El caserón de la calle San Martín
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El caserón de la calle San Martín es una odisea a la conquista del amor o de todo aquello que nos parece inalcanzable.
Los tropiezos de la vida, muchas veces, nos desvían momentáneamente para alcanzar el tan preciado trofeo del afecto humano.
La historia se desarrolla en la provincia de San Juan (Argentina). En el caserón se viven extraños momentos, fenómenos inexplicables para los habitantes de aquel hogar y también para la gente del pueblo, que por cualquier motivo evitan acercarse a aquel domicilio.
Manuel, hijo mayor de la familia, estudiante, encuentra a Virginia, una profesora de historia que prepara una conferencia sobre «La condición de la mujer en la Edad Media». A partir de ese momento, Manuel y Virginia viven la más extraordinaria aventura de pasión y contradicción, caminando por abismos insospechados de la existencia humana.
Sergio Rojas Fajardo
Sergio Rojas Fajardo nace en 1949 en La Serena, de una familia fronteriza entre Argentina y Chile. Estudió en la provincia de San Juan en Argentina y en Mar del Plata, en el conservatorio de canto lírico y arte dramático. Estudió actuación en el Teatro Auditorio de Mar del Plata hasta 1977, cuando desaparece su hermano y los eventos de la dictadura militar y la persecución obligan a Sergio a exilarse en Francia. A partir de 1978 participa activamente en la vida cultural de la ciudad de Estrasburgo, crea grupos de teatro como Teatro sin Frontera y L'Araignée, y escribe obras de teatro con la colaboración del Parlamento Europeo para el Premio SAKHAROV, dedicado a las madres de la Plaza de Mayo en Buenos Aires. Después, estudió arte plástico y la creación de simposios internacionales de escultura de mármol en la Toscana entre 2003 y 2008; se dedica exclusivamente a la literatura de novelas y romances. 2018 fecha de publicación en París de Sueño de retorno, traducción en francés.
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El caserón de la calle San Martín - Sergio Rojas Fajardo
El Caserón de la calle San Martin
Sergio Rojas Fajardo
El Caserón de la calle San Martin
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418435874
ISBN eBook: 9788418435317
© del texto:
Sergio Rojas Fajardo
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2020
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
1
El caserón de la calle San Martín encerraba un misterio mágico que la mayoría de los habitantes del pueblo conocían bien, ya que esas historias humanas, mezcla de creencia popular y de superstición religiosa, se transmitían en el seno de las familias como herencia de un tesoro oculto en costumbres populares.
Nosotros llegamos ahí gracias a la gentileza de mi tía Paquita, ya que ella era la propietaria y hermana mayor de mi madre.
Jamás nos hubiésemos imaginado lo que viviríamos en ese lugar encantador y lleno de sorpresas.
La primera experiencia insólita, como regalo de bienvenida, la vivimos el sábado 21 de diciembre, justo antes de las Navidades; eran exactamente las once de la noche. Silvia, mi hermana mayor, dormía profundamente en su cuarto rodeada de sus pertenencias infantiles. Su habitación era grande, en otro tiempo había sido el cuarto de matrimonio de mis padres, cuando recién se habían casado; contaba con un ventanal grande que daba a la calle San Martín.
A esas horas en que ella dormía ya no se oían ruidos de transeúntes ni de automóviles que en horas de actividad hacían perder el sueño.
Recuerdo que yo solía quedarme hasta altas hora de la noche jugando alrededor de mi madre, con el único fin de acompañarla mientras ella, sobre una mesa, planchaba montañas de ropa.
Esa noche tan particular la fatiga se había apoderado de mí, ya que me había pasado toda la tarde jugando a la pelota con mis amiguitos del vecindario.
Mis párpados se cerraban, y el cansancio me hacía menear la cabeza hasta hacerme resbalar de la silla; mi madre, al verme en ese estado calamitoso, me suplicaba incesantemente que me fuera a dormir.
Yo me negaba terminantemente a seguir sus consejos, ya que para mí acompañarla hasta esas horas de la noche era una cuestión de honor.
La razón de mi empecinado honor era triste y doloroso, ya que mi padre nos había abandonado hacía aproximadamente un año, y yo era el único varón de la casa. Es decir, con mis ocho años y dos meses, me sentía capaz de enfrentar a un dragón para defender a mi madre, siempre y cuando este no fuera muy grande y no lanzara fuego por la boca ni tampoco se tragara a los niños enteros.
Mi madre, mientras, planchaba kilómetros de tela arrugada. Siempre lo hacía con mucha gracia, y de vez en cuando solía entonar melodías de antiguos boleros caribeños que hablaban de afectos perdidos, desgarradoras historias del corazón llenas de nostalgia, evocando en sus estrofas pasiones sentimentales de amor y traición.
Mi madre solía cantar con frecuencia, y siempre lo hacía espontáneamente en cualquier momento del día.
En mi complejo de Edipo desmesurado, me la imaginaba cantando en un escenario grande con una inmensa cantidad de público aclamándola y arrojándole flores a sus pies.
Mientras yo soñaba entre despierto y dormido, de repente, se oyó el crujido de un mueble, y luego un grito de terror. Los ruidos venían de la habitación en donde dormía mi hermana, Silvia. Mi madre dejó de planchar y se precipitó rápidamente a su habitación, yo la seguía pegado a sus polleras, y juntos empujamos la puerta del cuarto donde ella dormía.
Cuando mi madre encendió la luz, descubrimos a Silvia temblando y de pie al costado de su cama, con una expresión de pánico y medio dormida. Mi madre corrió hacia ella y la cerró entre sus brazos.
—¿Qué te pasa, mi hija?
Silvia, entre gemidos y casi sin aliento, dijo:
—Mami, el diablo quiere llevarme.
—Pero ¡cómo se te ocurre decir eso! Tuviste una pesadilla. ¡Eso siempre ocurre cuando los niños comen demasiados chocolates por las noches! Ya se te va a pasar. Ahora vuelve a la cama y no pienses más en eso.
—No, no fue una pesadilla —insistió Silvia, que continuaba con su delirio—: Sentí que una mano me tiraba de los cabellos, luché para defenderme, mami. ¡Era una mano grande y peluda! Era la mano del diablo, ¡estoy segura! —terminó diciendo Silvia, completamente empapada en sudor.
Mi madre se precipitó al ventanal para comprobar que estaba bien cerrado.
—¡Eso del diablo no existe! —le respondió mi madre suavemente—: ¡Mira a tu alrededor! Aquí en esta habitación jamás ha entrado nadie, ahora te acuestas de nuevo y tratas de dormir.
Silvia le pidió que dejara la luz encendida y que se quedara con ella; pedía a gritos que no la dejaran sola.
Mi madre, al ver que no podía convencerla, cedió y se quedó con ella durante toda la noche; yo, valientemente, me ofrecí para hacerles compañía, y así tampoco dejarlas solas. ¡Uno nunca sabe!
Al día siguiente, a la hora del desayuno, los tres comentábamos lo sucedido la noche anterior.
A partir de aquel día y a raíz de ese hecho inexplicable, el caserón de la calle San Martín cambió de aspecto para nosotros.
La pesadilla que vivió Silvia nos dejó a mí y a mi madre muy impresionados; cada vez que se oía un ruido, los tres permanecíamos en silencio y prestábamos la más grande atención. Mi madre se perdía en teorías científicas para encontrar una explicación coherente y eficaz para convencernos de cómo se producen esos fenómenos «extraños». Nos explicaba que todas las casas viejas crujen cuando cambia la temperatura y que no hay que preocuparse, porque viviremos toda la vida con esos ruidos.
Por razones económicas, estábamos obligados a vivir en ese lugar retirado del centro de la ciudad.
¡Pensamos que todo se terminaría ahí!
Estábamos lejos de imaginarnos que aquello sería simplemente el comienzo de una vida irracional.
Al día siguiente, cuando mi tía Paquita vino a vernos, corrí a contarle lo sucedido. Mi tía Paquita era la hermana mayor de mi madre, como dije antes, y ella era la única familia que teníamos, y con la única que contábamos. La pobre, por motivos de su mal carácter, se quedó soltera y con pocas esperanzas de que algún hombre asumiera su mal humor.
Yo le conté en detalle el susto de la noche anterior. Ella inclinó su largo cuello y me clavó su mirada, luego me respondió con su voz varonil que la caracterizaba:
—¡Esas cosas no existen! Y ahora vete a limpiarte la nariz, que ya eres demasiado grande para andar usando la manga de tu puño como pañuelo.
Yo sabía que mi tía Paquita mentía, porque hacía ya mucho tiempo que había dejado de utilizar la manga para limpiarme la nariz. Pero bueno, ese día ella no estaba de humores para comentarios; solamente noté que hablaba con mi madre en voz baja para que nadie las escuchase y de vez en cuando se decían cosas al oído.
Silvia me aseguró que lo que ella había vivido esa noche no fue un sueño, ni tampoco una pesadilla: para ella todo fue real.
Luego me contó que había escuchado decir en la escuela que en esa casa pasaban cosas extrañas, y que por eso nadie pudo vivir más de dos meses ahí, según los vecinos. Aquel caserón centenario fue testigo de muchas pasiones humanas que se sucedieron en cada generación.
Se cuenta que los últimos ocupantes eran un matrimonio de comerciantes judíos que tenían una hija de veinte años llamada Ester. Se dice que todo el pueblo admiraba la belleza de aquella joven y su encanto, y esa joven estaba de novia con un joven del pueblo.
Pero un día sus padres decidieron poner en venta el caserón y emigrar a Palestina, para comenzar otra vida.
Desde aquel entonces, en el pueblo, nunca más se oyó hablar de ellos ni de la joven que estaba a punto de casarse.
Fue mi tía Paquita quien compró esa propiedad.
Esa historia me parecía normal, pero se contaban otras de fantasmas que me atormentaban y me daban mucho miedo, también ponían en duda mi coraje viril de mis ocho años y dos meses.
Yo me preguntaba si todas esas historias no eran simplemente una fábula de mi hermana para quedarse en casa y no ir a la escuela, pero ¿quién sabe?
En todo caso, el caserón de la calle San Martín era nuestro hogar y el único espacio que nos amparaba en esos tiempos de abandonos.
El 6 de enero, Día de los Reyes Magos, mi tía Paquita apareció en casa con una bolsa llena de regalos y chucherías, para continuar y no interrumpir la tradición que había creado mi padre cuando estaba presente en el seno de la intimidad familiar.
Pero bueno, a pesar del mal humor de mi tía Paquita, ella tenía cosas que muchas veces eran desconcertantes.
—¡Toma, Manuel! Este regalo es para ti —decía ella, pero antes de recibir el juguete tenía derecho a soportar un sermón de diez minutos, y con él, todas las amenazas que se imponen, de que si este año no me portaba bien para el año próximo ni caramelos.
—¡Gracias, tía Paquita! —Le prometía—: Yo le juro que el año próximo seré mejor que el año anterior, le juro que no le daré dolores de cabeza a mi madre ni a usted, le prometo que no tocaré los timbres en casas de los vecinos, para luego salir corriendo y esconderme para reírme y gozar de mi travesura, le juro, tía Paquita, que no lo haré nunca más.
Ella, incrédula, me miró de reojo, y me dijo:
—Bueno, ¡ahora vete a peinarte, que el flequillo te ha crecido y te cubre los ojos! ¡Pareces un niño abandonado!
Yo sentía un profundo afecto por mi tía Paquita, y al mismo tiempo me daba mucha pena, porque estaba seguro de que ella era víctima de su mal humor, y eso la hacía sufrir mucho.
Mi madre poseía un quiosco de revistas y golosinas en el centro de la ciudad, a diez kilómetros del pueblo donde vivíamos. El quiosco había sido propiedad de mis abuelos y gracias a esa herencia nosotros podíamos sobrevivir.
Durante mucho tiempo lo administró mi padre, hasta que un buen día se le ocurrió enamorarse de la empleada, una muchacha mucho más joven que mi madre; y ahí, en el fuego del deseo y de la inmadurez, partió con ella, dejándonos a nosotros en pleno crecimiento y con el enorme vacío que produce la falta de afectos paternos.
Esa traición mi madre nunca le perdonó.
Yo lo pude comprobar el día del cumpleaños de Silvia, como ya dije, mi hermana mayor.
Aquel día mi madre había fundido en una cacerola varias barras de chocolate mezcladas con leche, que luego degustaríamos con los invitados a la