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Apuntes para una historia de la poesía chilena
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Libro electrónico107 páginas1 hora

Apuntes para una historia de la poesía chilena

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¿Qué debemos esperar de nuestra poesía? Debemos esperarlo todo.

Adolfo Valderrama.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 dic 2017
ISBN9789563790351
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    Apuntes para una historia de la poesía chilena - Juan Cristobal Romero

    (www.lakomuna.cl)

    En Chile no hay más poeta que Sanfuentes.

    Marcelino Menéndez Pelayo.

    De niño, a Neruda le daban un libro al revés y lo leía de corrido.

    Enrique Lihn solía leer mientras caminaba por la calle.

    Andrea Lihn recuerda su casa, de niña, con decenas de libros abiertos y repartidos sobre el mesón de la cocina, el comedor, el pasillo y el baño.

    Al francés, le pegaba un poquito. Leía de joven con el rabillo del ojo. Miraba un poquito una línea por aquí, una línea por allá y el resto lo ponía con la imaginación.

    Aseguró cierta vez Nicanor Parra.

    A los 15 años, Andrés Bello trabajó en una traducción del libro quinto de la Eneida.

    Enrique Lihn no sabía inglés.

    Parra a los 20 leía a Pedro Salinas, a Alberti, a Federico García Lorca.

    Y a Juan Ramón Jiménez.

    Durante quince años, Diego Maquieira no leyó nada.

    Pedro Antonio González sufría de un leve estrabismo del ojo derecho.

    Juan Luis Martínez era diabético.

    La biblioteca ideal en Chile debiera contener al menos a nuestros cuatro evangelistas: Neruda, Mistral, Huidobro y De Rokha.

    Dijo en una ocasión Floridor Pérez.

    Y el Apocalipsis de Parra.

    A Carlos Mondaca le resultaba intolerable escribir en prosa.

    A Gonzalo Millán no le gustaba la música.

    Zoilo Escobar profetizó en 1937 la bomba atómica.

    En su juventud, Stella Díaz Varín tenía un cierto parecido con Sarita Montiel.

    Carlos Pezoa Véliz fue zapatero.

    En una cuartilla borroneaba el primer verso. Si debía cambiar tal o cual palabra, la versión corregida pasaba a otra hoja. En ésta anotaba el segundo verso y ambos los reproducía en una tercera. Al término de una quincena el soneto había atravesado cien o más pliegos.

    Método de composición de Manuel Rojas.

    María Antonieta Le-Quesne murió de tisis, en el Sanatorio de San José de Maipo, a los 23 años.

    Gabriela Mistral murió de un cáncer al páncreas.

    Jorge Teillier se encerraba a leer como si le hubiesen dado cuerda, según él mismo contaba.

    Salvador Sanfuentes tradujo a los 17 años Iphigénie de Racine.

    José Domingo Gómez Rojas cruzó a pie la cordillera de los Andes.

    Andrés Bello usaba aros.

    Hablando de los funerales de Manuel Antonio Román, un periódico de la época cierra la nota con la siguiente frase: No hubo discursos.

    Chito Faró murió en el Hogar de Cristo.

    Iván Teillier murió en el Hogar de Cristo.

    Se desconocen la fecha y el lugar en que murió Pedro de Oña.

    Pedro de Oña.

    Ingenio culto de la inculta Chile.

    Según Íñigo de Hornero, Protomédico de Perú.

    Que diera su parecer sobre Neruda le pidieron a Salazar Chapela en El Sol, de Madrid, y el crítico contestó: Sí, sí. Está muy bien. Pero, ¿por qué gemir siempre?

    Gabriela Mistral rechazó un prólogo de Paul Valéry para la traducción de sus obras al francés.

    En Chile hay dos poetas chinos.

    Dijo Armando Uribe.

    Lihn y Hahn.

    Durante más de cincuenta años, Egidio Poblete trabajó en una traducción de la Eneida en endecasílabos blancos.

    Su publicación fue posible gracias a una colecta organizada por un grupo de amigos.

    A los 23 años, recién llegado a París, Vicente Huidobro ya había publicado media docena de libros.

    Teófilo Cid, Braulio Arenas y Enrique Gómez Correa fueron compañeros en el Liceo de 

    Talca.

    Líneas sin letras, las alzas y bajas de un lápiz que no alcanza a delinear caracteres.

    Últimos manuscritos de Enrique Lihn antes de morir.

    Mientras vivió, Pedro de Oña tuvo fama de ser el más grande poeta de América.

    Y posiblemente el primero.

    Teresa Wilms Montt se suicidó en París a los 28 años, con una sobredosis de Veronal.

    Juan Guzmán Cruchaga solía dormir un promedio de tres horas diarias.

    En más de una ocasión, Teófilo Cid pasó la noche en un banco de la Quinta Normal.

    Tapado con diario.

    Es demasiado sucio para ser inmoral: un tarro de basura no es inmoral.

    Dijo el cura Salvatierra de Nicanor Parra.

    Un carpintero aficionado a leer.

    Así se definía Antonio Acevedo Hernández.

    Acevedo Hernández.

    El primero para quien la cueca fue un género digno de ser estudiado.

    Los profesores me preguntaban: ¿Qué estábamos viendo? Y yo no tenía ni la más mínima idea: ni siquiera sabía si estaba en el colegio.

    Recordó Gonzalo Millán.

    Nicanor Parra fue inspector de Jorge Cáceres y Luis Oyarzún en el Internado Barros Arana.

    Gabriela Mistral fue inspectora del Liceo de Punta Arenas.

    Francisco Contreras murió de tuberculosis.

    Y danme tanta priesa cada día

    que no me dejan ir como se debe.

    Reclamaba De Oña a sus mecenas.

    Durante el estreno de la obra Los deportados de Antonio Acevedo Hernández, un asistente disparó a uno de los

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