquina de la cama. Es un día triste. El domingo es triste por antonomasia. Nunca me suicidaría un domingo: los motivos me sobrarían.

    Lila me pregunta si estaré bien. Yo le digo que ese es el objetivo. Pero le dejo muy en claro que no tengo ni la más mínima intención de ponerme bien. Una vez adentro, me hundiré más en la depresión. De hecho, la pregunta de Lila es retórica. Ella —y todo mundo— sabe que no lo estaré. Sabe, sobre todo, que no volveré.

    No he dormido nada, pero me siento como Mastroianni hacia el final de La notte. Le digo también que, luego de haber hecho un balance, este año ha sido mediocre. Pocos libros leídos, pocas películas vistas. Siento que alguien me ha robado el tiempo. Tengo que encontrar a ese alguien y romperle la cara, pienso. Luego me doy cuenta de que esa persona que busco soy yo mismo.

    El vehículo llega y su ruido al frenar cerca de la casa me sabe amargo, me infunde rabia. El policía me observa. ¿Debería oponer resistencia? Del auto sale un enfermero que se apellida Jansen. Mira hacia arriba y me hace una seña con la mano.

    Es el momento.

    Lo ha hecho miles de veces. Llegar a las casas indicadas, dirigirse a los enfermos y ver cómo estos obedecen de forma sumisa.

    Y bajo al primer piso, con la limonada intacta en una mano. Lila quiere ayudarme con la maleta pero se lo impido. Le recuerdo que hay una lista cerca de la refrigeradora. Son los libros que me tiene que traer en el orden exacto en el que los he enumerado. Saludo al enfermero. Me pregunta cómo estoy. Le digo que bien, pero miento.

    ¿Estamos listos?, pregunta Jansen, fijando sus ojos en mí y en Lila.

    Miro a Lila y digo que siempre hay que estar listo. Y subo al vehículo.

    2

    Días antes de partir había visto a Tonino. Nos habíamos visto, en realidad. Yo caminaba y él avanzaba hacia mí trotando. Yo lo reconocí primero. La verdad es que nuestras miradas en algún momento se cruzaron o tenían que cruzarse. Cuando creí que se iba a detener para saludarme, él apuró el paso y siguió su camino. Yo hice todos los gestos previos a un saludo imprevisto en medio de una calle: abrí mucho los ojos y mi andar se volvió lento hasta que me planté y saqué la mano del bolsillo del pantalón. Pero Tonino decidió ignorarme.

    En anteriores oportunidades, Tonino había hecho evidente su resolución de evadirme por completo, solo que yo no las había querido ver. Por ejemplo, durante la presentación del poemario de un amigo nuestro, muchas veces había desviado el rostro cuando mis ojos buscaban los suyos. O en la ceremonia donde se presentaba la reedición de la primera novela del propio Tonino. Allí estaba yo, haciendo la cola para pedirle su autógrafo y algunas explicaciones respecto a su conducta, cuando de pronto se me acercó la madre de Tonino, una señora con el cuello muy arrugado y lleno de collares. Me dijo al oído que me largara, y así lo hice.

    Yo era un indeseable pero me costaba reconocerlo. Tenían que ponerme un letrero en el pecho para darme cuenta.

    Hay un detalle más. Aquella vez que Tonino siguió trotando y no se detuvo a saludarme, escupió a una distancia prudente. A solo unos centímetros de donde me había detenido estaba brillando, bajo la noche de esta ciudad caliente, su enorme y espumoso escupitajo. No supe si considerarlo un agravio. Ahora que lo pienso, Tonino habría podido escupirme en pleno rostro y tampoco lo hubiera considerado un agravio.

    Se me viene a la mente Tonino porque muchas veces quise ser como él. De alguna manera, habita en el hemisferio opuesto del que yo me encuentro ahora. Mi enfermedad ha degenerado tanto que a veces creo que necesitaría una vida nueva o una vida en estreno para ser como él.

    Tonino es profesor de Literatura Francesa en una universidad importante de la ciudad, tiene un cargo de gran jerarquía en el Ministerio de Cultura, y sus novelas y libros de cuentos concitan cada vez más el interés de la crítica, que es, al parecer, el único interés que legitima la obra de un autor. Además, se las arregla para publicar artículos y relatos en revistas de gran lectoría. Por si fuera poco, es un hombre alto, quizá es el escritor más alto que tenemos en nuestra literatura (dicho sea de paso, a nuestra crítica literaria solo le falta clasificar y calificar a los autores por la estatura), y tal vez por eso se le hace muy fácil ignorar a los que quiere ignorar. Alguna vez Tonino me dijo que era corredor de fondo, lo que indica que su creciente producción literaria está íntimamente ligada al cuidado de su salud.

    Quise ser así, como Tonino. Publicar más, tener un buen trabajo, correr todos los días y luego correr una maratón. Correr pensando en lo que más tarde escribiría. Pero el insomnio lo anulaba todo. Ponía el despertador a las seis de la mañana y me acostaba a las diez de la noche. Daba vueltas en la cama alrededor de tres horas. Luego tomaba las pastillas para dormir. Como las pastillas demoraban en hacer efecto, le sumaba una o dos o tres horas más al despertador. Me levantaba aún con mucho sueño y aletargado al mediodía, hora en que el mundo ya ha comenzado su ajetreado ritmo de oficinista colmado de encargos.

    No podía ser como Tonino nunca.

    Pienso en Tonino como mi antítesis. Alguna vez lo nuestro se pareció a una amistad literaria. Leíamos los mismos libros y opinábamos sobre los autores que más nos desagradaban. Y todo coincidía. Mis cuentos, antes de ser publicados, los leyó él. Y le gustaron mucho, según me dijo. Fue el primer elogio que recibí. Un elogio sincero. Quiero creer que fue así.

    Muchas veces pensé que podía vencer la enfermedad y veía en Tonino a un paradigma. Me imaginaba durmiendo mis ocho horas necesarias, despertando luego muy temprano para salir a correr o a enseñar literatura en alguna universidad, escribiendo por las tardes, tomando un café con Lila al final del día, contándonos lo que nos había ocurrido en nuestras respectivas jornadas. Pero había una brecha ineludible entre ambos. Y ante ese abismo solo cabía la resignación.

    En la maleta que me ayudó a empacar Lila, y sin que yo se lo pidiera, ella guardó la reedición de la primera novela de Tonino. La que nunca me autografió.

    3

    Conoció a Lila durante una entrevista.

    Había visto sus cuadros en las galerías del centro de la ciudad. Nunca le impresionaron pero le causaba cierta extrañeza que en casi todo lo que pintaba apareciera el mismo personaje: un hombre calvo y vestido de negro y que sostiene un maletín con ambas manos. En muchas de sus pinturas este personaje es el elemento central. En otras, aparece en alguna esquina del lienzo, y siempre de pie y sosteniendo el maletín. Lo cierto es que, cuando le tocó escribir sobre una de sus exposiciones para la revista donde trabajaba, resaltó la presencia constante del hombre calvo, aunque no sabía cómo interpretarlo.

    Tampoco tenía muchas referencias de Lila. Lo único que sabía de ella era lo que aparecía en la nota biográfica que acompañaba a algunos artículos en torno a su obra y un par de fotografías suyas publicadas en los diarios. Había nacido en la capital y se había formado de manera autodidacta. Recibió una beca para estudiar en Basilea y de allí venía, luego de tres años, para exponer un conjunto de cuadros en donde retrataba su experiencia europea. Sus cuadros se vendían bien. Lila estaba en su mejor momento. Fue en esa época en que el editor de la revista le dio el encargo de entrevistarla y así lo hizo.

    Ella lo esperaba en un café del centro de la ciudad. Antes de entrar al lugar, se asomó por la ventana para espiarla. Lucía igual que en las fotos: cabello negro y corto, y una piel muy pálida que le daba una apariencia enfermiza. Estaba sentada y escribiendo en una libreta. Al lado tenía ocho o nueve tazas de café. S no lo recuerda con exactitud. Aún faltaba más de media hora para su cita y ella estaba allí, apuntando algo en la libreta y mirando su reloj cada cierto tiempo y con impaciencia.

    Aquella noche apenas había podido dormir. Venía empastillado desde que había salido de casa y el mundo podía ser, gracias a los fármacos, un lugar placentero durante algunas horas. Solo durante algunas horas. Por lo tanto, no esperó hasta que dieran las nueve (hora en que habían fijado la cita) y entró al café.

    Se acercó titubeando a su mesa. Sabía que Lila lo esperaba pero, pensó, quizá había llegado más temprano para disponer de su propio tiempo.

    Hola, le dijo. Soy S.

    Hola, S. Mucho gusto.

    Le extendió la mano y él la

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