Dorados caballos
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Las experiencias de las figuras protagónicas hacen que esta novela sea intensa y de grandes contrastes, dada una extraña mezcla entre estereotipos genéricos, que conjuga la orientación homosexual y el gusto por lucir indumentaria femenina con una actividad generalmente destinada a «hombres de pelo en pecho», por su rudeza: el hurto y sacrificio de caballos, delitos de muy alto calibre en la Cuba socialista de entonces.
La obsesión por los caballos, sobre todo la del jefe de los cuatreros, depara a los lectores el curioso ceremonial con que actúa la cuadrilla travestida. La novela nos interna además en la nocturnidad gay habanera. Por otra parte, muestra las consecuencias de los hechos delictivos de los personajes en el ambiente penitenciario, nada menos que en precintos habilitados para portadores del VIH, incluido el departamento cuarto sur en el Combinado del Este, la cárcel para hombres de mayor seguridad en Cuba.
La alternancia entre tintes dramáticos y humorísticos, así como el desborde de lo erótico, sin temor a ser tildado de procaz e incluso obsceno, le imprimen a la obra el ritmo deseado.
Pedro Pérez Rivero
Pedro Pérez Rivero (La Habana, 1952). Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Más reconocido como ensayista, en su obra destacan los estudios de la literatura cubana de tono homoerótico: Del Portal hacia Dentro (2002) y De Sodoma vino un ángel (2004) y los socioculturales en torno a la capital cubana: Porque yo soy habanero (2010), De La Habana somos (2015) y Doce barrios habaneros (2017). La editorial Letras Cubanas le publicó el cuaderno de cuentos Ojo, pinta (1992) y Guantanamera el titulado La mar astaba sarana (2017). Otros textos narrativos suyos aparecen en selecciones publicadas en Cuba y España.
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Dorados caballos - Pedro Pérez Rivero
Dorados caballos
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Derechos reservados ©2018, respecto a la primera edición en español, por:
© Pedro Pérez Rivero
© Editorial Guantanamera
ISBN: 9788417283988
ISBN eBook: 9788417283223
Producción editorial: Lantia Publishing S.L.
Plaza de la Magdalena, 9, Planta 3, 41001, Sevilla
www.lantia.com
IMPRESO EN ESPAÑA-PRINTED IN SPAIN
A los ladrones de caballos y sus cómplices
Y el caballo Ritra está dispuesto a taladrar el fuego,
a seguir los pasos del hombre ciego.
Dorados caballos atraviesan la noche.
José Lezama Lima
Alma Guajira
—¿Qué haces por aquí a esta hora? —volví a indagar, pero Tino no iba a añadir razones a una pregunta tan tonta, que ya había respondido cuando le abrí la puerta:
—Na, vine a verte.
El hisopo no acababa de prender.
—Este alcohol inservible, creo que me lo venden ligado con agua —dije para justificar mi torpeza nerviosa. Me quedaba un solo fósforo y lo rayé apenas empezó a salir el gas, pero al fin tuve la candela. En vez de calentar un poco de café, hecho a media tarde, puse la cafetera.
Continuaba medio lelo. Sobre todo me resistía a verlo así, viejo. Casi igual de viejo que yo. En cuanto a la vestimenta: común, fuera de moda, medio sucia, continuaba siendo el de siempre.
—Ya veo que sigues manteniendo tu manía de trasnochar —comentó.
—Es un hábito muy fuerte, de toda la vida. Me acuesto cuando no me queda otro remedio.
Traté de dejar claro que no me cogía de sorpresa a esa hora, que podía permanecer alerta durante muchas horas más. Estaba a la defensiva; tuve miedo desde que lo dejé entrar.
Cuando la cafetera avisó la colada, escuché en un plano lejano que me decía: «Esta mañana me dieron la libertad». Aunque hablaba bajito, lo entendí perfectamente. Agregó contarme entre la gente que quiso ver enseguida. Hablaba sin sentimentalismo alguno, tampoco había cambiado en cuanto a controlar sus emociones, pero la deferencia de tenerme entre sus seres queridos, en vez de alegrarme, redoblaba mis temores.
¿Por qué tanta desconfianza?
Casi dos años sin verlo, sin saber nada de él. Sin siquiera haber dejado una buena impresión cuando se las arregló para comunicarme que estaba en una granja, que allí sí podía visitarlo, cuando quisiera. Entonces me pareció tan neurótico. Además me molestó que me mintiera llamándole granja a una prisión, nada menos aquella cárcel en que estaba. Yo lo había ayudado sistemáticamente mientras estuvo en el Combinado, por mediación de Manolito. Pero al pasar al otro penal, fuimos perdiendo la comunicación. Y estos dos últimos años acabaron desfigurando demasiado la imagen que tenía de él. Había oído decir que en la mentalidad adquirida en prisión, dejar abandonado a un amigo, como yo había hecho con él, no se perdonaba.
—Algún día tenía que ser, Tino. Qué bueno —logré decir al fin con cierta empatía, aunque me resultó imposible acompañar lo dicho con un abrazo.
Hacía tanto frío que hasta los perros de los vecinos se habían recogido temprano. No podía evitar la sospecha de que dentro de un rato sería asesinado; aquella noche tan fría del último diciembre del siglo xx me encuadró como la víctima perfecta para un crimen. Nadie había visto nada y mucho menos entrar al asesino, dirían mis vecinos en los interrogatorios.
En vez de tanta especulación morbosa, ¿no resultaba más sencillo discernir que Tino me reconociera entre sus poquísimos amigos? Con solo recordar muertes, huidas del país, desencuentros, bastaría para creerle. Solamente recordando un poco esas mutuas pérdidas, mientras que los años nos pasaban por encima, hubiera bastado para creer que yo fuera uno de sus escasos amigos. Pero no quería calcular la presencia de un amigo, porque ya no lo consideraba amigo. Tenía delante a un presidiario, un posible matón de maricones, uno más en la ola de pánico que asolaba con fuerza a La Habana en aquella época de crecientes incertidumbre y miserias.
Me había vuelto el ser más pendejo de este mundo. El aferramiento a vivir marcaba cualquiera de mis pasos. Salvar la pellejera se había convertido en mi única meta, conquistar una cuota de tiempo para continuar pudriéndome, pero vivo. Para colmo, en las últimas semanas estaba sufriendo una sobredosis de nostalgias.
Había entrado al Payret para ver un remake de La vuelta al mundo en 80 días, película de mi pubertad. La tecnología actual no superaba el glamour del cine de los años cincuenta. Claro que no podía ser lo mismo haber visto una primera Vuelta, en La Rampa, medio siglo atrás, en aquella versión de rústico cinerama, tecnicolor y panavisión —novedades de entonces— que enfrentar ahora la nueva película en una pésima pantalla de vídeo-bim, con una copia oscura; tampoco Jakie Chan era Cantinflas.
A la noche siguiente, Carlos Acosta estrenó en el Lorca una versión de Apolo. Desde los setenta no había visto ese ballet, pero lo recordaba perfectamente por Esquivel y Salgado. El coloso negro que lo interpretaba ahora, con menos lirismo que las estrellas blancas de mi juventud, constituía un emblema de sensualidad. O mi percepción así lo dictaminaba teniendo en cuenta viejos tabúes raciales, rotos por la reciedumbre del artista, esa fuerza suya convertida en belleza. Además, celebré que ya los bailarines negros no requirieran de ridículas pelucas ni mascarillas que les aclarara la tez, para aparecer en el escenario del Lorca.
Sin dejar de ser lo mismo, todo había cambiado mucho. Las funciones de ballet en La Habana hoy no eran solo cosa de maricones; también la santería de esta ciudad había dejado de pertenecer por entero a los negros. Estos tiempos imbricaban enormes contrastes.
Un jovencito, con una cinta iridiscente entre sus acicalados bucles, me había aterrado en el teatro simplemente con pedirme:
—Señor, ¿podría cuidarme la butaca en el entreacto?
Trato tan exquisito resultaba de excepción en la juventud actual y de seguro estaba enfilado a mi ostensible vejez, pues no exhibía yo los atuendos ni las joyas de los nuevos ricos, a quienes desde ya hacía rato se les llamaba en Cuba señores, en vez de compañeros.
La heterogénea muchedumbre en el vestíbulo del teatro, en los corredores o en un patio interior donde todo a la venta era a cambio de divisas, distaba mucho de la cofradía de los balletómanos de tres o más décadas atrás, compuesta de acólitos marcados por una misma impronta e igualmente uniformados por las prendas de vestir del primer socialismo cubano, ordinarias, pero no exentas de la gracia que los habaneros le imprimimos a cualquier trapo.
Mientras aplaudía en mi mente esa suerte de democratización, a la vez la sentía como pérdida de un privilegio. Mucho me cuido de no decir, ni a mí mismo, que cualquier tiempo pasado fue mejor; eso significa declaratoria segura de senectud, y todavía me niego a firmarla. Sin embargo, las mermas se hacían evidentes en las entregas meramente acrobáticas del ballet, que en vez de interpretaciones artísticas parecían acciones deportivas. No en balde se pondera tanto a los sesenta, Década Prodigiosa la nombran, cada vez que se habla de buenas canciones; pensé en todo esto como si descubriera un argumento demoledor, para declarar una ausencia total de buen gusto artístico en aquel momento cercano al fin del milenio.
Ni dormido escapaba de los gorriones. Hacía poco había soñado que me cogía el amanecer por el Malecón, cerca del hotel Deauville, váyase a saber en qué juerga. Me quitaba un ligero abrigo y me remangaba una camisa blanca, que tuve hace cuarenta años, mientras salía a la calle Galiano a buscar una guagua que me llevara al trabajo. Como un polo opuesto a la pesadilla, aquel sueño, no obstante, tenía una extraña contundencia en la suave música de fondo —mi canción preferida de Juan y Junior— y en el olor exhalado por mi colonia de Canoe, aunque con un nombre cambiado a inicios del socialismo, que no logro recordar.
En el gesto de remangarme la camisa descansaba la esencia de ser joven, pues en los años de mi primera juventud fue cuando empezó a usarse ese par de vueltas en las mangas largas. Chabacano, según algunos, mientras la mayoría lo considerábamos elegante y a la moda, especialmente en finas camisas como aquella, hecha en Checoslovaquia, que yo llevaba.
Ante tanto aturdimiento por lo más cotidiano, tomaba medidas contra la tenaz avanzada de la vejez. Me propuse salir de noche, aunque fuera una vez por semana, y suprimir mis perennes audiciones de la Guillot, La Lupe, Luisa María Güell y hasta Martha Strada o Farah María; todas ellas habían quedado a mil leguas del adulto menor que aún pretendía ser.
La súbita llegada de Tino constituía el más potente peso de los recuerdos, preñado de muchos de mis mejores momentos. Si es cierto que los seres humanos estamos sometidos a rendir un resumen de lo vivido en vísperas de la muerte, yo corría el peligro de ser asesinado en pocos minutos, tal como presentí al verlo transponer mi puerta. Sin embargo, como si el sueño y el desvelo pudieran de pronto convertirse en intermitente recuento, desde aquella misma madrugada, tratando de dormir junto a Tino, mi mente empezó a ordenar cuanto recordaba de él, a partir de la noche en que a Ima se le ocurrió presentármelo.
Menos mal que te encuentro, porque el paseo será esta misma noche. Charles, el ingeniero, quedó en recogerme a las nueve en Reina y Galiano. Quería que saliera de su brazo desde la madriguera misma, hasta a eso se atreve. En cuanto le hablé de ti, aceptó, porque le dije que no se te ve la letra; en esta clase de acciones, una sola pluma puede ser fatal, no vayas a dar la nota.
No necesito imaginar mucho para saber que Ima pudo haber dicho de un tirón todo lo que acabo de escribir. La Ima Sumac, esa gran loca¹ de Los Sitios, La Habana, Cuba y el mundo, pudo enrolarlo con aquellas palabras, solo suyas. Yo sabía dónde quedaba La Madriguera; así le llamaba a su cuartico en el solar de Sitios 119, a donde llegaba casi todas las noches gritando: ¡Gendarmes, gendarmes!, aun cuando nadie la persiguiera. Qué clase de gritos. No en balde se hacía llamar Ima, qué clase de agudos retumbando en la plazoleta del Maine hasta encontrar ecos en el rascacielos Somellán.
Un cazador de espectáculos nocturnos, como yo, no iba a perderse los conciertos de la soprano que traía en vilo a La Habana alegre clandestina, que siempre concluía su ronda en El Vedado, por el Malecón. Me volví su más ferviente admirador. La llevaba en mi carro de regreso a Los Sitios, por eso supe que los agudos también le servían para protegerse de la maldad insomne, así les decía a los delincuentes de su barrio. Siempre me pidió que la dejara en la esquina de Ángeles, no quería causarme una desgracia, en ese mundo inhóspito. ¿Por qué le había tocado nacer y vivir allí?, se lamentaba. ¡Gendarmes, gendarmes!, invocaba, sin aún bajarse del carro. Para mí que no era tanto el peligro y sí muchas las ganas de prolongar el espectáculo del Maine, en el temible territorio que habitaba.
A Ima la sofisticación no solo le salía en la voz, los gestos, la esbeltez, el cuidado de uñas y cejas; todo en aquel ser daba muestras de dama aristocrática, sangre azul bajo la piel de una