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Impulsos Taliónicos
Impulsos Taliónicos
Impulsos Taliónicos
Libro electrónico858 páginas21 horas

Impulsos Taliónicos

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Dolan, un destacado sicario internacional, añora aquello que su oficio le priva: conexión con otra persona. Fion, una viuda reciente, viaja a Panamá en búsqueda de la verdad detrás de la muerte de su esposo, sin sospechar que sus ilusiones sobre su vida están por derrumbarse. Aníbal, un huérfano de La Historia, está a punto de descubrir que el amor se manifiesta inesperada e irónicamente. Sovanara, una esclava sexual que Dolan rescató y le obsequió una vida decorosa y opulenta, brega por emanciparse de las cicatrices en su psiquis.

Impulsos Taliónicos recorre todo el mundo para llegar a los rincones más oscuros del corazón humano y revelarnos cuatro vidas que nunca debieron cruzarse, pero que al hacerlo se descarrilan irremediablemente. Un laberinto de intrigas internacionales es el escenario de decisiones trágicas y sueños fracturados. A cada protagonista se le ofrece su más potente anhelo pero, encadenados a sus traumas y adictos a sus pasiones, reaccionan bajo un credo en común:

Ojo por ojo, diente por diente, y alma por alma

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 feb 2014
ISBN9781310571299
Impulsos Taliónicos
Autor

Ramon Francisco Jurado

Ramón Francisco Jurado fue expulsado al espacio en un pequeño cohete justo antes de que su planeta fuera destruido por la tercera Estrella de la Muerte. Se dirigía a un mundo super-civilizado, pero por el alto costo de la gasolina sólo llegó a La Tierra, en donde su familia intentó inculcarle los valores de un super-héroe pero él descubrió el grunge rock, a Fox Mulder, a George Lucas, y luego a Héroes del Silencio, lo cual descartó sus posibilidades de salvar a la humanidad. Oportunamente fue vendido a los Wachowski quienes escandalizados lo conectaron al Matrix, en donde es notoriamente conocido como el Neo que no liberó a sus congéneres. Interpol y la Liga de la Justicia lo han perseguido bajo el temido alias de "Paco, con el cual ha intentado vender su alma en eBay, pese a tenerla hipotecada con Majestic 12. Ocasionalmente escapa de su laberíntica imaginación para criticar las nimiedades del "mundo real". Cuenta en su haber literario con las novelas Mirada Siniestra, Impulsos Taliónicos, La Niebla y Veritas Liberabit. Las dos últimas constituyen las primeras entregas de la serie de Baker Street Security y Sabrina Saavedra. Actualmente está puliendo una colección de cuentos con la cual nunca queda satisfecho y completando una ficción histórica que incursiona en el género del espionaje.

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    Impulsos Taliónicos - Ramon Francisco Jurado

    Glosario

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    SIS: Servicio de Inteligencia Secreto británico, conocido también como MI6. Es la agencia de inteligencia externa del Reino Unido, responsable de las misiones de espionaje fuera del territorio de la corona.

    IRS: Internal Revenue Service, entidad federal estadounidense encargada de la recaudación fiscal y el cumplimiento de las leyes tributarias.

    MI6: Military Intelligence Section 6, Sección 6 de Inteligencia Militar del Reino Unido,

    conocida también como SIS. Es parte de diecinueve secciones en las cuales se dividieron los servicios secretos británicos durante la Segunda Guerra Mundial.

    BVI: British Virgin Islands, Islas Vírgenes Británicas, ubicadas en el Caribe, al este de Puerto Rico. El Reino Unido tiene soberanía en ellas, aunque no se consideran parte del reino.

    MI5: Military Intelligence Section 5, Sección 5 de Inteligencia Militar. Es la agencia de seguridad y contra-espionaje del Reino Unido dentro de su territorio, responsable de la inteligencia doméstica. Es parte de diecinueve secciones en las cuales se dividieron los servicios secretos británicos durante la Segunda Guerra Mundial.

    HUMINT: Human Intelligence, abreviación con las primeras sílabas de Inteligencia Humana, entendiéndose por tal la obtenida a través de la interacción interpersonal.

    ASAP: As soon as possible, lo antes posible.

    IRA: Irish Republican Army, el Ejército Republicano Irlandés. Organización paramilitar de Irlanda.

    En el frío: Trabajo de espionaje sin cubierta ni reconocimiento.

    SAS: Special Air Service, el Servicio Aéreo Especial británico, la principal unidad de fuerzas especiales del Reino Unido.

    Wet works: Asesinatos organizados por agencias gubernamentales.

    PIRA: Provisional Irish Republican Army, el Ejército Republicano Irlandés Provisional, derivado del IRA original.

    "… My love is vengeance

    That’s never free …"

    The Who

    Behind Blue Eyes

    PRÓLOGO

    (regresar al índice)

    Zurich, Suiza

    El Doctor Hauenstein no disfrutaba el cóctel que la Universidad de Zurich brindaba a los participantes del congreso, pese a ser uno de los invitados de honor en el evento, destacándolo entre sus colegas. No obstante, ninguno de ellos lo habría notado, pues había invertido gran esfuerzo en ser el hombre más cordial de la noche cuando cualquiera le entablaba conversación, aunque lo cierto era que su mente prodigiosa prácticamente no escuchaba las palabras de los demás.

    Pero la farsa lo estaba agotando, y trazó una línea recta rumbo a la barra, en busca de energías adicionales. Me estafaron, se dijo a sí mismo mientras esperaba la atención del cantinero. No hay otra explicación. Encargó un vodka martini y volteó a mirar por encima de su hombro. La vista es necia y casi de inmediato se enfocó en el hombre que le había arrebatado hasta la más mínima onza de felicidad.

    Durante los últimos años de su vida Hauenstein había dedicado arduas horas de trabajo a desarrollar un revolucionario tratamiento experimental que podría convertirse en la cura para el cáncer. Integrante ilustre del Instituto de Investigación Molecular del Cáncer, el doctor se hallaba a pocos meses de hacer realidad su teoría de una efectiva terapia genética que neutralizara las células cancerígenas sin necesidad de envenenar el organismo primero. Pero justo cuando se imaginaba a sí mismo como el nuevo nombre en la lista de Premios Nóbel de la Universidad, se enteró que otro brillante científico en Alemania de nombre Vogel estaba desarrollando un tratamiento similar y llevaba apenas la ventaja suficiente para arrebatarle la gloria con la cual había soñado.

    Hauenstein bebió de la copa que el cantinero le entregó y miró su reloj. La desesperación lo había conducido a una decisión de la cual jamás se habría creído capaz, pero con cada minuto que transcurría y que Vogel platicaba con personajes del gremio, más se propagaría la noticia de sus avances y todo lo que él había tramado sería inútil. ¡¿Dónde está metido?! Se preguntó frustrado. La impaciencia lo forzó a estudiar las manecillas de nuevo.

    ¿También estás ansioso por escaparte de aquí? La voz femenina que llegó a sus oídos era una mezcla de inglés británico y otro acento sutil que no logró identificar. Yo también estoy mirando mi reloj a cada minuto, a ver cuándo es aceptable despedirse y retirarse. Suelo ser muy social y estos eventos me encantan, pero después de la jornada que hemos tenido… ¡Ando exhausta!

    Cuando giró a ver a su interlocutora, Hauenstein se topó con la mujer más hermosa que había visto en su vida, una exótica asiática de piel oscura y cabello azabache que combinaba con el traje Channel largo y ajustado que a su vez acentuaba una silueta exquisita. Estaba sentada a un costado del bar, con sus largas piernas elegantemente cruzadas, una pequeña cartera de la misma casa diseñadora sobre ellas, y una copa de champaña a medias suspendida entre sus dedos. Ella suprimió un bostezo y pidió disculpas con la mirada.

    Sé a lo que te refieres, Hauenstein admitió al caminar hacia ella. Reunirnos a todos no es cosa de todos los días, pero cuando el cuerpo dice hasta aquí… Dejó la frase sin terminar y la completó con una sonrisa.

    Ahora mismo lo único que anhelo es regresar al hotel y meterme en la tina con una copa de vino y un buen libro, confesó ella. A falta de buena compañía, claro.

    ¿Me está coqueteando? Hauenstein se preguntó al ofrecer su nombre y su mano derecha, la cual ella estrechó con delicadeza. Tenía dedos largos y finos. Las manos de una artista, notó él. A lo mejor la noche no sería un completo fracaso.

    Encantada, Doctor Hauenstein; ella replicó. Mi nombre es Hagar Martin y—

    Pero ella nunca terminó la oración. Una conmoción del otro lado de la sala atrajo la atención de ambos. Junto al sonido de cristal rompiéndose varias voces entraron en pánico. Un hombre había colapsado súbitamente, y al hacerlo había tumbado la bandeja de uno de los mesoneros. Y no cualquier hombre. Vogel. La tensión de inmediato se esparció por el cuerpo de Hauenstein.

    ¡Llamen a una ambulancia! Una mujer gritó. ¡Creo que está sufriendo un infarto! ¡¿Hay algún médico aquí?!

    Hagar instantáneamente saltó de su puesto. ¡Yo soy doctora! Gritó al correr hacia él a darle primeros auxilios. ¡Abran espacio! Exigió al agacharse junto al alemán.

    El Dr. Hauenstein apoyó un codo sobre la barra y sorbió su martini mientras apreciaba el incidente. ¡Espectacular! Pensó complacido, forzándose a no sonreír. Había insistido en que la muerte tenía que verse natural, y no había sido defraudado. Al fin y al cabo, no se había equivocado al contratar los servicios del Dingo, quien definitivamente era uno de los mejores sicarios del mundo.

    1

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    Tortola, Islas Vírgenes Británicas

    Paulino Garrido salió a la cubierta de su yate, y utilizó el dorso de su mano izquierda para cubrir sus ojos del súbito resplandor del sol que se reflejaba sobre la apacible agua cristalina que se extendía hasta el horizonte. Era una mañana perfecta. Mientras se colocaba gafas oscuras se repitió a sí mismo, como hacía al comenzar casi todos los días, que vivía en el paraíso. Siempre y cuando no golpeara un huracán, claro.

    Miró hacia el restaurante en la terraza de Village Cays, el hotel en cuya marina estaba anclado su yate. Le apetecían unos huevos benedictinos, y aún no había mucha clientela, sólo un huésped hojeando el periódico. Paulino asomó el rostro al interior del bote, pero no oyó nada. Su esposa continuaba durmiendo. Se puso una gorra de los Yankees sobre su cabello grisáceo y fue a desayunar.

    Garrido caminó despacio por el muelle de madera de la marina, admirando los yates anclados a ambos lados. Aunque el suyo era lo bastante amplio para que vivieran cómodamente en él, resultaba modesto en comparación a varios de los otros modelos que lo acompañaban en Village Cays. Pero aparte de la curiosidad pasajera por admirar el vehículo, eso traía a Paulino sin cuidado. Hace mucho había perdido interés en la opulencia. Contaba con lo suficiente como para ser feliz por los años que le quedaran de vida, y su fortuna no era el contenido de su cuenta bancaria sino el estilo de vida que había logrado establecer.

    ¡Coronel!

    Volteó por reflejo, por una educación que nunca te abandona una vez asimilada, pero el desconcierto no se hizo esperar dada la cantidad de años que habían transcurrido desde la última vez que lo habían llamado por ese título.

    Paulino no había escuchado mal, y el llamado sí había ido dirigido a él, puesto que sólo había dos personas en el muelle a tan temprana hora de la mañana. La otra era el hombre que lo había llamado, que caminaba lenta pero decisivamente hacia él.

    Coronel Figueroa, el desconocido unió el rango con un apellido que Paulino no había utilizado en mucho tiempo, demostrando así que no lo confundía. Se detuvo a poco más de un metro de distancia de él.

    Paulino plantó las manos en su cintura y lo miró de arriba a abajo. Sí, admitió con recelo. ¿Te conozco? No le gustaba que el recién llegado vistiera de negro de pies a cabeza. Ni que llevara guantes en las manos.

    No sé, respondió su interlocutor, y dio un paso más hacia él. ¿Por qué no me contestas eso tú mismo? Furia navegó por los ojos del muchacho. Porque eso era, al menos desde la perspectiva de Paulino: Un chico bastante joven de piel bronceada—culiso le dirían en su tierra natal—y cabello negro salteado con canas prematuras. Si bien sus facciones evocaban una lejana familiaridad, era demasiado vaga como para que Garrido les pusiera un nombre. Era una sensación más cercana al deja vu que otra cosa. ¡¿No sabes quién soy yo, Paulino?! El chico insistió. Su ira parecía hervir al no ser identificado.

    Intrigado, Paulino se quitó los lentes oscuros y se acercó más al desconocido, frunciendo el ceño para tratar de reconocerlo. Pero su mente no cooperó. Lo siento, finalmente dijo. Si me das tu nombre seguramente—

    ¡Qué hijo de puta eres! Exclamó el muchacho. Aunque no alzó el tono de voz, las palabras vibraron con un odio monumental. Entonces, de la parte posterior del pantalón extrajo una pistola con un cilindro silenciador enroscado. El pánico inundó el obeso cuerpo de Garrido, pero su mente apenas estaba intentando identificar el modelo del arma cuando el joven apretó el gatillo.

    La bala penetró el pecho de Paulino Garrido directo al corazón, destrozándolo instantáneamente, pero aún así el atacante le disparó dos veces más, y habría descargado todo el cartucho sobre él si el Coronel no se hubiera desplomado al agua. Sobre el muelle sólo quedaron los lentes de sol.

    La furia del asesino no pareció mitigarse con la victoria, por un instante se vio como si necesitara alguien más—cualquiera—a quien ejecutar para saciar su ira, pero un segundo después volvió a ocultar la pistola, y escondió su rostro debajo de un pasamontañas. Tras inspeccionar visualmente los alrededores para verificar la ausencia de testigos, saltó a una lancha que había dejado entre dos yates, puso en marcha el motor y huyó hacia el mismo horizonte que le había inspirado tan buen augurio a su víctima.

    La lancha ya no era más que el rumor lejano de su motor cuando la esposa de Garrido salió a cubierta, llamándolo por su nombre. Soñé con el cuervo de nuevo, dijo, pero entonces se percató de que se hallaba sola, y sospechó inmediatamente que Paulino se había escapado al restaurante del hotel a romper su dieta. Dispuesta a pillarlo, descendió al muelle y caminó hacia la terraza, pero igual que su marido nunca llegó a ese destino. A medio camino se topó con las gafas abandonadas, y su mirada descendió al agua, en donde la gorra de los Yankees flotaba sobre una mancha de sangre que ya se iba diluyendo a medida que el cuerpo de Paulino Garrido se hundía lentamente.

    Ella gritó desesperadamente, intentó arrojarse al agua y rescatarlo pero las rodillas le flaquearon, dejó de sentir las piernas y quedó postrada al borde del muelle, gritando como una maniática, hasta que los tripulantes de los demás yates comenzaron a salir a ver qué sucedía, y acudieron a prestarle ayuda, pero ya era demasiado tarde para hacer realidad sus buenas intenciones.

    Ella simplemente continuó gritando su nombre, aunque no escuchaba ni su propia voz.

    "…When you're born into the world

    They say you're born in sin

    Well, at least they gave me something

    I didn't have to steal or have to win…"

    Jon Bon Jovi

    Blaze of Glory

    2

    (regresar al índice)

    Svay Pak, Camboya

    No se equivoquen, nunca disfruté matar. He conocido quienes lo denominan un arte, pero a mi juicio ellos simplemente están en negación. Es sólo un trabajo como cualquier otro, con la única diferencia de que si con los años laborar en construcción desgasta la espalda del obrero, lo que hago yo erosiona el alma.

    Pero eso estaba en el pasado. Era libre, y me costaba creerlo. Había empacado una vida de decisiones en aquel mes, y todo lo vivido adquirió un matiz de surrealismo al instante en que di el primer paso al mundo real. Mientras caminaba por las sucias y torcidas calles de aquella villa ideando la manera de salir del país incógnito, sentía que sólo era un pasajero. Ese cuerpo relajado y en paz no era el mío.

    ¡Tanto había cambiado! El problema era que el mundo seguía siendo el mismo.

    Me detuve en un restaurante que lucía como el escenario de algún enfrentamiento armado que nadie se inmutó en reparar antes de abrir puertas al público otra vez. Ordené un jugo y unos cuantos vegetales. El mesero no había terminado de anotar mi orden cuando ya yo había percibido que alguien me observaba. Esos son instintos que una vez adquiridos jamás te abandonan. Lo identifiqué enseguida: Un chico de apariencia local, no mayor de quince o dieciséis años, acompañado de una muchacha que debía tener la misma edad. De inmediato hice contacto visual con él. En ese instante sospechaba que alguien le había contratado para vigilarme, y no me iría de ahí sin un nombre. Sabiéndose descubierto, se aproximó a mi mesa.

    "¿Inglés?" Ofreció en mi idioma, mientras se sentaba a la mesa sin invitación.

    "Preferiblemente," admití en mi khmer limitado.

    "¿Te gusta chica? Su expresión se llenó de entusiasmo. Por una fracción de segundo no le entendí, pero acto seguido capté que se refería a la jovencita que lo acompañaba, quien se había quedado a distancia. Diez dólares americanos. Media hora."

    Mis brazos se relajaron lentamente al determinar que no se trataba de un espía sino de un proxeneta amateur. No, le dije a secas, pero miré a la aludida. Su lenguaje corporal era una mezcla de ansiedad y desesperación. Nada que ver con las profesionales que encuentras en las callejuelas de Los Ángeles si sales a la hora apropiada.

    "¿No te gusta? Insistió. Es bonita. Y es buena. Talentosa. Y saludable. Sin enfermedades."

    "¿La recomiendas por experiencia propia?" Clavé en él una mirada que intentaba avergonzarlo. Pero sobrevaloré su entendimiento.

    "No, contestó. Es mi hermana. Pero es buena."

    "¿O sea que me estás alquilando a tu hermana?" Repliqué. Mi incredulidad aumentaba cada segundo.

    "Yo la cuido, me explicó. No hombres malos. Tú te ves como hombre bueno." Desbordaba perspicacia.

    Volví a mirar a la muchachita que él mercadeaba a ‘hombres buenos’. Se veía asustada. ¿Qué edad tiene? Pregunté.

    "Dieciocho," respondió sin vacilar.

    "¿Y crees que esa mentira es convincente? Le sonreí con malicia, para que supiera que no lidiaba con un turista ignorante. ¿Cuál es su verdadera edad?"

    "¡Dieciocho! Insistió. Vi cómo una idea navegó en sus ojos, y un instante después bajó aún más la voz, llevándola a un tono conspirador. ¿La quieres más joven? Puedo conseguir más joven. ¿Qué edad quieres? El chico tenía un ladrillo dentro del cráneo. Iba a despacharlo cuando hizo otra oferta. ¿Quieres virgen? Virgen es setenta y cinco dólares. Americanos. Buenas vírgenes."

    Mi profesión me había hecho partícipe de muchas conversaciones inverosímiles, pero esa se llevaba la medalla de oro. ¿Eso es lo que cuesta la virginidad de una joven aquí? ¿Setenta y cinco miserables dólares?

    Algo se perdió en la traducción. Puedo conseguirla a cincuenta, propuso.

    Me incliné sobre la mesa, acercando mi rostro a sus ojos inquietos. No estoy negociando contigo, niño. Quería tomar prestado el cuchillo de la mesa contigua, colocarlo contra su garganta y sugerirle que él se dedicara a bajarse los pantalones por diez dólares, en lugar de prostituir a su supuesta hermana al mejor postor. Respiré profundo. Pensé en el monasterio. Busqué mi paz interior aferrándome a pensamientos positivos exclusivamente.

    Pero él malinterpretó mi ejercicio de relajamiento por una invitación a plantearme un mejor negocio. Niñas también hay. ¿Eso quieres? Nueve años. Ocho años. ¿Cuántos años quieres?

    El monasterio se desvaneció de mis pensamientos. ¿Niñas de ocho años para qué? Cuestioné.

    Él sonrió con dientes que jamás habían conocido un odontólogo. O un cepillo. Creía que iba a cerrar el trato. Para lo que quieras hacer con ellas, dijo lentamente. Fue la única oración que pronunció en inglés impecable.

    "Llévame," solicité.

    Ya estábamos atravesando la terraza cuando el mesero apareció con mi pedido. Arrojé unas monedas a su bandeja sin mirarlo. Había perdido el apetito. En ese momento todos los productos de ese país me asqueaban. La ‘hermana’ hizo ademán de seguirnos, pero él sacudió la cabeza y la dejamos atrás en el restaurante.

    Mientras caminamos por un sendero de tierra, entre cafés y tiendas deterioradas, el chico se presentó como Jin. Junto a su nombre memoricé sus facciones, en caso de que necesitara encontrarlo después. Entonces me enfoqué en estudiar mis alrededores. Svay Pak era una villa que a todas luces había trazado la miseria como su mayor objetivo, y había triunfado majestuosamente. Décadas de guerras civiles había extinguido la esperanza de una vida mejor en los habitantes de Camboya. Para alguien de la edad de Jin los enfrentamientos bélicos eran la única existencia conocida, y cuando las ruinas de la civilización son tu pan de cada día la supervivencia atraviesa un proceso de regresión en donde no es que te despojas de la moral, sino que tu estructura de valores es radicalmente distinta a la del hombre promedio.

    La existencia de ese lugar me perturbaba. La reciente llegada de tropas pacificadoras de las Naciones Unidas debía augurarles un nuevo estilo de vida, pero mis instintos me decían que ya era muy tarde. Al cruzarme con la gente en la calle, podía verlo en sus rostros, podía oírlo en sus voces, podía leerlo en sus movimientos, podía olerlo en los aromas que me abofeteaban: Éste era un pueblo que ya había sido quebrado. La actual generación estaba perdida. Para que Svay Pak y Camboya prosperaran habría que esperar a que sus actuales habitantes perecieran y fuesen reemplazados por quienes no conocieron el terror cotidiano de sus antecesores. Alguien como Jin, quien a simple vista parecía un depredador, no era más que un roedor consumiendo las migajas que encontraba. Hay cucarachas con mejores vidas.

    Seguí a Jin por un laberinto de callejones y veredas, hasta arribar a una casucha torcida que de a milagro se mantenía en pie. Estaba a oscuras. Olía a podrida. Pero en Svay Pak era un inmueble de alto valor.

    Jin me abrió la puerta y me guió hasta una especie de sala a media luz. La madera bajo mis pies protestaba, pero sus gemidos no eran los únicos que se escuchaban. Voces reprimidas, movimientos bruscos, golpes… Mis sentidos eran invadidos por las señales de un mundo sumamente activo en el piso superior de la casa, y reprimí el impulso de invadirlo y exponer las depravaciones que albergaba. Mientras estudiaba la estructura del lugar, Jin intercambió una ráfaga de frases en khmer demasiado rápidas para mí con una mujer de avanzada edad que fumaba un cigarrillo y que se mostró complacida con todo cuanto oyó. Él la presentó como Sourn, la madame del burdel, pero yo intuí que el rol lo asumía ella para que la bienvenida no fuera intimidante. Ya había detectado a varios hombres en la casa, moviéndose de un cuarto a otro, estudiándome, determinando si sería un cliente problemático. Ellos llevaban el control; la madame era sólo una fachada amigable.

    "¿Quieres conocer a nuestras muchachas? Me preguntó, asintiendo por su cuenta sin esperar mi respuesta. ¿Algún pedido especial?"

    "Preferiría ver qué hay disponible, contesté. Ella caminó hasta la escalera de madera del fondo y nuevamente soltó varias frases en khmer, aplaudiendo mientras lo hacía. Algunas voces respondieron desde el primer alto, y ella contestó con lo que sonaba a regaño. Jin se despidió de mí y me deseó suerte. Anda con cuidado," le recomendé. Fui sincero. Svay Pak se había vuelto un sitio más peligroso para él.

    La escalera tembló con una estampida de pisadas, y la sala en la que me encontraba se fue llenando de muchachitas de distintos tamaños y aspectos. Algo en común las unía: Todas se veían más como mendigas que como prostitutas. Unas lucían asustadas, otras aburridas, otras desconfiadas. Otras simplemente hambrientas.

    "¿Te gustan?" Me preguntó Sourn, orgullosa de su establo.

    Yo continuaba girando lentamente, tratando de escrutar todos los rostros, de escarbar en sus almas. La directora de este dantesco burdel pensaba que yo apreciaba su mercancía, pero en realidad sólo intentaba convencerme de que mis sentidos no me engañaban.

    Adolescentes que debían estar en la secundaria eran la mayoría de lo que se veía en el tumulto. Dudo que haya habido una sola mayor de edad. Sus voces y su olor me agobiaban, mi paladar se recubrió con su angustia. Esto no era un simple prostíbulo. Era una casa de esclavas. Ellas vivían bajo una constante tortura, pero lo ignoraban. Podía ver en su resignación que ninguna imaginaba la existencia de una vida mejor. Eran como reos que marchaban a la cámara de gas con la pasividad de quien desconoce algún otro rumbo para su existencia. Docenas de ellas. Bajas de guerra que nunca han sido contabilizadas.

    Mi corazón se desmoronó cuando, de entre la multitud, fueron abriéndose paso niñas aún más pequeñas. Y curiosamente éstas parecían más interesadas en ser escogidas. Niñas entre siete y nueve años me ofrecían bum-bum entusiasmadas, mientras que otras tan pequeñas que debían estar en kindergarten me ofrecían yum-yum. Me agaché junto a unas de las más pequeñas y usé mi khmer elemental para averiguar su edad. Unas tenían cuatro, otras cinco años. Reiteraron los servicios que brindaban, con la misma sonrisa que he visto en niños a punto de ingresar al parque de Universal Studios en Orlando.

    Aún puedo saborear la bilis.

    Lentamente me incorporé y la madame, detrás de su rebaño, alzó la voz y me informó, ¡Una niña veinticinco dólares americanos, dos niñas cuarenta y cinco! ¿Cuántas tú quieres? No sé qué habrá visto en mi mirada. Recuerdo que en ese instante repasaba cuántas formas conocía para matarla con mis propias manos. Pero ella pensó otra cosa porque añadió, ¿Quieres tres? Tres se puede. Tres – Sesenta dólares americanos.

    Sentí cómo el sudor adhería mi camisa a mi espalda. Mi dedo índice derecho temblaba involuntariamente. No había suficiente aire en esa sala estrecha para la cantidad de gente que la vieja camboyana había agrupado en torno a mí. Me asfixiaba. No, la frase correcta es me ahogaba, sumergido brutalmente por la ola de desolación que me había embestido. Mi cuerpo simultáneamente quería salir huyendo, desnucar a Sourn y echarme en la madera sucia a llorar.

    Eran causa perdida, todas y cada una de ellas. Inclusive las más pequeñas. Podía oírlo en sus voces, olerlo en su aliento, pero sobre todo, podía verlo en sus ojos. Eran como ganado enfermo, como un caballo herido que espera la bala en la cabeza. Sus almas estaban muertas, su espíritus quebrados más allá de cualquier remedio. Eran sólo orugas, pero ya las habían aplastado. Ni siquiera los monjes habrían sido capaces de sanarlas. Aquel era el templo del duhkha.

    "¿Quieres una grande y una chica? La voz de la madame volvió a atraer mi atención. Ochenta dólares americanos."

    Mi mirada la buscó, pero pasó de largo. Detrás de la madame el único faro en aquel océano de espesa miseria me capturó. No supe, en aquel instante, qué fue lo que vi en ella. Estaba apoyada contra una de las paredes de madera, separada del grupo, con los brazos cruzados. Su lenguaje corporal expresaba desinterés, pero sus ojos estaban fijos en mí, sin parpadear, emitiendo algo de lo cual yo no podía zafarme. Esa mirada…

    No estaba consciente de haber levantado mi brazo, pero ya mi dedo índice la estaba señalando. Ella, le dije a Sourn, quien se volteó, aparentemente recordando en ese momento la existencia de la muchacha, y puso una expresión de aburrido desconcierto por mi selección.

    Tras pagar diez dólares (americanos, por supuesto) Sat Srey—el nombre bajo el cual la conocí—me condujo en silencio por las escaleras y me llevó a un cuarto aún más oscuro que la planta baja. La claustrofóbica recámara tenía rajas en las paredes y olía a humedad añeja. De vez en cuando insectos cruzaban el piso corriendo. Recorrí el área con la mirada, tratando de ubicar posesiones de la chica que me dieran una pista sobre su personalidad, pero todo lo que había era un catre retorcido. Y unas líneas manuscritas en khmer en la pared contra la cual se hallaba la cabecera de la cama.

    Srey se sentó al borde del catre. Yo permanecí de pie frente a ella. Era una imagen estupendamente exótica, inclusive en aquel entonces. Cabello negro azabache copioso que caía en cascadas hasta su cintura. Intentaba ocultar su rostro detrás de esa cortina, pero sus facciones eran demasiado llamativas como para lograrlo. Su piel era oscura, sus ojos oblicuos dos pozos que brillaban como la tinta más fina. Sus cejas eran dos tenues líneas en el mismo ángulo que sus ojos. Su nariz era plana pero delicada, enmarcada entre dos pómulos altos que de alguna forma imprimían una expresión perennemente enigmática en aquellos ojos. Sus labios eran dos líneas suaves, presionados firmemente uno contra el otro. Me pregunté si alguna vez habían conformado una sonrisa, y me sentí hondamente triste.

    Srey comenzó a desabrochar su camisa sucia y levanté una mano a una distancia prudente. No, practiqué mi khmer elemental. No lo hagas. No te quites la ropa. No quiero hacer eso contigo. Algo parpadeó en sus ojos, algo tormentoso. Sus manos bajaron a la sábana pero encogió sus piernas contra su pecho, como una barrera adicional contra cualquier invención del pervertido de turno. Sólo quiero conversar contigo, expliqué al sentarme a su lado, dejando más de un pie de espacio entre ambos, para evitar cualquier contacto físico.

    En mi ingenuidad creí que eso la relajaría, pero el efecto fue todo lo contrario. Se retrajo aún más, retrocediendo en la cama, e inclinó su cabeza. En su rostro danzaron sombras. Pero sus ojos nunca se separaron de mí. ¿Qué quieres? Preguntó.

    "Sólo conversar, insistí. Cuéntame de ti. De tu vida." Pero ella sólo me ofreció favores sexuales, y yo meneé la cabeza una y otra vez, sintiéndome como un latino en plena discusión con un japonés, cada uno en sus lenguas natales. Eventualmente dejó de dialogar conmigo y empezó a murmurar algo inaudible. Seguí su mirada y comprendí que leía el texto de la pared. Me acerqué a él y lo recorrí con los dedos, procurando descifrarlo, pero no sabía leer el idioma. Había desarrollado mi precario dominio del khmer fonéticamente.

    Cuando guardó silencio, intenté romper el hielo hablándole de mí. Le dije mi nombre verdadero. Si tan sólo supiera qué tan pocas eran las personas que lo habían escuchado en los últimos quince años. Le hablé de mi país, y le mencioné algunos lugares que había visitado. Traté de abrir sus horizontes más allá de la patética Camboya. No le interesaba. No respondió a ninguna de mis preguntas. Percibí en ella la misma tensión que he detectado en hombres a un segundo de atacarme. Pero ni por un instante dejó de vigilarme.

    Cuando nuestro tiempo juntos concluyó, la tomé por la muñeca y la acerqué a mí. Sus labios se apretaron aún más. La forcé a recibir un puñado de billetes. Ya le pagué a Sourn, le expliqué. Esto es para ti. No tienes que compartirlo con nadie. Cuando la solté, cual prestidigitadora desapareció el dinero dentro de su blusa. Me provocó despedirme con un beso en la frente, pero supe que tal mensaje sería malinterpretado.

    Salir de Camboya dejó de ser una prioridad. El edificio desierto en el cual había ocultado mi equipo de trabajo recién llegué a ese país casi dos meses antes aún protegía todas mis herramientas, para mi sorpresa. Inclusive la reserva de dinero que había enterrado estaba intacta. Como había deducido la primera vez que las vi, aquellas ruinas eran lo suficientemente patéticas como para que nadie se interesara en ellas. Encontré un hotel en Pnom Phen en el cual alquilé un cuarto minúsculo y a él trasladé todas mis pertenencias. A veinte minutos de Svay Pak, la capital me concedía privacidad y accesibilidad simultáneamente. Sun Tzu me había enseñado que no basta con estar preparado; hay que aguardar a que el enemigo no lo esté. Para triunfar, primero hay que ubicarse fuera del alcance de la derrota.

    De día estudiaba el terreno. Durante las noches estudiaba el khmer escrito. Después de visitar a Srey, claro. Perdí la cuenta del dinero que invertí para sentarme noche tras noche a hablarle a aquella muchacha cuya actitud sugería un ser humano perdido, pero su alma supuraba por cada poro de su cuerpo, llena de determinación, como un volcán discreto. Es esa misma determinación la que impide que me resigne y acepte todo cuanto ha ocurrido hoy. Sé lo que presencié, pero también conozco su temple y sus habilidades, y no concuerdan con lo ocurrido. Alguno de mis enemigos tiene que estar jugando conmigo. Sólo tengo que descubrir cuál.

    Mis prolongados paseos por Svay Pak me revelaron que la situación del burdel no era la excepción sino la regla. De hecho, existían varios prostíbulos en condiciones aún más deplorables. La pobreza era el catalizador que convertía a pequeñas inocentes en carne de subasta. Familias desesperadas entregaban a infantes a una vida de abusos a cambio de unas monedas que pusieran un plato de comida fría sobre la mesa. ¿Quiénes eran los criminales, los proxenetas o los progenitores? Era un híbrido obsceno de darwinismo y capitalismo. Hay que admirar la capacidad del hombre para comportarse como una bestia salvaje. No hace falta circunstancias de extrema supervivencia; basta con que las regulaciones que nos califican como civilizados se den de baja.

    También saqué tiempo para seguirle el rastro a los socios de Sourn, aquellos que no daban la cara, hasta tenerlos perfectamente identificados y haber memorizado todas y cada una de sus rutinas.

    El salvajismo no se limitaba a los locales. Conocí a un neurocirujano de Illinois que durante todo un día fungió como guía turística, revelándome los recovecos en los cuales se conseguían las niñas más pequeñas por los precios más baratos. Me explicó que siempre programaba al menos un viaje a Camboya al año. Es otro mundo aquí, me explicó. Las familias toman a algunas niñas y las entregan, ya sea en trueque por otro beneficio más inmediato, o en abono a alguna deuda adquirida. Era incapaz de mirar con lascivia a una niña en la tierra de los libres y el hogar de los valientes, pero en Camboya todo se valía. Jamás olvidaré la expresión en su rostro la última vez que nos vimos.

    Pero el doctor tenía toda la razón. Aquel era el común denominador de la vida en Svay Pak y las villas aledañas. Luego de ser vendidas a esos gulags sexuales ellas eran sometidas a un régimen de amedrentación, encerradas sin comida ni bebida por días, hasta que accedieran a cooperar. Ni hablar de las vírgenes, que no veían la luz del sol, ni podían interactuar con ningún varón, por el temor de desperdiciar esa virginidad que se podía vender por buen precio. Aún después de empezar a trabajar—con esto quiero decir atender entre diez y quince hombres al día—algunas no dormían en catres como el de Srey sino en el piso, cual mascotas, y a ninguna le proporcionaban suficiente alimentación, pues era imperativo preservarlas flacas, al gusto de la clientela. La gran mayoría era constantemente recordada de las deudas adquiridas por sus respectivas familias, sujetas a absurdos intereses con el único fin de inflar el saldo a montos astronómicos que jamás terminarían de pagar. Al final del día recibían menos de la tercera parte de lo que se había cobrado por sus servicios. Y vivían convencidas de que no existía alternativa.

    ¡Cuánto odié ese lugar!

    El proceso con Srey fue lento y tortuoso. A menudo ni siquiera podía descifrar qué estaba sintiendo, pero sí escuchaba el maremoto en su interior. A medida que los días pasaron, ella se fue convenciendo de que detrás de mis ofertas de amistad no se escondía un degenerado, y paulatinamente fue abriéndose, comentando primero cosas triviales, y posteriormente entablando conversaciones casi normales.

    A diferencia de la mayoría, Srey no tenía una deuda que cancelar. Vivo aquí desde siempre, contestó a mis interrogantes sobre su vida previa al burdel.

    "¿A qué te refieres? Insistí. ¿Y tu familia? ¿Tus padres?"

    "Muertos, contestó con un gesto vacilante. No lo sé. No los recuerdo. Siempre he estado aquí."

    Mi predilección por Srey ya era evidente en el burdel, así que Sourn no tenía miramiento en compartir conmigo información sobre su esclava, siempre y cuando continuara frecuentando el local. Le pregunté sobre la procedencia de la chica.

    "Su familia la vendió cuando tenía un año, reveló. Entonces un hombre nos la vendió a nosotros. La acogimos y la atendimos hasta que tuvo edad para trabajar. Quería postularla para el Nóbel por su trabajo humanitario. Éste es su hogar." El hogar en donde en lugar de caramelos colocaban penes en su lengua. Lo que más lamentaba era que a esa vieja zorra sólo la podía matar una vez.

    "¿Sabes quiénes son sus familiares?" Inquirí, pero su respuesta fue negativa.

    De sus quince años, sólo uno lo había pasado fuera del prostíbulo, y era demasiado chica como para recordarlo. Es decir que sus únicas memorias eran de gordos sudorosos, depravados y enfermos como el neurocirujano de Illinois.

    "Cuando los hombres hacen sus cosas, me explicó en alguna ocasión; no estoy ahí dentro. Con sus manos señaló su cuerpo. Sueño aquí, colocó el dedo índice contra su sien. Siempre estoy soñando. Y ni siquiera los siento."

    "¿Y qué sueñas?" Le pregunté, pero sus respuestas eran incoherentes. Quien nunca ha visto una postal y jamás ha mirado una pintura de un paisaje distinto al de Camboya, no puede imaginarse más que territorios incongruentes, caprichosos, imposibles, pero algo en común los enlazaba a todos: Eran espacios abiertos, infinitos y solitarios, en donde ella podía correr a sus anchas. Soñaba con la meta correcta. Simplemente ignoraba la palabra.

    Una tarde me dejó absolutamente desconcertado. Le conté cómo ese día el khmer me falló mientras ordenaba mi almuerzo y en lugar de especificar el plato deseado lancé una ofensa contra la familia del mesero, y ella soltó una carcajada contagiosa que rebotó de las paredes de la recámara e inundó mis sentidos. Nunca le había visto una sonrisa, mucho menos me había imaginado que la oiría reír. Bajo el peso sobre sus hombros y el desgaste anímico en su cara era fácil olvidarlo, pero bastaba la aparición de una sonrisa a medias, con la punta de la lengua apenas visible entre su dentadura, para aclarar que era sólo una chiquilla.

    Súbitamente cambió de tema, y su humor se ensombreció. Todavía hoy no sé a razón de qué vino el giro en la conversación. A lo mejor tal alegría repentina era inusitada para ella, y sintió la necesidad de equilibrarla con un episodio oscuro de su pasado, quizás para balancear su alma acrobática. Una vez, relató; tenía diez años. Creo. No quería estar aquí. Todavía no podía soñar. Solamente no quería estar aquí. No pensaba en otra cosa. Y empecé a hablar con las otras muchachas. Les propuse que nos fugáramos. Ninguna quería quedarse, pero no creían que era posible escapar. Repasé mentalmente las caras que vi el día en que Sourn me mostró su catálogo humano. Vi exactamente eso en cada una de sus expresiones. Pasé semanas hablando con ellas una por una, explicándoles mi plan, convenciéndolas de que teníamos que hacerlo juntas para sobrevivir. Nos pusimos de acuerdo. Pero yo estaba equivocada. A la mañana siguiente ya nos habían capturado y nos habían traído de vuelta. Nos encerraron a todas en un cuarto pequeñito. No había espacio ni para que todas nos sentáramos a la vez. Nos tenían desnudas. No nos dieron comida por dos días. Nos golpearon. Entraban y salían, entraban y salían, y nos pegaban con sus puños. Y con varas. Levantó su blusa y me mostró marcas vagas alrededor de su torso. Cicatrices de una golpiza propinada cinco años atrás.

    Srey inclinó la cabeza, como escuchando a distancia voces que le contaban su propia historia. Nunca me trataron igual, añadió, vertiendo porciones equivalentes de tristeza y rencor en su mirada. Ahora hay muchas otras mujeres que no estaban ese día. Pero a todas las que llegan les cuentan de mí, y se quedan lejos. Me culparon por el castigo que nos dieron. Una niña murió por los golpes. Sangre adentro del cuerpo. Me culparon a mí. Nadie lo olvida. Yo no lo olvido.

    Me dejé de precauciones y le di un abrazo, uno de esos que los padres le ofrecen a sus hijas adolescentes asegurándose de no presionar sus senos contra su cuerpo. Sólo quería que supiera que no estaba sola. Pero ella no supo interpretarlo, no comprendía qué debía hacer, y por reflejo se puso rígida, así que la solté. Inclinó la cabeza y me miró inquisitivamente, con las cejas apretadas. Pero ya no había desconfianza en sus ojos. Sólo una temblorosa confusión. Sospecho que fue la primera expresión de afecto incondicional que recibió en su vida. Por lo menos de un varón.

    Mi lectura de los caracteres khmer mejoró lo suficiente como para descifrar la escritura en la pared. Quedé completamente desconcertado por su contenido:

    DIOS me creó.

    DIOS es mi dueño.

    DIOS me protege.

    DIOS ahuyenta el miedo.

    Ni la maldad del hombre,

    ni la perseverancia de mis enemigos

    puede alcanzarme.

    Sólo la mano de DIOS

    me llevará hacia mis sueños.

    "¡¿Quién escribió esto?!" Exigí saber, indignado.

    "Yo," fue su única respuesta.

    "¡¿Dónde aprendiste esto?!" Insistí, pero por algún motivo hermético ella optó por ignorarme, y se dedicó a murmurar varias veces la mantra en la pared.

    Le di la espalda y me concentré en las palabras manuscritas. No se prestaban a mala interpretación. ¿Era aquí en donde encontraba a la divinidad que mi madre había alabado? ¿En un sucio prostíbulo camboyano?

    Si existía un Dios, ¿por qué no desplomaba su puño sobre Camboya y la borraba del mapa?

    Volví a mirar a Sat Srey. No más opio para ti, murmuré. Con o sin Dios, ella era un milagro. Todavía lo es, y lo seguirá siendo. Dios no te dio la mano, declaré en inglés deliberadamente, para que no me entendiera. Pero yo lo haré.

    Me había vuelto un cliente tan frecuente del burdel, que ocasionalmente aquellos socios silenciosos de la madame me hablaban. Con ellos averigüé más sobre el pasado de Srey. Uno llamado Oum se adjudicó el mérito de haberla hallado en la villa de la cual era oriundo.

    Les hice sentir que era uno de ellos cuando pregunté en tono de cómplice, ¿Cuánto pagaste por ella?

    "Le di cincuenta dólares a su padre," relató.

    Sin titubear anuncié, Te ofrezco doscientos dólares por ella. Sonreí al especificar, Americanos. Casi tuve que ayudarlos a recoger sus quijadas del piso. Estaban a punto de acceder cuando la mentalidad del negociante intervino e hicieron el cálculo de cuánto dinero adicional harían si conservaban a Srey y la forzaban a prostituirse varios años más. Hasta fingieron sentirse ofendidos por la oferta.

    "Ella tiene que cancelar deudas con nosotros," alegó Mao, el mayor.

    "¿Cuánto les debe? Pregunté. Pagaré su deuda. Con intereses." Balbucearon un poco, pero no dieron una cifra. Simplemente no se querían desprender de mercancía que repentinamente se había vuelto tan valiosa.

    No perdí la calma. Yo también sabía negociar.

    Jin se despertó en la cama de mi cuarto en Pnom Phen, desnudo, amarrado y amordazado. Yo estaba sentado en una esquina, puliendo relajadamente una Glock 18.

    "Escúchame cuidadosamente, Jin; le dije. Estoy muy preocupado por ti. Temo que vayas a salir lastimado por motivos ajenos a tu voluntad. Tomé la pistola semi-automática y la coloqué sobre su vientre. Sudaba copiosamente, luchando sin éxito contra sus ataduras. ¿Tienes idea de lo que hace una bala en el estómago? Te mata, claro. Eres un chico listo. Pero seguro que no sabes que esa es la herida de arma de fuego más dolorosa de todas. Y mueres lentamente, sintiendo una horrible agonía. Si yo fuera tu amigo y te encuentro con una de esas heridas, te pondría otra bala en la nuca para ahorrarte el dolor. Pero pretendamos que no soy tu amigo, sino tu socio de negocios. Y mi contribución a nuestra sociedad es prevenir que la bala entre en tu estómago. ¿Estarías dispuesto a hacerme un favor a cambio, para que nuestra empresa prospere? Jin asintió vigorosamente. Hay una chica que me interesa comprarle a tus amigos. Y necesito que tú los convenzas de acceder a la venta. ¿Harás eso por mí, Jin? Él aceptó gentilmente, y lo solté. Tu ropa está en la silla, le informé al guardar la pistola. Tienes cinco minutos para vestirte e ir a entregar mi mensaje."

    Jin transmitió el recado, pero con lujo de detalles. No era tan listo nada. Cuando volví al burdel, fui recibido con hostilidad y declarado persona non grata. Les agradecí a los monjes la serenidad que ahora mantenía.

    Esa noche Jin desapareció y jamás fue visto de nuevo. Esperé que pasara un día más y volví al prostíbulo. Hoy les ofrezco ciento cincuenta dólares por Srey, anuncié. Mañana sólo ofreceré setenta y cinco. ¿Desean que me marche y regrese en una semana? El capitalismo es hermoso.

    Pero cerrar la transacción no fue el único obstáculo. Una vez entregado el dinero, le informamos a Srey que era libre de marcharse del burdel, y ella se puso histérica. No de alegría, y menos de tristeza—simplemente histérica. Lloraba, gritaba, temblaba. Caminaba erráticamente, como bajo los efectos de diez narcóticos distintos. Sourn y sus socios contribuyeron a mis esfuerzos por dejarle bien claro que no había sido vendida a otra clase de esclavitud sexual, sino que yo únicamente estaba comprando su libertad. Todo fue en vano, ella se refugió en su recámara y obstruyó la puerta con el catre. Estuve tentado a derribarla, pero eso habría sido contraproducente, así que pasé más de una hora del otro lado de aquella puerta endeble esmerándome por razonar con ella. Inclusive las otras muchachas que supuestamente la despreciaban entendían su buena fortuna y colaboraron con voces de aliento, insistiendo en que no debía desperdiciar la oportunidad. Me sentía manipulado emocionalmente y estuve tentado a pagar con la misma moneda y fingir que retiraba mi propuesta, pero ella no se merecía esos tratos.

    La paciencia venció a los sollozos y tras unos minutos de silencio oímos cómo el catre era arrastrado de vuelta a su lugar. La puerta se abrió y apareció Srey, con surcos de lágrimas en sus mejillas.

    "¿Nos vamos?" Preguntó.

    "Nos vamos," confirmé.

    "No tengo a dónde más ir," advirtió.

    "Es irrelevante, afirmé, extendiendo una mano hacia ella. Nos vamos. Ella tomó la mano. Sus dedos estaban fríos. Confía en mí, le pedí. Vas a estar bien."

    Caras silenciosas fueron apareciendo a lo largo de nuestro recorrido, y nos escoltaron mientras bajábamos las escaleras y atravesábamos la planta baja del burdel, murmurando entre ellas lo insólito de la liberación de Sat Srey. Los proxenetas me abrieron paso, se despidieron de ella como padres que envían a su hija a una boda, y de mí como un viejo amigo que extrañarían durante su ausencia. Pero sabía que los dominaba la curiosidad sobre qué le había hecho a Jin.

    Me preguntarán de qué valió tanto esfuerzo y tanto dinero invertido tomando en consideración lo que sucedió después. Pero al sol de hoy continúo convencido de que era la única forma de proceder. Hacía falta una ceremonia, era imperativo oficializarlo. Camboya tenía que saber que ella era irreversiblemente libre. Y las demás jóvenes necesitaban entender que si bien ellas no se merecían vivir en esclavitud, Srey era la única que se merecía la libertad.

    ¿Cómo se sentirían ustedes si les notificaran que antes del amanecer tienen que desalojar el planeta? Sin garantías de hallar otro mundo mejor o al menos similar. Lo único claro es la obligación de partir de La Tierra. Seguramente tendrían un episodio idéntico o peor al que sufrió Srey. Aquel burdel era todo su mundo. No contaba con un solo recuerdo ajeno a esa vida. En lo que a ella concernía, el planeta se reducía al prostíbulo y las callejuelas aledañas de Svay Pak. Y la acababan de montar en el Halcón Milenario. El miedo a lo desconocido es una sensación terrible, paralizante.

    La llevé conmigo a Pnom Phen, y en el restaurante encargué todos los platos que le llamaron la atención del menú. Comió como quien recién se ha fugado de un campo de concentración, analogía que no se alejaba de la realidad. La llevé a mi habitación en donde la dejé se que diera una ducha interminable, después de la cual le ofrecí ropa nueva, la mejor que pude encontrar (lo cual no era gran cosa, hago constar).

    Cuando se vistió, me buscó en el estrecho balcón de la habitación, en donde yo me hallaba embebido en música típica local que se desprendía de un viejo radio de mala fidelidad mientras contemplaba el transitar de los residentes. Me desgarraba una honda tristeza al observar cómo esta gente no tenía una vida real, sólo una existencia elemental en la cual la única meta razonable era mantener a los depredadores a distancia un día más. Y esos lobos compartían sus raíces. Pensé en Hobbes. El brillante Hobbes.

    Vestida en la ropa nueva, con la melena goteando agua, Srey parecía una chica distinta. De haberla visto en la calle ese día jamás habría imaginado que había sido una esclava sexual toda su vida. Pero sus ojos la delataban: Eran simultáneamente viejos e infantiles. Inocentemente maliciosos. No lo verbalizó, pero supe que se sentía agradecida y asustada de mí.

    Comentó el nombre de la canción que sonaba, y le di mi opinión. Me explicó que ese tipo de melodía se llamaba ramkbach. Me recordó mi viaje a Tailandia, el cual repetí años después con ella, bajo distintas circunstancias. Le pedí que me explicara más acerca de la música, y ella se sentó opuesta a mí, con el radio en sus muslos, girando el dial para enseñarme los distintos estilos.

    "Éste es Sinn Sisamouth, se refirió a un cantante de voz profunda. Es muy famoso. Naturalmente, el concepto de ‘famoso’ era distinto en Camboya. La canción se llama Keung Pruos Srolueng." Me encantó ese título, que se traduce a ‘Estoy enojado porque amo’. Se me ocurrió que a lo mejor podría adquirir un CD del artista antes de marcharme, pero no moví el tema por si Srey desconocía lo que era un disco compacto. (En todo caso, tiempo después adquirí un VCD de Sisamouth que incluía ese tema acompañado de un ridículo video musical.)

    Cuando acabó la canción ella volvió a girar el dial hasta encontrar otra melodía más elemental. Ésta es música clásica de ceremonia, señaló. Luego entendí que quería decir ‘música típica’. La caracterizaban varios instrumentos de percusión y de viento.

    Durante unas cuantas horas mantuve los ojos cerrados. Mi mundo se redujo a las melodías que ella seleccionaba y a sus esporádicas explicaciones. Mis oídos se llenaron de tambores (Srey los llamaba ‘skor’) y gongs, y una poderosa flauta (Srey la llamaba ‘ploy’) que infló mi alma. El sonido del viento a través de un instrumento tan frágil generaba un mágico efecto de renovación. Daba fe de un pueblo forjado en el sufrimiento que en contra de todas las probabilidades se negaba a quebrarse. No fue sino hasta ese momento que sentí validada mi misión autoasignada.

    Pasamos toda la tarde escuchando música local. El sol se hartó de Camboya y la noche nos transformó en dos siluetas oscuras en cada esquina de aquel balcón que en cualquier instante se derrumbaría.

    "¿Qué debo hacer ahora?" Finalmente expresó la pregunta que más le aterraba. En toda su vida, sólo una cosa le había correspondido hacer al anochecer.

    "Lo que quieras," respondí, mirándola a los ojos.

    "¿Puedo irme?" Inquirió.

    "La puerta está sin llave," afirmé, señalando la salida de la habitación con un movimiento de mi cabeza. Pero intuí que sólo me estaba poniendo a prueba.

    "No tengo a dónde ir," confesó.

    "Ya he pensado en eso, admití. Opino que deberíamos intentar localizar a tu familia."

    Frunció el ceño y sus ojos se hicieron aún más estrechos de lo que naturalmente eran, como si estuviera intentando vislumbrar algo a una distancia muy lejana. No recuerdo a mi familia, advirtió.

    "Pero, ¿te interesaría encontrarla?"

    "¿Cómo puedo hacerlo?"

    "No estoy seguro, reconocí. Pero lo sabré con certeza después de esta noche."

    "¿Qué pasará esta noche?" Inclinó la cabeza, extrañada.

    Aquella era una interrogante que yo no podía responder, así que me limité a ponerme en pie y entrar a la habitación. Ella me siguió cual sombra, y le pedí que cerrara las puertas del balcón. La oscuridad se tornó más densa. O quizás sólo fue mi alma.

    Me cambié en el cuarto de baño, y cuando me vio vestido todo de negro, listo para trabajar, su silencio delató que comprendía que algo importante estaba a punto de ocurrir. No preguntó y yo no expliqué.

    De abajo de la cama extraje el maletín de metal e introduje la contraseña de ocho dígitos que abrió su cerradura. La curiosidad la sobrecogió y se acercó un poco más, pero sólo lo suficiente para apreciar cómo yo metódicamente extraía la Micro Uzi y sus accesorios. Por años me había encantado la creación de Uziel Gal, y en ese entonces estaba particularmente fascinado con su nueva variante. Organicé sobre la sábana varios cartuchos de treinta y dos balas 9mm Parabellum que luego fui distribuyendo por los bolsillos de mi pantalón y mi chaqueta. Finalmente cargué la sub-ametralladora y le ajusté en el cañón un supresor.

    "Apenas salga, ponle el cerrojo a la puerta y no se la abras a nadie; le pedí al lanzarle las llaves de la entrada. Por tu seguridad," me apresuré a añadir, para que no se sintiera prisionera.

    Ella miró el llavero en sus manos, confundida. ¿Y cómo entrarás tú?

    "Yo encontraré mi manera de entrar," sonreí levemente.

    Mientras salía de la habitación del hotel, la oí recitar la oración cruda que la había acompañado en el burdel.

    Me pregunté si rezaba por mi alma o la de ellos.

    Debí cubrir mi rostro, lo admito. Pero entonces, ¿cuál habría sido el sentido? Cuando ingresé al burdel, en su interior se encontraban exclusivamente las personas que a mí me interesaban. Había pasado horas vigilando el movimiento del establecimiento. No basta con triunfar. Hay que ser como la serpiente, que descubres que te ha mordido cuando ya se va alejando.

    No tuve afán de ocultar mi llegada. Sourn fue la primera en verme, y se puso pálida por reflejo. Entonces me vio levantar mi brazo derecho con la Micro Uzi, y comenzó a vociferar. Ya para entonces la tenía en la mira, pero aguardé a que diera la voz de alarma antes de apretar el gatillo. Favor que me hizo. Le solté dos ráfagas por todo el cuerpo y la convertí en una masa ensangrentada que se meneaba en el suelo por reflejos nerviosos post mortem.

    Sus gritos y los disparos hicieron aparecer a dos de sus socios de direcciones opuestas de la casa. Mi cuerpo dibujó dos ángulos de ciento ochenta grados en el aire al volver a abrir fuego. Mao y Pov estaban muertos antes de enterarse de lo que sucedía.

    El tercero descendió de la escalera y venía con una pistola. Llegó a disparar, pero estaba nervioso, y no me habría dado aunque yo tuviera las dimensiones de un elefante. Respondí el fuego y saqué la pistola de su mano. Junto a la mitad de su brazo. Se desplomó en los escalones lanzando alaridos de dolor. Llegué hasta él y descargué tres balas en su rostro.

    Hubo una breve confusión en el piso superior, seguida de un silencio sepulcral que sólo fue interrumpido por el sonido de muebles moviéndose frenéticamente. Prostitutas y clientes armaban barricadas en los cuartos, tratando de salvaguardar sus vidas. Entonces oí movimiento en la planta baja y me devolví hacia la parte posterior, en donde pillé al cuarto y último, Oum, aquel que se había vanagloriado de haber comprado a Srey directo de su cuna. Pero a él sólo le disparé de las rodillas para abajo. No volvería a caminar, pero continuaría con vida. Por el momento.

    Me coloqué en cuclillas a su lado. No trates de huir, y por favor no grites; le pedí con delicadeza. No vaya a ser que me enoje.

    Él asintió y yo volví a concentrarme en el piso superior, en donde se escondían dos sujetos que me interesaban muchísimo. Ascendí despacio las escaleras, procurando que mis pisadas en aquella madera vieja llegaran a cada una de las recámaras. El aire olía a cordita y heces. Me felicité a mí mismo. Había logrado disipar el constante hedor a semen que caracterizaba el burdel. Estuve tentado a ir cuarto por cuarto, ejecutando a la clientela, pero no era quien para aportar a los traumas de las esclavas, quienes presenciarían todo.

    Fui derribando puerta tras puerta hasta localizar al primero de los dos objetivos que me hacían falta: Un asistente personal del Rey Sihanuk. Le rogué a su acompañante que abandonara el recinto y tan pronto salió rellené su pecho de balas.

    Proseguí con la búsqueda hasta dar con el blanco que me faltaba. Irónicamente, el Dr. Illinois se hallaba con una chica que recién se había mudado al cuarto de Srey. A ella no tuve que pedirle que se marchara, salió corriendo en el instante en que me vio. Por su parte, él me reconoció y su cara se debatió entre el horror y la confusión. Me apetecía usar una sola bala para volarle los testículos y dejarlo con vida. Pero inclusive en aquel antro de perdición mis instintos me dominaban, y sabía que no podía dejar testigos. Por encima de todo, era imperativo que yo continuara siendo un fantasma. Exageré y gasté más municiones de las necesarias. Su sangre cubrió la oración en la pared.

    Mi primer cabo suelto era Oum. Obedientemente se había abstenido de gritar, y sólo gimoteaba cual infante. Volví a agacharme a su lado. Necesito que seas honesto conmigo, y así yo podré hacerte un favor; le expliqué. Necesito saber la villa de la cual proviene Srey, y necesito saber el nombre de sus padres. De cualquier familiar que conozcas. No quería darle esperanzas a ella, porque si él me mentía sería tarde cuando lo descubriéramos. Pero por la forma en la que inmediatamente empezó a recitar nombres, supe que decía la verdad. Genial, lo felicité. He aquí mi favor: ¿Quieres el tiro en la frente o en el corazón? Él simplemente rompió en llanto, así que le disparé en el pecho, para que su última imagen no fuese el cilindro infinito del supresor.

    Mi otro cabo suelto era el dinero. Lógicamente a esas alturas sabía muy bien dónde lo guardaban. Rompí su caja fuerte casera, un armatoste de madera y candados, y volqué el efectivo en un área de la planta baja en donde la sangre no había llegado.

    "Muchachas, anuncié lo suficientemente alto como para que me oyeran en el piso superior. Esta existencia se acabó. Todas son libres. Y aquí hay algo de dinero para que comiencen sus nuevas vidas. Miré la pila de billetes y añadí en voz baja, Americanos." Y no pude reprimir una deliciosa carcajada. Cuando dos de ellas se asomaron por la escalera, supe que bastaba para que le confirmaran la noticia a las demás.

    Repasé mi trabajo una última vez y me dije a mí mismo, con satisfacción: ¡Impecable! Me regocijé al comprobar que no había perdido el toque. Les di la espalda y salí de aquel altar a la miseria humana por última vez. Otra vez me sentía fuera del ciclo del duhkha.

    Nada me apetecía más en ese instante que dedicar la noche a recorrer todos los burdeles de Svay Pak, repitiendo el proceso. Pero mi mente permaneció despejada, y mantuve clara la prioridad de guardar un bajo perfil. El mensaje había sido enviado. Le tocaba ahora a los residentes interpretarlo. En silencio le agradecí a los monjes por haber reparado mi alma y extirpado mi ira.

    Nunca disfruté matar. Pero aquella noche fue lo más cercano que he llegado a un orgasmo sin la participación de una mujer.

    Srey y yo entramos caminando a la villa que la vio nacer con el amanecer a nuestras espaldas. Ella portaba la expresión impávida que siempre la caracterizaría, pero a través de su mano que yo sostenía en la mía percibí el ritmo acelerado de su circulación.

    Fui tan ingenuo. Debí hacer una primera visita de reconocimiento por mi cuenta. Una regla esencial que ignoré y nos costó.

    Hablamos con varios residentes, explicándoles a quiénes buscábamos, hasta que por fin dimos con la choza de la familia correcta. Sus padres se veían mayores de la edad que yo les calculaba, con facciones curtidas por décadas de vicisitudes y cuerpos cansados de lidiar con una vida ruda.

    Nos recibieron con recelo. Yo traté de ser lo más diplomático posible. No era cuestión de tocar a la puerta y decir ¡He aquí la hija pródiga! Ni siquiera eran capaces de reconocerla. ¿Por qué debían creer en la palabra de un forastero? Así que pausadamente fui explicando el propósito de nuestra visita. Les di detalles que identificaban a Oum, y fui muy sutil al plantear la clase de vida en la cual había hallado a la muchacha. Srey se volvió muda, pero sus ojos estaban abiertos como platos. Dudo que haya parpadeado en todo el tiempo que duró la charla.

    Cuando terminé, el padre simplemente se paró, nos miró fijamente y se marchó sin expresar una sola palabra. A mi lado, Srey tembló, y un instante después salió de la choza. Me quedé a solas con la madre, quien desviaba su mirada anegada.

    "¿Qué está pasando?" Pregunté, disgustado por las actitudes que presenciaba. Me había esperado una emotiva reunión familiar llena de abrazos y disculpas.

    "No podemos aceptarla, reveló la madre. Cuando yo estaba dando a luz, tuve problemas, y mi hermana salió en busca de una partera que nos ayudara. Nunca más la vimos. Después la encontraron, violada y muerta. Y desde ese día nadie vio a Srey con buenos ojos."

    "¡Eso es absurdo!" Protesté.

    "Esas son las creencias de nuestra gente, trató de justificarse. Cuando algo así ocurre … significa que la recién nacida trajo la mala fortuna. Por eso fue que, cuando nos vimos tan necesitados, fue a ella a quien entregamos. De todos modos nunca habría sido bien acogida en la comunidad. Y el hombre que se la llevó nos prometió que la entregaría a una buena familia que no podía tener niños. Ahora usted la trae y nos dice lo que ha sido… Ella no será aceptada aquí. Es una vergüenza. La gente repudiará a una prostituta. Mi esposo ya ha

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