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Donde ladran los perros
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Libro electrónico315 páginas5 horas

Donde ladran los perros

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Donde ladran los perros es una compilación de relatos ambientados en la región mexicana de Chihuahua, cuya exuberancia telúrica impregna cada una de las historias y los personajes. Con un sesgo marcadamente costumbrista y un lenguaje trufado del vocabulario autóctono de la zona, Valerie Rodarte ha construido una obra en donde lo extraordinario se da una vuelta por los panoramas desérticos y montañosos de su tierra natal. La vida diaria de sus personajes se ve interrumpida por caprichos existenciales que los obliga a responder de formas únicas, casi siempre con resultados extraños o hasta trágicos. Es así como la frontera norte de México se vuelve escenario de sucesos irreales que empujan a sus personajes hasta una frontera inexplorada de la misma condición humana.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 mar 2024
ISBN9788419805331
Donde ladran los perros

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    Donde ladran los perros - Valerie Rodarte

    Donde ladran los perros es una compilación de relatos ambientados en la región mexicana de Chihuahua, cuya exuberancia telúrica impregna cada una de las historias y los personajes. Con un sesgo marcadamente costumbrista y un lenguaje trufado del vocabulario autóctono de la zona, Valerie Rodarte ha construido una obra en donde lo extraordinario se da una vuelta por los panoramas desérticos y montañosos de su tierra natal. La vida diaria de sus personajes se ve interrumpida por caprichos existenciales que los obliga a responder de formas únicas, casi siempre con resultados extraños o hasta trágicos. Es así como la frontera norte de México se vuelve escenario de sucesos irreales que empujan a sus personajes hasta una frontera inexplorada de la misma condición humana.

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    Donde ladran los perros

    Valerie Rodarte

    www.edicionesoblicuas.com

    Donde ladran los perros

    © 2024, Valerie Rodarte

    © 2024, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-19805-33-1

    ISBN edición papel: 978-84-19805-32-4

    Edición: 2024

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    Contenido

    El jaguar aterciopelado

    Carne

    La calle de los pachucos

    La gorda herida

    Escritura en la tierra

    La Singer

    Abajo

    Lo que haya nacido de la tierra

    La yegua

    Guachochi

    Las flores moribundas

    Cementerio de ballenas

    La autora

    A ti, por embarcarte en este viaje conmigo

    El jaguar aterciopelado

    Conocí por primera vez la historia de Ramón Batista a mis quince años, cuando bajé al pueblo a trabajar en la cantina de mi tío Daniel.

    Ramón Batista era quien había matado al famoso jaguar aterciopelado, una bestia recurrente en los cuentos populares de Hondonada que había rondado nuestras tierras desde el nacimiento mismo de la memoria. Se le habían atribuido un sinfín de mitos en torno al clima, a las desapariciones de niños y a los sucesos misteriosos en el pueblo, pero solo hasta su muerte pudimos dar por sentado que el animal había sido tan real como nuestra misma ignorancia.

    Gracias a la hazaña del viejo, nuestro poblado muy pronto entró al mapa del mundo. El turismo reventó como nunca antes había sucedido y empezamos a recibir multitudes de personas en las vacaciones de Semana Santa. Su fama logró extenderse por encima de los cerros, y muy pronto sepultó la mala fama que teníamos en la región.

    La verdad es que a mí no me interesaron las historias al principio, por ello de la insolencia de mi edad. Yo ni cuenta, además, de lo que era un jaguar o un terciopelo, así que las historias me parecieron caricaturescas en su momento, con todo y la fantasía con las que se envuelven los delirios de los ancianos. Nunca sopesé la importancia del incidente sino hasta una tarde en la que mi tío Daniel me invitó a la sala donde guardaba sus trofeos de cacería, los pertenecientes a la época anterior a cuando la naturaleza se cobró su venganza y le arrebató su más preciada pierna en una de sus salidas al bosque.

    Yo ya conocía a sus ciervos y linces disecados, y rehuía de los cráneos que pendían como retratos votivos en su muro. Lo único nuevo era el pedazo de noche que colgaba entre las astas de los berrendos y que mi tío despegó para mostrármelo. Ya iba a preguntarle que cómo era posible que arrancara una mancha tan negra de la pared sin la ayuda del agua, hasta que entonces me invitó a tantear la suave y lisa superficie de aquella negrura estirada y descubrí entonces que se trataba de un pelaje exquisito. Tan exquisito que, cuando lo peiné con una sola pasada de mi mano, creí vislumbrar la mancha fantasmagórica de mi rostro bailotear sobre su pulida superficie.

    —No creas que es jaguar, es puma —me dijo el tío—, pero decimos que es jaguar por los cuentos. Pero no te creas que es jaguar, porque aquí nomás hay pumas, osos y gatos monteses, y eso si es que no los han matado a todos todavía.

    —Oiga, tío, ¿y cómo lo cazó? —le dije—. ¿Cómo le hizo pa’ encasquetarle el disparo y mantener así de bonita la piel? Porque se ve finita, finita, como si nunca le hubieran disparado.

    —Quién sabe, mijo. Te digo que esta es la piel que me vendió Ramón.

    Se decía que Ramón Batista era medio estúpido porque le vendió la piel a mi tío por una mísera lata de cerveza. Incluso las malas lenguas decían que Eruviel Casillas le había ofrecido más de mil millones por aquel pellejo mítico, pero que el muy zonzo rechazó. Ya desde antes se había debatido la cordura de aquel indio analfabeto que contaminaba las calles con su presencia, pero tras este incidente, ya se dijo con toda certeza de que el Ramón Batista, con todo y el talento que le permitió matar a la bestia, era el pendejo más grande que teníamos en el pueblo.

    Yo nunca pude corroborar este rumor, ni me interesó hacerlo. Pero cuando lo conocí una tarde en la que me tocó abrir la cantina, tirado como muerto, me di una idea sobre lo que se decía.

    Lo hallé recostado contra el muro. Andaba sucio; hedía a un fuerte olor a cagada. Vestía además como indio; es decir, con una amplia camisa blanca, chanclas y taparrabo. Su rostro, por razones más allá de mi entendimiento, permanecía oculto bajo una cobija blanca.

    Estaba en una posición bastante lastimera. Una pierna la tenía bajo el glúteo, entretanto la otra la tenía estirada hasta la calle, a donde pudiera alguna troca mocharle el pie. ¿Cómo fue capaz de colocarse en semejante postura? Por milagro, habrá sido.

    Mi primera reacción fue el escalofrío. El veloz pensamiento de chingado, ya nos dejaron un muerto, me sacó un sudor tan frío que me entumeció la cara. Mi temor se confirmó con la espeluznante escena de sus pies destruidos, como si hubieran participado en una carrera perdida contra la muerte. Un cierzo terrible trajo hasta mi nariz un fuertísimo olor que no pude distinguir, pero siendo tan poca mi edad la de en aquel entonces, deduje que era el de la muerte misma.

    Estuve a punto de pegarle el grito a mi tío Daniel cuando de pronto el bulto humano se movió. De su rostro cayó el manto y se desveló su desmejorado rostro, cuyos ojos colorados guiñaban en desconcierto —cansados, pero vivos—.

    Quiso el hombre ponerse de pie, pero como que una idea, de esas que entercan a los viejos, lo dejó arrumbado ahí. Verlo en movimiento me inquietó más que tenerlo muerto, pero como sólo así pude darme la seguridad de que todavía el Eruviel no andaba detrás del negocio de mi tío, se me desaprensaron los músculos y pude avanzar hasta la puerta.

    El hombre no me había visto, pero ya sabía que yo estaba ahí. Me ignoraba por cierta razón, Dios sabrá cuál. Eso sí, una vez oyó el tintineo de mis llaves y la acción del mecanismo duro del cerrojo, al hombre se le regresó la salud y me dijo de pronto:

    —Oye, muchachito… ¿Qué hora es? ¿Ya son las cinco?

    Su voz era ronca, aunque suave y dulce como el roce de las piedras. La verdad es que me tomó completamente desprevenido.

    —Sí, señor —le dije—. ¿Viene a la cantina?

    —Sí, sí. ¿Qué onda? ¿Ya vas a abrir?

    —En efecto, señor. —Y empujé la puerta—. ¿Le gustaría pasar? El especial de hoy son nachos con carne.

    No fue mi invitación, sino el ruido del gozne en apertura lo que lo impulsó al aire y le espantó el sueño. Sonriendo como un pícaro desprendido, el señor esperó a que entrara yo al local para pedirme una cerveza. Entonces me preguntó a qué hora servían los frijoles charros que siempre regalaba mi tía Águeda a eso de las siete y ya con eso me ignoró. Así como si nada.

    Empecé a ver seguido a ese anciano sinvergüenza por las tardes. Curiosamente, y contra todo pronóstico, no era tertulio asiduo de la cantina; únicamente su cliente más hambreado.

    En la cantina no teníamos ventanas, pero en veces dejábamos los portones abiertos para que corriera el aire. Sólo así podía ver al Ramón limosnearle a los autos, tocar sones con su violín, e incluso bailarle a los soldados y federales que se arrimaban a burlarse de su taparrabo, hasta que el hambre nos lo arrimaba hasta acá. Yo siempre creí que se dedicaba a esas gracias nomás por joder, pero más tarde descubrí que en realidad de esas estupideces se ganaba la vida. Que, aunque se ganaba su dinero con los turistas, su riqueza provenía de jodernos diariamente, lo cual por sí solo ya contaba como una profesión en nuestro pueblo.

    Yo siempre tuve por sabido que los indios tenían muy poca ropa, y que se las hacían sus mujeres o alguna otra hembra de su familia. Sin embargo, me sorprendía cada que miraba afuera y descubría al mentado Ramón bambolearse con una camisa nueva o incluso con pantalones de mezclilla, y no con los taparrabos distintivos de su raza. Los demás no me creían porque para ellos eran las mismas ropas de determinado día anterior, pero yo siempre tuve ojo para este tipo de detalles. Pude señalar por los bordados y los colores que el mentado viejo tenía más guardarropa que mi hermana Angélica, la vanidosa. Y si acaso hubo quienes me creyeran, tampoco se mostraron extrañados.

    —El Ramón gana mucho dinero —se dijo una vez en la cantina—. Si no es tan pendejo: sabe sacarle lana a los del INAH y del ICHICULT cada que lo invitan a sus cosas; incluso a los güeros que vienen a entrevistarlo se los hace. Pendejo lo es, pero también es hombre de negocios.

    —No te creas, es que el Ramón no es tarahumara —se le respondió en la cantina—. Se hace porque tiene la jeta, pero bien se sabe que nomás es puro teatro; sabe hacérselas de indio para atraer a los turistas. Si una vez se le agarró haciéndose pasar por tepehuano en La Junta…

    —No, no, sí es indio, pero me han dicho que, por pasársela en las borracheras, suele meterse en trifulcas y accidentes allá en el cerro y termina desgarrándole la ropa, hasta de plano necesitar otra. Y se me hace que tiene una hermana que se la remienda; por eso parece nueva.

    —¡Achis! ¿Toda, toda es remendada?

    —¿A poco todos los pantalones negros y azules que se trae son remendados?

    —Pues no, a lo mejor sí se compra unos nuevos de vez en cuando. Es que el mentado Ramón sí es hombre de negocios. Por eso ni los mismos indios lo quieren: con tal de sacarse un pesito extra, se embauca a medio mundo.

    Tardé un tiempo en comprender que, con hombre de negocios, se referían a que el Ramón Batista era bueno engatusando a ciertos individuos, a los de su propia (y aparente) raza incluso. No habían sido pocas las veces, por ejemplo, en que sonsacaba a sus atribulados vecinos uno que otro pollo o chivo como pago a sus chupaderas de rusíwares cada que se la hacía de curandero. O, bueno, algunos decían que se hacía pasar, pero otros sí decían que estaba adoctrinado en las artes de la curación tarahumara, pero que nomás era un abusón con sus vecinos. Total, no se sabía qué era, pero que era un cabrón, era un cabrón.

    Lo que sí se sabía con seguridad era que el condenado se había atrevido a oficiarse de cura tiempo atrás. Había estudiado de niño en el internado de Sisoguichi, y en su juventud entró al seminario para el sacerdocio jesuita. Cuándo y por qué decidió abandonarlo (si acaso tuvo la decencia para ello), no se tiene idea, pero sí significó un alivio para los diocesanos que se escandalizaron con su vida. Era sabido que el viejo, con todo y los votos colgándole flojamente del alma, tenía amoríos con las guapas señoritas de su parroquia. Se decía que era padre —biológico— de más de crío y medio en la ranchería donde predicó la siempre olvidada palabra de Dios, aunque tampoco pudo confirmarse —o negarse— aquello.

    En una nota aparte, al Ramón tampoco se le conoció familia (eso de que tenía hermana seguía siendo rumor). En mis adentros, conjeturé que el viejo, con todo y los críos sembrados en las rancherías, no precisó de parientes. Parecía bastante contento con su soledad, como si en sus ratos de desocialización tuviese por suficiente la compañía de los piojos. A decir verdad, me atrevería a decir que hasta la explicación era aquella, porque tampoco se le conoció mujer. Se dijo que pudo haber tenido novias entre las güeras y mestizas del pueblo —e hijo y medio con cada una de ellas—, pero eso ya era demasiado ridículo; todos, invariablemente al tocar este tema, se soltaban riendo. Parecía ser que el Ramón Batista, con todo y su audacia, dejó sus viejos y malhadados hábitos en Sisoguichi, puesto que aquí parecía tener una vida de solemne celibato, a lo mucho porque no tenía demasiadas opciones entre las hembras feas de por aquí.

    Las mujeres —mi madre y tías incluidas— le guardaban un odio tremendo en razón a estas aventuras. Los hombres, en cambio, parecían tenerle mayor estimación, precisamente por esta fama a la que aspiraron alguna vez en sus juventudes. También porque el Ramón era un excelente compañero de caza. Su fama en Estados Unidos le trajo muchos güeros hasta su casa, todos con intención de pagarle si les ayudaba a huellear animales tan raros como el jaguar que mató. Quizás por eso, aunque sin atreverme a generalizar, diría que hasta los hombres más impacientes llegaron a tolerar las pláticas y las argucias de aquel viejo gañán y fastidioso.

    Doy por ejemplo a don Felipe Liekens, el compadre de mi papá. Liekens operaba una empresa maderera allá cerca de su rancho, por Creel, y era de un genio tremendo. Yo en lo personal nunca lo vi emputado; siempre que visitaba a mi papá lo veía de buen humor, aunque sí supe de las historias sobre cómo se madreaba a sus peones y cómo habituaba a sonarse a su mujer a espaldas de sus hijos. Las malas lenguas incluso señalaron que fue él quien le rompió su pierna, no el accidente en caballo que tanto se divulgó por aquí. Mi padre no me lo decía en cara, pero sí me confirmaba los rumores por medio de indirectas. Hasta con gestos me señalaba que era peor que la chingada. El cabrón tenía un genio que por la cara sonrosada y los ojillos güeros no se imaginaría uno; peor aún, como se la pasaba sonriendo, era difícil creer que ese tipo guardase en el alma una voluntad tan dada a la violencia. A lo mejor por eso le encantaba venir a matar animales con mi papá, y eso si no era con el Ramón.

    Yo supe de primera mano que eran muy buenos amigos cuando pude acompañar a mi papá a sus paseos, una vez que cumplí dieciséis años. Casi siempre nos topábamos al Ramón en el camino, y en todas esas veces, Liekens lo invitaba a venir con nosotros, muy a pesar de mi papá.

    A mi padre nunca le gustó traer de talego al Ramón, mucho menos a mi hermano Javier. Pero don Felipe era el invitado y ni modo que hacerle la cara fea. Había que aguantarse los comentarios y las pendejadas al viejo hasta la tarde, ni modo. Únicamente mi hermano Pedro y yo llegamos a ser indiferentes ante su presencia, pero porque aprendimos a no enemistar al viejo, quien por talento tuvo el fastidiarnos.

    Ramón Batista, por cierto, nos enseñó a Pedro y a mí a huellear y a pescar. Ya a esta edad he olvidado gran parte de lo que nos dijo, pero sí recuerdo que nos enseñó a reconocer pisadas y a usar el chuwí en la pesca. Esta memoria la mantengo fresca porque era la razón por la cual tuvimos tantos problemas con Javier. El Javi, de por sí malhumorado y tan sentido como mi mamá, reñía mucho con Pedro y conmigo, ya que en nuestras competencias de pesca siempre le ganábamos con lo que nos enseñaba Ramón. Y eso lo ponía tan verde como la gangrena.

    El Javi nunca fue aleccionado por el indio. Nunca quiso serlo por la sencilla razón de que lo odiaba. De hecho, en una de las veces que fuimos a pescar con Felipe Liekens al lago, y en la que resultamos una vez más ganadores con el chuwí, Javier nos gritó a pulmón vivo:

    —¡Ustedes y el pinche maguey de ese indio…! —Y dejó de hablarnos por un mes entero.

    Conmigo se ablandó pronto. Nunca le he dado motivos para odiarme y hasta hoy seguimos tratándonos en buenos términos. Nada más con el Pedro ha seguido llevándose mal, pero en parte porque el Pedro sí es un ojete con él.

    En realidad, yo jamás fui cercano al Javi, pero sí entendía el coraje que le tenía al Ramón. A ese viejo le gustaba tomarle el pelo cada que nos veía pasar. Le gustaba esconderse en las esquinas y en los árboles para gritarle cosas desde lejos, a sabiendas de que a mi hermano le hervía la sangre el mero sonido de su voz. Me daba risa ver al Javi ponerse tan colorado por un vago tan estúpido como Ramón, pero es que a veces ese viejo sí se pasaba de la raya con él.

    Una tarde, por ejemplo, y en la que salimos Javi y yo a montar sobre Pinto, el potro barcino de mi papá, nos topamos con Ramón dizque trabajando en su rancho. Habíamos cabalgado al bosque para ir a donde unos nogales que estaban cerca de la cascadita, cuando de pronto nos detuvo el viejo y nos pidió que le ayudáramos a arar una tierra que tenía frente al troje de maíz. Nos dijo que, por su vejez, ya le era difícil realizar tareas tan pesadas como estas, y nos prometió que, a cambio, nos pagaría muy bien si le ayudábamos. Y como nos ondeó los billetes de la Sor Juana sobre nuestros rostros, pues el Javi y yo pusimos manos a la obra.

    Una vez que finalizamos, él nos entregó nuestro fardo de billetes y nos despidió con una franca sonrisa. En el camino, empero, descubrimos que el dinero venía acompañado de una cartera que resultó ser la de Javi, la cual creímos perdida una tarde en la que salimos a cazar con Liekens al bosque y por la cual mi padre le metió una tremenda solfa como castigo. Sobra decir que su cara se puso tan roja como el infierno y que espoleó al pobre animal hasta hacerlo sangrar del costado, nomás para llegar pronto a mentarle la madre al anciano. Quise recordarle que el cabrón estaba viejo y que no debía propasarse con él, pero Javier estaba completamente fuera de sus cabales. Estaba decidido a romperle la cara al viejo Ramón, si no a achacarlo a garrotazos.

    Al regresar al sitio, nos topamos con otro indio en la milpa, sondeando la calidad de la tierra. Cuando le preguntamos por Ramón, él nos dijo que aquel ya se había ido a su casa, y con su buena porción de tesgüino como pago al trabajo que hizo a su milpa.

    —¡Achis! —dije yo—. ¿Cómo que esta es su milpa? Si este es el rancho del Ramón…

    —No, no, no —dijo el indio—. Este rancho es mío. Esta es mi milpa. A Ramón lo invité para que me hiciera este trabajo mientras bajaba a comprar velas al pueblo y ya se acaba de ir con el tesgüino que le pagué.

    —¿A poco usted le pagó con cerveza a un borracho? —enunció Javier con las encías casi sangrando. Pude ver en sus ojos que estuvo a punto de llamarlo «pinche pendejo» por la rabia, pero gracias a Dios que pudo controlarse.

    —No es cerveza. Es tesgüino. Así nos ayudamos los rarámuri. Para eso es la tesgüinada. Me ayudó con un trabajo; le pagué tesgüino; ahora él tendrá que invitarme a trabajar en sus tierras para que me pague con tesgüino. Así trabajamos nosotros.

    Sólo con el Javi el Ramón era así. Quién sabe por qué. Seguro por las mismas razones por las cuales lo jodía mi hermano Pedro, aunque éste sí podía llegar a ser un cabrón cuando se lo proponía. El Ramón nomás hacía travesuras de este tipo, y no todas resultaban tan perniciosas, sino hasta divertidas; sólo que el Javi era muy resentido. Él, a diferencia de Pedro y de mí, nunca le halló la gracia al anciano. Me acuerdo que cada que quería rememorar alguna anécdota relacionada con él, el Javi me clavaba en mi sitio con sus ojos de fiera y me mandaba a callar.

    Se me hace que el Ramón me dejaba en paz porque no me consideraba entretenido. Lo aburría. Cada que venía a la cantina a contar sus historias sobre los turistas, yo lo escuchaba, pero casi siempre sin responder. Me limitaba a limpiar vasos, a destapar corcholatas, a preparar las torres, y en general a facilitarle la chamba a mi tío. Traté de ser educado, pero nunca me imaginé que aburriera tanto al viejo. Él ni siquiera me veía. Sólo hablaba para sí. Nunca supe qué era lo que trataba de decir cada que repetía sus historias, pero al final no le di importancia. Ramón Batista sólo venía por la olla repleta de frijoles charros de mi tía y luego se iba, sin más.

    Si acaso, sólo conversamos bien cuando nos dábamos la despedida al momento de cerrar. Yo al menos sí le era sincero cada que le deseaba una buena noche. Quién sabe él. Sólo me decía «bye, mijo» con el plato de unicel en la boca y desaparecía en la calle, sin mirar atrás.

    Una tarde en la que el cielo se tiñó de rosa, apareció la figura discordante de un jesuita en la cantina.

    Se llamaba Alejandro. De no haber sido por la dulzura de sus ojos, habría creído que era la muerte encarnada. Era joven, pero un cansancio terrible le había halado sus mejores años hasta los suelos, de donde ya no quisieron levantarse. De ahí que su aspecto fuese terrible.

    Había venido a buscar la piel del jaguar aterciopelado como parte de unas investigaciones que en calidad de amigo le estaba haciendo a un conocido hospitalizado en Parral. Había oído que mi tío era el dueño de aquella piel famosa y que por eso vino a entrevistarse con él.

    —Con la pena del mundo, señor —dije—, pero desde hace mucho que mi tío vendió la piel.

    —¿Cómo? ¿Ya la entregó a un museo?

    —¿Museo? Ya quisiera… Aquí no tenemos esos lujos, padre. Pero era retenerla aquí y no saber qué hacer con ella, o desairar al Eruviel Casillas y vérnoslas mal a la mañana siguiente.

    El pobre hombre de plano me dio mucha lástima. Se le veía cansado; no tanto por el viaje, que debió de haberle costado mucho hacer, sino por el solo hecho de vivir. Toda su cara decía lo mal que se lo llevaba pasando desde hace tiempo, y la angustia de vivir otro fracaso lo empujó a otro rincón de tristeza pura, la cual debía frecuentar diariamente.

    Para alegrarle el alma al hombre, la cual le vi por los ojos que se le puso tan pesada y triste como las crías huérfanas, le dije que de todas maneras podía presentarle al asesino del animal, Ramón Batista, para que le dirigiera a él sus preguntas. Le dije que, si venía en los días siguientes, tarde o temprano ese sinvergüenza se aparecería por acá y podría preguntarle todo lo que quisiera en torno al pellejo mítico. El padre Alejandro atendió diligente mi advertencia y vino en los días posteriores, no así el indio, a quien en la cantina ya no volvimos a ver más.

    Por sí solo, este suceso no era extraño. Era noviembre. Ya estaba haciendo frío. Muchos indios ya se habían largado a las barrancas a refugiarse y a pizcar su maíz. Nunca supimos si el Ramón Batista era tan indio como para estas cosas, pero supusimos que aquellos días en los que no se apareció se debía a esta migración anual, incluso para aprovecharse de la labor de sus coterráneos. Por otro lado, el condenado viejo tenía entre nosotros toda la comida que el flaco corazón de mi tía era capaz de proporcionarle, así que tampoco era tan fiable la hipótesis.

    De todas maneras, el padre siguió viniendo a la cantina a hacerle espera al borracho. Supo entretenerse hasta entonces. Habló y entabló amistad con los asiduos de la barra. Se volvió muy amiguero al instante; al poco tiempo me confió sus amarguras, sus historias más tristes e incluso sus desgracias personales. Yo era un mocoso por aquel entonces, pero llegué a aprender mucho de la vida a través de él. Cuando no esperaba al rabo verde, el cura me aconsejaba y me guiaba bien por la vida. Quien fuera un extranjero al principio, muy pronto se volvió mi mejor amigo.

    En razón a nuestra amistad naciente, un día me ofrecí a llevarlo personalmente a ver al indio hasta su cueva. Capaz, le dije, y por pura casualidad lo hallábamos, ya que el Ramón era muy huevón como para migrar a las barrancas.

    —El indio se la pasa bebe y bebe como los peces en el río —me acuerdo que le dije.

    El padre aceptó de buena gana mi idea, y al día siguiente partimos

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