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Diario de un sexólogo
Diario de un sexólogo
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Libro electrónico185 páginas2 horas

Diario de un sexólogo

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Información de este libro electrónico

Aprende de las otras parejas: seis historias reales que revolucionarán tu sexualidad.

Un infiel en serie con rotura de pene, una mujer que lucha contra el cáncer de mama, un adolescente en plena tempestad hormonal, un hombre con esclerosis múltiple, una joven madre con depresión posparto...

Una colección de historias reales, intensas y conmovedoras. Casos clínicos de hombres y mujeres que han pasado por la consulta más reservada de España, en búsqueda de una sexualidad espontánea, sana y verdadera.

Este es el diario del Dr. Nicola Tartaglia, un médico fuera de lo ordinario.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 oct 2020
ISBN9788418073465
Diario de un sexólogo
Autor

Nicola Tartaglia

Nicola Tartaglia nació en el sur de Italia en el 1983. Consiguió el titulo de médico cirujano con matrícula de honor a los 24 años. Se especializó en urología, andrología y sexología y desde entonces se dedica a ayudar hombres y mujeres a mejorar su vida sexual y la fertilidad. Vive desde el 2014 en Barcelona, donde ha sido responsable durante años del servicio de Andrología de uno de los grupos de urología más importantes de la ciudad. Actualmente se divide entre la escritura y su consulta privada, de donde trae inspiración para sus personajes y su famoso blog personal nicolatartaglia.com. Diario de un Sexólogo es su primer libro.

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    Diario de un sexólogo - Nicola Tartaglia

    Prólogo

    Elvira

    ¿Qué es este libro? Empecé a planteármelo cuando el trabajo estaba más o menos terminado. Faltaba el último capítulo y lo único que sabía era que necesitaba un trabajo de revisión prácticamente inacabable. Decidí someterlo al juicio implacable de Elvira.

    Elvira es mi hermana, vive en París y es cirujana vascular. Es una persona dotada de un pragmatismo franco. Una persona que, entre otras cosas, amputa piernas.

    Elvira lee mucho. De lo que lee, más que la cantidad, siempre me ha impresionado la calidad. O, mejor dicho, la variedad. Es capaz de estar leyendo a Tolstói y mientras tanto acercarse al quiosco y comprarse la revista Glamour. Lee de todo, desde el cotilleo hasta las novelas históricas, pasando por los ensayos de economía y la poesía, mucha poesía. Elvira, cuando está en el baño, no mira el Facebook, eso no le gusta; si no encuentra otra cosa, lee incluso las etiquetas de los detergentes. «Facebook —dice— es el azote de la lectura: ¡en Facebook nadie termina realmente de leer algo!».

    Es totalmente cierto, pensemos en ello. Nunca llegamos al final de un artículo, sin importar la extensión o el interés que nos produce: simplemente, el impulso irresistible de pasar adelante, arrastrando el pulgar hacia arriba, siempre gana.

    Elvira se sigue suscribiendo a las cosas. Se suscribe a revistas de todo tipo: literatura, cine, arte, historia, deporte. Y a historia del deporte, posiblemente.

    Así que hablar con ella puede ser una experiencia trascendental, aunque la mayoría de las veces acaba siendo poco agradable. ¿Por qué? Porque a lo mejor se te ocurre conversar de algo que se supone que es tu hobby, tu punto fuerte, y enseguida Elvira sabe más que tú. Y con creces.

    El hecho es que le propuse leer el manuscrito. En un primer momento le pasé dos capítulos. No los primeros dos, sino los que yo consideraba los dos mejores. No sé, quizás pretendía impresionarla.

    Pasaron dos semanas. Estaba esperando el veredicto con trepidación. Hasta que llegó, útil y desagradable como una purga.

    Problemas de forma, lagunas gramaticales de primero de la ESO, períodos largos que empezaban en pretérito indefinido y acababan en presente. Relatos en tercera persona que se convertían en primera persona al girar la página. En fin, una masacre.

    Sin embargo, todo eso no era nada; se podía revisar y corregir.

    Luego, con indiferencia, me dijo: «¿Son historias reales?».

    «¿Cómo que si son historias reales?».

    «Pues si son historias reales o si te las has inventado tú».

    «Bueno, son relatos basados en historias reales».

    «¿No son de verdad, entonces?».

    «Ya te lo he dicho, están basadas en historias reales».

    «El tío de la carta ¿existe de verdad? (en cuanto lleguéis a ese punto lo entenderéis).

    «El tío de la carta sí existe».

    «¿Y la carta también?».

    «La carta no; era un e-mail».

    «¿Igualita?».

    «Más o menos. ¿Por qué?».

    «¿Y el poema?» (esto también lo entenderéis leyendo).

    «También».

    «También ¿qué?».

    «También más o menos; pero ¿por qué?».

    «Porque tienes que decidir si quieres escribir un libro de cuentos o uno de casos clínicos».

    Me quedé en silencio.

    Elvira siguió: «Tienes que decidir primero si el sexólogo eres tú, en cuyo caso no puedes inventar los casos, o si el sexólogo es un personaje inventado, ¡en cuyo caso puedes escribir lo que te apetezca!».

    «El sexólogo soy yo».

    «Pues tienes que escribir sobre casos reales».

    Recuerdo que estaba conduciendo y que ella estaba sentada a mi lado. Por aquellos años no tuvimos muchas ocasiones de estar juntos a solas; quizás estábamos incluso un poco nerviosos. Además, nos hallábamos en Italia, no sé por qué ocasión. Y cuando estamos en Italia, siempre estamos un poco nerviosos.

    Me quedé en silencio otra vez y decidí no seguir con el tema. Le di la razón, temporalmente. En ese momento realmente pensaba que la tenía. Siempre había tenido razón de sobra y yo seguía dándosela por inercia.

    A consecuencia de esa conversación dejé el libro durante un tiempo. Le había prometido que le iba a meter mano tras decidir si contar o no la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

    Así, pasados unos cuantos meses, me senté al escritorio, me tomé un americano y encendí el ordenador. Había decidido explicar la verdad. Las personas de las que hablaba en los relatos eran auténticas; a lo mejor las palabras no lo eran, así como algunos pasajes de un hecho a otro. En algún que otro caso había reunido incluso a varios pacientes en el mismo personaje. Pero las personas eran auténticas —¡cómo no!— y no me parecía bien suprimir los que para mí eran testimonios del mundo real a fin de confinarlos en la narrativa.

    Decidí hacer una rápida lectura para borrar las partes noveladas. Fácil.

    ¿Tan fácil?

    Imposible.

    Al tercer americano me di cuenta de que ya no sabía lo que había sucedido de verdad y lo que no. ¿Qué era lo que decía realmente el e-mail al que Elvira se refería? ¿Cuál era mi parte del poema y cuál era la del personaje real? ¿De qué color era la peluca de la mujer? (esto también lo vais a entender siguiendo con la lectura). Y así sucesivamente. Al haber leído y releído los relatos mientras escribía, el tiempo transcurrido y el amor por mis personajes lo había confundido todo, mezclando realidad y ficción.

    Aun queriendo, no habría podido volver atrás y encontrar la verdad.

    «¡Al carajo!», pensé, os lo vais a tragar como está. Auténtico a medias, pero con la promesa de que las emociones son todas verdaderas y que todo lo que no haya acontecido de verdad podría sin duda alguna acontecer, si es que ya no lo ha hecho en este mundo tan grande y en este tiempo tan largo.

    Gracias, Elvira, por haberme ofrecido —una vez más, la enésima— un punto de vista distinto desde el que observar las cosas.

    P. D.: Suelo escribir escuchando música, así que cada capítulo se acompaña de una canción. La estaba escuchando mientras escribía o simplemente la he metido porque refleja algo del contenido. El consejo es ir preparándola y escucharla al final de cada capítulo.

    Capítulo uno

    ¿Es realmente posible

    encontrarse por casualidad?

    (Fix you, Coldplay)

    ¿Existen las coincidencias en las relaciones de pareja? ¿Qué es lo que en una persona nos llama la atención? ¿Qué nos atrae, viéndola por primera vez en un local o en la parada del autobús? La mirada, la postura de las manos, el cabello o la manera de cruzar las piernas, ¿es esto todo lo que llega a intrigarnos? ¿Solo son hábitos y detalles que coinciden con nuestro gusto, o hay algo más? ¿Es realmente posible encontrarse por pura casualidad y gustarse?

    ¿Es posible, yendo al trabajo por la mañana, cruzarse a la vuelta de la esquina —encima chocándose al estilo Hollywood, con la clásica caída de papeles— y volver a cruzarse por la noche en la exposición de Christian Schad «por casualidad»? ¿Es posible, por casualidad, tras haber estado en la cama con alguien, descubrir que ambos tienen un perro que se llama Otto?

    He observado a la gente más variopinta pasar por mi consulta, escuchando historias a veces imprevisibles y apasionantes, otras aburridas y atormentadoras, pero siempre únicas. Y no.

    Ya hace tiempo concluí que posiblemente hay algo más.

    Hay algo en la parada del autobús que nos lleva con más probabilidad allí que a la parada del metro: quizás la predilección por los espacios abiertos o la afición por los monumentos. Ese algo nos permite encontrar a alguien que prefiere la parada del autobús al coche, porque le gusta el transporte público más que conducir. De allí, notar la mirada, la postura de las manos, el cabello o la manera de cruzar las piernas de ese alguien solo es un catalizador de una reacción química que con toda probabilidad ya se había puesto en marcha.

    Las personas activas y dinámicas andan rápidamente. De estas personas, las que son más emprendedoras y creativas tienden a no mirar hacia delante, sino abajo a la izquierda. Son personas que aman su propia intimidad hasta un punto que incluso en pleno centro de la ciudad tienden a no enterarse de la presencia ajena. Chocarse de repente, y más tarde volver a verse en una exposición de Christian Schad,¹ puede ser, pues, no solo una casualidad, sino la natural consecuencia del hecho de que, tras diez horas de duro trabajo, esa es la clase de personas que se conceden un momento de soledad y reflexión ante unos retratos sinceros y misteriosos. Óleo sobre lienzo. Así, también Schad podría no ser una casualidad.

    De este modo, Christian Schad también podría ser un catalizador.

    Nuestra forma de ser no solo nos lleva a elegir a una pareja con determinadas características, sino que nos hace actuar de manera tal que aumentan las probabilidades de encontrar a una persona en concreto en vez de a otra persona que congenia menos con nosotros. Y con «congeniar» no quiero referirme a la capacidad de hacernos felices o garantizarnos de alguna manera una relación estable y duradera o estar en sintonía. Con «congeniar», en cierto sentido, me refiero más a tener el mismo origen bajo el aspecto humano, algo como estar hechos con la misma matriz. Ser de la misma madera.

    La historia del perro Otto me hizo sonreír mucho. Eran dos chicos estupendos. Habrían podido ser perfectamente dos modelos de ropa interior. Altos, macizos y con barba descuidada. Muy viriles ambos.

    El que había insistido en ir a visitarme para una terapia de pareja era barbero. No era peluquero, como había entendido yo, cayendo en uno de los más clásicos tópicos sobre los homosexuales. Era un barbero de verdad, de los que tienen cuchillas de afeitar y crema suavizadora de las antiguas. Había aprendido el oficio del padre, a quien no le dio tiempo a contarle sus intimidades: un cáncer de riñón se lo había llevado cuando todavía su orientación sexual no estaba clara ni para él mismo.

    Me bastaron pocos momentos de conversación para entender que vivía su homosexualidad en total tranquilidad y madurez. En la adolescencia, ya que no era muy estudioso, sus padres decidieron que habría aprendido esa profesión. En la realidad provinciana de la que provenía, con falta de diversidad y sin apoyos, poco a poco se convenció de que era un inútil. Así, bajo la cáscara de una personalidad forjada y decidida, creció con una fuerte inseguridad.

    Habían acudido a la consulta por una pérdida de deseo, pero parecía que no quisiesen hablar de ello para nada. Más bien, el encuentro se centraba con espontaneidad sobre ellos mismos y sus historias. Salió que, nada más tener clara su orientación sexual, una gran satisfacción y al mismo tiempo una gran tristeza, ineluctable y envolvente como la noche, lo invadieron.

    Se percató de que nunca habría podido mostrarle al padre su mayor conquista personal. No habría podido mostrarle que tenía un control pleno de su mente y de su cuerpo. Se quedó convencido de que su padre se había muerto considerándolo un pánfilo.

    Su pareja había sido más afortunada, al menos, por el hecho de no haber perdido a su padre. Él tenía una familia más moderna y abierta. La homosexualidad casi se la había sugerido su madre nada más intuirla a través de esa intuición que solo tienen las madres. Y desde la Generación Beat, de la que tanto la madre como el padre procedían, trajeron para el hijo un aire de aceptación y

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