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Paladines, Políticos y Pólvora
Paladines, Políticos y Pólvora
Paladines, Políticos y Pólvora
Libro electrónico183 páginas2 horas

Paladines, Políticos y Pólvora

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¡Conoce a la investigadora privada Sabrina Saavedra a través de las tres aventuras contenidas en este ebook gratuito!

Tras la victoria alcanzada en su novela debut, La Niebla, Sabrina descubre que quizás la amenaza continúa latente e inevitablemente es absorbida al complot de un enigmático agente extranjero conocido sólo como Gibson.

Luego Baker Street Security es contratada para descubrir quién está chantajeando al candidato presidencial Oliver Coronado, y encontramos a Sabrina trabajando encubierto en el strip club Babylonia, tratando de identificar al autor de las fotografías comprometedoras y esquivando las agendas ocultas de los individuos cuestionables que la rodean.

Y el peligro persiste: Alguien está cansado de las protestas y cierres de calle en la ciudad de Panamá, y las está dispersando con un rifle Dragunov. ¿Es Sabrina la única capaz de detenerlo... o la única interesada en hacerlo?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2014
ISBN9781311654311
Paladines, Políticos y Pólvora
Autor

Ramon Francisco Jurado

Ramón Francisco Jurado fue expulsado al espacio en un pequeño cohete justo antes de que su planeta fuera destruido por la tercera Estrella de la Muerte. Se dirigía a un mundo super-civilizado, pero por el alto costo de la gasolina sólo llegó a La Tierra, en donde su familia intentó inculcarle los valores de un super-héroe pero él descubrió el grunge rock, a Fox Mulder, a George Lucas, y luego a Héroes del Silencio, lo cual descartó sus posibilidades de salvar a la humanidad. Oportunamente fue vendido a los Wachowski quienes escandalizados lo conectaron al Matrix, en donde es notoriamente conocido como el Neo que no liberó a sus congéneres. Interpol y la Liga de la Justicia lo han perseguido bajo el temido alias de "Paco, con el cual ha intentado vender su alma en eBay, pese a tenerla hipotecada con Majestic 12. Ocasionalmente escapa de su laberíntica imaginación para criticar las nimiedades del "mundo real". Cuenta en su haber literario con las novelas Mirada Siniestra, Impulsos Taliónicos, La Niebla y Veritas Liberabit. Las dos últimas constituyen las primeras entregas de la serie de Baker Street Security y Sabrina Saavedra. Actualmente está puliendo una colección de cuentos con la cual nunca queda satisfecho y completando una ficción histórica que incursiona en el género del espionaje.

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    Paladines, Políticos y Pólvora - Ramon Francisco Jurado

    NORTHWOOD REDUX

    (regresar al índice)

    Mi nombre es Sabrina Saavedra. Soy una investigadora privada que hace casi dos años salvó a este país de una plaga de proporciones bíblicas. Hoy en día ni siquiera puedo evitar que me claven una estúpida boleta de tránsito. Yo sabía que mantener oculta la verdad de aquel Diciembre era un mal deal.

    El minúsculo policía de tránsito intenta darme un discurso sobre el manejo desordenado. Hagamos algo, oficial; le digo exasperada. Póngame una boleta por ésta, y por las siguientes tres luces rojas, que también pretendo volármelas. ¡¿Pero es que este morón no sabe lo que está pasando?! Lo más probable. Las mentes uniformadas suelen funcionar con piloto automático.

    Mi impaciencia no es bien recibida por el guardia. ¿Y usted a qué se dedica… Busca mi nombre en la licencia de conducir. … Señorita Saavedra? La pregunta clásica que me revienta. Puedo escuchar la voz de Ross cuando me decía nuestra profesión es una de las pocas en las cuales, si eres realmente talentosa, la gente nunca lo reconoce. Por supuesto. La habilidad de un detective radica precisamente en pasar inadvertido. Así aprendí a identificarme claramente. Me ha ahorrado problemas y malentendidos a lo largo de los años. Al pensar en Ross otra vez, una lanza de angustia perfora mi pecho y mis pulmones. Fue el perfecto padre sustituto mientras viví en Nueva York. Y nunca ha entendido por qué tuve que regresar a Panamá. La última vez que hablamos nos enfrascamos en una pelea absurda de la cual ya ni recuerdo su causa. Sólo sé que dijimos muchas cosas que no sentíamos. O por lo menos yo lo hice. As usual. He tenido toda la intención del mundo de llamarlo y enmendar nuestra relación, pero entre una cosa y otra los meses se han apilado unos sobre otros sin que yo mueva un dedo por disculparme. Lo peculiar es que en las últimas semanas he tenido a Ross tan presente…

    Cuento hasta diez—O hasta diez mil, no estoy segura—y activo mi charm para evitar que el policía me retenga por más tiempo. Lo pongo al día con los acontecimientos, que escucha con incredulidad. Claro, sólo le cuento los del día de hoy. Él no necesita saber que ésta es una avalancha que hace muchos meses se cernía sobre nosotros, desde el día en que un grupo de terroristas islámicos auto-denominados La Armada Divina penetraron en Panamá con la intención de liberar una letal arma biológica llamada La Niebla el 31 de Diciembre de 1999. Yo casi muero en un enfrentamiento con su líder, un fanático que se hacía llamar a sí mismo Sayf al-Din. Sólo gracias a una serie de circunstancias extraordinarias logramos prevenir una catástrofe aquel día.

    Pero la historia no terminó ahí.

    Yo tenía mis sospechas de que no estábamos del todo a salvo. Pero lo comprobé la mañana en la que escuché la palabra ‘hanta’ en las noticias. La piel se me puso de gallina. Yo era una de las pocas privilegiadas que sabía que aquella sería la historia oficial con la cual encubrirían cualquier reaparición de La Niebla, un virus apocalíptico diseñado en un laboratorio iraquí, pero que pasó por las manos de los yankees antes de que La Armada Divina lo robara. Ese mismo día me reuní con mi amigo Raúl Valdés, Fiscal Auxiliar y una de las pocas personas al tanto del secreto. Él me confirmó que en efecto, ciertas unidades de la célula terrorista habían logrado escaparse del enfrenamiento del último día del ’99, y había aún muestras de La Niebla en su poder. También me informó que agentes de la inteligencia norteamericana ya se encontraban en el país para hacerse cargo de la situación, con carta blanca concedida por la Presidenta.

    Pero soy una Saavedra. Nos es prácticamente imposible quedarnos como simples espectadores. Así que Sabrina tuvo la brillante idea de conducir su propia investigación. Había un factor que me traía atormentada desde que derrotamos a La Armada Divina. La célula que había invadido Panamá era numerosa, meticulosamente organizada y con armamento que no dejaba nada que desear. El que hubiesen burlado a los estamentos de seguridad del Estado no me impresionaba. Pero en Diciembre de 1999—considerado por muchos como el fin del Milenio—los americanos estaban alerta, en espera de un atentado precisamente como el que casi ocurre en Panamá. Ellos debieron haber detectado algún movimiento sintomático de lo que al-Din planeaba, mas no lo hicieron. La Armada los agarró con los pantalones abajo. ¿Cómo lo lograron? ¿Qué vía utilizaron para infiltrarse y contrabandear todo lo que necesitaban a nuestro país? Hasta donde yo sabía, nadie había dado respuesta a esa interrogante.

    Empecé con los pocos datos que ya tenía gracias a mi participación en los acontecimientos de aquel Año Nuevo, y poco a poco fui retrocediendo por las huellas—casi inexistentes—que La Armada Divina había dejado. La única ventaja que tenía era que los terroristas planeaban morir en el ataque, y ya que contaban con que Panamá se transformara en Sarajevo tras liberar el virus, no se molestaron en eliminar el rastro tanto de sus armas como de los sitios en los que se habían ocultado. Pero no eran gran cosa. A medida que los días se transformaban en semanas mi frustración iba creciendo, y se hizo notoria la impaciencia de Samuel hacia los gastos que Baker Street Security estaba acumulando sin un cliente a quien transferírselos. Admito que estaba a punto de darme por vencida. Pero entonces apareció la escandalosa noticia de que Los Carnavales en Las Tablas se cancelaban a causa del hanta, y eso renovó mi determinación. Tardé meses, e invertí coimas cuantiosas en múltiples funcionarios del Ministerio Público, de Aduanas, de la Policía Técnica Judicial, de INTERPOL, de Migración, de la Dirección General de Ingresos… en fin, la lista es inagotable, y se extiende hasta el sector privado. Eventualmente me topé con una verdad aún más perturbadora que el mismo virus.

    El enemigo estaba en casa.

    Eso fue días antes de que un nuevo factor se hiciera visible. Lo cual naturalmente me hizo suponer que no era coincidencia. Aquella noche cuando salí de la agencia me dirigía a mi Honda CR-V nuevo—reemplazo del Vitara que resultó pérdida total tras el ataque por el Corredor Sur—en el sótano de estacionamientos de Plaza Concordia y una vagoneta gris se interpuso en mi camino súbitamente. La puerta se abrió intempestivamente y cuatro hombres vestidos de negro con máscaras de ski saltaron de su interior hacia mí. Quedé vergonzosamente paralizada, una reacción poco característica de mi parte pero fue tan inesperado y se veía tan absurdo que semejante cosa sucediera en un lugar tan insípido como el centro comercial, que mi mente se quedó en blanco. Para cuando intenté forcejear ya mi cartera con mi arma y mi celular yacía en el suelo del parking, y los hombres me arrastraban hacia el interior del auto. No sabía quiénes eran—no sufro de escasez en la sección de enemigos—pero sí estaba convencida que de esa no saldría ilesa. No empecé a formarme una idea hasta después de que me ataron y colocaron una capucha negra sobre mi cabeza. Ya la vagoneta iba en marcha cuando intercambiaron sus primeras palabras, y fueron en inglés. Acento gringo. Tres letras saltaron en mi cabeza y, por alguna razón, sentí menos miedo que antes.

    No es que el desasosiego me abandonó por completo. Me sentía aliviada de que en vez de ser abducida por fanáticos religiosos mis secuestradores eran burócratas de la inteligencia estadounidense. Pero eso no descartaba mis preocupaciones. Yo era un cabo suelto para el gobierno norteamericano: Una civil que conocía los pormenores del rol que el Comando Sur y el General McGowan habían jugado en el atentado de aquel treinta y uno. Si me consideraban un riesgo, podían ponerme en un avión, trasladarme a suelo americano y hacer conmigo lo que quisiesen. Lo han hecho con espías, terroristas y dictadores. ¿Me incluirían en la lista?

    La duración del trayecto y la desorientación que la capucha causaba no ayudó. Cuando finalmente fui desatada y desenmascarada, me habían llevado a un cuarto tenuemente iluminado. Me sentaron en el extremo de una mesa alrededor de la cual se hallaban cinco hombres. Algunos de ellos tenían saco y corbata, otros sólo el saco y uno sólo tenía una camisa de mangas largas de rayas. El que estaba de pie en el extremo opuesto a mí vestía el juego completo. Su cabello se veía tornasolado gracias a que las canas iban ganando la batalla en su cuero cabelludo. Su piel estaba sonrosada, supuse que gracias al sol panameño al cual no estaba habituada. Y sus ojos azules pálidos mostraban una cálida amabilidad que no esperaría en un espía. Debido a esto lo escogí como el más peligroso.

    Le pido disculpas por los inconvenientes, Señorita Saavedra; me dijo en inglés.

    Y yo le pido que se salte el protocolo y vaya al grano, señor… Le respondí en el mismo idioma.

    Nuestros nombres no son relevantes en este momento, me advirtió.

    Inmaterial, te llamaré Gibson; decidí. "Te ves como un Gibson. Así que dime, G, ¿qué carajo creen que están haciendo? Como ustedes llegaron tarde la película, los ayudaré a ponerse al día: ¡Yo soy el único motivo por el cual actualmente no tienen una epidemia en sus manos, así que espero un mejor trato de ustedes y de su fucking gobierno!"

    Me siento terriblemente apenado por las incomodidades, pero son inevitables; Gibson se excusó. Estamos dirigiendo una operación de limpieza sumamente delicada, y requerimos hacerlo sin perturbar para nada el país. Esto exige un alto grado de discreción, motivo por el cual se hacía imposible revelarle este centro de operaciones.

    "Sí, porque no he sabido guardar ningún otro de sus secretos;" repliqué sarcásticamente.

    Esa iba a ser mi primera pregunta; admitió Gibson con una sonrisa paternal. Con un rápido gesto de la mano, uno de sus colegas produjo un complejo equipo del cual varios cables se conectaron a diversas partes de mi cuerpo, pero un par llegaron hasta una laptop. Era el polígrafo más elaborado que había visto. Samuel sentiría envidia.

    ¿Qué? Les pregunté. ¿Y no me van administrar ningún suero?

    Estamos agradecidos por toda su ayuda, Señorita Saavedra; aclaró Gibson. Y sólo deseamos contar con un poco más de su colaboración. Esa fue la primera vez que pensé que las palabras de Gibson podían ser sinceras.

    Lo que vino a continuación fueron dos agotantes horas de preguntas, que primero se enfocaron en mis conocimientos sobre La Niebla, sus orígenes y sus efectos. Luego se dedicaron a mi participación en los eventos de Diciembre de 1999. Me preguntaron si había compartido la información con alguien, y si en algún momento había sido: a. atacada, b. contactada ó c. vigilada por árabes o individuos vinculados a grupos extremistas islámicos. Mi respuesta fue: d. ninguna de las anteriores. Finalmente me presentaron una serie de diapositivas con fotos de muchos árabes. El primero fue, evidentemente, el difunto Sayf al-Din. Luego vi a varios de sus secuaces. Los últimos rostros me resultaron desconocidos.

    Al final, Gibson agradeció mi cooperación, me deseó buenas noches y, luego de volver a encapucharme, me llevaron de regreso al estacionamiento de Plaza Concordia. Cuando abordé mi CR-V, descubrí que en mi ausencia habían tenido la gentileza de llenarme el tanque de gasolina.

    De todo el fastidioso episodio, una sola cosa me inquietaba: Entre esos cientos de preguntas, ni una sola hizo referencia a mi reciente descubrimiento, que era la única pieza de información valiosa que poseía y el motivo por el cual inicialmente supuse que estaba siendo raptada.

    Dejé que pasaran un par de semanas y me hundí en mi trabajo, como quien nada tiene que ver con aquel caso cerrado. Y en esos días, mientras mi cerebro procesaba todas las posibles explicaciones, me mantuve alerta en todo momento. No estaba siendo seguida, a menos que sus herramientas de vigilancia fuesen lo bastante sofisticadas como para que yo no los detectara.

    Eventualmente la curiosidad pudo más que la cautela, y reactivé mis investigaciones. Éstas, como ya lo esperaba, me llevaron directo a Colón. La única sólida posibilidad de exponer lo que sospechaba era siguiendo el rastro del dinero. Y esa fue la parte más difícil. Regresé a Panamá con una caja llena de copias de libros contables, estados financieros y registros de cuentas bancarias. No era la primera vez que me tocaba una tarea de ese tipo: Monótona, somnífera y exasperante. Pero en esta ocasión lo que estaba en juego era demasiado valioso como para esquivarla.

    No había revisado ni un tercio de la documentación cuando los enmascarados aparecieron de nuevo y repitieron la rutina de encapucharme y trasladarme al punto de reunión indeterminado. Iba convencida de que esta vez sí habían captado el significado de mis acciones y estaba en aprietos. Pero Gibson, tras un breve saludo cortés, me sometió a un interrogatorio casi idéntico al primero.

    Luego de esa visita, pasé un par de noches en vela. No por miedo sino por confusión. Estaba convencida de que ellos sabían todo cuanto yo había develado. ¿Por qué no lo mencionaban? ¿Por qué no actuaban? ¿Qué diablos habían estado haciendo en Panamá todos esos meses? Extrañaba a Brent McGowan. Todo lo que él quería era tomar control del país. Pero la motivación de Gibson y su equipo estaba más allá de mi entendimiento.

    En los meses que siguieron, las abducciones se volvieron parte de mi rutina regular. Su periodicidad era más constante que mi ciclo menstrual. En una ocasión su rapto me costó la captura de un importante estafador prófugo por el cual había una cuantiosa recompensa. Gibson propuso a abonarme lo perdido, pero decliné la oferta. Ya no se molestaban en atarme, pero la capucha sí seguía siendo parte del procedimiento. Cuando aparecieron una semana después de mi cumpleaños, soltaron sendas carcajadas cuando yo saqué una venda negra de mi cartera y voluntariamente la até sobre mis ojos.

    Las fotos que me mostraban en cada sesión iban variando poco a poco. Sayf al-Din y los terroristas que murieron el 31 de Diciembre salieron de la rotación y otros que jamás había visto fueron ingresando al desfile de fundamentalistas. ¿Me pueden traer un café mientras las vemos? Pregunté un día a tono de broma mientras comenzaban las proyecciones. Con leche y dos azúcares, por favor. Me dejaron perpleja complaciendo mi solicitud.

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