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La valiente piconera
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Libro electrónico223 páginas3 horas

La valiente piconera

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¿Qué tienen en común Carmen y María Teresa, dos mujeres de diferentes épocas? Un parecido físico y la fuerza para salirse del molde que pretende contenerlas.

¿Qué tienen en común Carmen, una mujer actual oriunda del Caribe, y María Teresa, una hermosa niña indefensa que emigra a Córdoba, España, en los años veinte y posa para un famoso pintor cordobés? En principio, un parecido físico. Sin embargo, además entre ellas existen paralelismos evidentes que las unirán a pesar de las distancias temporales. Esta es la historia de dos mujeres salidas del molde que pretende contenerlas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 dic 2019
ISBN9788417887643
La valiente piconera
Autor

Priscilla Velázquez Rivera

Priscilla Velázquez Rivera nació en República Dominicana. Se dedicó a la vida corporativa y empresarial hasta 2015. Es licenciada en Economía, con maestría en Finanzas y Mercadeo. Desde siempre, los libros y la música han sido su patria. Comenzó escribiendo ensayos a los dieciocho años para la sección cultural de un periódico de su país, destacando por su análisis social, agudo y cuestionador. Esta su primera novela, La valiente piconera, obtuvo el accésit mujer novel XVII Concurso de Narrativa Femenina «Princesa Galiana» (España). Se convierte así en la primera autora latinoamericana ganadora de esta modalidad en la historia del galardón. La valiente piconera también ha quedado finalista en el Premio de Narrativa Camilo José Cela 2018 de Guadalajara (España). Cree que la vida es interesante y variada, que merece ser inspeccionada y narrada para, desde luego, transformarla. Ese es el servicio de su escritura.

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    La valiente piconera - Priscilla Velázquez Rivera

    Capítulo 1

    —Pareces salida de una obra de Julio Romero de Torres —me declara esta noche Joseba, el único familiar de mi pareja que aún no conocía, luego de estamparme un beso en cada mejilla, mientras se acomoda en la mesa y me mira, mirándome.

    Joseba Azpiñaga es el primer vástago de la tercera generación de una pequeña tribu bilbaína, a la cual me sumo políticamente. Discapacitado para la vida en manada —eso lo intuyo en el sonido de sus palabras, cercanas y lejanas, presentes y ausentes, despreocupadas—, resplandece por su fecunda imaginación, su lenguaje culto, su humor inteligente.

    —¿Quién es Julio Romero de Torres? —delato mi procedencia caribeña y mi limitada cultura ibérica, inquieta por descubrir un mundo nuevo, que me aleje de Ulloa y Houellemont, artistas de obras que compartían espacio en mi comedor en Santo Domingo, y que allí, colgadas en la pared, hacía mucho tiempo que dolían. Dolían como úlceras que supuraban mi vida reciente. ¿O debería decir «muerte reciente»?

    Así que estar en el Restaurante Víctor, en el casco viejo de Bilbao, con el primo estepario de Ignacio, que me nota, haciendo una analogía entre mi fisonomía y una obra de arte que desconozco, me cautiva.

    —Cogote de merluza —ordena Joseba.

    Con el índice, baja sus gafas como quien escucha mejor sin ellas. Y vuelve a verme, viéndome.

    —¡Hala, mujer! Un pintor cordobés que perpetuó la belleza morena. Me recuerdas con exactitud su obra La chiquita piconera.

    Ignacio, mi marido, mantiene un silencio atento durante estos primeros minutos de la conversación, como si supiera que las voces rebajan lo que sucede, como si supiera que algo de esto me salva, me hace bien.

    —Amor, te la presentaré. —Conciso cuando habla, hace diana. Esta noche no es la excepción.

    Pocos días después, los vagones del AVE avanzan persiguiéndose en un movimiento perpetuo, al compás del susurro que adormece y con menos apremio que el mío por llegar a Córdoba.

    Desde aquella cena, me invade una desmesurada inquietud que me arrastra como una avalancha provocada por un leve empujón a conocer dicha obra.

    Esa madrugada, apenas regresé al hotel, dilaté la ida a la cama con Ignacio buscando en Internet, con irracional ansiedad, información sobre ese cuadro, concluido, supe entonces, en 1930, poco antes de la muerte del pintor.

    Se trata, señalaba el texto que encontré, del retrato de una mujer, un óleo y temple sobre lienzo de 100 x 80 centímetros. «La escena de este lienzo se desenvuelve en el interior de una humilde habitación de cuatro metros cuadrados, donde una joven sentada en una silla de anea se adelanta sobre un brasero de metal sosteniendo en sus manos una badila de cobre. La joven mira directamente a quien la observa con un hombro al aire, mostrando las piernas cubiertas por unas medias y calzando tacones».

    Quedé intrigada no solo por el parecido físico que nos unía, sino por la extraña coincidencia de haber recordado entonces una vieja fotografía que me habían tomado justo el día en que murió Carmina. En la vastedad de mi recuerdo, aparezco en la misma postura, sentada sobre una silla de guano rojo, inclinada, desafiante, con la falda recogida entre los muslos y la mirada clavada en la lente de esa cámara. Busqué, con cierto presagio, quién era la modelo.

    La joven del cuadro, quien también aparece en otras obras del mismo autor, se llamaba María Teresa López y era una niña cuando comenzó a posar para el artista. Además de musa del pintor, se convirtió en el símbolo de la belleza cordobesa. Esta mujer quiso ser cantaora o escritora. No lo fue. El hecho de descubrir su hombro y sus piernas e inclinarse frente al pintor de manera sugerente, en 1929, en una pequeña habitación, marcó su vida para siempre. En esos tiempos, la belleza era confundida con la obscenidad. El último tramo de su vida lo pasó en una residencia de ancianos en Palma del Río. Según sus biógrafos, murió sola, aislada y llena de amargura. Las habladurías sobre un posible romance con un hombre cuarenta y dos años mayor que ella la anularon para siempre. María Teresa no pudo reinventarse. Supuse que se perpetuó en ese espejo toda la vida. Dicen que los espejos son la entrada al infierno. Por pura intuición o por superstición, creí que aquella obra podría ser la lente de mi naufragio.

    La tierra cordobesa se adivina, se arrima, se revela. Se eriza de alfombras verdes de olivos, de encinas y viñedos. Un antiguo silo de cereales se iza frente a mí anunciando mi llegada a la estación de destino, en el sur peninsular, con una maleta para dos días, una absurda exaltación e Ignacio.

    —Al Hospes Palacio del Bailío, por favor —dice mi marido al taxista.

    —Amor, paremos un momento antes en la plaza del Potro. Quiero pasar por el museo —propongo. Siento que la curiosidad es mutua.

    Y aquí estoy yo, pocos minutos después, en la sala 6 del Museo Julio Romero de Torres, frente al retrato de doña María Teresa López González. El retrato que inició su muerte, el retrato que inicia mi vida.

    Me llamo Carmen. Los mayores me dicen Carmina. Tengo siete años. Desde hace dos meses vivo en Santo Domingo con mis padres y mi hermano. Defendí como mártir quedarnos en nuestro sitio, con nuestra gente, en mi colegio, con mis amigos, en mi barrio, hasta que fue inevitable renunciar y venir con ellos. Aún no sé por qué mami tomó esta decisión de dejar ese pueblo, su pueblo, el pueblo de mi padre y de mis abuelos. Escuché a mi abuela decirle a mi madre que las cosas decisivas en la vida se hacen por miedo, por valentía o porque son irremediables. Presiento que la decisión de mi mamá es porque no hay más remedio.

    Vivimos en una linda casa con patio y jardín. Nos trajimos al perro, la nana, los coches, la empleada doméstica, nuestros juguetes y un cactus. Lo único que no nos trajimos fue a la amante.

    Sí. Mi madre no cesa de mencionarla.

    —Qué bueno que dejamos atrás a la amante de tu padre —dice mientras, con una colilla de cigarrillo, enciende el siguiente.

    —Mami, ¿y por qué se nos olvidó la amante de papi?

    —Carmina, las muchachas hablan cuando las gallinas mean —zanja la conversación.

    La dejo rezando un credo sobre esa amante que se nos olvidó o que no quiso traer, pero que no deja de remembrar día y noche, con la nana, con los coches, con la empleada doméstica, con los juguetes, conmigo, con mi hermano y con el cactus. En menor medida, con mi padre.

    —Carmina, ven a peinarme y gánate unos centavos —sentencia mi padre mientras se dispone a dormir su siesta esta tarde. Una vez dormido, apoyo mi cabeza en su sonrosado pecho, una mullida almohada cubierta de vellos. Qué agradable es, cuánta confianza infunde saber que nada media entre la persona que más quiero y yo salvo una cadena, de la cual pende una placa con su nombre grabado: «Roberto». El aroma de su colonia, Azzaro, mengua ya a esta hora. Mezclada con el frío y antiséptico olor de los instrumentos quirúrgicos que acompañan su ejercicio hipocrático, abraza cálidamente mi olfato y me deja la certeza del amparo infalible: con él, con papi, no necesito otro ángel guardián.

    —¡Carmina, hora del baño! ¡Ven, chiquita, a bañarte! —pregona mi tata, mi nana, con paciencia benedictina.

    —Ya voy —salto de la cama y dejo a mi padre durmiendo en su habitación.

    Corro en busca de tata atravesando el largo pasillo de la casa nueva. No me fijo en el piso recién encerado: resbalo y caigo de bruces, y estrello mis dientes frontales contra la loseta de granizo armado.

    Logro levantarme, llorando. No siento mis labios. Tanteo con la lengua mis dientes. No están. Reventaron. La sangre chorrea. La sangre recorre mi mentón. No me he visto, pero noto un dolor agudo, desgarrador. Escucho abrirse la puerta de la sala. Es mi madre. Deja caer las llaves al verme. Su cara se descompone. Veo pánico y desesperanza en sus ojos. Me mira sin tocarme.

    —¡Oh, Dios mío, tú que no eres bonita, y ahora sin dientes! —se desploma aullando desconsolada mientras lo dice.

    Con ella enfrente, aterrada más que yo, intento evocar el aroma del lugar más seguro del mundo, el pecho de mi padre, pero solo saboreo sangre y abandono. Siento que ya no tengo siete años. Mi edad ya no es esta, mi edad va siendo otra.

    —Teresita, chiquita, ven. No te alejes mucho —insistía Teresa González, la madre de la futura modelo, sentada junto a su esposo, Inocencio López, desde la mesa del café Verandah, a bordo del vapor Reina Victoria Eugenia.

    La familia López González conformaba tres de los mil quinientos pasajeros que llevaba el trasatlántico que cubría la ruta Buenos Aires-Cádiz con numerosas escalas intermedias. Llevaban algunas semanas desde que abandonaron el rancho que tenían en las afueras de la capital argentina. Inocencio había invertido toda su herencia en esa próspera aventura americana difuminada por la Primera Guerra Mundial y regresaba a su tierra natal con sus dos Teresas, el bolsillo hueco y el alma adormecida.

    María Teresa, a la que llamaban Teresita, continuaba colgada de la ventana del buque, prendida del recuerdo de los verdes e inmensos prados del rancho donde acababa de cumplir sus siete años, de su caballo salvaje que había montado casi antes de andar, de los árboles que trepaba, que amparaban y cobijaban su infancia, del mote de India Brava con que la había bautizado su madre mientras la perseguía por la maleza sin lograr alcanzarla. El buque había levado anclas. No así su cándido corazón, que seguía atracado en su natal Buenos Aires.

    Se instalaron en la casa de su abuela paterna, en el barrio cordobés de San Pedro, no muy lejos de la plaza del Potro, y los días pasaban en espléndida miseria.

    —¡Escucha los chorros de la fuente, mamá! —exclamó María Teresa al pasar por la plaza con sorpresa y fascinación, esas que solo habitan en la inocencia.

    —Chiquita, venga ya. Esta es Margarita. Te llevará a casa de don Julio Romero de Torres, pintor consagrado y gran señor. De ahora en adelante, al volver de la escuela, irás todas las tardes a su casa. Hija mía, haz lo que te pida.

    —Pero, mamá, no quiero ir. Ven conmigo, por favor.

    —Teresa, ¡a callar! Obedece y punto. Y trae a tu padre las pesetas que te entregue.

    De la mano de Margarita, María Teresa atravesó la puerta y dejó el lugar más seguro del mundo: su madre. Sintió que ya no tenía siete años, su edad ya no era esa, su edad iba siendo otra.

    En su retrato la veo, me veo. Distante y próxima, ardiente y fría, dulce y amarga. Siento una incontenible ternura parada allí, frente a aquella pintura, ajena a mi vida y a mi origen, pero que se ha convertido en espejo, en metáfora de autodestrucción o de salvación.

    Una tos dirigida llama mi atención. De la mano de Ignacio, bajo las escaleras rumbo al hotel.

    Capítulo 2

    Alguien llama a mi puerta. Vivo en la calle Transversal 1.ª, número 23, en Bogotá, Colombia, en un hermoso piso con vistas a los cerros orientales. Estoy sola en casa. Ignacio y Aitor salieron.

    Tengo que esforzarme para advertirlo a través del ojo de seguridad. Es un mensajero bajito y rechoncho. Abro.

    —¿La señora Carmen Vélez? —pregunta, y me planta un sobre en las manos—. Firme aquí, su merced.

    —¿Debo pagar algo? —inquiero mientras reviso la envoltura, pero ya ha desaparecido.

    Es un sobre de manila rectangular color ante. Como mecanismo de cierre tiene doble cinta adhesiva gris, gruesa, como esas que se utilizan para amordazar al secuestrado. ¿Qué puede ser tan confidencial o importante que amerite un embalaje tan robusto como efímero?

    Busco mi abrecartas, una pieza antigua en piel y bronce que conservo y uso cotidianamente como si el tiempo no pasara. Rajo el sobre.

    La Vega, R. D., 15 de septiembre,

    Jubileo de la Misericordia.

    Distinguida Sra. Carmen Vélez:

    Por medio de la presente, notifico que, con fecha 15 de septiembre del corriente Jubileo de la Misericordia, este Tribunal de Primera Instancia de la diócesis de La Vega dictó la sentencia afirmativa sobre la declaración de nulidad de su matrimonio canónico con el Sr. Juan de Dios Fernández, por lo que queda usted en libertad para contraer nuevo matrimonio, si así lo quisiera.

    Con esta notificación cumplimos con el canon 1685 del Código de Derecho Canónico y con el artículo 224 de la Instrucción de la Sagrada Congregación de los Sacramentos del 15 de agosto de 1936, que así lo requiere.

    Se despide un reverendo padre juez, Gómez Gutiérrez, con una anonadante cantidad de sellos que eleva el Tribunal Eclesiástico de aquella pequeña ciudad de La Vega, situada en el corazón de mi isla, al mismísimo Tribunal Apostolicum Rotæ Romanæ, en la Ciudad del Vaticano.

    Disolver un matrimonio es algo muy serio para los católicos practicantes. Yo no lo soy. Según leí en un artículo, se requiere alrededor de un año para dar respuesta concreta a cada caso, analizar las pruebas y hablar con los testigos, entre otras banalidades mayúsculas. En cuanto a las causales que argumentan las personas para solicitar la nulidad del matrimonio, destacaba el reportaje, la ausencia de razón o juicio mental a la hora de contraer la unión, matrimonios que se llevan a cabo a la ligera, por un impulso o un interés particular o por todas las anteriores, como en mi caso. Recibo esta sentencia una década después y me importa un pito. No sé muy bien qué hacer con esto, pero me descalzo las gafas y miro a través del cristal del salón. Mana el agua, gotas blancas como piedras golpean las ventanas, llueve impetuosamente, igual que el más desafortunado de mis días…

    Llovía intensamente en Santo Domingo. Había salido hacía pocos minutos de mi trabajo en una multinacional y me encontraba en un atasco en la avenida Lope de Vega, camino a mi hogar. Pensaba en él. En Juan de Dios. En su entrañable humildad.

    Cuando me cortejaba, yo acababa de salir de una relación absurda y tóxica. Nuestras conversaciones se resumían en un monólogo sobre mi frustración. Mi anterior novio había decidido incorporarse al servicio militar, a pesar de su afición al vicio, al placer, y su ninguna devoción a la patria. Prefería recluirse en un cuartel en la frontera con Haití, con salidas contadas, que comprometerse conmigo. Juan de Dios me escuchaba pacientemente, aunque mis palabras fueran envenenadas dagas clavándose en su blanco propósito.

    —¿Quieres que te lleve al cuartel y le veas? —dijo un día en el que me encontraba particularmente triste.

    —¿Te gusto, Juan de Dios? ¿Qué clase de seductor eres? —respondí dudando de su interés.

    —Me gusta que seas feliz —me contestó con sus ojos café humedecidos.

    Iniciamos un noviazgo acelerado y cómplice. Madrugaba a mi lado y me ayudaba en el diseño de presentaciones corporativas que debía entregar al día siguiente, sin mostrar enfado o cansancio. Tan solo volteaba a verme y sonreía con su carita llena de pecas. Me quedaba dormida con la laptop en mis muslos y sentía como Juan la retiraba, la colocaba en la mesita de noche, me besaba en la frente, posaba su mano en mi cabeza y hacía una oración. En celebraciones que dábamos en casa me cantaba viejos boleros con su guitarra, sin desviar su mirada de la mía, frente a una audiencia hechizada por esa devoción mutua y, al final, pasada la medianoche, sin dudar se ofrecía a llevar a mi tata a su pueblo, a kilómetros de distancia, solo porque sabía que yo la amaba y temía por su seguridad si tomaba a tales horas un transporte público. Despertaba exaltada a las cuatro de la mañana, sin recordar cómo había terminado la fiesta, con la incomodidad general que acompaña a una noche de excesos, que en mí era un hábito, dolor de cabeza, asco y el peor agravante: una desmesurada vergüenza que pegaba a mi orgullo como un hacha sobre un

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