¡J*dida adicción!: Una explicación tosca pero eficaz sobre la adicción, desde la perspectiva de una doctora y adicta en recuperación
Por Nicole Labor y Ex Estudi
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La autora de ¡J*dida Adicción!, además de ser adicta rehabilitada, es médico especialista en medicina de la adicción.
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¡J*dida adicción! - Nicole Labor
INTRODUCCIÓN
Las adicciones están en todas partes. Es imposible ver la televisión o navegar por las redes sociales sin toparse con algo relacionado con ellas. Con el reciente aumento de las muertes por consumo de opiáceos ya no es posible seguir mirando hacia otro lado, porque la próxima víctima puede ser nuestra madre, nuestro padre, nuestra hermana, nuestra pareja, nuestro hijo. Nadie es inmune. Pero ¿qué es la adicción?
¡J♥dida adicción! es un libro concebido con el propósito de explicar el concepto patológico de la adicción de forma concisa, salpicado de anécdotas de mi propia vida y de mi trabajo con toxicómanos. No es un libro para personas que buscan remedios rápidos o soluciones fáciles a las adicciones ni tampoco para quienes desean una exploración intensa y científica de la neurociencia. Este libro es para la gente normal y corriente que solo quiere comprender por qué los adictos no consiguen dejar de serlo.
Como adicta en rehabilitación y médica especialista en medicina de la adicción, creo que tengo un gran volumen de conocimientos tanto «internos» como «externos» sobre el tema de la adicción. He dedicado la mayor parte de mi carrera a absorber la información que iba adquiriendo y a reformatearla para que cualquiera pudiera comprenderla. Paso miles de horas educando a toxicómanos y a sus familias, a comunidades, profesionales sanitarios y de otros tipos de tratamientos sobre la enfermedad de la adicción. Todos saben que explico las razones de las distintas modalidades que se ofrecen. Y muchos, tanto profesionales como profanos, han asegurado que estos datos son «la mejor información que he oído sobre la adicción». Es probable que esta sea la vez que más voy a «echarme flores» en este libro.
Mi promesa a cada lector es que después de leerlo tendrá un conocimiento cabal de la adicción y tal vez más compasión hacia el toxicómano, aunque sea él mismo. Chapter Ending Horizontal Oval Symbol
1
¿Por qué hablar de ello?
«A la mierda la Facultad de Medicina, prefiero ser una yonqui lo que me quede de vida».
Yo (en uno de los momentos más estúpidos
y profundos de mi vida)
Un día de 2005 estaba sentada en mi coche bajo un paso elevado de Irvington, Nueva Jersey. Mi novio y yo nos habíamos metido una dosis de la droga que nos tenía atrapados. Acababa de sacarme la jeringuilla del brazo, apoyé la cabeza en el respaldo del asiento y pronuncié las palabras más estúpidas y profundas de mi vida: «A la mierda la Facultad de Medicina, prefiero ser una yonqui lo que me quede de vida». Me salió a borbotones este sentimiento tan poco característico de mí porque la heroína solo servía para aliviar las horas de horrible dolor y de síndrome de abstinencia que me provocaba no tenerla. Fue como cuando se apaga un ventilador y la habitación cae de repente en un bendito silencio, sin que ni siquiera nos hubiéramos dado cuenta de que el ruido estaba poniéndonos nerviosos. Ninguna ráfaga de placer o euforia. Ya no. No a esas alturas. No sentía más que alivio. Un alivio tan envolvente, tan de agradecer, que estaba dispuesta a renunciar a una vida de ambición y esfuerzo solo a cambio de aquel instante. No reconocía que el consumo de drogas había creado el problema, solo que lo remediaba. De forma temporal. Ahora podía pensar con claridad. Ahora podía utilizar mi mente, —más— despejada, para la verdadera tarea que me preocupaba, la más importante: encontrar una forma de tener dinero y droga suficientes para no volver a sentirme tan mal. El síndrome de abstinencia de los opiáceos es como la peor gripe posible. Se tienen náuseas, vómitos y diarrea que parecen fuera de control. Los músculos duelen tanto que hasta los más fuertes se sienten débiles e inútiles. Hay un dolor paralizante, como si alguien nos raspara los huesos una y otra vez con un cuchillo de untar mantequilla. Así que, por supuesto, encontrar la forma de no volver a sentirme así era prioritario. Ahora bien, lo que no supe ver en aquel momento es que ese día, con esas palabras, comenzaba el fin de mi adicción activa.
Hay gente que está muriéndose, que está muriéndose de una enfermedad prevenible y tratable. Pero no podemos prevenirla si no la comprendemos. Y no vamos a intentar conocerla ni entender nada si no podemos eliminar el estigma. El estigma que dice que es un problema de malas personas que toman decisiones equivocadas. El estigma que dice que es una enfermedad exclusiva de un determinado tipo de persona que procede de un concreto tipo de hogar o barrio. El estigma que implica, de forma equivocada y con consecuencias letales, que no puede pasarme a mí, no puede pasarte a ti, no puede pasarnos a nosotros.
La adicción es una plaga. Afecta a casi todo el mundo. No discrimina. Da igual que una persona sea rica o pobre, que tenga trabajo o esté en el paro. No importan la raza, la etnia y la religión. Aqueja a ateos y fanáticos religiosos por igual; a jóvenes y a viejos. No están exentos los padres, los hijos, los hermanos ni las parejas. Afecta a jefes y empleados, a albañiles y políticos. Policías, jueces, enfermeros, secretarios, todos pueden padecer una adicción. Es una enfermedad que infecta a amas de casa, directivos de empresas y conductores de autobús. Y, desde luego, atrapa en sus garras mortales a estudiantes de Medicina que son de buena familia.
Hablo de la adicción y el proceso patológico de la adicción por diversos motivos, aparte de por mi propia historia. Una de las razones, que me irrita personal y profesionalmente, es la idea de que la adicción es una enfermedad, aunque, en realidad, no se sabe por qué. Hay quienes —empresas, compañías farmacéuticas, seguros de salud— la llaman «enfermedad» porque pueden ganar dinero a costa de ella, aunque no mucho. Sin embargo, si se les pide que expliquen cómo es la verdadera enfermedad…, Dios mío. Otros la consideran enfermedad porque, almas benditas, necesitan creer que el toxicómano no puede evitar sus jodiendas ni sus tonterías. Y algunos tienen cierta noción de que quizá existe algún factor biológico que influye, que no son solo personas terribles que toman decisiones terribles.
En general, lo que he descubierto durante mi carrera es que, cuando me piden que hable de un aspecto concreto de la adicción, las preguntas que me hacen después de la charla son indicativas de que no acaba de ser comprendida.
Otra razón por la que quiero hablar de este tema es que, en mi opinión, los toxicómanos deben comprender lo que está pasando en su interior. Por mucho que nos guste culpabilizarlos, ellos son los que más se censuran a sí mismos, más que ninguna otra persona. Los adictos se autoflagelan, pero luego vuelven a hacer lo mismo y no saben por qué. Yo quiero que puedan amarse y perdonarse. Quiero que los familiares dejen de tomarse como ofensa personal todo lo que hace una persona adicta. Creo que hablar de la enfermedad puede ayudarles. La adicción es un cambio de configuración en el cerebro que hace que la persona sea incapaz de dejar de consumir sustancias si no recibe ayuda. Los síntomas de esta enfermedad van desde el descenso de la actividad neurológica hasta comportamientos muy visibles. Este cambio no se observa en todos los que consumen drogas, pero, para los que sí sufren esa neuroadaptación biológica, puede ser devastador.
El estigma social relacionado con la adicción es casi insuperable. La representación negativa de los toxicómanos necesitados de tratamiento y comprensión acaba limitando su acceso a los servicios y su capacidad de curarse. Y comienza por nuestras palabras y forma de hablar sobre la adicción.
Decimos que es una enfermedad, pero, cuando se empieza a comparar con otros procesos patológicos, como el cáncer o la diabetes, se convierte en una disputa sobre qué enfermedad es más importante o merece más atención. Como la adicción tiene tantos elementos que dependen de una decisión deliberada, es difícil sentir compasión por los comportamientos asociados. Creo que nunca he visto que alguien diga «tengo esclerosis múltiple» y los presentes hagan muecas de escepticismo, se vayan de la habitación o alguien apunte: «Pues mi madre tiene cáncer y es una buena persona. Eso sí que es una enfermedad». Cada vez que un diabético fallece por una crisis, por cetoacidosis o por un fallo renal debido a que come mal nadie dice que es lo mejor para sus hijos. Sin embargo, siempre que un drogadicto ha muerto de sobredosis aparece alguien opinando qué es lo mejor para sus hijos. Mostramos una compasión selectiva por los familiares y seres queridos de alguien que muere por sus adicciones porque la idea de que es una enfermedad solo nos la creemos a medias. Chapter Ending Horizontal Oval Symbol
2
No es un fenómeno nuevo
«El mejor momento para plantar un árbol fue hace veinte años. El segundo mejor momento es ahora».
Proverbio chino
Cuando empecé a correrme unas juergas mayores de lo normal, en torno a los veinte años, había una serie de reglas no escritas. No fumar crack, no consumir heroína y no pincharse jamás. Esas eran las drogas «duras». Era la mierda que consumían quienes tenían un problema. Hasta que empezabas a consumirlas. Entonces la única preocupación era obtenerlas. Sabíamos que eran malas. Quizá gracias al D.A.R.E. Tal vez por los After School Specials. O incluso por la serie Degrassi Junior High⁵. En mi caso, no recuerdo cuándo se produjo esa transición. Un día estaba quitando la capa que recubría una pastilla de oxicodona de ciento sesenta —era la época en la que estaban de moda— y, de pronto, pasé a manejar una jeringuilla, pincharme heroína y fumar crack.
Es como cuando alguien intenta perder peso. Empieza a comer bien y a hacer ejercicio, pero durante varias semanas no se atreve a mirarse desnudo en el espejo, hasta que un día se despierta y, ¡pam!, el pantalón se le ha quedado grande y se dedica a observar durante veinte minutos y desde todos los ángulos su estupendo físico. Es evidente que la pérdida de peso no se ha producido en una sola noche, pero no notamos los cambios pequeños hasta que no se acumulan y producen la gran transformación. Nuestro cerebro está demasiado ocupado viendo otras cosas.
Recuerdo la primera vez que quedé con un camello para comprar droga —en vez de conseguirlas del amigo de un tipo que conocía un amigo de mi amigo —. Insistí en que nos encontráramos en el aparcamiento de un local de comida rápida a las dos de la tarde porque, joder, era un camello. Los camellos tenían armas. Hacia el final de mi período de adicción activa quedaba con el camello en el callejón más oscuro posible y a las tres de la mañana para que los polis no nos encontraran. Porque, joder, polis. También tenían armas.
Lo que quiero decir es que, en aquella época, la heroína no era algo que se encontrara una en la tienda ni, desde luego, en cualquier fiesta. Ahora, el paso de las pastillas a la heroína es mucho menos detectable porque es una transición más natural. Los jóvenes de hoy no tienen ni idea de lo que nos costaba conseguir nuestra heroína. Hasta dónde teníamos que ir… Cuesta arriba, tanto de ida como de venida, en la nieve…, por así decirlo.
Es importante resaltar que en Estados Unidos existe una epidemia de adicción desde hace mucho tiempo. Los políticos y la sociedad en general tienden a centrarse en el problema de una droga concreta en vez de en la situación global.
A mediados del siglo XIX se recetaba morfina a todo el mundo para cualquier cosa. La morfina es un poderoso opiáceo derivado de la amapola. Es un fármaco estupendo que alivia el dolor y el malestar físico, además del sufrimiento emocional. ¿En aquella época no se diagnosticaban enfermedades psiquiátricas a las mujeres cuando expresaban una opinión? Pues para eso viene bien la morfina. A algunas personas les da la energía necesaria para limpiar el trastero, eso que llevan aplazando veinte años. Permite soportar mejor a la familia política. Pero, con el tiempo, causa problemas, como la dependencia física y el síndrome de abstinencia cuando se interrumpe, problemas económicos por la necesidad de comprar cada vez más y problemas sociales y de relaciones cuando la persona da más importancia a su consumo que a sus seres queridos. Como suele ocurrir con la morfina⁶.
Después, a principios del siglo XX, la farmacéutica Bayer creó la heroína en un intento de proporcionar un analgésico sin los efectos negativos de la morfina⁷. Se empezó a comercializar con receta para casi cualquier dolencia: el mismo dolor físico que la morfina, el sufrimiento emocional, la histeria y, en general, la incapacidad de soportar el mundo. Sin embargo, también surgieron problemas, como tiende a ocurrir con la heroína. En las décadas de los sesenta y los setenta hubo una importante epidemia de consumo ilícito de heroína que afectó sobre todo a las minorías y las personas no blancas, así que se ignoró, como solemos hacer siempre los seres humanos⁸.
Después, en los años ochenta, hubo una epidemia de cocaína que causó un número importante de fallecimientos, incluso de mujeres embarazadas, y casos de muerte fetal —aborto espontáneo—. Si no me creen, pueden leer los datos. No en este libro, sino en algún otro sitio⁹. Ahora bien, si son tan perezosos como yo, pregunten a cualquier médico o enfermero de urgencias que estuviera en activo en los años ochenta. No se han olvidado. En esa época, la prioridad de legisladores y centros de tratamiento era cómo resolver el problema de la cocaína¹⁰.
En 2005 vimos cómo se extendía la metanfetamina y el número