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Hasta que las pastillas nos separen (o no)
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Hasta que las pastillas nos separen (o no)
Libro electrónico438 páginas6 horas

Hasta que las pastillas nos separen (o no)

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Información de este libro electrónico

Las pastillas han formado parte de mi vida desde que a los catorce años me diagnosticaron enfermedad renal crónica. Con más de cuarenta, y tras dos trasplantes de riñón, tomaba inmunosupresores para no rechazar el último riñón que me había donado mi marido Kevin, ansiolíticos para calmar la ansiedad y opiáceos para aliviar los dolores de cabeza. Para todo mal hay una pastilla y para cada pastilla hay un médico dispuesto a recetarla.
Vivía y respiraba dentro de un frasco de pastillas. También estaba casada con las pastillas. Mi marido cumplía una función distinta: era padre, protector y carcelero. Con Kevin a mi lado, la sobriedad parecía factible. No me daba cuenta de que para poder encontrar mi camino a casa, tenía que soltar
su mano. No para ir sola, sino para ir sin él.
IdiomaEspañol
EditorialYonki Books
Fecha de lanzamiento15 jun 2022
ISBN9788412506358
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    Hasta que las pastillas nos separen (o no) - Henriette Ivanans

    1

    Trankimazin® 2011

    El principio activo del Trankimazin es el alprazolam. Pertenece a un grupo de medicamentos llamados benzodiacepinas (medicamentos ansiolíticos). Se utiliza en adultos para el tratamiento de los síntomas de ansiedad que son graves, incapacitantes o que causan gran angustia al paciente.

    Mi marido, Kevin, nunca me había negado nada. El domingo 9 de octubre de 2011 no fue diferente. Seis meses antes me había dado su riñón. Esa mañana todo lo que yo necesitaba eran mis pastillas.

    Lo oía saliendo y entrando de la casa, cargando su trípode y sus focos en nuestro único coche y cerrando la cremallera de la bolsa de su cámara. Kevin tenía que estar a mediodía en Orange County para trabajar en una boda. Teníamos tiempo de sobra para recoger antes mi Trankimazin. Me pasé mis manos temblorosas por el pelo y miré el despertador. Eran las 10:07 de la mañana ¡Pero en qué andaba entreteniéndose este hombre! ¿Por qué no se había plantado a las 9:59 en el Rite Aid, cuando la farmacia levantaba su persiana de acero y ofrecía al mundo sus encantos medicinales? Este hombre era idiota.

    Mis 43 kg de peso temblaron en la cama. No a causa de la enfermedad, sino por el síndrome de abstinencia. Había quedado reducida a un saco de huesos en ruinas, no ya por las náuseas asociadas a la insuficiencia renal, sino por la pura y simple adicción. Mis piernas crujieron bajo las sábanas sabiendo que mi receta estaba lista. Me froté los ojos, con dedos nerviosos, dedos desorientados que no tenían un propósito salvo que estuvieran extra-yendo pastillas del fondo de un bote.

    El día anterior, en la farmacia, nos habían dicho que era «demasiado pronto» para recoger mi receta, esa temida frase que hunde a toda ramera farmacológica desesperada. Me había arrojado sobre el mostrador, con mi cuerpo escuálido inclinado hacia la farmacéutica, tratando de explicarle por qué tenía que despacharme mis pastillas.

    –Ahora que veo su historial –dijo escudriñando la pantalla del ordenador–, este mes ha retirado usted 135 comprimidos, muy por encima de los 90 establecidos. No puedo liberarle la nueva remesa hasta mañana.

    –Pero ¿cómo has conseguido tantas pastillas extra? – me susurró Kevin, poniéndose pálido.

    –No sé. Da igual. No te preocupes.

    Mi marido no se quedó sentado en una de las sillas de plástico en las que yo tantas veces me había desplomado, deseando que mi cuerpo aterrizase sobre la más leve brizna de adrenalina, sabiendo que apenas faltaban unos minutos para recibir mis fármacos. Kevin se acercó más y más hacia mí, con las manos metidas en las axilas. Él, siempre ahí. Mi padre. Mi protector. Mi carcelero.

    Me retorcí y logré asomarme por el otro lado de la caja registradora. La farmacéutica arqueó las cejas.

    –Es que mi médico dice que puedo. Puede usted llamar…

    A menudo me he preguntado cómo se adiestra a los farmacéuticos para que lidien con la agresividad de los adictos. ¿Hay una asignatura en la Facultad de Farmacia? ¿Conferencias específicas? ¿Les dan un folleto? «Cómo lograr que un adicto se aleje del mostrador». ¿La dependienta de la farmacia podía oler la manipulación desesperada traspirando por mi piel? Yo sí.

    Con una mirada fulminante, la farmacéutica cortó mi alegato. Ya había conseguido evadir su radar profesional y obtenido 45 pastillas adicionales. No iba a engañarla de nuevo.

    –Lo siento, no puedo hacer nada. ¡Siguiente!

    Evité mirar a Kevin mientras nos marchábamos. Su silencio irradiaba tensión. Mis pastillas no estarían disponibles hasta las diez de la mañana del día siguiente. Me quedaban 18 horas. 1.080 minutos. 64.800 segundos. ¿Cómo iba a sobrevivir hasta entonces?

    Las pastillas han formado parte de mi vida desde que a los catorce años me diagnosticaron enfermedad renal crónica. Con cuarenta y dos, tras dos trasplantes de riñón, las pastillas se habían convertido en mi vida. Estaban los inmunosupresores que te mantienen viva: CellCept, ciclosporina y prednisona, para que mi cuerpo no rechace el riñón de Kevin. Los que alteran la mente: Trankimazin, Ambien y Klonopin. Los que alteran el alma: codeína, morfina, Dilaudid, Roxicodona, Vicodin, Norco, Percocet y tramadol. Y Ella. El amor de mi vida: Fiorinal. En mis pensamientos no había otra cosa que pastillas. Vivía y respiraba dentro de un frasco de pastillas, incapaz de trepar para salir, y no porque los efectos secundarios de los inmunosupresores hubieran retrasado el crecimiento de mis uñas, sino porque era incapaz. Las pastillas constituían mi identidad. Eran mi razón de ser. Eran mis padres, amantes y amigas. Estaba casada con las pastillas.

    Cuando escuché a Kevin marcharse en el coche, me derrumbé sobre el montón de sábanas deshechas y rancias de mi cama. Atrás habían quedado los tiempos en que le acompañaba a las bodas para ayudarle. Ahora ya no me quedaba al fondo de la iglesia, sin dejar que el primer beso de los recién casados me distrajese, atenta solo a cada movimiento de mi propio marido, anticipando qué lente podría necesitar, secando su frente con un paño o pasándole baterías cargadas para el flash.

    Cuando el convite llegaba a su punto cumbre, yo solía apoyarme en una pared sosteniendo en mi mano una bien merecida copa de vino, mientras Kevin iba de un lado a otro haciendo fotos. Se me llenaban los ojos de lágrimas mientras me decía a mí misma: Somos un gran equipo.

    La madera del suelo crujió. Me asomé bajo el paño húmedo que me cubría la cara. Kevin estaba de pie en la puerta y en sus manos llevaba esa bolsita blanca de papel arrugada que tan bien conozco. ¡Por fin! Kevin me lanzó el paquete y se marchó. ¿Por qué diablos está tan enfadado?

    Cogí la bolsita y me asusté. Los comprimidos de Trankimazin son pequeños, pero esa bolsa era alarmantemente ligera. La abrí, evitando con gran maestría que mi ansiedad hiciera saltar disparadas las grapas. Leí la etiqueta y me quedé helada. Cantidad: 12. ¡12! Volví a leerla, deseando que el número 12 resultase ser un 120. Me cago en la leche. Me había olvidado de que tenía activas dos recetas de Trankimazin: mi dosis habitual de 90, y luego 12 adicionales que había conseguido manipulando a mi nefrólogo para que me las prescribiera. Kevin se había equivocado de receta.

    Me recorrió un escalofrío de miedo. No iba a poder sobrevivir al día entero con solo 12 comprimidos. En otro tiempo eso me habría dado para una semana entera. Pero a lo largo del año que llevaba tomando Trankimazin, había acabado tomándomelas de tres en tres, a veces de cuatro en cuatro, masticándolas con las muelas. Su polvo mágico hacía que mis huesos duros se transformaran en carne blandita, y me deshacía los nudos de tensión convirtiéndolos en hilitos de calma que flotaban libremente. Tenía los comprimidos ahí a mano. Eran tan tentadores… Era como pretender que un cuerpo se levante y se marche una vez que ya ha entrado en la espiral que conduce al orgasmo.

    Si me tomaba aunque fuese solo uno de esos comprimidos bajo receta, en la farmacia no me entregarían la otra receta. Kevin tenía que regresar, inmediatamente. Mi cabeza empezó a sudar. Los rayos cálidos de luz otoñal que a mi trasplante canadiense tanto le gustaban ahora me irritaban. El maravilloso colchón California King donde me habían amado, apreciado y obedecido, ahora me irritaba. Mi marido, que tanto había creído en mi capacidad para convertirme en estrella de cine y que tanto sufrió cuando no pude, mi príncipe, que me había dado un riñón, ahora era mi mayor irritación.

    Mis sienes empezaron a palpitar. Dios, ayúdame. Si Kevin no cambiaba ese bote en la farmacia, yo no iba a poder sobrevivir. No podía superar el día sin el bote de 90 comprimidos.

    Vivía atrapada en esta visión de túnel. Durante los seis meses anteriores, desde nuestro trasplante de riñón, solo había tenido ojos para las pastillas. Embarcada en este viaje miope, no tenía interés en mirar por las ventanillas. No había nada que ver. En este trayecto lo único que existía eran las estaciones en las que necesitaba parar: las consultas médicas, las farmacias y los botiquines de los demás. Las personas, lugares y cosas que había a los lados del camino no me interesaban. Eran simples adornos del paisaje, distracciones que podían desviarme de mi destino. Yo conducía este tren bala, abrochada en el asiento del piloto, desafiante, concentrada exclusivamente en conseguir lo que quería y en dónde pensaba que debía estar en cada momento. inline01

    2

    Trankimazin® 2006

    La primera vez que probé el Trankimazin se lo robé a mi suegra.

    Me encontraba atrapada en Winnipeg, Canadá, en la navidad de 2006. No es que estuviera atrapada literal-mente, aunque tal como son los inviernos en esa pequeña ciudad de las praderas, ese escenario nunca puede descartarse. Allí el invierno se alarga muchos meses. Las gélidas temperaturas árticas golpean la ciudad con un frío implacable. Yo nunca lograba entrar en calor, ni fuera ni dentro de la casa.

    La mayoría de las tardes de diciembre nos reuníamos los ocho –Kevin, su hermana Kim, su marido, sus dos hijos y los padres de Kevin– acurrucados en torno a la pequeña mesa de la cocina de mi suegra. Bebíamos tazas inacabables de suave té negro y picábamos del sinfín de calorías (galletas navideñas, dulces de azúcar, galletas de mantequilla) que ellos llaman ‘Bocaditos’. Y charlaban.

    Escucharlos era igual de interesante que observar la pintura secarse. Miento. Cuando observas la pintura secarse, al menos sucede algo: esa pared que estaba pintada con un color indeseado, o que había sido maltratada con un irrespetuoso color beige, o descuidada sin pintura alguna, sufre una transformación. Una radiante metamorfosis tiene lugar a medida que el nuevo color se filtra en la pared de yeso. Pero aquí, en la mesa de la cocina, no pasaba nada. Las conversaciones se repetían como el Día de la Marmota –deportes, la iglesia y teatro musical– cada día igual que el anterior, temas todos sin el más mínimo interés para mí. Lo único que me anclaba a esa mesa y hacía que no alzase el vuelo era la taza de té calentito.

    –¿Más té, Kim? –preguntó mi suegra, ignorándome. Interiormente puse cara de ofendida. Permanecí en la silla, enroscada, tensa como una serpiente, esperando a que cualquiera me cabreara para así tener un motivo para morder. Me moría por mudar de piel, pero no había adónde ir.

    Fuera el cielo desplegaba infinitos matices de gris. Si ese color estuviera en una paleta de Pantone, se denominaría ‘Lodo Suicida’. Cuando no te veías cubierta de copos de nieve con aspecto de caspa, era porque estabas esquivando montones de hielo y nieve sucios y duros como roca. Este tiempo asqueroso combinaba con mi estado de ánimo.

    –¿Estás bien, cariño?

    Respondí a la pregunta de mi marido asintiendo con la cabeza, aunque me repateaba hacer de buena esposa. Nadie más parecía notar mi presencia. No era capaz de darme cuenta de que si a mí no me importaban sus conversaciones, ¿por qué iban ellos a preocuparse por mí? Me recosté hacia atrás en la silla. No tenía más opción que tragarme –junto con mi té– toda la rabia que me consumía. O tomarme otro Bocadito.

    ***

    Yo tenía un hábito, un hábito diario tan mecánico como empezar el día con una taza de café: tomaba Tylenol 1 con codeína cada mañana. Me zampaba hasta 18 comprimidos de una sentada.

    No lo tomaba porque tuviese dolor. El Tylenol 1 es para el dolor de cabeza, de espalda, etc., pero yo lo tomaba por el subidón que me proporcionaba. Comenzaba cada día inmersa en una nube protectora que me hacía verme poderosa: me sentía blanda pero fuerte, sin rumbo pero anclada. Era mi solución diaria.

    Cada mañana, al despertar, me giraba y cogía el bote ancho de plástico con 200 cápsulas que había comprado sin receta (¡Oh, Canadá!) en la farmacia del barrio. Abría la tapa, con cuidado de no despertar a mi marido dormido, y volcaba un montoncito de píldoras en mi mano. Las organizaba en tres montones de 5 o tres montones de 6 o alguna combinación similar. Me las echaba en la boca, deglutía y reprimía las arcadas hasta que lograba tragarlas. Luego me tumbaba y esperaba, aguardando esa suave nube de codeína que me hacía evadirme.

    Llevaba más de diecinueve años tomando codeína a diario. Los primeros años había tomado 2 o 3 comprimidos, luego 5 o 6, luego entre 8 y 12. En 2006 tenía que ingerir más de 15 o 18 comprimidos para que mi insaciable cuerpo sintiera algún alivio. Esto acabó pasándome factura en forma de náuseas, estreñimiento y depresión. Era un círculo vicioso del que estaba decidida a salir. Rezaba todas las mañanas pensando: Quizás esta vez me hagan efecto. ¿Y si pruebo tomando una pastilla más? ¿O una menos? Pero la codeína ya no desplegaba para mí su alfombra mágica. Se quedaba enrollada en un rincón de la habitación mientras yo me acostaba junto a mi marido, ansiando un alivio que ya no llegaba.

    Continué atrapada en esta retorcida dinámica de tomar pastillas todas las mañanas para afrontar el día. Mi salud era el plato principal y lo servía con orgullo. Hacía ejercicio, comía bien y tomaba mi medicación para el trasplante según lo prescrito. La adicción seguía siendo un goloso segundo plato del que picaba. Todavía no había descubierto el elixir mágico que era el alcohol, la camaradería eufórica de la familia de los opiáceos, la evasión catatónica con las benzodiacepinas o la anulación total con los barbitúricos. Los tentáculos de la adicción se iban enraizando en mi cerebro como una astuta mala hierba. Pero yo no era capaz de percibir lo que estaba creciendo dentro de mí.

    ***

    Uno de los últimos días de este viaje navideño me encontraba sola. Había tenido la osadía de retirarme de alguna de las actividades deportivas al aire libre que tanto les gustan a los habitantes de Winnipeg; patinar a veinte grados bajo cero, ¿qué es si no un castigo? A menudo utilizaba sin la menor vacilación la manida carta de La Enferma. Nadie discute con una persona a la que le han trasplantado un riñón.

    Estar en el rincón no autorizado de la cocina de mi suegra no fue algo planeado. Fue el destino. Fue la germinación de una semilla plantada en mi cerebro meses antes. Sabía que la madre de Kevin tomaba Trankimazin –una benzodiacepina– para la ansiedad. Yo estaba convirtiéndome en una estudiosa inconsciente de las adicciones, mis oídos estaban desarrollando una sensibilidad especial para captar ese tipo de informaciones, incitándome sin descanso a probar cosas que nunca antes me había atrevido.

    En esa pequeña zona de la encimera de la cocina, mi suegra atesoraba un bote con treinta bolígrafos o más, montones irregulares de papeles y recortes de periódicos. Los azulejos de la esquina estaban cubiertos de Post-it. Era un sistema de notas, anécdotas y recordatorios imposible de decodificar, y que no tenía sentido más que para ella. Me sentí identificada con eso. Yo hacía listas desde que tenía seis años, constantemente, compulsivamente. Lo anotaba todo: lo que tengo que hacer; lo que quiero hacer; lo que he hecho; lo que quiero comprar; dónde he estado; adónde me gustaría ir. Necesitaba ese absurdo anotar y anotar tanto como respirar. Si capturaba cada pensamiento, idea y objetivo y lo registraba, respiraba tranquila. Se ve que mi suegra también compartía la misma idea absurda de que la paz y la serenidad nacen en los pasillos de las papelerías y luego crecen empapelando de manera caótica las pare-des. Al menos teníamos eso en común.

    Sabía dónde estaban. Abrí una de las puertas del ar-mario perpendicular al fregadero. En el interior, mi suegra había pegado aún más listas. Ascendieron como aleteando desde abajo. Escaneé los estantes con la mirada, catalogando provisiones normales de kétchup, mermeladas y edulcorantes para las interminables tazas de té. En el estante inferior vi tres frascos con medicinas. Respiré despacio. Solo había robado antes dos veces, una sola pastilla, y nunca de alguien que conociese. Mi corazón latía a la velocidad del de una niña jugando a la rayuela. Este juego me encantaba. Yo era la única jugadora. Sabía que iba a ganar.

    Había dejado la luz apagada. Era última hora de la tarde y el débil sol invernal ya se había desvanecido. La poca luz que había en la cocina provenía de una sola farola de la calle. Su iluminación blanquecina entraba en ángulo a través de una ventana un poco agrietada. El aire frío rozó mi piel. Apenas era capaz de respirar. La ansiedad se alojó en mi garganta del mismo modo en que a veces lo hacían mis medicamentos. Ansiedad por el temor a que alguien llegase a casa y me pillara. Ansiedad pensando ya en lo que estas píldoras podrían hacer.

    Jugando a mi particular versión de los Bocaditos navideños, elegí un primer bote. Era para la acidez de estómago. ¡Bah! Miré el segundo. Para la depresión. No, gracias. Miré el último bote y sonreí: Alprazolam, genérico de Trankimazin. ¡Bingo! Como todo buen estudiante de adicción, me había informado en Google.

    Mi mano adoptó la misma forma que el gancho de esos juegos mecánicos de pescar muñecos de peluche que hay en las ferias. Compra impulsiva. Robo impulsivo. Mi mano descendió, firme, con los dedos tensionados por una energía que no entendía. Mi mano aferró el bote y levanté el premio. La etiqueta decía «Alprazolam. 0,5 mg. cuatro veces al día según necesidad». En aquel momento yo no sabía que eso era una dosis moderada. Cuatro veces al día me pareció muchísimo. Seguro que mi suegra podía prescindir de unos pocos.

    Una vez que tuve el bote en la mano, ya no podía marcharme. La espiral de pensamientos era imposible de detener: Quiero esto, me lo merezco, ¿por qué no puedo tenerlo? Ignoré al angelito moralista que con voz anodina protestaba en mi interior: ¡Pero esto es robar! ¡No te han recetado estas pastillas! Otra voz, dominadora y astuta, montó a lomos de mi alma y tomó las riendas: Tu suegra dispone de recetas, ni se dará cuenta. Abrí la tapa del bote y dejé caer 8 comprimidos en mi mano, que estaba temblando, pero no por miedo sino por la adrenalina del momento.

    Cogí los 8 comprimidos, guardé 7 en el interior del estuche de mis gafas, envueltas en el pañito de limpiarlas, y la octava la metí en el bolsillo delantero de mi pantalón vaquero, ese bolsillito pequeño que hay encima del bolsillo normal con el tamaño perfecto para meter monedas, pintalabios o medicamentos robados. Acaricié la pastilla con el dedo, frío como el hielo. Nací para hacer esto. Maestra del hurto. No pensé en cómo Trankimazin podía interactuar con mis inmunosupresores. Esa noche iba a evadirme de este mundo invernal que me congelaba por dentro y por fuera.

    Cuando Kevin y su familia volvieron a casa, nos reunimos alrededor de la mesa para comentar la excursión de la que yo había logrado librarme. Y sacaron Bocaditos.

    –¿Más té, Kim?

    Ya no me sentía irritada. Me limité a esperar, sentada en el borde de mi silla. Acababa de tragarme la pastilla y me daba pavor perderme mi gran estreno en el apacible mundo de las benzodiacepinas. Y entonces llegó el impacto, fuerte, como un cubo de agua caliente arrojado de un solo golpe sobre mi gélido descontento. Mis párpados se entrecerraron temblando, mis extremidades se derritieron y me sumergí en un mar de peluches blanditos, liberada de la garra de hierro que atenazaba mi interior.

    Me recosté en la silla disfrutando silenciosamente de mi victoria y desconecté de la conversación. Le dirigí a mi suegra una mirada de enhorabuena. Joder, no me extraña que tomes esto. El Trankimazin hizo que todo se derritiese. Con una sola pastilla mis miedos y disgustos desaparecieron. Si la codeína había sido un segundo plato del que picotear, ahora el Trankimazin acababa de abrirme las puertas del buffet.

    –Por lo que se ve, a la Sra. Smith no le está yendo bien. Bob y Susan están muy preocupados por ella.

    ¿Quién coño son Bob y Susan? ¿Y por qué están preocupados por la Sra. Smith?

    Solté mi taza. Con el Trankimazin corriendo por mis vanas, todo me daba igual. Nadie me hablaba a mí. Hablaban por encima de mí, por debajo de mí, a mi alrededor, pero no me importaba. Nada importaba. El Trankimazin me estaba hablando, y me sentía bien. inline01

    3

    Dacortinh®

    El principio activo del Dacortin® es la prednisona, que pertenece al grupo de los medicamentos corticoides o corticosteroides. Se emplea para tratar los síntomas producidos por un brusco descenso de los niveles de corticoides en el organismo, por ejemplo en la enfermedad de Addison. También ofrece un gran poder antiinflamatorio.

    –¿Dónde estamos?

    Desorientada, levanté mi cabeza de niña de trece años. En el espejo retrovisor, me vi con los mechones de pelo húmedos pegados a la cara y las mejillas de un rojo febril.

    –Túmbate, Henriette –dijo mamá en voz baja. Estábamos llegando al Hospital de Niños Enfermos. Habían avisado a mi madre para que fuese a Parry Sound, una pequeña localidad costera a tres horas de Toronto, donde yo estaba de vacaciones en el barco de los padres de una amiga. Gimiendo, me acurruqué en el asiento trasero mientras cruzábamos las vías del tranvía del centro de la ciudad a bordo de nuestro AMC Pacer.

    Las cosas no habían sido fáciles para nuestra pequeña familia después de que mi padre muriera tres años antes. Para ahorrar dinero, mamá compraba enormes bloques de queso sin marca. Bebíamos leche en polvo. Nuestro salón estaba amueblado con muebles de mimbre de jardín. Gracias a una combinación de becas, sudor y lágrimas, pudo mantenerme matriculada en el BSS (Bishop Strachan School), el colegio privado para niñas al que había asistido durante once años. Pero a partir de septiembre pasaría a un instituto público mixto con Programa de Colocación Avanzada.

    Solo veinticuatro horas antes todo había sido perfecto; desde el azul reflectante del agua hasta el cielo infinitamente azul que resultaba deslumbrante después del gris e interminable invierno canadiense. Mi amiga y yo gritamos de alegría mientras el barco atravesaba la Bahía Georgiana. La espuma de las olas me hacía cerrar los ojos y mi larga melena de color rubio rojizo azotaba mi rostro. Mi pelo estaba empezando a rizarse ¿era por la vigorizante espuma del mar o por la pubertad? No lo sabía, pero lo que sí sabía era que no me gustaba. Agotadas después de pasar todo el día jugando en el agua, le hincamos el diente a las mazorcas de maíz, mientras los trocitos mantecosos nos caían por la parte de arriba del bañador.

    Esa noche, después de atracar, me quedé fuera mirando el cielo aterciopelado. Había un puñado de estrellas que parpadeaban constantemente como si fuese un código Morse visual, cuerpos celestes enviándome un mensaje. Entrecerré los ojos y arrastré mi dedo por el cielo, intentando conectar las letras brillantes para crear pala-bras. Formar la historia que me querían contar. Doblé las rodillas bajo mi barbilla. Algo tan hermoso no podía existir sin un sentido. Las estrellas brillaban enigmáticamente, transmitiendo en un idioma secreto que no fui capaz de aprender lo suficientemente rápido.

    Tirité y me rodeé con mis propios brazos. Algo flotaba en el aire de aquella tranquila noche de verano. Se deslizó por mi piel bronceada. ¿Era solo que el aire era demasiado limpio y les resultaba extraño a mis pulmones de ciudad? Se me escapó un largo suspiro que flotó en la oscuridad de la bahía. ¿Fue entonces cuando se infiltró dentro de mí, infectando a mis pequeñines con forma de haba mientras yo dormía? ¿O ya lo tenía?

    Nuestra carrera al Hospital de Niños Enfermos era mi segundo episodio de fiebres (Las Fiebres del Barco). El primer episodio (Las Primeras Fiebres) había ocurrido en diciembre de 1981, cuando estudiaba para el examen de ciencias de octavo curso. Después de diez días hospitalizada, la mejor hipótesis que propusieron los médicos fue una infección renal aguda que creían que podía curarse con un chorro de antibióticos de color rosa tiza. Ocho meses después, en las aguas de la Bahía Georgia-na, regresó la fiebre. Tres días de fiebre alta sin otros síntomas. Henriette, tenemos un problema.

    Cuando mamá y yo llegamos al hospital, mi misterio médico fue elevado de categoría y pasó a contar con la presencia de un nefrólogo (especialista en riñones): el doctor B. Siete meses después, en marzo de 1983, las fiebres regresaron por última vez (Las Fiebres Finales). Fue otro infierno de setenta y dos horas en el que los remedios efectivos y probados –toallitas frías, refrescos gaseosos y los elegantes dedos de mamá acariciándome la frente– se tornaron inútiles. No pude hacer nada más que quedarme allí, indefensa ante ese Virus Desconocido.

    Cuando Las Fiebre Finales remitieron, el doctor B. ordenó una biopsia de riñón (una prueba diagnóstica en la que se extraen muestras de tejido para analizarlas). Pero el Virus Desconocido seguía sin identificarse. No era mononucleosis ni garganta estreptocócica. Ni lupus u otro trastorno autoinmune. A los trece años, sin predisposición genética, me diagnosticaron enfermedad renal crónica (ERC), o más específicamente: glomerulonefritis (inflamación de los filtros de los riñones). Esta enfermedad crónica puede desembocar en tres situaciones: trasplante de riñón, diálisis o, en último término, la muerte.

    ***

    Hay ciertos momentos que se quedan grabados. Hitos en la historia vida. El viaje en plan mochilero por Europa. La graduación de la universidad. El nacimiento de tu primer hijo. Hay que tener presente que, esos hitos en concreto, yo nunca los viví. Cancelé mi viaje de mochilera por Europa porque mis riñones entraron en insuficiencia terminal. Empecé a estudiar arte dramático tras haber abandonado la universidad. Y tener hijos resultaba demasiado arriesgado con un trasplante de riñón.

    Mi hito llegó el 19 de mayo de 1983. A partir de ese día, las pastillas gobernaron mi vida. A los catorce años, quedé sujeta a un régimen de medicación tóxica diseñada para prolongar la vida de mis riñones: 1) Imuran (inmunosupresor); 2) aspirina para niños (anticoagulante); y 3) prednisona (esteroide). El doctor B. me previno frente a la prednisona.

    –Yo no la he tomado nunca –admitió–, pero me han dicho que sabe muy mal.

    Encantador, pero realmente ¿cómo de mal podía saber la prednisona?

    Pues horriblemente mal. Jamás lo creerías al verla. Es una pastilla pequeña y redonda. Blanca. No huele a nada. Parece inofensiva. La miras y es la última pastilla que esperarías que te hiciera daño, así que su forma de hacerse notar entre el resto de sus hermanos farmacológicos es atacando desde dentro.

    Decir que la prednisona sabe repugnante no haría justicia a su genio traidor. No es que te envuelva la lengua, es que te la marina. Su descarga es amarga, muy amarga, como si hubiera estado fermentando durante años. Si fuera alcohol, tendría un 40 % de gradación. Según te la tragas, tu lengua queda instantáneamente destrozada.

    Aquella primera mañana acabó conmigo. Me atraganté. Me manché. Me ahogué. Quise escupirla como un perro, pero entonces habría tenido que empezar de nuevo. Tomarse esta medicina no era ninguna broma. Necesitaba adquirir algunas habilidades, y rápido.

    Probé a envolverla en queso y en perritos calientes fríos, pero solo sirvió para que tomarla fuese aún más complicado. Me atragantaba cuando la pastilla se salía de mis ingeniosos envoltorios de comida e inundaba mi boca con su apestosa eyaculación. Dios me librara de masticarla por accidente. Creo que me habría hecho implosionar ahí mismo.

    El proceso me resultaba traumático y desagradable, como cuando otro conductor te insulta sacándote el dedo solo porque vas a más velocidad de la permitida. Menos mal que por la noche no tenía que tomarla.

    Exceptuando este ritual mañanero y la extracción de sangre una vez al mes, nunca pensaba en la enfermedad renal crónica. No me sentía enferma ni tenía aspecto de enferma. Mi principal preocupación era que me crecieran las tetas y empezar a tener la menstruación. Tratar de explicarle a una niña de trece años lo que pasaría cuando le fallaran los riñones habría sido como darle a un recluta un panfleto titulado LA GUERRA ES UNA MIERDA y pretender que comprenda los horrores que le aguardan.

    La prednisona iba a provocarme anorexia nerviosa por el aumento de peso. Iba a debilitarme las encías, mancharme los dientes e inflamarme las mejillas. Cara de bollo. Estaban las náuseas matutinas, la irritabilidad y el dolor de cabeza constante. Podía entender que la prednisona era un esteroide que necesitaba tomar para prolongar la vida de mis riñones, pero los efectos secundarios fueron duros. No tengo duda: desde el primer momento la prednisona y yo tuvimos una relación de amor-odio.

    ***

    Doce años después, cuando me pidió matrimonio, Kevin no podía imaginarse que yo ya estaba comprometida.

    Casarme no había figurado necesariamente entre mis planes; convertirme en una estrella de cine grande y gorda, sí. Después de salir juntos durante dos años, Kevin me propuso matrimonio en la Nochevieja de 1994. Esa noche nos acurrucamos en una bañera con patas, mientras una de esas bombas de jabón que estaban de moda explotaba en el agua a nuestro alrededor, deshaciéndose lánguidamente en remolinos de un color rosa intenso. Nuestra joven relación muchas veces funcionaba así: discusiones explosivas que se deshacían en amorosos períodos de calma. Ilustrábamos la frase de Charles Dickens: los mejores tiempos, los peores tiempos. Esa noche claramente fue de los mejores. Casarnos era una buena idea.

    En 1995, Kevin interpretaba unos de los papeles protagonistas en Miss Saigon y yo actuaba en una serie llamada Liberty Street. El trasplante que me habían hecho siete años antes con un riñón de mi madre estaba funcionando bien. Vivíamos alquilados en una casa de dos plantas en la misma calle donde yo me había criado. Teníamos dinero y amigos y estábamos enamorados de verdad, loca y profundamente. Igual que en las películas.

    Un amigo me preguntó cómo sabía que Kevin era mi hombre. Tenía talento, era divertido, aventurero, atractivo y sensible, pero todo lo que alcancé a responder fue: «Es que es Kevin». No creo que mi respuesta hoy fuese diferente.

    Kevin me cogió la medida desde el principio. Si entras en una habitación, lleva los puños listos para pelear. Yo no pensaba que esto fuese un defecto mío a corregir. Cualquiera con una vida como la mía estaría en modo lucha. A mi aguerrida adolescente interior, golpeada por la muerte y marcada por la enfermedad, todo le resultaba sospechoso. Así que yo mantenía los puños en guardia delante de mi cara y, a menudo, delante de la suya.

    De igual modo que mi novio me estudiaba a mí, yo había aprendido que él se guiaba por una brújula moral tan finamente ajustada que el sendero de rectitud que le marcaba a menudo le dejaba paralizado. Se preocupaba. Mucho. Mi joven prometido sentía que habían ocurrido demasiadas cosas en demasiado poco tiempo: nuestras carreras en auge, la acogedora casa y nuestro amor.

    –Tengo la sensación de que va a pasar algo. –¿Qué? ¡Estás loco! No va a pasar nada –me burlaba yo. Yo ya había tenido angustias suficientes para toda mi vida. En lo que a mí respectaba, me merecía esta dicha. Para mí, los peores tiempos ya habían pasado.

    27 DE MAYO DE 1995. DÍA DE NUESTRA BODA

    Habiendo dormido solo seis horas de sueño intermitente, me desperté en una habitación

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