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Gucci Mane: Una de las figuras más controvertidas del rap de los últimos tiempos
Gucci Mane: Una de las figuras más controvertidas del rap de los últimos tiempos
Gucci Mane: Una de las figuras más controvertidas del rap de los últimos tiempos
Libro electrónico318 páginas4 horas

Gucci Mane: Una de las figuras más controvertidas del rap de los últimos tiempos

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Nacido en una zona rural de Alabama, hijo de un chapero drogadicto y una madre soltera, Gucci Mane empezó a vender drogas en séptimo curso y a rapear a los 14 años. Durante las dos décadas siguientes, pasó por la cárcel —incluida una estancia de tres años en una prisión federal — y por
centros de rehabilitación tras numerosos delitos relacionados con drogas y armas de fuego, y aun así publicó ocho álbumes de estudio y docenas de mixtapes, creó su propio sello discográfico y trabajó con algunos de las figuras más importantes del rap.
Gucci Mane no se anda con rodeos a la hora de relatar los momentos más bajos de su vida y es refrescantemente franco sobre sus relaciones con su rival Young Jeezy y su antiguo protegido Waka Flocka Flame. Una historia fascinante, llena de intrigas en el mundo de la música y tiroteos en el centro de la ciudad.
IdiomaEspañol
EditorialYonki Books
Fecha de lanzamiento29 abr 2024
ISBN9788412806656
Gucci Mane: Una de las figuras más controvertidas del rap de los últimos tiempos

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    Gucci Mane - Gucci Mane

    Primera parte

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    1. EL HOMBRE DE GUCCI

    Mis vínculos con la ciudad de Atlanta son tan fuertes que se suele olvidar que no me mudé a Georgia hasta los nueve años.

    Mis raíces están en Bessemer (Alabama), una ciudad minera a unos treinta kilómetros al sur de Birmingham. Mis abuelos paternos, George Dudley sénior y Amanda Lee Parker, llegaron en 1915 procedentes de la aún más rural Greensboro (también en Alabama), donde el árbol familiar de los Dudley se remonta a los años cincuenta del siglo xix.

    George sénior y Amanda pusieron rumbo a Bessemer en busca de una vida mejor. Era una zona rica en recursos naturales —carbón, caliza y hierro—, que formaban la base de la que por entonces era una industria floreciente: el acero. George sénior consiguió trabajo como minero del hierro en la vieja Muscoda Red Ore Mining Company, cerca de la comunidad de Muscoda Village.

    En aquella época eran las compañías las que buscaban a los trabajadores. A los empleados se les proporcionaban viviendas baratas, por lo que las casas de la mayoría de los mineros negros de la comunidad eran propiedad de la empresa. Se fundaron escuelas, una iglesia, un dispensario médico y un economato, en el que los trabajadores podían comprar a crédito alimentos y otros artículos.

    Los blancos de la zona no tardaron mucho en envidiar las viviendas de los negros y de los programas sociales que las empresas habían puesto en marcha, por lo que decidieron que las querían para ellos. Así que los negros tuvieron que irse. Muchos se quedaron sin techo, pero ese no fue el caso de mi bisabuelo. Con ayuda de su esposa, que tenía buena cabeza para el dinero, compró una casita en Bessemer, en el número 723 de Hyde Avenue, propiedad que aún pertenece a la familia.

    George y Amanda tuvieron doce hijos, así que la casa estaba abarrotada. En su hogar, siempre era bienvenido cualquier familiar o amigo que necesitase un plato de comida caliente o un lugar donde dormir. Era gente amable y de gran corazón.

    Cuando George sénior recogía el cheque, su saldo solía estar a cero por todo el dinero que debía al economato. Pero jamás le preocupó lo más mínimo.

    A George sénior le encantaba la comida —como a todos los Dudley— y le encantaba ver que su familia comía bien. Aunque volviera a casa agotado después de una larga jornada en la mina de carbón, sacaba fuerzas de flaqueza para cocinar algo para los suyos. Y siempre les traía alguna golosina a los niños, ya fueran galletas, caramelos o fruta. Las repartía entre todos a partes iguales.

    Uno de aquellos doce hijos fue mi abuelo James Dudley sénior, nacido el 5 de abril de 1920. James sénior pasó doce años en el ejército como cocinero y combatió en la Segunda Guerra Mundial. Después impartió clases de radio y televisión en la escuela técnica de Wenonah y más tarde trabajó como cartero.

    James sénior se casó con Olivia Freeman el 20 de septiembre de 1941. Tuvieron once hijos, el sexto de los cuales fue mi padre, Ralph Everett Dudley, nacido el 23 de agosto de 1955.

    A lo largo de su vida, mi padre adoptó numerosos apodos: Slim Daddy, Ralph Witherspoon o Ricardo Love. A efectos de este relato, el que recibió de chiquillo es el que más importa: Gucci Mane. Pues sí; él es el Gucci original.

    A ver, James sénior siempre había sido un tipo elegante. Le encantaban la ropa buena y los zapatos de piel caros. Durante sus años en el Ejército, había pasado algún tiempo en Italia, donde se había quedado prendado de la marca Gucci.

    En principio, había sido él quien había dado el sobrenombre de Gucci a uno de sus sobrinos, un primo mayor de mi padre a quien este solía seguir todo el tiempo. Como le molestaba que su primo menor siempre anduviese pidiéndole que le dejara ir con él y diciéndole: «Venga, hombre», empezó a llamar a mi padre «Gucci Man» (el hombre Gucci). En cuanto a cómo el sustantivo man se convirtió en mane, bueno, estoy casi seguro de que no es más que el acento del Alabama profundo, pues tengo un tío materno al que llaman Big Mane.

    Mi tía Kaye me contó que, de pequeño, mi padre era un chavalín inteligente, amable y sensible; siempre estaba entre los primeros de la clase. Tenía un defecto del habla que lo obligaba a deletrear las palabras que quería decir para que la gente lo entendiera. James sénior, como buen militar, no siempre aceptaba el temperamento afable de su hijo y solía gritarle por negarse a pelear con los chicos del barrio.

    Sin embargo, mi padre cambió al hacerse adulto. Una vez superado aquel defecto, se convirtió en un pico de oro, en una persona de lo más sociable. Llevaba Levi’s, tocaba la guitarra y escuchaba a Jimi Hendrix, Peter Frampton, Mick Jagger… en fin, a todas las estrellas del rock’n’roll de los sesenta y setenta. Tenía guitarras colgadas en las paredes de su dormitorio y telas decorativas en el techo. Conducía un descapotable biplaza, un MG Midget. Era un tío guay, muy adelantado a su tiempo para tratarse de un joven negro de Alabama.

    Tras graduarse en el instituto de secundaria Jess Lanier en 1973, mi padre se alistó en el Ejército de los Estados Unidos y pasó dos años destinado en Corea del Sur. Cuando regresó a Alabama en 1976, pasó brevemente por la universidad antes de conseguir trabajo fabricando dinamita en la planta de la Hercules Powder Company de Bessemer. Después trabajó en la planta química de Cargill. Aprovechó al máximo la Ley de Reajuste de Militares y obtuvo una buena formación técnica. El tío era un lince.

    Pero yo nunca le conocí un empleo. Jamás en mi vida lo vi trabajando de nueve a cinco. Todo aquello sucedió antes de que yo llegara y pronto entendí que mi padre era un pícaro, un truhan, alguien curtido por la calle como jamás he visto a nadie igual. Pero estoy adelantando acontecimientos. Ya llegaremos a ello.

    Mi madre, Vicky Jean Davis, también es de Bessemer. Su padre fue Walter Lee Davis, que se crio con sus hermanos en el condado de Autauga, no muy lejos de Montgomery (Alabama).

    Walter estuvo destinado en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, donde sirvió a bordo del «Viejo Sin Nombre», un acorazado conocido oficialmente como el USS South Dakota. Era el cocinero, pero en octubre de 1942, durante la batalla de las islas Santa Cruz, se metió en una de las baterías antiaéreas y se puso a dar tiros. Derribó unos cuantos aviones antes de que se lo merendara uno de los cazas japoneses. Le metieron tanta metralla que hasta salió en los periódicos.

    «Parecía un colador de cocina, pero no lograron matarlo», afirmó su capitán, el vicealmirante Tom Gatch. Fue un milagro que sobreviviera a la batalla.

    Cuando volvió a casa, Walter se trasladó a Bessemer, donde encontró trabajo en Zeigler’s, una empresa de empaquetado de carne al estilo de Oscar Mayer. Fue uno de sus primeros supervisores negros.

    Allí también conoció a su mujer, Bettie, con quien tuvo siete hijos: Jean, Jacqueline, Ricky, Patricia, Walter júnior, Debra y Vicky. Betty tenía otros dos hijos —Henry y Ronnie— de dos matrimonios anteriores.

    Mi madre no tuvo una infancia fácil. Más o menos cuando nació, Walter y Bettie empezaron a beber. Pronto la violencia se convirtió en algo cotidiano en su hogar. Aún hoy, mi familia cuenta anécdotas de lo más descabelladas sobre mi abuela. Bettie Davis tenía muy mal beber. Aquella mujer menuda podía estar discutiendo con alguien durante la cena y, de pronto, alargar la mano sobre la mesa del comedor y clavarle el tenedor. Madre mía, si tengo entendido que una vez incluso le pegó un tiro a mi abuelo…

    Cuando murió de un infarto a los cuarenta y cuatro años, las hermanas de mi madre tuvieron que encargarse de los más pequeños. Se aseguraron de que tuvieran un techo bajo el que vivir y comida en la mesa, pero por lo demás dejaban mucho que desear. Mis tías apenas eran unos años mayores que mi madre, y tampoco es que constituyeran el mejor ejemplo a seguir.

    Pero, como suele suceder con las personas resilientes, mi madre se adaptó y sobrevivió. Vicky Davis siempre ha sido, y sigue siendo, una mujer muy inteligente, trabajadora y avispada. Además de dura. Se graduó en el Instituto de Secundaria Jess Lanier en 1975 y después obtuvo un título asociado en el Lawson State Community College. Luego se matriculó en el Miles College, un centro histórico negro de Fairfield (Alabama), donde estudió para convertirse en trabajadora social.

    Conoció a Ralph Dudley en esa época, en 1978. Mi padre ya conocía a la familia Davis, pues había ido a clase con mi tía Pat en Lanier, pero no conocía a mi madre. Cuando por fin lo hizo, la atracción fue instantánea. Casi amor a primera vista.

    Mi madre ya tenía un hijo: mi hermano mayor, Victor, al que se conoce como Duke. Pero al padre de Duke ni se lo veía ni se lo esperaba. Duke tenía otro hermanastro, Carlos, nacido el mismo mes y el mismo año que él. A eso se dedicaba su papaíto.

    Durante el embarazo de mi madre, mi padre se metió en problemas con la ley. Lo habían detenido por posesión de drogas —que en los setenta no era poca cosa— y estaba a la espera de la sentencia. James sénior había muerto hacía poco de manera inesperada y mi abuela Olivia —a quien llamamos Madear— aún tenía niños pequeños a los que criar. Así que, en lugar de afrontar la situación, lo que le habría provocado a Madear el estrés innecesario de ver a su hijo en la cárcel, mi padre se fugó.

    Se dirigió al norte, a Detroit, que era donde estaba el día en que nací yo, el 12 de febrero de 1980.

    Como mi padre no estaba presente para firmar el certificado de nacimiento, me llamaron Radric Delantic Davis, con el apellido de mi madre. Al igual que mi concepción nueve meses atrás, mi nombre de pila, Radric, fue el producto de la unión de mis padres: mitad Ralph y mitad Vicky.

    2. EL 1017

    Me crie en casa de mi abuelo, en el número 1017 de First Avenue: una vivienda verde oliva, de dos dormitorios, cerca de las vías del tren de Bessemer. Allí vivíamos mi abuelo, mi madre, Duke y yo. Pero nunca estábamos solos.

    Por el 1017 iba rotando un elenco de parientes que podían quedarse cuando menos lo esperabas. Mi tío Walter júnior —a quien llamamos Goat («Cabra»)— no hacía más que entrar y salir de la cárcel. Cuando no estaba en prisión, se dejaba caer por nuestra casa. Otras veces, era alguna de mis numerosas tías y sus niños quienes se mudaban con nosotros durante una temporada.

    Era una casa pequeña —de sesenta y tres metros cuadrados, para ser exactos—, por lo que llegábamos a estar bastante apretados. En ocasiones, Duke y yo dormíamos en literas. Otras veces, yo dormía en el sofá. Otras, en el suelo. Además, mi abuelo tenía un colchón adicional enrollado en su dormitorio. En algún momento hubo una cama en el cuarto de estar. La situación era muy variable.

    De niño, llamaba «papá» a Walter sénior. Estábamos muy unidos. Mi abuelo parecía todo un caballero, alto y esbelto, pues llevaba traje y corbata a diario. Los sábados, uno de mis primos iba a la tintorería a recoger su ropa recién planchada para la semana. También le traía cigarrillos —Camel sin filtro—, ya que en aquella época a los niños se les permitía comprar tabaco.

    Mi abuelo y yo teníamos una costumbre: yo lo divisaba al final del bloque, volviendo a casa de la Primera Iglesia Baptista; en cuanto lo veía doblar la esquina, dejaba el fútbol, el kickball o aquello a lo que estuviéramos jugando y echaba a correr hacia él por First Avenue. Le daba la mano y lo ayudaba a recorrer el último tramo hasta casa.

    «Hay que ver cuánto lo quiere su nieto, señor Walter», decían las ancianas desde el porche de sus casas.

    Lo curioso es que mi abuelo no necesitaba ayuda para andar. Con su bastón se apañaba de sobra para llegar a la iglesia, pero me seguía la corriente y fingía cojera como si precisase de mi asistencia. Era algo entre nosotros, y a mí me llenaba de orgullo caminar a su lado.

    Como tantos otros en mi familia, también él tenía sus demonios. No sé si mi abuelo se dio a la bebida para soportar los efectos físicos de la guerra o quizá los mentales. Tenía el cuerpo repleto de profundas cicatrices, aunque tal vez el verdadero problema estuviese en algo menos visible. El caso es que el hombre era alcohólico.

    En Bessemer, la mayoría de la gente bebía vino barato —Wild Irish Rose, Thunderbird—, pero a mi abuelo le gustaba el licor. El bourbon. Tenía una novia, la señorita Louise, y los dos se ponían como cubas en alguna de las tascas cercanas para luego volver dando tumbos por la calle con los ojos inyectados en sangre.

    Aun así, yo adoraba a mi abuelo. Cada noche me sentaba en sus rodillas para ver juntos la televisión. Cuando yo hacía alguna trastada, me perseguía por la casa diciendo que iba a zurrarme, y entonces me escondía bajo su cama muerto de risa, sabiendo que allí debajo no podría atraparme.

    También me sentía muy unido a Madear, mi abuela paterna, pues esta había desempeñado un papel fundamental en mi crianza mientras mi madre asistía a la facultad para sacarse su título.

    La casa de Madear se encontraba en Jonesboro Heights, una zona aún más tranquila y rural de Bessemer, en lo alto de una colina pasados los límites de la ciudad. Se trata de una comunidad muy unida, formada por tres calles —Second Street, Third Street y Main Street— y dos iglesias —la Baptista de New Salem y la Primera Baptista—. A la zona los residentes la llaman cariñosamente Happy Hollow.

    En cuanto aprendí a montar en bicicleta, me iba solo hasta allí, lo que solía acarrearme problemas. No es que Happy Hollow quedase a la vuelta de la esquina, pues estaba bastante lejos: había que cruzar la autovía principal y, para un niño, dos kilómetros y medio no eran poca cosa; pero a mí me encantaba echar el rato con Madear, que me tenía muy consentido.

    Siempre que iba a visitarla, tenía algo para mí: juguetes, libros para colorear o GI Joes. Veíamos la tele durante horas; a veces lucha libre, otras La rueda de la fortuna y otras Jeopardy!

    «Pero qué listo es mi nietecito», solía decir cuando yo acertaba alguna de las preguntas. «Ni siquiera he de moles-tarme en pensar la respuesta, porque sé que Radric la sabrá».

    Cuando no estaba con uno de mis abuelos, andaba siguiendo a mi hermano. Duke es seis años mayor que yo, así que os podéis imaginar el panorama. Para mí era lo más de lo más, y me convertí en su sombra. Realmente lo sacaba de quicio, ya que me pasaba el día mangándole la ropa para ponérmela yo o tratando de pegarme a él y a sus amigos.

    A Duke yo no le gustaba un pelo, pero me daba igual. Los seguía en bici a él y a su pandilla, normalmente a cierta distancia, porque mi hermano me daría una paliza si se enteraba. Él no quería que supiese de sus actividades: robar cervezas de la tienda de la esquina o echar a correr tras haber apedreado las ventanillas de los coches. Tampoco era para tanto: adolescentes de provincias haciendo cosas de adolescentes de provincias. El caso es que yo era un niño curioso, que necesitaba saber qué andaba haciendo todo el mundo.

    Duke era un verdadero fanático de la música. Me dio a conocer a todos los grandes del hiphop de los ochenta. Cada semana iba al mercadillo de Bessemer y volvía a casa con el último lanzamiento musical, el que fuese. Metía la cinta en el radiocasete y la escuchábamos sin parar. Nos fijábamos en las letras y nos las aprendíamos de memoria. Luego empezábamos a rapearnos el uno al otro, alternando las estrofas.

    Incluso cuando Duke no andaba cerca, yo escuchaba sus cintas. Y lo hacía de una forma activa, cuidadosa, diligente. Me las estudiaba, como quien dice.

    Duke me llevó a mis primeros conciertos en el Birmingham Civic Center. En el verano de 1986 vi a Run-DMC, a los Beastie Boys, a Whodini y a LL Cool J durante el Raising Hell Tour. Tenía seis años, y aquella mierda me voló la cabeza. Dos veranos más tarde vi a Kool Moe Dee, a Eric B. y Rakim, a Doug E. Fresh, a Boogie Down Productions, a Biz Markie y a Ice-T durante el Dope Jam Tour. Menuda alineación. Cuando Kool Moe Dee sacó «Let’s Go», haciéndole tiradera a LL Cool J, el público entero se volvió loco. En 1989 vi a N.W.A tocar allí. Fue el concierto tras el cual a MC Ren lo acusaron de haber violado a una chica en el autobús de la gira.

    El dormitorio que Duke y yo compartíamos estaba forrado de pósteres de todos aquellos tíos, que había sacado de la revista Word Up! Llenaban las paredes enteras. Su favorito era uno de LL con Mike Tyson. Teníamos tantos pósteres que no se veía ni un milímetro de pared.

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    De vez en cuando, mi padre hacía una visita relámpago a Alabama, visitas que yo anhelaba. Llegaba en un Cadillac blanco impoluto, un Fleetwood Brougham con tapicerías de cuero blanco. Era alto, uno noventa y tres, y delgado. Se bajaba del coche cargado de regalos: ropa y juguetes para mí y para Duke, y un fajo de billetes para mi madre. Por aquel entonces, sabíamos que mi padre siempre llevaba dinero encima. Para mí, el tío estaba forrado.

    De niño me dijeron que mi padre era técnico de laboratorio, cosa que debió de ser cierta en algún momento. Pero, para cuando yo nací, aquellos días habían quedado muy atrás.

    —Conque técnico de laboratorio, ¿eh? —Madear se rio cuando se lo dije —. Pues dime: ¿qué ropa lleva para ir a trabajar?

    ¿Cómo iba a saber yo lo que se ponía para trabajar? Si apenas lo conocía.

    Lo más parecido que tuve a un padre murió cuando yo tenía siete años. Duke y yo estábamos en casa cuando Goat entró como una exhalación con Walter sénior en los brazos. Se había desmayado en la calle.

    Yo ya había presenciado escenas similares. Como he dicho antes, mi abuelo caminaba sin problemas, excepto cuando estaba borracho. Lo había visto caerse a la acequia que discurría por nuestra calle. Mi tío o algún vecino lo levantaban para acompañarlo a casa. La verdad es que era algo habitual.

    Pero aquella vez fue distinto, pues había sufrido un ataque al corazón. Fue la última vez que vi a Walter sénior. Goat lo metió en el dormitorio y cerró la puerta. Para cuando llegaron los servicios de urgencia, ya había fallecido.

    Al día siguiente vino la familia Davis al completo. Fue el no va más. La histeria colectiva. En el funeral, mi madre y mis tías se comportaron de forma muy exagerada, saltando, sollozando y chillando como si estuvieran a un paso de subirse al ataúd con él. Todo un espectáculo.

    «¿Por qué, Dios mío, por qué?», exclamaban.

    La muerte de mi abuelo marcó el comienzo del fin de mi vida en Bessemer. Apenas habían transcurrido unas horas desde el funeral cuando la familia Davis ya se estaba peleando. El enfrentamiento, sobre todo entre las mujeres, se prolongó durante años. En apariencia, todo se debía a la casa de Walter sénior, pero iba mucho más allá. Se trataba de una lucha de poder para determinar quién sería la nueva matriarca. Y mi madre se enfrentaba a sus dos hermanas mayores: mis tías Jean y Pat.

    Veréis, cuando digo que mi madre y mis tías se pelearon, quiero decir que hubo sangre, y en varias ocasiones. La movida era como una pelea de salón en una peli del Oeste, que llegaba hasta el jardín delantero para disfrute de todos los vecinos.

    Una noche, mi madre empujó a la tía Jean por la ventana delantera. En otra ocasión, la tía Pat llegó con una lata de gasolina y amenazando a voz en grito que iba a quemar la casa. Las cosas se pusieron tan mal que mi madre nos llevó a Duke y a mí a casa de una amiga para alejarnos de todo aquel caos.

    En medio de las discusiones y las peleas, mi madre fue implicándose cada vez más en la iglesia. Antes de su despertar religioso, Vicky Davis fumaba cigarrillos y creo que incluso hierba en alguna ocasión —de hecho, he oído que hasta llegó a venderla—. Pero todo cambió cuando Dios la salvó. Incluso dejó de decir palabrotas.

    Con todo lo que estaba ocurriendo con la familia, a mi madre se le metió en la cabeza que quería sacarnos de Alabama. Bessemer no iba a ofrecerle una vida mejor que un trabajo en Pullman-Standard, la empresa de vagones de ferrocarril, que pagaba más que el resto. Era lo máximo a lo que se podía aspirar; el techo era muy bajo. Sin embargo, ella quería más: para sí misma, para mí y para Duke.

    En aquella época, mi madre tenía un novio que iba y venía a Atlanta a trabajar, y que una vez nos había llevado al parque temático Six Flags. Un día, mamá nos dijo a Duke y a mí que íbamos a mudarnos a Atlanta con él. No tardamos en hacer la maleta y plantarnos en la acera, listos para partir. El tipo no se presentó.

    Tardamos casi un año en mudarnos de verdad. En la iglesia, mi madre conoció a otro hombre, Donald. A mí siempre me pareció un tipo majo, de esos que van a la iglesia, y se ganaba la vida conduciendo un camión. Por lo que tengo entendido, él y mi madre no eran más que amigos, pero se estaba planteando volver a Georgia y, como sabía que nuestra situación familiar era complicada, nos invitó a acompañarlo. Nos quedaríamos en su casa mientras mi madre buscaba trabajo

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