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La vida real
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Libro electrónico288 páginas5 horas

La vida real

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América requiere de la obra de fundación. América necesita conocerse, sustentarse. Junto a la corriente rica de la ficción, las obras de testimonio deben ir de la mano, rescatando, escudriñando la enmarañada realidad latinoamericana. Es una búsqueda fatigosa pero inevitable.
La vida real, como escribió Gabriel García Márquez: «… es la novela de las nostalgias enfrentadas. El drama humano de querer estar siempre en otra parte sin dejar de estar nunca donde estamos. Es decir: la desolación de haber llegado para no estar al fin en ninguna parte. Los latinoamericanos, con razón o sin ella, sin quererlo o queriéndolo, hemos sido al mismo tiempo promotores y víctimas de este amargo y prodigioso destino de espejos paralelos. Miguel Barnet nos lo ha demostrado con la complicidad ardiente de la vida real: todos somos Julián Mesa, el doble nostálgico de esta novela ejemplar».
La vida real nos muestra el corazón del hombre. De ese hombre que la historiografía colonial marcó con el signo de un fatalismo proverbial, inscribiéndolo entre «la gente sin historia».
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento15 abr 2023
ISBN9789593142069
La vida real
Autor

Miguel Barnet

Miguel Barnet (La Habana, 1940) es un poeta, narrador, ensayista y etnólogo cubano, discípulo de Fernando Ortiz y colaborador de Alejo Carpentier. Sus novelas-testimonio, en las que examina diversos momentos de la historia de la isla a través de la narración oral de sus protagonistas, son un hito inexcusable dentro del panorama de la literatura en español del siglo XX.

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    La vida real - Miguel Barnet

    Cover.jpg

    Edición: Bertha Hernández López

    Corrección: Jacqueline Carbó Abreu

    Fotografía interior: Alejandro René Hernández Barnet

    Diseño de cubierta: Suney Noriega Ruiz

    Realización: Yuliett Marín Vidiaux

    Primera edición: 1986

    © Miguel Barnet, 2022

    © Sobre la presente edición:

    Ediciones Cubanas, Artex, 2022

    ISBN 9789593141895

    ISBN E-book versión ePub 9789593142069

    Sin la autorización de la editorial Ediciones Cubanas

    queda prohibido todo tipo de reproducción o distribución de contenido. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

    Ediciones Cubanas

    5ta. Ave., no. 9210, esquina a 94, Miramar, Playa

    e-mail: editorialec@edicuba.artex.cu

    Telef (53) 7204-5492, 7204-3585, 7204-4132

    Sinopsis

    América requiere de la obra de fundación. América necesita conocerse, sustentarse. Junto a la corriente rica de la ficción, las obras de testimonio deben ir de la mano, rescatando, escudriñando la enmarañada realidad latinoamericana. Es una búsqueda fatigosa pero inevitable.

    La vida real, como escribió Gabriel García Márquez: «… es la novela de las nostalgias enfrentadas. El drama humano de querer estar siempre en otra parte sin dejar de estar nunca donde estamos. Es decir: la desolación de haber llegado para no estar al fin en ninguna parte. Los latinoamericanos, con razón o sin ella, sin quererlo o queriéndolo, hemos sido al mismo tiempo promotores y víctimas de este amargo y prodigioso destino de espejos paralelos. Miguel Barnet nos lo ha de-mostrado con la complicidad ardiente de la vida real: todos somos Julián Mesa, el doble nostálgico de esta novela ejemplar».

    La vida real nos muestra el corazón del hombre. De ese hombre que la historiografía colonial marcó con el signo de un fatalismo proverbial, inscribiéndolo entre «la gente sin historia».

    Índice

    Sinopsis

    Introducción

    El campo

    La travesía

    La ciudad

    La emigración

    Sobre el autor

    Introducción

    Todas las vidas humanas son importantes. Sin embargo, ciertas vidas acusan rasgos más sobresalientes que otras. La vida de los emigrados hispanos en Nueva York es una de ellas. No he conocido hasta ahora una sola obra que muestre el sentimiento de dolor y de insatisfacción del emigrado cubano en tierras del Norte. Patrones de cultura demasiado abstractos y modos de vida estereotipados han sido, lamentablemente, los indicadores más comunes para describir la vida de los emigrados hispanos en general. No convencido del todo de estas generalizaciones, opté por escribir un libro que mostrara el corazón de este conglomerado humano, unas veces escamoteado a mansalva y otras manipulado a capricho.

    Con La vida real no aspiro a presentar un cuadro definitivo y totalizador de la emigración cubana de las décadas del cuarenta y del cincuenta. Los contrastes y las diferencias entre estos emigrantes son demasiado marcados para pretender abarcar un todo global. He escogido un personaje vivo entre muchos. Quizás no sea representativo de un fenómeno social tan vasto y abigarrado, pero sí entraña un significado común en términos de destino histórico.

    La memoria, como parte de la imaginación, ha sido la piedra de toque de este libro. Si he recreado situaciones dramáticas y personajes reales, ha sido en plena concordancia con la clave fundamental de toda mi obra testimonial. No he adulterado los contextos, ni traicionado el discurso oral, confesional, de mis informantes; antes bien, he respetado incluso los giros lingüísticos de quienes se sitúan ante el micrófono de una grabadora con cierto empaque retórico, como dictando una novela. Creo que en ese tono reside también un valor estético innegable. Nos hemos confabulado, eso sí, en un toma y daca íntimo y creador.

    El testimonio siempre ha servido de apoyatura documental de la novela. Por otra parte, aclaro que no soy un novelista puro. Si ando a caballo entre las corrientes antropológicas y literarias, es porque creo que ya es hora de que ellas vayan de la mano sin negarse la una a la otra. Por el contrario estoy convencido de que se complementan. No aspiro a definiciones categóricas, ni ofrezco soluciones sociales. Lo único que deseo es mostrar el corazón del hombre. De ese hombre que la historiografía burguesa marcó con el signo de un fatalismo proverbial, inscribiéndolo entre «la gente sin historia». Este es el caso de Julián Mesa, un cubano más dentro de esa masa infinita de emigrantes que abandonaron su Isla en busca de un medio de vida mejor. Su integración al mundo hispano de Nueva York, su vínculo conyugal con una mujer de origen puertorriqueño, su permeabilidad social, las formas de expresión adquiridas mediante las lecturas y el choque con un nuevo medio cultural, no le alejaron de su raíz patriótica.

    Espero haber demostrado con este libro que la vida de los hombres de la llamada cultura de la pobreza no siempre carece de una voluntad de ser, de una conciencia histórica. Y que aun cuando esté anclada en un sentimiento de marginalidad, la llama de esa vida alienta hacia el futuro.

    «No hay casa en tierra ajena», escribió José Martí, desde su dramática experiencia personal. Julián Mesa se hace eco de esta afirmación. Y agrega: «Para mí hablar de Cuba es como hablar de una persona. En realidad yo nunca he salido de allá verdaderamente».

    He aquí la médula de este libro, su mensaje esencial. Lo demás, como diría un catedrático de provincia, es «la hojarasca de la vida».

    Agradezco al Centro de Estudios Cubanos

    y al Centro de Estudios Puertorriqueños de Nueva York,

    así como a la Fundación John Simon Guggenheim,

    la colaboración que me brindaron para la realización de esta obra.

    El campo

    «Al perro flaco todo son pulgas»

    Cada hombre es un mundo. Hay quien nace con un camino trazado en la vida y quien, como yo, va a donde el viento lo lleve. Lo mío ha sido un ir y venir. Por eso ahora busco la tranquilidad, aunque en el fondo me guste mucho la aventura. Para decir verdad, me he dejado llevar por la corriente. Y no me arrepiento de nada. Me tocó lo que me tocó, y a pecho.

    Cuando miro atrás y veo las cosas por las que he pasado, la gente que he conocido, el hambre y el peligro, pienso que la vida me lo ha enseñado todo. La vida es lo más grande que hay. Yo nací en el peligro y de nada me vale el miedo.

    El fuego me ha seguido las huellas siempre. Y de no haber sido por mi madre no estaría haciendo el cuento ahora; un cuento real, no un cuento de caminos. Según versión las llamas se veían a cien leguas de mi casa. La candela entraba por las rendijas del bohío y mi madre las sofocaba con colchas y toallas viejas. El zumbido era infernal y venía con ráfagas de un aire caliente que le quemaba la piel. Yo tenía tres meses de nacido y ella, para evitar que las llamas llegaran a la cama donde me tenía acostado, se volvió medio loca con aquellos trapos tratando de atajar el fuego. Al poco rato, cuando sintió tufo a pelo quemado y vio que era de ella, corrió a la cama y me levantó en peso. Salió gritando, desaforada, por todo el caserío conmigo en los brazos. ¡Mi casa, mi casa!, gritaba, pero nadie la oía porque la mayor parte de los vecinos del cuartón estaba pasando por lo mismo. Por eso yo digo que nací en el peligro. Y que de nada me vale el miedo. Aunque, a decir verdad, la candela en el monte siempre me ha puesto la piel de gallina. La caña ardiendo es un espectáculo terrible, porque la paja crepita y las llamas se le enciman a uno. Cuando mi padre llegó al claro donde estábamos todos reunidos, mi madre, los vecinos, mis tíos, los allegados, en fin, todo el cuartón, lo único que dijo fue: ¡Carajo, Fefa, salvaste al niño!

    Mi madre siempre contaba esta historia para explicarme el cariño que mi padre sentía por mí. Era una predilección grande, un capricho de padre, nunca lo ocultó. Nacieron mis dos hermanos, primero Yara y luego Pascual, y él no hacía más que llamarme, me regalaba caballitos de madera, escopetas de palo, sombreros de yarey. Todo era para mí. Un día, con mis hermanos crecidos ya, mi padre se unió a una mujer de Pozo Prieto y estuvo perdido como un mes. Dicen que tuvo un hijo con ella y no sé cuántas historias más. El caso es que mi madre lo fue a buscar una noche con el farol de luz brillante, cuando mis hermanos dormían, y templada como siempre fue, tocó a la puerta de la casa donde él vivía con esa mujer y le dijo:

    —Jacinto, tu hijo Julián tiene calenturas, no hace más que llamarte.

    La mujer se destapó a pegar gritos. Lo llamaba, le rogaba que no se fuera, le halaba la camisa, hasta le pegó. Pero él sordo y ciego siguió a mi madre por el camino. En silencio entró a mi casa, me cubrió la cabeza con una toalla, me cargó en los brazos y me llevó corriendo a más de veinte kilómetros de donde vivíamos porque yo me moría de la enfermedad más perra que he conocido: el tifus.

    Me curaron con azufre y paños con almidón, desinfectaron la casa, pusieron bandera amarilla y llevaron a mis hermanos para el sitio de unos amigos de mi padre. La curandera y mi madre me salvaron la vida. Y la mujer que se lo había llevado no le vio más el pelo por aquellos contornos. Mi padre no se alebrestó más de mi casa. Y aunque con mi madre tuvo solo tres hijos, dicen las malas lenguas que en realidad yo tengo veinticuatro hermanos.

    En el campo nunca se sabe. La gente sabe guardar secretos. Lo cierto es que él se perdía mucho de la casa y al cabo del tiempo venía de lo más pintiparado y repartía caramelos y juguetes y nos traía almanaques con figuras de santos. Había veces que me daba por preguntarle a mi madre por él, porque no lo veía, o porque extrañaba los regalos y ella me decía:

    —El dueño de la casa está trabajando, mi hijo.

    Ella no decía, tu padre, cosa que con el tiempo me llamó a pensar que entre ellos nunca hubo paz. Nosotros vivíamos cerca de una colonia de caña, como decir en el meollo de la zafra. El olor a melado de los tachos lo teníamos pegado a la nariz. Hasta el arroz que comíamos se contagiaba de ese sabor dulzón del aroma de ingenio. En tiempo muerto los obreros se iban a buscar pega a otros lugares. Ahí es cuando él se desaparecía.

    —¡Cómo te gusta el tiempo muerto, Jacinto Mesa!

    —¡Qué sabes tú lo que dices, mujer!

    —Yo sí sé, Jacinto, yo sí sé.

    —Lo único que tú tienes que meterte en la cabeza es que aquí el dueño de la casa soy yo, el que trae el dinero soy yo, ¿y cuándo ha faltado en esta casa un plato de frijoles negros?

    —Tus hijos y yo hemos pedido el agua por señas y tú lo sabes. No te hagas el disimulado.

    ¡Y si fuera el agua! Hubo meses en mi casa donde solo se comía arroz con gofio y boniato sancochado. Y donde matar un animal de cría era quitarles a mis hermanos el litro de leche. Porque el trueque en el campo era el modo de sobrevivir del guajiro en la jornada dura.

    Ahora quiero contar cómo yo me salvé de llamarme Cayetano, el nombre menos agraciado de la tierra. Fefa, que es como le decían a mi madre, recibió por nombre Endulfa, mucho peor que Cayetano, pero al menos tuvo su diminutivo en Fefa, más fácil y muy común del campo. Mi abuelo se llamó Cayetano y había sido un guajiro medio mulato, muy trabajador, pero más bruto que un arado. Y a mí me querían colgar esa cruz de nombre. Cuando yo nací el 20 de agosto de 1920, lo primero que dijo mamá fue:

    —El niño se va a llamar como su abuelo.

    La comadrona al verme comentó que yo era la estampa viva de él y que el nombre me venía pintado. Pero la Providencia y el hambre me salvaron la vida. Como no había ni ropa para vestirme, mi padre acudió al jefe de cuadrilla para que prestara algún dinero para los pañales y las provisiones. Y cuando el hombre me fue a ver al camastro donde me habían puesto, dijo:

    —Yo quiero bautizar a este niño.

    Entonces mi padre, que sabía más de la cuenta, contestó:

    —Julián, cará, así se muestran los amigos.

    Y nadie dijo ni esta boca es mía. Se olvidó el Cayetano y me empezaron a llamar con el nombre de mi padrino.

    En aquellos tiempos un padrino no era un papel que se firmaba ni un bautizo en la Iglesia y ¡sanseacabó! Un padrino era alguien que velaba por uno para el resto de su vida. Decir compadre en el campo es tan sagrado como la palabra hermano, que dicho sea de paso, lo encierra todo. El nombre de mi hermana es patriótico y se lo puso mi abuela paterna, Dolores Mesa. Ella siempre decía:

    —Si tengo una nieta va a llevar el nombre del Grito de Yara.

    Y así mismo fue. Pascual, mi hermano menor, se llamó así por San Pascual, el de los almanaques de las agencias de seguros. Siempre me gustó ese nombre, lo notaba alegre, musical, pero como no tuve hijo varón, con mi hermano se acabó nuestra familia. Todos nosotros nos apellidamos Mesa porque nunca supimos quién fue el abuelo por parte de padre. Cuentan, y quién puede dar fe de eso, pues mi abuela lleva más de cincuenta años de muerta, que era un señor mayor y bien plantado. Que pasaba en el gascar por el cuartón y gritaba a voz en cuello:

    —¡Ahí tengo yo un hijo macho!

    Entonces mi abuela cogía a mi padre en los brazos y lo metía para adentro no fuera a ser que se diera cuenta del asunto, o se lo quisiera llevar. Hasta una noche en que según rumores bajó del gascar chirriando las polainas y llamó desde un seto de mantos que había al frente del bohío:

    —¡Dolores, Dolores, soy yo!

    Para entonces mi padre tendría unos diez años ya y pienso que en su fuero íntimo habría querido saber quién había sido su progenitor. Pues pasó así: Mi abuela cogió un machete recién afilado y salió en silencio a atacarlo como una leona. Le dio un tajazo por un hombro y no se oyó otra cosa que el chillido de él y las zancadas que dio para huirle, porque ella lo iba a matar a machetazos. ¡A machetazos!

    Nunca supe la verdad de los hechos. Pero cuando se iba a recordar algo de ese señor en mi familia lo único que se oía era: «El sinvergüenza ese, el sinvergüenza ese».

    ¿Qué voy a decir de la zona donde yo nací? Campos de caña, bajíos, platanales, un río que no era un río, y mucha miseria. Toda esa parte de mi casa estuvo muy desamparada siempre. De niño no conocí lo que era un médico, un barbero, ¡qué va!, si nos tusaban la melena como a las bestias. ¿Y para qué hablar de un cine o de algo por el estilo? El batey del ingenio era una tacita de oro al lado de mi pueblo. Vi varias veces, eso sí, el circo, si es que aquella carpa desguasada y aquellos animales famélicos se podían catalogar como tal. De todos modos, cuando llegaba la compañía se armaba un revuelo tremendo y las casas se quedaban vacías. Nadie se perdía una función. Si el circo plantaba lejos, se iba uno a pie o en carretas. Lo importante era llegar, aunque se llegara con el buche afuera. Yo recuerdo caravanas de niños guajiros por aquellos caminos de lodo, bajo aguaceros torrenciales, ¡diluvios!, ir con una alegría enorme a encontrarse con los cirqueros. Mi espíritu de trotamundos lo saqué de ahí. Ver a esa gente trabajar en aquellos caseríos como si estuvieran en una plaza capitalina, con trajes hechos de retazos de telas baratas, con lentejuelas y terciopelo en esos calores, y haciendo maromas sin descansar, era algo muy grande. El circo me despertó la imaginación de niño. Me veía trotando por los pueblos con aquella tropa gitana. Soñar despierto, digo siempre yo, no costaba nada. En los niños el sueño es algo normal, cotidiano. Por eso lo único que podía hacer con toda libertad era soñar. En mi pueblo, a decir verdad, no se podía vivir en crudo.

    Mi personaje favorito del circo era Black Man o Blackaman. Hipnotizaba cocodrilos con aguardiente de caña, y luego metía su cabeza en la bocaza del animal y los muchachos gritábamos y nos tapábamos la cara. Blackaman vestía de negro, con fusta de cuero y chaqueta de satín. Cuando se acercaba a los niños los miraba con unos ojos grandes y amarillos. Nunca lo he podido olvidar. El circo no llevaba animales jóvenes, eran unos pencos y unas monitas que daban grima. A veces arrastraban una elefanta gris, vieja y arrugada. Venía un tarugo y le daba un manotazo y la elefanta levantaba un polvo churrioso que hacía estornudar. No siempre la podían meter en la carpa. Ella iba solamente por terrenos llanos, y a su paso, por supuesto. Aunque estaba prohibido darle golosinas, mi hermana y yo comprábamos masas reales viejos y se los dábamos. Eran unos masas reales que vendía un isleño llamado Telesforo. El isleño iba en su yegüita con dos alforjas repletas de dulces. A veces estaban duros como palos porque tenían hasta dos días de atraso. Pero un dulce en el campo era un lujo, y para un niño era algo más.

    La imagen del circo nunca se me ha podido borrar, y cuando he visto los circos grandes, los de dos y tres rinks¹, pero sin la rumbera, sin el comecandelas, sin Blackaman, me he desilusionado, porque pienso que el circo de verdad, el de la orquesta de güiro y timbales, es el de los pueblos de campo, el de las carpas agujereadas, en fin, el circo pobre.

    En mi pueblo, el día y la noche eran casi una misma cosa: monotonía y comadreo. Dos cosas que a mi parecer traen daño. Nunca he vuelto a ver trabajar con más brutalidad que al guajiro cubano de esos años. Era, de lleno, una bestia de carga. Mi padre durante la zafra llegaba a la casa ensopado. Se tiraba un cubo de agua arriba y para la cama. Porque había que estar de pie a las cuatro para coger la fresca en el cañaveral. El trabajo de la caña es duro, pero quien se acostumbra lo siente como un vicio. No sé si hace bien o no, pero él nunca tuvo un catarro fuerte ni un dolor de estómago, nada de eso. Murió apagando un cañaveral. Quedó carbonizado completamente. Los otros trabajadores en la lujuria por detener el fuego no se percataron de que él se había quedado rezagado. Las llamas lo envolvieron como una manta y no pudo salir. Por la tarde, cuando la candela era solo un humo negro, lo empezaron a buscar entre la paja quemada pero ya se confundía con la tierra. ¡Pobre hombre!, quedó casi en cenizas. Eso fue en 1932, cuando toda la Isla estaba bajo una depresión tremenda y un caos total. Nos quedamos al cuidado de mis abuelos maternos. Tampoco tenían dónde caerse muertos, pero al menos eran sangre nuestra. Mi madre sacó fuerzas de no sé dónde y entre las Cristinillas —unas isleñas vecinas nuestras—, y Tomás Duarte, el colono, nos ayudaron un poco a levantar cabeza. Veo a mis hermanos llorando la muerte de mi padre y todavía se me revuelve la sangre. Mi madre no lloró, cosa rara para una mujer de campo, pero se quedó con el hábito de hablar bajito y a cada rato nosotros la oíamos pronunciar el nombre de mi padre sin ton ni son. Al pobre lo que no se le va en lágrimas, se le va en suspiros, digo yo.

    Lino Returrete era colono también. Recorría la comarca a caballo y cuando llegaba a mi casa pedía café. ¡Llegó Lino!, gritaba. ¡Mi café!

    —¡Ya está, ya está! Pase, Lino —contestaba mi madre.

    Nos dejaba unos cuantos quilos y luego se iba a buscar su carro al pueblo. Era un guajiro cuarterón de mucha estampa. Mi abuela decía: «¡Qué estiloso es Lino!», porque siempre iba con guayaberas cremosas, tipo hacendado. Era un poco bravucón. Una vez oí decir que se quería llevar a mi madre para Manzanillo y que ella lo amenazó con picarlo a machetazos. No sé bien, pero el Lino se las traía, se las traía.

    Vivíamos, casi se puede decir, de la caridad pública. Ni animales de tierra teníamos. Mi madre era inútil. Y para colmo, a mí lo que me gustaba era criar palomas. Tenía un palomar encima de una mata de mamoncillo, y un día por descuido, cogió candela y las palomas, unas siete u ocho, salieron a la desbandada y luego a las pobres se les veía revolotear encima de la mata. Eran una nube gris sin aposento. Volaban y volaban como pidiendo auxilio. Y yo empecé a llorar porque lo único que tenía eran mis palomas. Les tiré un poco de chícharos para que comieran y poder agarrarlas pero ellas, cuando no vieron acotejo, se fueron huyendo de aquel contorno. Por más que las busqué no las encontré. Me cayó la calamidad del pobre. No me quedó más remedio que ponerme a trabajar. A los doce años empecé a doblar el lomo. Aprendí a leer un poco, yo solo, porque la escritura vino después. Era una escritura calcada, copiada; nadie, lo que se llama nadie, me dio lecciones hasta que llegué a La Habana. Si yo echo mi vista atrás, digo con dolor: ¡Ay, Cuba!

    De no haber sido por Tomás Duarte, nos hubiéramos muerto de hambre. Él fue quien nos consiguió un trabajo en la colonia. Mi primera faena fue apilar caña. Se acabaron los juegos. Mi hermano Pascual era quien manipulaba la escopeta y se iba de cazador por los alrededores. Yo no vi más juego en mi vida. Mi infancia se acabó cuando cargué la primera pila. De acuerdo a los negros viejos el invento más grande del mundo era el ingenio, porque se metía la caña en un tubo y salía el guarapo. Para mí fueron los bueyes, porque si no, habría que tirar las carretas al ingenio y halar las pipas de agua.

    La caña por la mañana es más noble, más pasajera. Ahora, cuando el sol da de puntas, es la salación misma. Ahí sí extrañaba yo a mi padre. Fue mujeriego, le gustaba el ron, se perdía de la casa, refunfuñaba por cualquier banalidad, pero era un hombre trabajador. Trabajaba de sol a sol para su familia. Entonces, representarlo a él en la casa, con doce años, y trabajando como un mulo, era una misión demasiado grande para mí, demasiado responsable.

    Las Cristinillas quisieron adoptar a mi hermana y mi madre les dio un no rotundo, aunque consintió para que ella fuera allí a pasar unos días. Y mi hermana, la pobrecita, regresó como un bólido porque el rezo era constante en esa casa, y la llevaban a la iglesita del pueblo un día sí y un día no a confesar no sé qué carajo. Mi hermana no abría la boca y el padre Eugenio le decía: «El que calla, otorga». Ella, como si fuera con la pared, hasta un día que llegó a la iglesia con una de las Cristinillas y el padre la pescó comiendo dulces y le dijo: «Con la barriga llena ningún cristiano se puede confesar». Mi hermana se tomó eso a pecho y cuando la iban a poner ante el confesionario, sacaba un bizcocho, un plátano o una galleta de sal. Las Cristinillas la pellizcaban en los brazos y la obligaban a rezar diez Padres Nuestros. Hasta una noche en que Yara se escapó de la casa. Llegó llorando y se tiró en la cama de mi madre, que ya se entendía con Tomás Duarte.

    Los primeros meses en el cañaveral me parecieron una tortura. Luego me acostumbré a la fresca y a la brutalidad. Con doce años tenía ya músculos y una franja blanca en la frente de la marca del sombrero. También porque en el campo el guajiro nace con el sombrero en la cabeza. Esa es la pura verdad.

    Cuando Sumner Welles, el Mediador, como le decían, porque venía a una componenda con Gerardo Machado, ganaba yo veinte centavos diarios y trabajaba hasta doce horas. La cosa estaba a punto de caramelo. El salario del guajiro era risible, y el precio del azúcar andaba por

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