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La ruta de las imprentas
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Libro electrónico250 páginas3 horas

La ruta de las imprentas

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Información de este libro electrónico

Resulta sorprendente el interés de los escritores latinoamericanos por la Segunda Guerra Mundial, fruto de la influencia del gran Roberto Bolaño, que contagió esa fiebre a escritores como Patricio Pron, aunque Borges ya había iniciado el camino.

Este libro habla de aquel enfrentamiento. Roberto Ramírez Paredes también es un apasionado de la historia, como lo han podido comprobar sus lectores en sus relatos. Pero no se van a encontrar aquí una novela histórica al uso, sino una obra imaginativa en grado sumo: la reconstrucción de la leyenda de una mítica villa alemana habitada por judíos alemanes, una aldea que logró no ser invadida por el ejército de Hitler y se enfrentó a las tropas nazis en pleno conflicto. Una suerte de aldea gala al modo de Astérix, que resiste la acometida de otro imperio más cruel, pero desde el prisma de la literatura. Aquí podrán leer una historia de heroísmos y traiciones reconstruida por un fallido historiador con un conflicto de identidad, que le empuja a sumergirse en una frenética búsqueda literaria entre viejas imprentas, enigmáticos libreros y volúmenes imaginarios, en pos de rehacer la historia del escritor alemán más escurridizo: Victor Vogel.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 nov 2017
ISBN9786075023946
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    La ruta de las imprentas - Roberto Ramírez Paredes

    Villanueva

    Reconocimientos

    Esta novela no hubiese sido posible sin la conversación que mantuve con el historiador catalán Josep Fontana, a quien le pareció plausible la remota ubicación de Fernhausen en los bosques bávaros. Agradezco las críticas y las sugerencias de Domingo Ródenas, Jordi Ibáñez, Maribel Ruiz, Carlos Gámez, Viviana Velasco (cuyo poema Cántame al oído... aparece aquí modificado), Jaime Villacís y Andrés Landázuri, al igual que a mi abuelo: si bien él no sabe de la existencia de esta ficción, su imprenta de tipos móviles, que frecuenté en mi niñez, fue de gran influencia. Estoy en deuda con el talento de orfebre para la edición de Judith Vásquez Fernández.

    Por último, el autor reconoce que la réplica contra el Idealismo (Había una vez un hombre que dijo ‘Dios…’) le pertenece al inglés Ronald Knox (la repuesta a ella sí es anónima), la despedida de Daniel Lewin es la misma de Shinji Ikari al final de Neon Genesis Evangelion, la noria para leer libros en efecto le pertenece a Romelli y es del año 1588, y el supuesto extracto de la novela de Victor Vogel (aquel que hace referencia a la gramática castellana de Fritz von Bühler sobre fulano, megano, zutano, etc.) es una paráfrasis de un texto de De jardines ajenos (Tusquets, 1997) del siempre acertado Adolfo Bioy Casares: al igual que yo, el argentino se hizo con el extracto de un jardín ajeno.

    A Viviana Velasco

    ¿Por qué creyendo como creía que toda humana testarudez era susceptible de ceder ante el sentido común se sabía incapaz de volver a atrás? ¿Por qué estaba decidido a terminar el recorrido, aun a costa de poner en peligro su vida?

    John Cheever

    Con el tiempo, lo ocurrido entra en la categoría de lo inventado. La Historia es un género literario.

    Adolfo Bioy Casares

    Uno

    —¡ Qué belleza de langosta! –gritó el anciano.

    Buscó una señal de aprobación, pero los clientes del bar, acostumbrados a sus gritos, lo ignoraron. Arrancó con violencia una tenaza.

    —Usted no sabe lo que estoy haciendo, usted cree que estoy comiendo una simple langosta. Se dará cuenta del lujo que es comer una langosta en estas regiones tan alejadas del mar… Una rica langosta ‒dijo mientras sorbía la carne de la tenaza haciendo un ruido molesto‒. ¿Ve a los hombres de la barra? A ellos no les importo, a nadie le importa un carajo un viejo como yo, es por eso que disfruto jactándome de mi banquete. Me divierte. Ahora, recién a esta edad, estoy cumpliendo mi deseo, ¿puede creerlo? No sabe cuánto he soñado con volver a probar el sabor de esta carne. ‒Dio un sorbo de cerveza‒. La langosta es y será un banquete, un lujo... sí, señor… Durante la guerra tuvimos lo necesario, pero jamás pensamos en langostas… bueno, yo sí, pero entonces era inalcanzable porque vivíamos con la constante amenaza de los nazis que llegaban al pueblo, vivíamos del miedo, por eso una langosta era impensable. Yo le decía a mi hijo: alégrate de tener pan en la mesa, y él se alegraba. Ni yo me creía mis palabras y volvía a soñar con la carne de la langosta. Me fascinaba la idea de que un bicho tan horrible fuera tan sabroso, porque, si se fija bien, la langosta es un animal bastante feo, ¿no cree? Oh, pero su carne… es tal como la recordaba: suave, delicada, nada que desequilibre el paladar con sabores fuertes… –Sus ojos se torcían en blanco hacia atrás, tomaba cerveza para evitar desmayarse–. Hace muchos años, unos cuatro antes de la guerra, un comerciante iba hacia Checoslovaquia con un cargamento de pescados y camarones envueltos en paquetes, refrigerados por enormes bloques de hielo. La primavera recién iniciaba. El comerciante no contaba con la geografía de Fernhausen, se dio cuenta de que tardaría más de lo previsto en llegar al otro lado de la frontera. Los bloques de hielo se habían convertido en pequeños cubitos. El hombre no tuvo más remedio que vendérnoslo todo. La mayoría se lanzó sobre los pescados. Mi esposa, que había llegado tarde a la subasta, se tuvo que conformar con un atado de camarones. No sabía cómo cocinarlos, así que el comerciante se ofreció a hacerlo si le invitaba a comer, prometió que no se arrepentiría. Accedimos. Él, agradecido, prometió cocinar una langosta sin cargo extra. La mañana de aquel marzo de 1935 la casa se inundó de un olor peculiar, diferente: la extraña mezcla de especias que anuncia el banquete. Tuve la oportunidad de tocar los camarones, los pelé como él me lo indicó. Analicé su anatomía, se parecía bastante a una langosta pero a escala. Le pregunté al comerciante si al crecer el camarón se convierte en langosta. Él me dijo que no, aunque le pareció ingenioso mi razonamiento. Me dijo que la langosta es más exquisita que el camarón. Un par de horas después, estábamos sentados en la mesa con un cuenco lleno de camarones bañados en una salsa especial de alcaparras y dos langostas humeantes. Nos servimos. Aquel día, como hoy, mi boca murió y resucitó cuando esa carne tan suave bajó por mi garganta. No quería que el festín terminara, pero terminó. Y no volví a probar langosta. ‒Hizo una pausa, arrancó tres patas, las bañó en una salsa rosada y empezó a sorberlas‒. Cuando pruebo carne de esta clase, de un sabor que nunca podría imaginar, tengo la sensación de que Dios existe y es un genio. Desde ese día me dedico a perseguir oportunidades para comer langosta, pero siempre me han sido esquivas por mi enfermedad y la vigilancia de algunas personas del pueblo, pero hoy no, ¿no es así, pequeña traviesa? ‒increpó a la langosta‒, pero hoy no: hoy estoy en mi pequeño éxtasis personal, con usted como testigo.

    El anciano se calló. Dedicó todas sus fuerzas a devorar la langosta lo más rápido posible, exagerando el placer tras cada bocado. No dijo nada más. Si quería sonsacarle la información que me interesaba, tendría que ser directo.

    —¿Conoció usted a Victor Vogel? ‒pregunté.

    —Claro que lo conocí –dijo; tenía pedazos de carne en la barba blanca–, no tanto como hubiera querido. Después de todo, este pueblo sigue en pie gracias a él, ¿no? Vogel… creo que alguna vez cruzamos palabra. ¿Es usted periodista?

    —No. Soy historiador. Estoy escribiendo su biografía.

    Me miró como si tuviera una enfermedad contagiosa.

    —¿Y los historiadores siempre se visten de esmoquin para trabajar?

    No respondí. Él continuó:

    —Está en el lugar correcto. Le voy a decir algo: por qué mejor no se da una vuelta uno de estos días por el albergue donde vivo. Ahí podremos hablar con tranquilidad. ¿Le parece?

    Asentí. Me indicó su dirección.

    —Pregunte por Ernst Frank –dijo. Pagué la cuenta en la barra. Las exclamaciones del anciano me escoltaron hasta la puerta del bar.

    Afuera de Der Dekan era agradable. La gente, todavía con abrigos largos, celebraba la llegada de la primavera. Tomé la avenida principal del pueblo, luego torcí en una bifurcación para llegar al cementerio ubicado a unos doscientos metros detrás de la última casa, en un escampado del bosque. El cementerio no tenía rejas ni divisiones que señalaran su inicio o final: cientos de lápidas se sucedían en la tierra, muchas lucían la estrella de David; fuentes, estatuas, árboles eran la única decoración. El camino principal dividía en dos al cementerio que al final, en la parte más alta, estaba coronado por un rústico mausoleo de hormigón con incrustaciones de madera y marfil, y una reja metálica que cercaba la cripta, infestada de enredaderas, donde yacía el ataúd de Vogel. A lo lejos, confundí el sepulcro con el cuartucho del enterrador. Al acercarme pude distinguir decenas de piedras, redondas y blancuzcas, que trataban de adornar la inscripción en mármol:

    Victor Vogel

    (1899-1945)

    Artista, filántropo, amante de los libros

    Aquí descansa quien hiciera posible la Gran Defensa de 1945, salvando así muchas vidas. El pueblo de Fernhausen le rinde homenaje a 20 años de su lamentable fallecimiento.

    Fernhausen, 1 de septiembre de 1965

    Aproveché la luz del día para tomar fotografías del mausoleo, con algunos acercamientos al salvando así muchas vidas, cuya ambigüedad me desconcertó. ¿Cuántas habían sido? A cuarenta y siete años de su muerte, su figura seguía llena de lagunas, aun en el pueblo donde obró sus milagros. De no ser por Fernhausen, poco se sabría de Vogel: la Historia habría vivido bien sin saber de él y las enciclopedias no tendrían que luchar contra la escasez de datos. Fue este vacío el que me hizo conocerlo: a mi amigo Mark Stangton le pidieron que colaborara con algunas palabras sobre Vogel para la xxxvii edición de la Real Enciclopedia Sueca. Stangton lamentó no poder ayudar porque no sabía nada sobre aquel Vogel. Los de la Academia Sueca se disculparon creyendo que él sabría algo, dado que estaba preparando la biografía definitiva sobre Raoul Wallenberg. Incapaz de asociar las suposiciones, me comentó el caso frente a una cerveza. Decidí averiguar por mi cuenta. Debo reconocer que el trabajo que hice fue de novato: tomé varias enciclopedias de Europa (Inglaterra, Francia, Alemania, Suiza, Holanda, Austria) y en todas se lo mencionaba en no más de cinco o seis líneas, sin fotografía. La enciclopedia Austria Oficial de 1991, que resumía la visión de los demás volúmenes, enunciaba:

    VOGEL, VICTOR.– (Reutlingen, 1899-Fernhausen, 1945). Escritor alemán. Conocido por su activa participación en la defensa de Fernhausen (Baviera), el 3 de junio de 1945, contra disidentes nazis que intentaban huir hacia Checoslovaquia. Cultivó la novela y la poesía.

    Lo que me llamó la atención de la enciclopedia austriaca fue que bajo la definición de Vogel había un apartado, Véase también, que conducía a las páginas de Gilberto Bosques, Hugh O’Flaherty, Ángel Sanz-Briz, Oskar Schindler, Aristides de Sousa Mendes y Raoul Wallenberg, conocidos por haber salvado la vida de judíos durante el exterminio nazi, incluso algunos habían sido nombrados Justo entre las Naciones. Estaba familiarizado con los nombres porque Stangton retocaba la quinta edición de La lista de la salvación, su biografía sobre Schindler, libro que una productora de Hollywood trataba de llevar al cine desde 1990. También conocía a Wallenberg, la última afición de mi amigo: se jactaba de que su libro –en fase de correcciones–, probaría que el suizo fue fusilado por la KGB en 1947 y así desmentir la versión oficial: muerte por paro cardiaco. Stangton ya tenía el título del libro, uno lastimero: El corazón de Wallenberg.

    Una sombra se deslizó a mis espaldas. Me alarmé: creí estar solo en el cementerio. Busqué la sombra. No eran mis perseguidores: era el sepulturero. Para salir del paso, me defendí con la primera pregunta que me vino a la mente.

    —¿Vogel era católico?

    —No lo sé, señor. Tiene una cruz.

    —Eso puedo verlo pero ¿alguna vez hizo algo que demostrara que practicaba el catolicismo?

    —No lo sé, señor. Yo no había nacido aún cuando él vivió en Fernhausen –respondió avergonzado, como si fuera su culpa no haber sido parte de la historia. Comprendí mi error de creer que todos en el pueblo sabrían algo de Vogel.

    —¿Qué edad tiene? –pregunté–. ¿Hace cuánto es sepulturero?

    —Tengo cuarenta y cinco años, señor. Trabajo aquí desde que tengo veinte.

    Me despedí horrorizado. Asumí que su vejez prematura (cabello cano, mano y rostro arrugados, joroba, cuerpo contraído hacia adelante) se debía a su lúgubre trabajo.

    Regresé al pueblo y me senté en una banca de la Plaza Central para ver el atardecer. Desde mi posición se podía divisar casi todo Fernhausen: un pueblo de 200 habitantes ubicado en lo más recóndito de los Alpes Bávaros dentro del Parque Nacional del Bosque Bávaro, que linda con Checoslovaquia. Saqué mi cuaderno de notas para dibujar un mapa del pueblo para después cotejarlo con el Fernhausen de 1945, pero cambié de parecer cuando un viento frío empezó a pelear con el papel. Me levanté y caminé hasta el único museo del pueblo.

    Museo de la Gran Defensa, el Libro y la Imprenta

    Se trataba de cuatro chalés de concreto y madera a los que les habían derribado unas cuantas paredes para dar la impresión de salas de exposición, de paredes blancas llenas de fotografías, carteles con extractos de frases entre comillas –no reconocí ninguna–, estanterías de vidrio con libros, revistas y más fotografías, en su mayoría retratos. Eran cuatro salas: las del medio dedicadas a la exposición; las de los extremos prometían más para mi investigación que la muestra: el ala izquierda era una reconstrucción artificiosa de la imprenta en la que Victor Vogel trabajó durante la Segunda Guerra Mundial; el ala derecha era una biblioteca. El museo era tan artificial que adiviné su contenido con sólo analizarlo desde el exterior. Para no ser reconocido, pagué mi entrada y me uní a un grupo de tres turistas que escuchaban las indicaciones de una mujer.

    —La tercera sala está dedicada a preservar la memoria gráfica del glorioso 3 de junio de 1945, a través de las fotografías que fueron tomadas por dos nativos de Fernhausen, mientras se preparaba el plan de defensa ideado por Victor Vogel. El 3 de junio ingresaron alrededor de 150 soldados nazis en Fernhausen. No se sabe con precisión de dónde provenían, pero se presume que de los ejércitos del sur de Alemania. La tropa se formó varios meses antes de que Berlín fuera conquistada por los soviéticos. A su paso por cada ciudad, cada pueblo, la tropa iba creciendo: artilleros, infantería, paracaidistas… que buscaban un pueblo del que habían oído hablar, persiguiendo un rumor, un oasis, un pueblo en el que la férula nazi no había llegado porque estaba oculto en lo intrincado del bosque, era tan recóndito que había sido olvidado por el mismo Dios –la guía levantaba su mano señalando un cartel que contenía escrito su discurso: estaba citando a un soldado nazi–. Si observan la fotografía de la derecha, podrán ver los resultados.

    El grupo se amontonó frente a un afiche en blanco y negro que copaba toda la pared del fondo: en primer plano aparecía una pila de cadáveres nazis que se desbordaba dentro de una fosa, rodeada por seis judíos risueños que saludaban a la cámara y levantaban sus palas en señal de victoria; al fondo, borroso, se distinguía a varios judíos bailando.

    No me sorprendió que una foto de tal crudeza fuera la más grande del museo: es propio de la mentalidad de un pueblo tan alejado de la realidad jactarse de victorias insignificantes, de registros históricos paralelos a los que vivieron los judíos bajo el poder de Hitler. Si lo sabré yo. La pila de cadáveres, que los turistas alababan en susurros, me indicó que mi estadía en Fernhausen no sería corta: no sólo tenía que reconstruir la vida de Victor Vogel, sino entender qué significaba esa fotografía; por lo pronto ya tenía dos teorías (que me hicieron sonreír):

    1. ¡Miren, somos judíos y hemos defendido nuestro pueblo! ¡Tomen eso, nazis: con nosotros no pudieron!

    2. ¡Miren, somos judíos y hemos defendido nuestro pueblo! ¡Tomen eso, judíos: nosotros sí pudimos defender lo nuestro!

    —Usted debe ser el investigador enviado por Israel –dijo la guía que, de repente, se había plantado frente a mí. Tenía que ser cauteloso ante cualquier contacto: sentía, más fuerte que nunca, a los perros Stangton siguiéndome.

    —¿Cómo lo sabe?

    —Me informaron que usted vendría hoy.

    —Supongo que son pocos los escogidos por Israel que vienen. Mi nombre es…

    —Usted es el primero –me interrumpió; vestía una blusa y un jean, ceñidos al cuerpo; de no ser por la ridícula cofia que remataba su cabello abultado, nada indicaría que era la guía del museo–. Le doy la bienvenida en nombre de todo el pueblo de Fernhausen, esperamos que su estadía sea placentera. No dude en comunicarnos sus dudas y demandas. El archivo, la biblioteca y la imprenta están abiertos a su disposición.

    Su discurso había sido repetido, al menos, una docena de veces. Si no fuera la guía del museo, le iría bien como azafata o dependienta en local de automóviles de alquiler.

    —¿Qué me puede decir del boom editorial de Fernhausen? –pregunté sin ánimo: ya sabía la respuesta, sólo quería sondear si ella podría aportar algún dato extra.

    —Se dio en la década de los setenta, casi hasta mediados de los ochenta. Victor Vogel lo inspiró. Él llegó al pueblo en 1944. Al principio todos lo rehuyeron por ser alemán, del tipo ario, pero poco a poco fueron comprendiendo que sólo quería usar la imprenta para publicar su libro. La imprenta de Oscar Richards, el Irlandés, como el resto del pueblo, estaba parada en aquel entonces. Vogel inició una serie de actividades que provocaron el progreso del pueblo. La gente se encariñó con él. Otros no tanto. Cuando se enteró de que una tropa de disidentes nazis estaba en camino, él comandó el plan de defensa. Treinta años después, la gente que vivió en aquellos tiempos tan emblemáticos para Fernhausen, inspirada en el amor de Vogel por las letras, en cómo ese amor salvó a todo un pueblo, decidió imitarlo: redactaron sus historias y todas se imprimieron aquí mismo. Por eso Fernhausen puede jactarse de tener una biblioteca única en el mundo: no hay otra que tenga los libros que aquí tenemos... Ya lo comprobará cuando la examine con detenimiento.

    El sol se estaba apagando. Decidí que ya había tenido suficiente en mi primer día en Fernhausen. Intenté despedirme de la guía, pero ella me interrumpió diciendo que ya había terminado y se ofreció a acompañarme. Con una sonrisa fingida, asentí. Mientras la esperaba en la calle, sobre una acera comida por las raíces de los robles, observé el pueblo. Pasaban de las ocho p. m. y no había un alma en las calles, sólo el resplandor de las farolas y de las ventanas de las casas. Me pareció coherente que Hitler nunca descubriera Fernhausen, el escondite perfecto para judíos, nazis…, para cualquiera que deseara desa­parecer de la faz de la Tierra. Si hubiera muerto en ese instante, nadie habría sabido dónde buscar mi cadáver (al menos eso esperaba): se habría quedado pudriendo en la calle, esperando a que los judíos lo canonizaran o me nombraran Justo entre las Naciones. Entendí por qué el bosque de Baviera devoró el nombre de Vogel hasta reducirlo a cinco líneas en las enciclopedias.

    —Estoy lista –dijo la guía saltando a mi lado, emocionada; se había quitado la cofia–. Por cierto, mi nombre es Anna Weinberg…

    Caminamos una cuadra antes de dar con la avenida principal. Bajo la escasa luz se me antojaba más joven, inmadura.

    —No sabe cuánto me emociona que al fin se escriba una biografía sobre Victor Vogel, una voluminosa y llena de fotografías, una como las que se venden en las grandes librerías de Berlín, Múnich… No hace mucho estuve en Cracovia visitando la fábrica de Oskar Schindler, que ahora es un museo. Estuve muy atenta a todo, es un museo muy profesional, ¿sabe?, por eso tomé nota de los discursos de los guías para mejorar mi trabajo aquí. Sé que cuando salga a la venta la biografía de Vogel, esto se llenará de turistas ansiosos por conocer todos los detalles del hombre que salvó al pueblo. Me emociona saber que, de cierta forma, voy a ser parte de la historia.

    Su entusiasmo me abrumaba. No veía la hora de llegar al hotel y despedirme. Me contó un par de nimiedades más a las que no presté atención.

    —Aquí me quedo.

    —Es bonito el hotel por dentro –dijo–. Estoy segura de que le tratarán bien y que nada le faltará… –Se armó de valor–: Si no le molesta, mañana podría firmarme un libro suyo, creo que tengo uno.

    Asentí.

    —Adiós –dijo.

    Anna Weinberg se perdió entre las sombras de Fernhausen, los árboles parecían habérsela tragado.

    El hotel era una cabaña de tres pisos, rústica, hecha de madera avejentada y rematada con barniz brillante, ventanas grandes de cortinas crema, un porche de hierba y un caminito de piedra.

    Atravesé el vestíbulo. Bajo

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