Frutos extraños: I Festival de Literatura de Córdoba
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Frutos extraños - Sebastián Pons / Alberto Rodríguez Maiztegui / Fabio Martínez
Córdoba
Cómo se roba a los ricos
Sebastián Pons
Todos pertenecemos a lo mismo, todos hemos tenido las mismas oportunidades, qué le vamos a hacer si nos tocó la época en la que somos eternos seducidos y luego abandonados, las moscas no nos buscan porque ya han inventado un incienso que huela a cereza y miles de perfumes para la rumba.
Andrés Caicedo
Amanecí enlodado en Marita; desperté sobresaltado por los golpes y tardé poco en reconocer esa forma abisal y desconsiderada de aporrear una puerta. Literalmente tenía barro en cada poro, me chorreaba por todo el cuerpo, y hasta raíces me habían vuelto a crecer en algunos dobleces de brazos y piernas. Con apenas incorporarme entendí que había dormido sobre Marita, que era su cuerpo el que se aplastaba contra el colchón, que habíamos quedado tumbados, desnudos, ella boca abajo, con mi barro en su piel; no sé cómo hacía para respirar boca abajo, enterrada su nariz en la almohada, y además con ese vaho a mugre viviente que se había criado en la habitación. Me iba levantando como podía mientras la mano aquella que debió acariciarme de niño insistía con los golpes a la puerta. En efecto, no me equivoqué: abrí y mi madre entró de prepo, con toda su enana presencia, como la dueña que era de la casa, aunque jamás habitó en ella más de un mes seguido. Entró y tras de sí ingresó esa sombra esquiva, difícil de enfocar, un bulto neblinoso que ella arrastraba a su espalda. Y me dijo: Acá lo tenés, che. Ahora te toca. Yo cargué con mis mayores demasiado y no pude criar a mi propia descendencia. Es una maldición que se hereda, y a vos además te corresponde por habitar estas paredes que son mías. Tu abuela, que viste una vez, murió hace unas semanas. Este (señaló el bulto) es mi padre, al que nunca viste y del que te conté algo una de las pocas noches en las que te llevé a dormir. Eras chico vos. Y ahora, ya adulto, te toca cuidarlo. Yo tengo que descansar de una buena vez
. Dicho esto, apoyó sobre el piso un atado de ropas con una delicadeza que no le quedaba bien, y luego, con una brusquedad más de ella, me palmeó el hombro, besó la frente de esa sombra neblinosa y le dijo palabras incomprensibles al oído, y salió como un pequeño relámpago. Me asomé a la vereda como hace décadas; me quedé contemplando la espaldita que se alejaba, algo que algún día creí que no volvería a hacer, y por más que sabía que ella ni una vez, ni una puta vez, se daría vuelta, siquiera amagaría a darse vuelta, la miré hasta el fin de la calle o hasta que me dolieron los ojos, lo que fuera que haya sucedido primero.
Mi abuela fue una napolitana vivaz que se vino al país, tierra adentro, con apenas nueve años. Se instaló con su familia en Huinca Renancó y a los quince años se enamoró de un toba cuya edad precisa jamás se supo. Allí, por entonces, quedaban unos cuantos ranqueles puros y ningún habitante de otra comunidad más que este toba que vaya a saber cómo había llegado a abrevar en ese pozo de hombre blanco. Ese toba era el bulto sombrío que mi madre me dejó aquella mañana en que amanecí con el barro suculento de Marita